Unos tíos de 500 años
© 2004: Manuel Corleto

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Unos tíos de 500 años
Manuel Corleto

C A P I T U L O   P R I M E R O

Aprovecho para escribir mientras todavía hay luz de día. No se me culpe si cometo algunos errores, si trastoco fechas, si equivoco personajes, pero lo que voy a contar no lo vi con mis propios ojos. Me llegó de oídas, como había llegado a mi padre y al padre de éste y al abuelo del padre de mi padre y así, en el tiempo y la distancia. Yo soy el último de la línea. No lo podré pasar a mis hijos ni a mis nietos, porque se nos acabó el tiempo. Ya no hay esperanza. Ya no hay vida en el planeta Tierra.
    Lo que voy a referirles ocurrió hace 500 años. En ese tiempo, la humanidad había alcanzado un enorme grado de conocimiento. Conquistaba la Luna y se preparaba para dejar su huella en otros planetas del sistema solar. Dos guerras mundiales habían dejado destrucción y muerte, pero también propiciaron que los científicos descubrieran drogas maravillosas para atacar las mortales infecciones y curar muchas enfermedades que habían diezmado a la humanidad antes. Las expectativas de vida crecían gracias a la tecnología y la ciencia, pero también los gérmenes y virus se multiplicaban y reaparecían con formas distintas y más resistentes y las guerras también proliferaban con su secuela de destrucción, hambre y muerte.
    Hace tiempo que las guerras se acabaron. Hace tiempo que las terribles enfermedades fueron erradicadas. Hace tiempo que la flora, los animales y las personas han desaparecido casi en su totalidad. El lugar donde me encuentro, que es mi hogar, es un sitio erigido por nuestros remotos antepasados y que llamaban Tikal. Aquí nos asentamos después de la gran sequía, cuando el resto del país y del planeta se había convertido en inhóspito desierto.
    Lo que escribo lo guardaré en un recipiente hermético y quedará enterrado entre los cimientos de uno de esos templos. Si usted lo está leyendo ahora, significa que no todo estaba perdido y que la raza humana, junto al invaluable tesoro que representa la naturaleza, logró sobrevivir la hecatombe a la que fuimos arrastrados por los irresponsables, los ambiciosos, los impíos, los malvados de todos los tiempos.



El abuelo revisa por centésima vez las conexiones, los instrumentos medidores de presión, los indicadores de hora y fecha, los tanques de oxígeno, los compartimientos de provisiones, el botiquín de primeros auxilios, las cartas estelares y los mapas, las fuentes energéticas de emergencia, el equipo de supervivencia en la selva. Pasa lista una y otra vez para no olvidar nada y consulta su reloj digital.
    —Es una locura. Lo sé. Pero alguien tiene que hacerlo, se dice, como para darse ánimo y justificar el gran paso que se propone dar.
    Son casi las diez de la mañana. Su nerviosismo crece ante la inminencia de la partida. Piensa en Manuela, su adorada nieta, y tiembla de sólo imaginar el fracaso de la misión, una falla inesperada, algo que le impida volver.
    —Es una locura, vuelve a repetirse. Pero debo hacerlo. Durante años me he preparado para este día.
    Mueve la cabeza como para sacudirse una mala idea. Camina dos o tres pasos hacia atrás para poder contemplar en toda su plenitud la máquina, su vehículo, el producto de incontables noches de desvelo, su secreto absoluto. Va hacia un escritorio y abre la gaveta. Saca un sobre de papel manila perfectamente sellado y lacrado en el que se lee “solamente en caso de mi desaparición”, que contiene su testamento y un diario con el cómo, cuándo y por qué de su increible aventura, dejándolo en lugar visible. Del mismo lugar saca un revólver y una caja de tiros. Da una mirada para cerciorarse de que está cargado y entra decididamente al extraño vehículo. Coloca el arma y las municiones en un compartimiento a la par de su asiento, frente al tablero de controles. Cierra herméticamente la puerta y activa el botón de encendido.



