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CÁMARA DE PAPEL ALUMINIO. CUBOS DE PLÁSTICO TRANSPARENTE.
Como le dije, no tengo edad. Mis huesos son parte el primer grano de tierra que incubó el sol en el planeta. Y si alguien me pregunta por mis uñas y mi pelo, la respuesta siempre será una, la misma, porque mío es lo que descansa en esta silla como mío es el piso que pisan mis pies. Pero hablemos de tiempo sin mencionar edades, y contemos juntos el número infinito de latidos con ritmo de tamborón, de tamborcito, de también canción que cantaremos juntos conmigo, ustedes y yo, nosotros, todos para acabar pronto. He muerto antes y, no obstante (perdón, quise decir sin embargo), mi vida transcurre entre el hacer lo que hago y lo que quisiera no hacer. Entre lo que suena a palabras de todos los días y o que sin ser común es cotidiano. Para conocerme bien, dóctor, debe hacerme una radiografía de cuerpo entero y la biopsia de loo que supuestamente es ajeno a mí siempre conmigo. Mitad hombre, mitad animal. Casi de sangre azul, como en los cuentos. Cantemos la canción que canto a veces cuando tengo hambre cuando tengo frío. Damos la vuelta al matadero y este cuento se ha acabado. Y montemos el potro para que nos cuenten otro, para que la naranja dulce el limó partido la manzanita del Perú Y aquí la pregunta: ¿Cuántos años tienes tú? Tal vez lo aburro, dóctor. No importa, supongo (y entran los supongandos) cuando su reloj marca por hora lo que sabemos que marca. Le decía que a lo largo de mi vida hasta cada una de mis muertes (y llegado a ese punto debo ser sincero) no tuve más deseo que saborear las mieles de eso que suele llamarse éxito y que yo, fran-ca-men-te, y dejándose de babosadas, digo que es pura y llanamente expresado en buen cristiano, paja. Pe, a, jota, a. Ni más ni menos. No ha sido una vida común la mía. Es decir no común para otros porque para myself, de yo a yo, he jugado el ídem como me ha dado la regalada gana. La vuelta al mundo, el perrito, el dormilón, el loop, el simple sube y baja ¿y al final qué? Paja. Como volarse-la, si me está permitido hacer comparaciones. ¡Nada de otro mundo! pero, y aquí es donde entran los asegures, mis biógrafos con sus bolígrafos echarán punta para exaltar, resaltar, recalcar y recagarse en mi memoria. Y no lo digo sólo por hablar No. ¿Es un pájaro? ¿Un avión? ¿Una bala? Es la balada del baboso que creyó en cantos de sirena y como Orfeo (¿o fue Popeye?) se sacó los ojos para no seguir viendo (¿o fue Odiseo?) para no presenciar de prima mano lo que pasaba alrededor volando con frágil aleteo de mariposa nocturna (aunque bien pudo tratarse de Esopo Rey) para cerrar una y otra vez el ciclo ciclópeo de ahora sí llegué a donde quería y el que diga lo contrario es su problema. Apenas acabamos de empezar, dóctor, y mira el reloj con impaciencia. La impaciencia es la ciencia del que busca encuentra. Y es matemático, no falla, jaque mate a Edipo (aunque ya no estoy seguro de si realmente escuchó el canto del que hablamos). Es curioso, pero cuando venía para acá ensayé, repasé mentalmente cada una de las palabras (y en una hora si que cabe un mundo de) que iba a ordenar una tras la otra para comunicarle, expresarle, para simplemente contarle que muchas cosas de las que hice en la vida fueron producto de actos fallidos, usted me entiende, cosas que iban en una dirección y de repente, ¡zaz!, se salían por la tangente. La gente suele crearse problemas para demostrar que tiene cacumen en esa cavidad que se mido en centímetros cúbicos como el motor de un carro. Yo tengo todo eso, incluyendo el automóvil. Pero si nos ponemos a hablar de marcas y de modelos no es para eso que estamos aquí. ¿O sí? Concretando (¡qué palabra más pesada!) me interesa dejar muy en claro que muchas de las cosas fueron producto de la casualidad. Cosa que quasi siempre ocurre cuando no tenemos ni mierda qué hacer y nos metemos las manos en los bolsillos y silbamos alguna tonada que resulta ser la misma canción de moda que nos cae en los huevos pero que aprendemos a fuerza de tanto oírla. Bueno, el asunto es que la casualidad resulta ser todo menos producto del azar. Pongo por ejemplo la vez que un escritor amigo mío me dio su obra a leer. Se sorprendió (y les juro que releí 7 veces) cuando por todo comentario