Opus Uno
© 1984: Manuel Corleto

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Opus Uno
Manuel Corleto

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CÁMARA NEGRA. TRES ÁREAS: SALA, OFICINA, DESVÁN.

¿Llevo catorce días… Quince días…? Catorce siendo yo misma. Eso quiere decir que he vivido toda mi vida —menos esos catorce días ¿o quince?— siendo la persona que no soy ni en sueños… O que soy en sueños que sueño despierta. No me oculto. Es falso. No tengo por qué hacerlo. Hace catorce… No, hace quince días salí para no volver. Más bien  salí para volver a la vida que nunca tuve… Dejé atrás lo que otros me impusieron y salté al vacío varios pisos hacia mi libertad. Son las siete… Bueno, acaban de dar. Nunca he sido puntual. Esto está bien para los que son esclavos del reloj. La rutina siempre me ha causado malestar. Me encanta el sonido de la máquina de escribir porque mis dedos pueden recorrer ágilmente el teclado para crear una sinfonía de letras, de números, de palabras; no muy diferentes a las teclas de un piano con su martilleo de notas que vibran en sostenido… ¿Qué digo? Acaban de dar las siete y el teléfono no ha dejado de sonar. Las notas del piano están en mi mente mientras redacto esta carta y en vez de poner “Querido Él”, pongo “do-sol-mi-re-fa”. Él comprenderá. A veces sobran las palabras y mi corazón está lleno de música y allá del otro lado del salón mi tío Paquito sonríe orgulloso. Y aquí en mi pecho, aún húmeda de rocío la orquídea que él me prendió en mi vestido negro cosido por las ágiles manos de mi madre… ¿Soy yo quien gira? Veo pasar rostros sonrientes y rostros no tan sonrientes, y siento la envidia de las damas y la admiración de los hombres por ser reina y joven y bella y por tener quince años. Mi tío Paquito me pidió el primer baile y lo bailé con él. Mi mamá sonreía sin ocultar el orgullo de mis quince primaveras cubiertas por ese negro y sedoso vestido que crujía a cada giro... Son casi las siete. Él vendrá de un momento a otro y abrirá la puerta repentinamente para sorprenderme y yo me sorprenderé de que no me sorprenda haciendo nada fuera de lugar, a no ser que se lea en mis ojos la determinación que he tomado. Un poco de sombra en los párpados y un color fuerte, contrastante, en los labios, así su atención se centrará en ese punto rojo en el centro de mi rostro. ¿Qué hora es? Los niños duermen ignorando que su madre se ha puesto linda no para agradar a su hombre sino para dirigir su mente hacia el punto donde han de pronunciarse esas palabras en el acto final de esta farsa. Dígale que no quiero… ¡No! Dígale que estoy pero que no me da la gana verlo. Yo fui reina esa noche. Y seré reina hoy quince años después para hacer caer su cabeza. Las manos de mi madre dejaron su huella en cada milímetro de este hermoso vestido de fiesta y todo lo que se le ocurrió decir a mi hermano fue que se me miraban muy huesudas las rodillas. ¡Y lo odié porque era cierto! Cuando se tienen quince años se puede parecer un muchacho con facilidad. Pero mi tío Paquito me hizo sentir mujer y bailamos incansablemente… Mi hija será bailarina. Tiene piernas largas. Y mi hijo pianista con sus largos dedos. Cuando se tienen quince años más que entonces y se tiene la certeza de que el reloj no va a detenerse con las primeras canas y claras señales del paso del tiempo suben mis pulsaciones por minuto y me sudan las manos y más de una vez he echado a perder la carta por eso. Pero esta carta es diferente. No escribo: toco. Toco un Nocturno de Chopin y una Fuga de Bach. Cada nota es una palabra añejada por el tiempo perdido. Cada palabra es un disparo a ese blanco móvil que me cierra el paso y bloquea mi libertad. “Ya no es posible…” “Fue inútil”… Operadora, quiero una llamada persona a persona. Dígale que estoy bien, que no se preocupe. Sí. Salté once pisos exactos. Toda una proeza. No. No caí. Bajé rápidamente… Eso es. Gracias. ¿Por qué lo hice? Mi tío Paquito quería que me casara con mi primo Antonio. Y Antonio en el primer baile me pisó varias veces mis zapatillas de charol negro y en un rápido giro me aplastó la orquídea. Yo le dije no importa. Él me dijo te daré otra. Mi mamá nos mira desde el otro lado del salón y su sonrisa era diferente ahora. Supe que estaba disgustada conmigo porque le dio la razón a mi hermano —en lo de mis rodillas— y prometió bajarle el ruedo al vestido para la próxima vez. Odio los relojes que dan doce campanadas. Odio los cuentos infantiles de