Afuera de las murallas de Utatlán, la capital Quiché, y en los barrancos, se escucha el clamor del combate. Los conquistadores españoles están dispuestos a tomar la ciudad y avasallar a los indios. Lo quebrado del terreno favorece a los quichés que hacen uso de hondas, flechas, dardos y macanas. La inicial sorpresa ha sido superada, y al hombre, enfundado en su caparazón metálica y sobre la bestia bufante de cuatro patas que parece echar fuego por la boca, no le es fácil contener el fiero empuje de esos pequeños y semi desnudos hombres de piel cobriza que lo superan en número. Es obligado a apearse y a escalar las rocas en un intento por escapar al cerco que cada vez se cierra más a su alrededor. La distancia que lo separa de los quichés es el largo de su brazo más el de su espada toledana, la misma que le fuera ofrecida en nombre del Rey antes de embarcarse en dirección a las Indias Occidentales, noble acero que siempre lo distinguió en México por su valor y rango. Uno de los indios, el que parece ser el jefe del grupo por sus distintivos de hermosas plumas y pieles, hace señas a sus gentes para que lo dejen solo frente al invasor. Ellos obedecen de inmediato, manteniéndose a prudente distancia, mientras se desarrolla el duelo personal que motiva esta historia.





C A P I T U L O   S E G U N D O

¿Cuándo tuvo la idea por primera vez? Gregorio Bustamante no estaba muy seguro. Desde niño había sentido especial predilección por la vida en el campo, en la hacienda de sus padres. La ciudad, la gran ciudad de la que hablaban los mayores y en la que nunca había estado le parecía —por lo que podía escuchar a hurtadillas, en el sacrosanto y prohibido lugar de estar de los adultos— cosa de otro mundo con sus carros, grandes edificios, tranvías y teléfonos. Palabras como electricidad, gasolina, teatro, aeroplano, aunque las comprendía, adquirían dimensiones increibles en sus sueños donde se veía, casi siempre, perdido entre las innumerables cosas que conformaban la metrópoli y que terminaban por engullirlo completamente. Después de cada noche de pesadillas y de gritos, su madre le decía que no comiera tanto jocote de corona porque no sólo lo empachaban sino que le alborotaban las lombrices. Y los purgantes no menudeaban, como tampoco los antes mencionados jocotes que se daban prodigiosamente en la propiedad junto con los mangos de pita y las jugosas sandías de la costa sur.
    El día que su padre le anunció que irían a la capital, el corazón le dio un vuelco y enmudeció por la emoción. Tendría por fin la oportunidad de viajar en tren -prodigio de la tecnología que miraba pasar ondulante por los valles y montañas de la hacienda que había sido partida en dos por las vías, haciendo rabiar a su padre con la expropiación de terreno que le hiciera el gobierno y porque él consideraba el progreso como un cáncer que terminaría por acabar con todo lo bueno que Dios les había dado, cosa que decía estaba pasando con los países industrializados que no hacía mucho se habían visto envueltos en una horrorosa guerra mundial y parecían prepararse para otra más cruel según se comentaba en las tertulias familiares a la luz de las lámparas de gas-. El motivo del viaje, según le informó su padre a continuación, era meterlo de interno en un colegio para que se hiciera médico algún día, como lo eran sus dos hermanos mayores que ahora vivían el uno en Europa y el otro en los Estados Unidos. Gregorio no chistó palabra, porque sabía que su padre no iba a transigir en eso. No importaba que la sóla idea de ver sangre lo descompusiera, al igual que el olor de las medicinas —sobre todo si la mayoría eran parecidas al aceite de ricino—. Ni pensar que su padre lo escuchara si se atrevía a decirle lo que él quería ser de grande.