le dije: ¡Puta, vos, ¿y qué es esto?! Poco tiempo después, la noche del estreno, él me escupió a la cara: ¡¿Y esto qué es?, por la gran puta! Explicación sencilla; es cuestión de apreciación, de puntos de vista, de ponerle coco al asunto, de entregarse con alma, corazón y sombrero. Y eso hice a lo largo de mi carrera. Pregúnteme. Del absurdo, pánico, agresión, clásico, bueno, malo, regular, peor. Arriba y debajo de las tablas. Hubo veces que mi familia la vio a cuadritos. ¿Y yo dónde estaba? ¡Derribando una cuarta pared que no existe más que en la imaginación de gente cómodamente sentada en butacas y fumando a pesar del signo luminoso de prohibición! Pregúnteme sobre eso, dóctor, y le hablaré con el corazón en la manuela y le diré lo que siempre he repetido: Volarse-la. Se entiende, supongo, tampoco hay que ser tan folclórico. Alma y corazón de un pueblo que lucha por recobrar su identidad perdida. Y de perdida (valga la redundancia) sale a relucir el ancestro de Miculax, Tecún, Pipix y Popój a la cabeza. Y todo de cabeza por tanto cabezón que tiene todo menos-la. Pero no nos metamos en honduras y retomemos el hilo de la conversación. No sé si fue el otro día cuando mencioné la posibilidad de hacer una rentrée a escena con debut y despedida en una obra que cualquier actor que se precie de serlo quisiera para sí en ocasión similar. La oferta es tentadora. Allí están la manzana, la culebra (¡lagarto!), la promesa de algo nuevo, único, bueno y barato. Un spot de treinta segundos en su canal favorito. En cada corte comercial. ¿Y qué soy yo sino producto de mi época, con radiación y todo? Terminé cepillándome los dientes con sal y bicarbonato, y mis hijos armaron un relajo de la gran diabla porque dicen que lo que pasa es que soy codo. La juventud de ahora no quiere entender que polvo somos. Que somos naturaleza y abono de la tierra. Por eso cuando andaba entregando el equipo dejé bien claro que para mí era suficiente una vasija de barro enterrada en el jardín de la casa, detrás del pinabete japonés y cerca del último brote de rama importada, cuidando en no hacer posta el rosal de rosas rojas y botones rosados. ¿Por qué es tan difícil entender algo tan simple como el dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis? Pero no. Algunos quieren demostrar que dos y dos son cinco, cuando tiene cuatro. ¡Francamente! Le puedo asegurar, dóctor, que no son cuentos esos de pasar revista a toda una vida en el mismo instante de la muerte. Aquí es donde la teoría de la relatividad tiene sentido. En una fracción de tiempo cabe hasta el más largometraje de una existencia. Y no hay nada que hacerle, nos tragamos la proyección completa con comerciales y todo sin poder apagar el aparato. No hay cambio de canal, control de volumen y tonos. Y la calidad de color ya la quisieran muchos de marca registrada. Leí la obra. Lo hice como siempre, olvidando prejuicios, mente clara y visión objetiva. Concretándome (otra vez esa pesada palabrita) a asumir el papel, a meterme en el personaje con la misma sabrosura que bajo una buena ducha caliente después de lo que sabemos. Mi mente dejó de ser mía para asumir por milésima vez la mente de un ser hasta hoy desconocido. Me dejé llevar de la mano por los recovecos de la trama y el texto dejó de ser tal para transformarse, luminoso, en mi pensamiento. Usted me entiende, dóctor, con tanto caso de doble, triple y quién sabe cuántas identidades. Claro que no es lo mismo pero es igual. Quiero dejar algo muy en claro si es que vamos a seguir con esto. En esto. Se los debe tener muy bien puestos para hacer lo que hice. Palabra. De caminos y caminos, ingeniero, licenciado, doctor, dóctor, técnico en publicidad o ventas, actor. No digo que fue fácil. O quién sabe. Lo cierto está aquí de cuerpo entero y a todo color. Y hay palabras de palabras. ¿Acaso no tenemos ya bastante con las nuestras? Es una locura. Hablo con usted y no soy yo, realmente, sino una caravana de cadáveres incorpóreos que se levantan sonrientes cuando digo tal y cual cosa como un eco de lo que dije entonces cuando no era yo sino cada uno de ellos. ¿Le gusta apostar? He sido médico también, como usted, dóctor; sacerdote, monje, obispo; millonario. He cometido horribles crímenes y he sido capaz de grandes actos de heroísmo. El