princesas encantadas. Los sonidos de la vida real son diferentes a medianoche entre las cuatro paredes de un cuarto compartido con alguien que ronca, tiene pie de atleta y halitosis. Cuando se tienen quince años menos esos olores no importan mucho. Pero cuando hay que estar a las siete de la mañana al otro lado de la ciudad en un cubículo de dos metros cuadrados con una máquina que hace letras y otra que transmite sonidos hay que llegar con el estómago en su sitio para no salir corriendo. ¿Correr? ¿Qué hago ahora sino correr una carrera contra el tiempo que dejé atrás? Pero no. Yo no corro. Ya no voy a lado alguno porque soy libre. Mi mente está en su mayor grado de percepción. La flor es flor y es algo más si la corto. Soy capaz de saltar once pisos hacia arriba pero no quiero; porque allá arriba dejé el pasado. Mi historia escrita en cada escalón, en los pasillos, ascensores, en cada milímetro de ese apartamento. ¡Qué pesadez! Ya intenté liberarme antes de este cuerpo. La oración, el ayuno. Mis rodillas en tierra y mente y corazón puestos en Él. Necesito ejercicio. Necesito una dieta adecuada. Necesito tranquilidad. Necesito estar sola. Mi primo Antonio era un buen partido. El rey, decían, para esta reina. Cuando me vio con mi vestido de fiesta se quedó de una pieza, mudo. Una niña a los quince es más mujer que un joven a los diecisiete más hombre. Y el tío Paquito y el primo Antonio se quedaron con el recuerdo de esa fiesta y se fueron perdiendo en mi memoria, encogiéndose, diluyéndose en el pasado. Voy a tener un hijo. Dicen que voy a tenerlo, más sólo recuerdo el mareo, el peso del hombre, su jadeo ¿y el mío?, y después el silencio y esa laxitud parecida a la muerte… Digo a la muerte por la inmovilidad, no por los ojos cerrados. Y se engorda a prisa. Y se siente de prisa que hay algo animado aquí dentro… Tres hijos. Hay que alimentar tres niños que comen por seis. El padre de uno murió —Dios lo tenga en su gloria—, el de los otros aún vive pero vive en su mundo. Aquí me fallan las matemáticas cuando digo que de los dos no sale uno. Salieron tres. A este paso no terminaré la carta. Debo concentrarme en el vestido negro —en señal de duelo ¿aunque por qué?— y en el blanco sudario del papel bond donde amortajaré el pasado de una vez por todas. Di el salto. ¿Aló? Gracias. Dear husband… Escribo en inglés. Es la manera más fácil de decir palabras que uno no se atreve en español: amor, deseo, felicidad, entrega, confianza. Husband se oye como un golpe en la mandíbula del esposo. Dear, un formulismo. Todos saben que estoy aquí. No me escondo. Es posible que no me busquen. Y si me buscan no pondrán mayor empeño porque saben que mi vientre se ha secado. Y mis pechos. ¡Y también mi corazón! Nunca me gustó la forma en que me miraba el tío Paquito. Cuando bailamos me apretó más de la cuenta… Y mi mamá ¿por qué reía? La m ano de un hombre a los quince años pesa una eternidad y a los quince años se es demasiado joven para saber decir que no a las tentaciones. No necesito poner una palabra. Él comprenderá. Soy un libro abierto. ¿Aló? Un libro abierto. Fui reina una vez y otra y otra y otra. Y después me vi obligada a compartir mi lecho con un hombre y con otro y con otro. ¡Pero nadie tuvo mi corazón! ¿Lo oyen? Salté de un vehículo en marcha. Salté de un edificio. La próxima vez saltaré de la torre más alta y volaré porque soy libre… ¿Lo escuchan? ¡Soy libre! Yo tuve un hogar… ¡No lloro por eso! Tuve lo que quise y hoy no lo quiero. Y si lo quisiera no me faltaría. ¡Lloro porque fui tan dichosa en brazos de mi tío Paquito! Lloro porque mi vestido negro está ratoso y huele a húmedo y a viejo. Y lloro… ¡Sí!, porque cuando despierte de este sueño -que por real no es menos sueño-, estaré de nuevo bailando y bailando y bailando ante la mirada de  mi madre que sonríe de maneras extraña cuando mi hermano le dice algo al oído y señala mis redondeadas rodillas, femeninas, de hembra. Aquí hay tres cunas y dos ataúdes. Un piano de cola. Y un rincón desde donde puedo contemplar mi propia imagen al desnudo, sin gota de maquillaje. ¡Libre! No abriré esa puerta. ¿Verdad que no, mamá? ¿Verdad que no debo responder? Se está bien aquí. No abra, madre. No deje a nadie decirme lo que haré con mi vida. Esto está escrito en ese seis por ocho que bailé incansable durante los quince días de la feria cuando la flor y mis zapatillas de charol y mi vestido arriba de la rodilla eran parte de mí misma… Hoy soy la fría