    Con sus doce años, dueño de una educación primaria que su madre -como se acostumbraba en esos tiempos- le había dado en interminables tardes entre libros, números y letras, donde no menudeaban los coscorrones y castigos, pero tampoco los premios y arrumacos. Lo que más disfrutaba era la lectura de Verne, Stevenson, Defoe, Salgari. Su corazón aventurero lo llevaba a la India a las exóticas islas del sur al corazón mismo del Africa a la Luna, inclusive, sin salir de esa habitación que se convertía en estudio, biblioteca, santuario a la vez. La física, la química, la ciencia, proponían a ese niño fórmulas y ecuaciones que más tarde era capaz de comprobar con sólo dar un paseo por el bosque y observar las maravillas de la naturaleza, el milagro de la creación. Gregorio, con ese bagaje de conocimientos y con el costal de sueños sobre la espalda, fue a dar con todo y huesos a la casa de una tía solterona a inmediaciones del Cerrito del Carmen. De allí, al poco tiempo, aterrizó en el internado de unos jesuitas, donde pronto adquirió celebridad por su innata habilidad para la mecánica, la electrónica y, especialmente, para inventar máquinas y dispositivos que en gran manera facilitaban y mejoraban la calidad de vida dentro del internado. Entre éstos, como ejemplo, un filtro a base de carbón para purificar el agua y que tenía la particularidad de poder conectarse a cualquier chorro, una veleta rociadora de agua que se adaptaba a la manguera y giraba con la presión del agua para lanzar una brisa uniforme, un silbato que avisaba cuando el agua de la cafetera había entrado en ebullición, una alarma que indicaba que la despensa del lugar había sido invadida por los comelones de siempre. Tiempo después se comentaba que un seminarista había sido sorprendido por un judío para que le permitiera ver los extraños artefactos de Gregorio sin que éste se enterara y que fotografiándolos subrepticiamente y haciendo diagramas de los mismos, los había patentado en los Estados Unidos y ganado una fortuna a sus costillas. No se sabe a ciencia cierta si así fue o si se trató, simplemente, de una coincidencia —con los múltiples casos que registra la historia, cuando en latitudes distintas dos personas, simultáneamente y sin tener contacto la una con la otra, realizan experimentos e invenciones idénticas—. Coincidencia o no, la verdad es que Gregorio seguía experimentando e ideando cosas, mientras eran otros lo que registraban y patentaban las máquinas y dispositivos de su invención.
    En el patio trasero del internado estaba abandonado un viejo Ford Modelo T —de los que el mismo legendario Henry hizo con sus propias manos—. Con la ayuda del padre Juan —quien también tenía la mundana debilidad por las máquinas y la ciencia—, Gregorio se metió a trabajar durante varias semanas en sus ratos de descanso. Se les veía desarmar, cortar, soldar, llenarse de grasa y suciedad hasta la coronilla. El resultado iba saltando a la vista y tanto sacerdotes como alumnos se acercaban a darles ánimos, a comentar y a hacer chistes. Cuando todo estuvo listo, el mismo padre director —no sin ciertas reservas porque se suponía que ese era un colegio y no un taller— en acto especial donde bendijo la máquina, la hizo funcionar oficialmente por primera vez entre vivas y bravos y benditos sea Dios de los presentes.
    Al concluir sus estudios secundarios, Gregorio decidió enfrentar a su padre. Este, quien estaba al tanto de las aficiones y vocación de su hijo por los informes que le llegaban de los jesuitas y por la fama que ya había trascendido las fronteras patrias, se preparó para escuchar lo que tenía que comunicarle.
    —Mi sueño, le dijo, es contribuir al bienestar de la humanidad. Sé, como usted me lo ha manifestado tantas veces, papá, que un médico salva vidas y previene enfermedades. Pero ese tipo de doctores poco o casi nada hacen por la salud del planeta.