amante, el padrote, la víctima, el chivo; ideal, cruel, inocente, expiatorio. Sufrí condenas de prisión perpetua y me ejecutaron un par de veces. Fui ministro, alcalde, diputado, presidente, y no me hago. ¿Dóctor, es posible dormir como todo el mundo después de haber saboreado lo prohibido, lo profano, lo divino, etcéteras? Carezco de prejuicios, se lo aseguro, y hay pocas cosas que no haya probado. Arriba y abajo. Adentro y afuera. De las tablas, se entiende y punto. Estoy cansado. No el cansancio de músculos y huesos. Eso se arreglas con un buen día de descanso en la cama, con desayuno en la ídem, periódico, radio y un par de cinchazos a sus niños para que se vayan a joder a otra parte. Me refiero a un cansancio de adentro, inapetencia, desgano, aburrimiento, murria, mutismo, hueva. Y eso se quita con nada. ¿Le he dicho por qué dejé de fumar, dóctor? No es interesante en realidad. Si le contara cómo dejé de respirar, sería otra cosa. Sí. Al principio, espantoso. Traumático. Sofocante, es la palabra. Pero me hice una promesa. Si lograba resistir las veinticuatro horas y luego otras veinticuatro y así día a día toda la vida, habría ganado la partida. ¡Y lo hice! Dejar de fumar, claro; la respiración es algo que puede controlarse por períodos cortos, aspiraciones, expiraciones, que si por la boca que si por la nariz. Todavía tenemos tiempo. Unos minutos, supongo. Hemos hablado de cosas sin importancia y lo que me trajo aquí está aquí trabado como un hueso de pollo en la garganta. No escogí mi camino, alguien me dijo que estaba escrito en la palma de mi diestra. En la geografía de las líneas de mi mano con sus montes, valles, ríos y barrancos. Así que. Al menos así tuvo que ser si vamos a creer en esas cosas. En algo, por lo menos, si no en mucho. Tuve miedo. Me aterrorizó la idea de ser blanco de tantas miradas. Imaginaba estar en el centro de un anfiteatro. Más que eso, en medio de una fiesta de etiqueta, ministros, embajadores y sus emperifolladas esposas. Además no me sentía capaz de moverme, hablar con propiedad, usted sabe, dóctor, con soltura, dicción, técnica. Todo puede aprenderse, pero piense en la primera vez. Recuerdo. Tercera llamada y yo cagado del miedo, anclado en el centro del escenario con el teló todavía cerrado. El murmullo del público que cesa al apagarse las luces. El sonido metálico de cortinas que corren. Música de entrada y Un día alumbré con mi linterna a un bicho en el jardín de mi casa. Quedó encerrado en un reducido círculo de luz sin saber qué hacer, sin poder moverse, muerto de horror. Fue algo obsceno. Oí los aplausos y sentí mi cuerpo empapado por la lluvia creciente. El telón subía y bajaba y ese flujo de marea lo llenaba todo. El aplauso no es el premio, es el abracadabra, el conjuro mágico para volver a ser nosotros. ¡Puta, dóctor, es increíble la forma que adquiere nuestra conciencia cuando representamos! Si pudiéramos solamente ser sin vernos obligados a morir un poco cada vez, adquiriríamos dimensiones heroicas (no quise decir eso). Increíbles, inhumanas (tampoco). Me refiero a algo que está más allá del bien y del mal, el estado de gracia o como pueda llamársele. Nuestra dimensión inconmensurable (está mucho mejor) nos llevaría de vuelta a la vida. (¡Exactamente lo que quería!) Vivos. Realmente. La sola idea es maravillosa y lo llena todo, pero hay tan poco tiempo para pensar que ni siquiera vale la pena mencionarlo. Cuando se está obligado a llenar el buche propio y el de la family, la metafísica se transforma en artículo de lujo. Usted me entiende, dóctor, la búsqueda del ser interior, la verdad cósmica, la armonía universal. Carece de sentido otro sentimiento ajeno al pan nuestro. Lo intenté. Al principio frecuentaba cuanto velorio se me ponía a tiro. Cuando los miembros de mi familia dejaron de pasar a mejor vida, por aquello de que hay rachas de rachas, y los amigos se resistían a estirar los hules, pasé a velatorios de amigos de amigos, parientes de parientes políticos, guardia de honor a personajes más o menos ilustres y una que otra misa de cuerpo presente. La sola idea de morir me aterrorizaba al extremo de no poder dormir. Casi perdí el empleo por razones obvias. Tuve que cambiar de hábitos nuevamente y lo hice en un momento en que todo el mundo se puso de acuerdo para