imagen impresa en una fotografía… No estoy para nadie, mamá. Los niños duermen. Él se ha ido. Y el teléfono… Bien. Estoy bien. Estoy como quiero. Quiero estar como estoy. Esa maldita carta. Aquí está… “Dear husband…” ¡Quince años! No, tío Paquito. No, primo Antonio. No Madre Superiora. No queridos amigos. Tengo una galería de fotos para probarlo. Son imágenes del pasado, claro, pero el pasado es nuestra vida ¿o no? Podría jurar que no me importa. Decir aquello está muerto y yo viva, palpito, siento, soy todas las cosas que he querido ser sin serlo. Creo. Me entrego. Renuncio. Dedicaré mi vida a bendecir Su Nombre. ¿Y aquel hombre? ¿Y mi hijo? ¿Y yo? Todo está aquí dentro. Están repletos de luces, colores, formas, olores. Me llevaron al punto más alto y me hicieron sentir casi completa. He sido mil mujeres distintas. He vivido mil vidas diferentes. Ensayaré los mil pasos conocidos e inventaré el baile de las horas, los días, los años. ¡Siete años! Y al final una cama vacía, un librero sin libros, un agujero tan hondo que sólo puedo llenar con la felicidad de saberme libre, por fin… Dueña de mis actos. ¡De mi tiempo y de mis ganas! Sé que es él y no he de abrirle. Despertará los niños y les diré que ha sido el viento. Despertarán los vecinos y sabrán que soy dueña de mi deseo. Vendrá la policía y mostraré el documento que asegura, legalmente, sin lugar a dudas, que soy dueña de mis actos. ¡Pediré auxilio! ¡Diré que van a hacerme daño! ¿Dónde está el teléfono? ¿Aló? ¿Sí? Mjú. No hay fracturas. No hay señales visibles. Hay destrozos adentro, señor juez, donde nadie es capaz de comprender que puede haber daños irreparables. Por eso escribo esta carta con quince años de atraso. Por eso lloro y me lleno de rabia. ¿A las seis? ¿Dónde? ¡Ni pensarlo! No se le ocurra abrir la puerta, mama. ¿Está echado el pasador? Tendré que poner una cerradura más fuerte. Inviolable. Segura. Hay tanto peligro rodeándonos. Alguien puede robarse a los niños. No duermo de pensarlo. Alguien puede matarnos y morir en esa forma es espantoso. Odio la violencia. Todo lo que deseo ahora es vivir mi existencia sin que nadie me diga qué-cómo-dónde-porqué. ¿No es justo? Mis máscaras han ido cayendo una a una. Aún tengo muchas antes de que la última, la mía, mi rostro, aparezca con la frescura y candidez de novia, esposa, amante. Cuando eso ocurra, cuando esté segura de mi amor y de su amor y del amor de todo el mundo, seré completamente libre. Hoy debo tapar la máquina y dejar todo en orden para ir a mi apartamento y mirar a los niños y hablar de mil cosas. Tal vez vaya al cine, al teatro, a bailar. Tal vez no haga nada. Tal vez lo llame y le pida que vuelva. Tal vez mañana o la otra semana. Si la puerta resiste su empuje, es posible que no haya necesidad de otra cerradura. Si mi corazón tuviera quince años menos dejaría la puerta entreabierta y perfumaría mi cabello y a la luz de las velas le diría que no tengo miedo… Que los niños duermen. Que la cama es fría, que me asusta la oscuridad y los ruidos me sobresaltan a cada instante. Beberíamos vino y, temblorosos, haríamos el amor bajo esos rayos de luna que se filtran entre los pliegues de las cortinas. Aún si tuviera siete años menos sería capaz de tomarle la mano y cantarle una canción sagrada. Lo sentaría a mi mesa. Le contaría mis cosas. Le pediría un deseo y le haría una promesa… Pero he saltado el abismo y no puede tocarme. Soy fuerte al fin. Libre al fin. Te estuve llamando para decirte que van a cortar la luz, que la nena está enferma, que la sirvienta renunció no sé por qué, que mi jefe se solaza en humillarme, que me robaron el monedero en la camioneta esta tarde, que el licenciado quiere que le pague y que pague los impuestos, que el nene tiene mezquinos, que mi amigo me traicionó, que se quemó la licuadora y, como si fuera poco, escondieron el azúcar y le subieron a todo en el mercado. ¿Me oyes? Cuando mi tío Paquito me apretaba más de la cuenta y bajó la mano distraídamente, vi en los ojos de mi mamá el terror de saberme mujer y bonita y deseable. Mi primo Antonio sí que era torpe. Me rompió las medias cuando intentó tocarme las piernas… Y mi hermano, sin sonreír más, comprendió que mi suerte estaba echada. Y se olvidó de mis rodillas. Esta noche voy a ser como antes. Pero también seré como nunca. Es casi la hora. Dejaré la puerta de par en par. Desconectaré el teléfono. Enviaré a los niños con su abuela. Me olvidaré de todo y bailaré toda la noche…

TELÓN