    Gregorio se salió, finalmente, con la suya. Fue enviado a estudiar al Tecnológico de Monterrey, en México, y volvió a los pocos años convertido en un flamante ingeniero con especializaciones en electroacústica, aerodinámica y mecánica industrial. Su padre, a esas alturas, al igual que muchos familiares y amigos, no comprendía qué tenía que ver la mecánica con la salvación del planeta. Pero Gregorio eludía hábilmente la respuesta diciendo que a un mejor aprovechamiento de las leyes físicas y químicas se daría un menor desgaste de los recursos naturales —lo cual era en parte cierto—, pero conservaba en el fondo de su corazón el secreto de su gran proyecto. Una máquina capaz de transportarlo en el tiempo y la distancia para conocer, prevenir y atacar las causas de la contaminación atmosférica y el daño a la capa de ozono, la deforestación y la consecuente erosión, la depredación de los recursos naturales y la extinción de las especies. Pero la máquina existía sólo en su mente. Allí cobraba dimensiones enormes y le permitía, con pulsar un botón, remontarse a cualquier lugar, a cualquier época. Sus sueños estaban repletos de alambres, conexiones, marañas de cables que terminaban por enrollarse en su cuerpo y asfixiarlo. Despertaba bañado en sudor y anotaba en un cuaderno sus impresiones para analizarlas luego y sacar conclusiones que pudieran llevarlo a la construcción, propiamente dicha, de la máquina.
    En teoría, en el papel, parecía factible. Pero todavía no sabía por donde empezar. Trabajaba como ingeniero para algunas empresas y su habilidad y capacidad pronto le dieron una fuerte reputación, permitiéndole escalar los peldaños de la fortuna y el éxito. Había comprado una casa en el barrio de Ciudad Nueva y allí montó un taller. Algunos experimentos previos parecían acercarlo al objetivo, pero no fue sino hasta el término de la segunda guerra mundial cuando, gracias a los increibles adelantos tecnológicos y científicos de las super potencias, tuvo por fin a su alcance importantes elementos que, estaba absolutamente seguro, facilitarían su trabajo. En esos días conoció a Elisa.
    Elisa era una joven doctora recién graduada —para delicia de su padre, quien simpatizó de inmediato con ella y aprobó a ojos cerrados el compromiso—. Se casaron a los pocos meses. Ella pronto se habituó a la costumbre de su marido de encerrarse en el taller a trabajar durante horas sin descanso. Quería verlo como un sano entretenimiento, un pasatiempo nada más. Otros hombres que ella conocía solían reunirse con los amigos para echarse los tragos el viernes por la noche y los fines de semana para jugar al golf o al tenis o ir al estadio. Cuando ella le preguntó sobre la naturaleza de sus experimentos, Gregorio le respondió con una verdad a medias. O una medio mentira. Ella se dio por satisfecha, diciéndole que le parecía un noble esfuerzo y no se habló más del asunto.
    Una de las pocas personas que solía frecuentar al matrimonio era el padre Juan. Y el padre Juan era la única persona en el mundo con la que Gregorio compartía su secreto. Reían mucho al recordar lo del viejo Ford Modelo T y la cara del padre director en el momento de poner a funcionar la máquina trituradora, procesadora y empacadora de alimentos en la que se había transformado.
    —Tenías que ver, Elisa, le decía emocionado el padre Juan. Gregorio era capaz, a los trece años, de transformar el colegio en una caja de grillos.
    Elisa lo sabía. Ya se había acostumbrado a los extraños ruidos que provenían del taller de su marido. Entrar allí era como penetrar a otro mundo. Incontables libros —sobre electromagnética, energía nuclear, computación, teletransportación, parapsicología, levitación, ciencias cultas y ocultas— se aperchaban en el lugar. Un fuerte escritorio de nogal plagado de papeles, bancos de trabajo con variadas herramientas e instrumentos y en el centro, como sobre un podio, la estructura erizada de alambres, tubos, cuadrantes en la que Gregorio y su ayudante se metían de narices sin pensar en el sueño, la comida, el descanso.
    —Si no te conociera bien, le decía el padre Juan persignándose, pensaría que tienes pacto con el demonio.