dejar este valle de lágrimas, ya por propia mano ya por accidente ya porque le había llegado la hora de pasar lista allá arriba. Pero primero está el deber. Después de una época de intensa actividad teatral y cuando había olvidado el asunto, alguien me hizo una pregunta que me sacó completamente de balance. El grupo calló en espera de mi respuesta. Mis piernas flaquearon y estuve a punto de gritar auxilio. Mi mujer que se dio cuenta del asunto hizo una entrada a escena por el foro muy oportuna y pude zafar bulto decorosamente. Las personas sueles exigir demasiado al artista. Después me encontré a ese mismo fulano de la pregunta y no me dio empacho en mandarlo mil veces a la mierda y por lo que sé, allí se encuentra en la actualidad. Volándose-la. ¿Qué riqueza encierra un objeto? Quiero y no quiero hablar de eso y para hablar de eso estoy aquí y terminaré por decirlo con o sin su ayuda, dóctor. He leído el libreto varias veces. La escena cobra vida en mi mente. Estoy aquí en el centro de gravedad muriendo. Y en la parte más difícil el casi difunto en un esfuerzo sobrehumano se arranca sondas, sueros, oxígeno, colchas. Salta de la cama y susurra algo que no alcanzo a escuchar. Más alto. Más. Se hace audible, descifrable, comprensible. Lo dice y cae. Una sola palabra y kaput, ixcamic, se acabó. Son tiempos difíciles para el artista y también para el público. Primer acto. Se abre el telón. La escena muestra la fachada de una solariega casona de campo. A la derecha del actor (izquierda del espectador, ni modo) un centenario árbol. Al pie de éste, mesa jardinera y sillas de hierro. En primer plano, a la izquierda (derecha del público) un ángulo de caballeriza. Al foro, decorado de bosque. Se cierra el telón. Intermedio. ¿Le gusta la música, dóctor? No hablo del dorremí. Hay sonidos de sonidos. La naturaleza es el instrumento más perfecto y el virtuosismo de una experiencia produce trozos, movimientos, sinfonías sin pauta ni pentagrama. Ayer, sin ir más lejos, presencié un crimen a sangre fría, un hombre muerto al timón de su automóvil. Trataré de ilustrarle la fuga con motto: Automóvil pequeño, de posible manufactura japonesa, se acerca. Un par de bocinazos, aparentemente de un americano ocho cilindros en ve. Andante con campanilla de heladero se entremezcla, siempre en segundo piano. Rugido en allegro aperto de moto grande, cuatro tiempos. Auto nipón frena moderato, heladero (campanilla) más cerca. Nuevo corno del americano. Acelerón de moto y sucesión de redobles secos, sincopados, silbantes. Un silencio. Cuatro tiempos decrece. Voces de mezzosoprano, tenor y bajo. Coro. Sirena de bomberos. Allegro con brío y gran finale de cuerdas vocales y ayes y putazos, maldiciones, lamentos, condena. Aplausos. Segundo acto. Se abre el telón. Cámara gris. Una sección del centro, cual puente levadizo de un castillo medieval, será el único punto de acceso y salida. La rampa hará de mesa, escritorio, sillón, cama, etcétera, según se indique en la escena. La cámara gris se moverá rítmicamente, gracias a algún mecanismo viviente, para dar la idea de estar en el interior de una matriz. También se sugerirá una gigantesca pantalla de televisión. Se cierra el telón. Corte a comercial. Hay un recuerdo que me acompaña. Tal vez el primero que recuerdo de siempre. Estoy desnudo en la playa y corro hacia las olas. Es de noche. Mi hermana me sigue y mi padre sonríe desde ese incisivo superior derecho que le falta. No hace frío ni calor. El agua tiene la temperatura de mi cuerpo, de mis pies. Mi hermana se detiene y recoge algo. Es una gran concha. Voy hacia ella y la luna llena se refleja en la pulida superficie de la caparazón de algún cangrejo ermitaño que nos observa ahora como lo hace mi padre sin perder detalle de lo que pasa. Tomo la concha y pego la oreja. Escucho atento el sonido del océano y ya no sé con cuál oído el verdadero y con cuál esa ilusión. Pero sé que escucho el sonido del mar. Y eso me llena. Último acto. Abre el teló a cámara negra. Flecos de plástico transparente cuelgan del techo a diferentes alturas. Retazos en el suelo. Ningún elemento de color, mueble u objeto. Sólo flecos de plástico transparente y sonido de lluvia. Telón. Saludo. Telón. Saludo y telón. Si lo pudiera expresar con palabras no estaría aquí, dóctor. Tan pleno y a la vez tan vacío. Decirlo con palabras mías y sentirlo con ese algo intocable que debe haber todavía en mí. Si creyera en hadas y encantamientos me dejaría llevar por la voz de la abuela, que cuenta cuentos contados en tardes de lluvia y noches de estío, hasta el país de nunca jamás, la isla del tesoro, y sería Viernes y la ballena blanca, uno para todos, el correo del Zar, las mil y una historias que supe y he olvidado a fuerza de jugar juegos de mayores. Pero se hace tarde. Ya es casi la hora, dóctor. Estoy cansado y sin embargo (quise decir no obstante) hay fuerza vital, fluido, energía, estamina. Soy la tirante cuerda de (no voy a decirlo por trillado, que si el arco y el arquero y la flecha y el blanco) un piano (¿qué tal?) durante el concierto cinco de Saint-Saens: animato, andante, tranquilo, molto allegro. Casi he olvidado por qué estoy aquí. El reloj no va a detenerse y si ocurriera, sería ese reloj y no el tiempo. ¿Sigue siendo un reloj el reloj que no camina? ¿Sigue siendo un hombre el que se detiene? Cuando jugamos con palabras los términos se invierten. Solemos decir que sí por no. Vete, cuando nos morimos porque se quede. Tal vez, por imposible. Gusto en verte, saludos a la familia, qué bien te ves, pégame una llamadita, yo pienso en ti, querido fulano dos puntos, escribiré, a ver cuando nos vemos, tú vives en mi mente, a los pies de usted. Las palabras hacen lo que les da la gana con nosotros. He tenido grandes cosas, es cierto, incluyendo apendicitis, demanda judicial por alimentos, anónimos telefónicos, accidentes viales, borracheras de varios días, pie de atleta, intento de secuestro, loteriaza en plena crisis, alergia a la penicilina, suicidio frustrado, licencia para portar arma, camisa de fuerza, condena por posesión de marihuana, úlcera duodenal, tarjetas de crédito; y nada me causa mayor satisfacción que un buen polvo. Levantarlo. Usted me entiende, dóctor, cuando se hace algo hay que hacerlo como la gente, que no quepa la menor duda de que allí estuvimos, fuimos, permanecemos. Aunque nunca jamás se repita el acto mágico. Por joder, por lo que sea, un algo tan personal como cepillarse los dientes o soñar un acueste de película con Miss Universo. Hablemos de eso si no le importa. Y si le, peor para usted. Tengo ganado el derecho y mientras suena la última campanada (y falta) puedo disfrutar las prerrogativas del momento como cualquier cenicienta. Y no es cuento. ¿Hay algo que pueda hacerse desde esta posición? Imágenes. Tengo muchas (aunque tal vez quiera decir estampas) y variadas (pero éstas son rígidas, fijas, congeladas) imágenes. Estoy a punto de decir el parlamento final y me quedo en blanco. No recuerdo una palabra del texto. MI esposa (en la obra es mi esposa aunque en la vida real lo es de otro) me mira. Hay pánico en sus ojos. Dice algo (según ella para ayudarme a encontrar la frase perdida) y lo que dice carece absolutamente de sentido para mí. Me sé en un lío. Empiezo a bajar libros. Retomo un parlamento de la página anterior pero eso solo me confunde más. Mi esposa (esta sí es la verdadera) carraspea detrás de bambalinas. Reconozco su voz, su tos. Mi esposa en escena dice algunas incoherencias. El carraspeo, la tos, la voz acrecientan mi laguna que es luego mar. Cae el teló y rompen los aplausos. Me niego a saludar y corro a mi camerino y vomito. Aquí viene una estampa, dóctor (solo para dejar bien clara la diferencia). Estoy en la escena final. La pierna izquierda ligeramente flexionada y el pie levantado, apuntando hacia el techo. Voy a decir algo. No sé qué. Si sé pero no me acuerdo. Tengo los ojos cerrados. Entrecerrados (por el flashazo de la cámara, me imagino, no estoy seguro) porque la escena en mención requería de un parpadeo lento. En fin, me encuentro tieso, ridículo, inmóvil, un mucho otro (que soy en ese instante) pero total y rotundamente sin vida. Claro que hay imágenes de imágenes, y olvidándonos de las religiosas (que no tienen nada que ver conmigo aunque soy creyente) voy a referirme a otra no menos significativa. Voy al Super. Mercado. Llevo el carrito entre paredes de comestibles y me detengo frente a una pirámide de jugos enlatados. Con rápido movimiento tomo la lata que está abajo, en el ángulo derecho de la susodicha montaña. Me alejo lento uno