    —Dígame una cosa, padre Juan, le rogaba Gregorio. ¿Acaso es mala esta obsesión que siento? Me refiero a pretender, en nombre de la naturaleza, ir más allá de lo natural.
    —Te entiendo, hijo, le respondía el padre Juan, con los dedos dormidos de tanto presionar una terminal de alambres que Gregorio conectaba a una placa metálica. Como yo lo veo, proseguía, tienes un don, algo que el mismo Creador te ha dado. Y como tus intenciones van más allá de satisfacer un interés personal, debe ser buena. Estoy contigo, de cualquier manera. Si me equivoco, los dos nos vamos a quemar allá abajo sin remedio.
    Una noche, cuando Gregorio pensaba en una teoría que desarrollaba sobre la base del lenguaje binario de las computadoras y que consistía en descomponer la estructura molecular humana, meterla dentro de una especie de recipiente, transportarla a la desconocida dimensión del tiempo —previamente calculado por un cerebro electrónico— y recomponerla de nuevo en cualquier época, Elisa le comunicó que estaba esperando un niño. Sí, se dijo, algo así como la concepción, donde se dan parecidas condiciones. El óvulo es fecundado y la matriz sirve de vehículo para que nueve meses después nazca a la vida. Ella tuvo que repetírselo una vez más. Gregorio divagaba todavía sobre el tema, pensando en el reloj biológico que la naturaleza pone a funcionar cada vez que una mujer queda embarazada.
    —¿Qué?, exclamó dándose cuenta por fin de lo que ella le decía. ¡Un hijo!
    Desde ese día, Gregorio Bustamante fue el hombre más feliz sobre la tierra. Lo tenía todo, pensaba. Su hijo se llamó Juan José. Juan, en honor al sacerdote amigo. José, porque era el nombre del padre de Elisa. Tenía una vida hermosa, plena. Una familia que amaba, un trabajo que disfrutaba, un proyecto que significaría tal vez la salvación del planeta Tierra si tenía suerte. Quiso darle un poco de tiempo al tiempo y dedicarlo también a su hijo. No sentía prisa ni angustia. Ahora que el padre Juan envejecía y estaba enfermo, contaba con alguien que podría seguir sus pasos, continuar sus experimentos si él moría antes de tener éxito.
    Juan José, desde temprana edad, se interesó por las máquinas como lo hiciera su padre. Sus primeros juguetes fueron las herramientas y los complejos aparatos del taller. En vez de cuentos, su padre le leía tratados sobre la energía, la materia, la electricidad. Le enseñaba las propiedades de los metales, de los gases. Le explicaba sobre la teoría de la evolución, de la misteriosa desaparición de los dinosaurios. Le demostraba las leyes de la naturaleza y lo hacía participar directamente en los experimentos. A veces, cuando Gregorio se sentía cansado, con la mente tupida y estaba a punto de renunciar al intento, el pequeño Juan José decía o hacía algo que le permitía seguir adelante. Estaban tan compenetrados el uno con el otro, que no necesitaban hablar para entenderse. Si Gregorio necesitaba una determinada herramienta, Juan José extendía la mano para dársela. Si Juan José tenía problemas con una conexión, su padre la hacía sin decir palabra. Sobre esa especie de podio, en el centro del taller, la estructura erizada de cables —que semejaba un enorme puercoespín— estaba finalmente terminada.
    —Bien, papá, le dijo un día Juan José desde su estatura de adolescente. El cerebro está listo. Ahora debemos dotarlo de un cuerpo.
    Los siguientes años fueron de arduo trabajo. Gregorio leía los textos antiguos y modernos y, al mismo tiempo, escribía un tratado que tituló Ecomachina, el cual culminaría con la fórmula, cuando la tuviera, de la teletransportación en el tiempo.