dos tres cuatro cinco seis siete pasos y doblo rápidamente a la izquierda. No falla. La pirámide se derrumba con gran estruendo arrastrando frascos y cosas. Yo lejos y a salvo, pago tranquilamente en la caja un jugo enlatado y salgo. Obsequio el jugo a un niño de cara triste y sin zapatos que me sonríe desde sus tres o cuatro años. Mientras me alejo oigo todavía el eco de las latas que caen y ruedan. No hace mucho que mi hijo mayor me pidió las llaves del carro por primera vez. En ese instante comprendí que había crecido y yo con él. Me presentó a su novia (amiga dijo él), y no sé por qué pensé en la Polonesa de Chopin. Y sí sé por qué. La imagen de ella emerge vibrante de entre sus notas y cuando rozo su mano y advierto el temblor de su cuerpo y su respiración entrecortada. A los quince años todavía no se tiene licencia para manejar pero eso no importa cuando se está en el asiento trasero, usted comprende, dóctor, cogiéndose-la. Cuando muera quiero algo sencillo, poca gente, caja de pino, café con piquete y que me toquen la Polonesa. Sí, señor. Tengo amigos que la tocará encantados. En el último de los casos bastaría con un casete estereofónico. ¿Por qué no? O monofónico. Debo irme, dóctor, la función empieza en una hora. Y truene, llueva o relampaguee hay que estar al pie del cañón cuando el público ha pagado su boleto (o si entró con pase de cortesía para dos personas, no importa) y quiere algo a cambio. En el cine es diferente aunque hay casos en que se suspende la proyección por falta de energía eléctrica. Aquí cambia el asunto, fluido o no fluido. Hubo ocasiones en que continuamos a la luz de las velas o lámparas de gas (y la cosa es hacerlo bien, no importa cómo, usted me entiende) y en otra oportunidad en que estábamos por terminar, acabamos a oscuras y estuvo muy bien. En fin, en este negocio nunca se sabe, unas veces se está arriba y otras abajo. Pero desde cualquier posición hay que poner todo en servicio del acto y satisfacerse plenamente. Como cuando se hace el amor. Mejor que eso. A veces peor. Reflexiono. Medito. Normalmente aprovecho las idas al baño para dedicar tiempo a la introspección. Es el lugar ideal, al menos que se padezca de claustrofobia. Bien. Me viene a la mente la imagen de mi padre. Cortó la carrera de medicina cuando le dio un surmenage (ningún parecido con el a trois) y se divorció de la realidad por una temporada relativamente larga. Se pasaba horas en el inodoro y solía lavarse las manos de una manera peculiar: enjabonarse varias veces, cepillarse las uñas, frotarse hasta los codos evitando que sus manos tocaran nada, desaguarse largamente, secarse presionando la toalla con suavidad. Resabios de sus prácticas en el quirófano del hospital general, me imagino. Haré un esfuerzo en este momento e iré al baño más tarde (ya que desde hace rato tengo ganas), y trataré de concentrarme en una cosa y después en la otra. Los recuerdos de mi niñez son cálidos. Llenos de sol y polvaredas que se levantan al paso del ganado. De rostros curtidos y sonrientes semblantes de gente de a pie y de a caballo. De arena, olas, caracoles y cangrejos. Hace tiempo. La última vez hacía frío y se dejaba sentir la corriente que se forma en esa esquina. Faldas arriba, cabello sobre la cara, corbatas al viento y el polvo que se mete en los ojos y hace llorar. Y lloro porque soy parte de esa máquina que ha dado un giro de ciento ochenta grados con el acelerador a fondo y sin respetar semáforos en rojo y señales de alto, no hay vía, prohibido el paso, despacio. Los valores se pierden y reganan con la asombrosa facilidad con que mi mujer (o la suya, dóctor) se cambia de calzón. El deterioro del mecanismo que mueve nuestro siglo es patético (por no decir que está hecho mierda) y los slogans publicitarios y la propaganda contribuyen a crear mayor confusión y caos. Pero no quiero entrar en enojosas consideraciones cuando corren tiempos difíciles y más vale machete estate en tu vaina que cientos volando-sela, usted entiende. Me voy, aunque no quisiera, y quedo en espera de sus noticias e indicaciones. Adiós, dóctor. Saludos a la family. Mucho gusto. Sin lugar a dudas. Cuente conmigo. Por supuesto. Encantado. Ha sido un orgásmico placer. Chócale.
* * *
Chócale. Chocante, diría yo. No se puede ir por el mundo con esa arrogancia. Somos o no. Las medias tintas están bien para los que serán escupidos de su boca (Apocalipsis 3:15). El fin de los tiempos, el año 2000, toda esa basura que debemos tragar, digerir, defecar. Reconozco que tiene razón, amigo GT, hay imágenes de imágenes y a cuales peores. Y estampas. Me gusta el teatro y no me pierdo ninguna de sus obras. ¿Y qué escucho sino bipbips de uno y otro y otros relojes con diferencia apenas de segundos, hora nacional? Al rótulo de no fumar debería agregarse desconecte la alarma de su reloj digital o tráguese-lo. No es fácil ser espectador. El papel de público pasa inadvertido. Hablemos de imágenes. Palco presidencial. Mitad del segundo acto. Pausa. De pronto sonido de botas y manos que chocan violentamente con sus armas. Un enjambre de gente alrededor del infinitamente poderoso de turno. Vuelve una relativa calma. Cuando entra a la penúltima escena de ese mismo acto, nuevamente el bullicio en crescendo. El hombre sonríe aliviado. Fue a mear, ¿qué le parece? Hablemos de estampas si quiere. Desde mi butaca, perdido en el anonimato de la fila F puedo gritar sin temor y decir lo que pienso. Después de todo soy un poco la voz del pueblo y el pueblo nunca se equivoca. Póngase en mi lugar, amigo GT. Tiene voces, identidades hasta para tirar. Si se le ronca la gana puede darse el lujo de no decir nada y decirlo todo con un gesto, un simple parpadeo, una exhalación entrecortada, un ligero temblor de labios. Pero es distinto, usted lo expresó de manera clara. Desde lo alto hay otra perspectiva. Aquí abajo es la llanura, se lucha cuerpo a cuerpo y se cuentan los muertos por millares. ¿Recuerdos de la niñez? El daguerrotipo de mi memoria está borroso a fuerza de tanto manoseo y la luz del entendimiento de la que hablaba mi abuela se apaga. Me gustaría mirar mi álbum de recortes de atrás para adelante hasta llegar a la foto donde estoy en el vientre de mi madre y recomenzar mi existencia paso a paso de idéntica forma o casi o por lo menos tomando lo mejor de ella. Morir y renacer siendo el mismo escucha ideal, espectador modelo con igual capacidad o mayor cupo para no recibir ya una sino dos tres cuatro cien (exagero) por segundo. Imagine (usted es actor y no le será difícil encarnar a un espectador) que acaban de dar la tercera llamada y se yergue en su asiento concentrando la atención en lo que va a ocurrir cuando el teló se levante o se abra o (si no hay cortina, como se estila últimamente) se enciendan los reflectores magenta y ámbar y empiece la acción. Murmullos a su alrededor se transforman en murmuros cuando pasan los minutos y nada. Aplausos y voces apremiantes, exigentes, insultantes después de media hora y nada. Los más impacientes han optado por irse indignados, echando chispas por los ojos. Otros amenazan con incendiar, con hacer pedazos todo. Usted calla y observa y escucha. Recuerda que dejó las luces del carro encendidas pero ya no importa. Hay conatos de riña y desde autor hasta el último acomodador son mentados de madre. Argumentos tales como devuelvan la plata, ni siquiera una excusa, clausurar la sala, romperle la cara a, son esgrimidos al cumplirse la hora de retraso. Para entonces ricamente quedan los rezagados de siempre ya por tacaños ya por esperanzados ya por (como en su caso) joder y ver en qué termina el asunto. Cuando está por irse se ilumina la escena y el elenco completo saluda. Una larga secuencia de inclinaciones de cabeza, de cintura en el proscenio. Sin darse cuenta está aplaudiendo como loco. Ya en la calle apresura el paso y llega a su auto. No arranca. Batería muerta. Enciende un cigarro y piensa en los dos billetes que pagó por el boleto. Sé por qué sonríe, amigo GT. Nos parecemos. Ambos nos enriquecimos con experiencias de otros. Somos el eco de una nota en mi sostenido mayor. Mi vida. Mi suerte. Mi destino. Mi muerte. Cuando hablamos de lo que ocurrió ayer o hace tiempo (que mi alma está vacía) y empiezo a bajar libros de la azotea (como usted lo expresaría) las cosas pierden significado y lo único que importa es hoy ahora aquí. Una posición materialista si se quiere, pero no puedo evitarlo. La línea divisoria entre lo que para nosotros fue (aunque sea mucho producto de la imaginación) es tan frágil que llega el momento de una verdad relativa que no por eso pueda llamarse falso. Como una fotografía. El momento del clic congeló el movimiento y sin embargo (quise decir sin embargo) no puede hablarse de rigidez (mortaja y todo) sino de suspensión inanimada. Imágenes. Nace un niño. Su primer ajú es celebrado y consignado en el álbum (su cartilla de identidad con fechas y hechos de simples a trascendentes) y su primera palabra inteligible (sea mama, papa o caca, entre otras) inicia el importantísimo capítulo de la comunicación expresada con los veintipico sonidos del alfabeto latino. No transcurre mucho para el primer cállese, mucho ruido, a gritar a otra parte, silencio, shó. Si en su mayoría de edad ese niño no sabe morderse la lengua a tiempo puede perderla junto con la cabeza. Aprender a hablar. A callar. ¿Se necesita un vocabulario? Recursos al alcance de la lengua. El otro día (¿o fue anoche?) un turista chino era agasajado por criolla pareja en agringado restaurante. El chino hablaba en una deliciosa jerigonza y el hombre machacaba las palabras en la piedra de moler mishtamal. No había hilo en la conversación (solo un filo de la gran diabla pues se mandaron cuatro ensaladas de fruta con crema y helado entre los tres) y él le decía al chino hay muchas fiestas celebraciones días alegres en nuestro país. Tenemos por ejemplo el día del trabajo fiesta, el día fiesta de mujer día de la madre, el día fiesta del ejército día alegre con feriado y parada, el día día de fiesta de la ciudad capital, el día del padre día de fiesta, el día alegre de los difuntos muertos día de fiesta. Los yes yes del chino silbaban como serpiente cascabel (¿qué tal?) y el otro atacaba la segunda ensalada de frutas con una crónica viajera a los estéits. Manejé de Miami (dijo mayami) a Nueva York (dijo Nueva York), manejé de Nueva York a Los Angeles, maneje de Los Angeles a Las Vegas, manejé de Las Vegas a San Antonio, manejé de yes yes a yes yes. Cuando se fueron medité sobre los días de fiesta y los viajes en automóvil y pedí una ensalada de fruta sin crema ni helado, por la dieta. Me dijeron que no había y que si quería otra cosa. Dije que no y me escurrí sin pagar-la. Por poco me meten al bote al darse cuenta. Argumenté distracción. Alegaron sinvergüenzaza y ellos eran dueños de un magnífico vocabulario y yo tuve que propinarlos para que se olvidaran del asunto. Y todos amigos. Hasta la vista. Vuelva pronto. ¡Cuidado con el carro! Y un poco más y no estaría contando el cuento. Hay cada loco al volante. Pro me estoy saliendo por la tangente, amigo GT. La gente olvida con frecuencia los buenos modales y no hay mal que dure cien años. Mire a su alrededor. La capacidad creativa del hombre no tiene fronteras y la palabra final todavía no se dice. Aquello del que ríe de último es una cadena de carcajadas (una carcadenajada, si me permite hacer un aporte gratuito a la real academia de la lengua), día a día se rompen récords y es tanto para construir tanto para hacer pedazos. Usted dijo no querer entrar en enojosas consideraciones, amigo GT. Se esconde tras su inmunidad histrionática y se sabe con derecho de asilo convencional de Ginebra o no. Eleva una voz que no es la suya desde una tribuna que no es tal sino templo. Usa insignias, condecoraciones, estandartes, pendones de papel maché y trajes, decorados, utensilios de fantasía. Claro que no pretendo se asesine a alguien si en el libreto dice que mata a fulano, pero la sangre mezclada con pólvora no huele a anilina en la realidad. Y el polvo ensucia, la lluvia moja, el fuego quema de diferente manera arriba que abajo. Los ríos corren, los montes se levantan, el sol calienta sin filtros de colores y artificios más o menos ingeniosos. Aquello es ficción, un remedo del acto. Esto el suceso cotidiano. Hemos hablado de imágenes y estampas ¿y qué dijimos? Pe, a, jota, a. ¡Francavolársela-mente! Nos sentamos frente a un reloj y jugamos una larga partida de ajedrez diferente sin jaque mate al rey. Amo a los marineros que besan y se van y se vienen y en el aire se detienen. ¿Para qué quiero más si tengo a Superman, Batman y Robin? Mis héroes de periódico hasta cumplen la importantísima función (con lo caro del papel toilete) de limpiaculos. Hemos mucho y del dicho al lecho hay un mundo de sabores, olores, texturas. Colorín colorado. Me monto. Otro