    La teoría de Gregorio era simple, al menos así lo creía él. Consistía en el principio de las ondas electromagnéticas que son enviadas por un transmisor hasta un receptor. Como en el caso del teléfono y de la televisión, por ejemplo. La voz humana y la imagen se descomponen en impulsos eléctricos que al llegar a su destino se recomponen nuevamente a su forma original para que sean recibidos. Claro que no era el caso, porque viajar al pasado requería que previamente fuera colocado un receptor. Es decir, “plantar” primero el receptor para lograr ese tipo de correspondencia y hacer posible que una persona u objeto entrara en ese campo magnético y así poder viajar la distancia entre receptor y transmisor. La estructura erizada de cables que descansaba en el centro del taller y que tantos años de experimentos y trabajos representaba, debería cumplir esa finalidad. Convertirse en el receptor de la teletransportación de Gregorio al pasado. Se haría necesario, entonces, enviar primero ese receptor a la época prefijada, previo a cualquier intento de ser llevado él mismo y correr el riesgo de quedar trabado en ningún lugar, en alguna dimensión desconocida, en otro mundo paralelo o lo que fuera.
    La última vez que Gregorio visitó al padre Juan, fue en el sanatorio que dirigía Elisa, donde estaba recluído por una grave enfermedad. Ella le había dicho minutos antes que no se creía que pasara la noche, que su corazón no podría resistir mucho. El anciano sacerdote estaba preparado para enfrentar a la muerte, y así se lo dijo.
    —Acércate, hijo, rogó el padre Juan con débil gesto cuando se quedaron a solas. Tengo que hacerte una confesión.
Gregorio pegó la oreja a los labios del moribundo sacerdote y escuchó atentamente. Cuando el padre Juan hubo terminado, apretó cariñosamente su mano y expiró.
    —Sus últimas palabras fueron de aliento, mintió a Elisa y Juan José.
    Pero lo que le había dicho ese entrañable amigo antes de morir, revoloteaba en su cabeza formando un torbellino de ideas en su mente y malestar en su conciencia, adquiriendo proporciones enormes, apocalípticas. ¿Y si tuviera razón?, se preguntaba de pie frente al cerebro de su ecomachina esa misma noche en su taller.
    —Yo misma me he hecho esa pregunta miles de veces, dijo Elisa a sus espaldas, adivinando sus pensamientos y poniendo las manos sobre sus hombros. Soy doctora, eso significa que puedo prevenir las enfermedades y curarlas, que puedo valerme de los recursos naturales, del conocimiento, de la ciencia. Pero también significa que no puedo ir más allá de la vida y de la muerte.
    —Lo sé, querida, le respondió, atrayéndola hacia sí y abrazándola estrechamente. Pero nada tendría sentido en esa vida y en esa muerte sin la noción del más allá, de esa dimensión desconocida a la que solamente puede llegarse a través de la fe.
    —Tienes razón, susurró ella. Los milagros existen.
    Sí, se decía Gregorio. La sóla noción de vida es un milagro. Pero el hombre, en su gran vanidad, está agotando las posibilidades de su propia existencia. Por un lado, la ciencia y la tecnología procuran horizontes indescriptibles de bienestar y armonía, justicia y paz, donde habría cabida para todos por igual. En el otro lado de la balanza, el hombre se convierte en el lobo del hombre, en el verdugo de las especies que son diezmadas en locos arrebatos de poder y autosatisfacción. En vez de bosques, gruesas capas de cemento para pistas de aterrizaje, patios de estacionamiento, calles y avenidas de ciudades de acero, concreto y vidrio. En vez de caudalosos ríos, secos desagües y erosionadas riberas donde los desechos químicos de las fábricas han acabado con las posibilidades de vida vegetal y animal. Hasta hacía no mucho, antes de los llamados descubrimiento y conquista, pensaba Gregorio, los pobladores de estas tierras americanas vivían armónicamente con la naturaleza. Cazaban para comer, amaban y respetaban a la madre tierra y a sus moradores. Con la llegada de los primeros europeos, empezó la depredación y el exterminio. El oro, el cacao, las maderas preciosas, el tigre, el quetzal, el comercio de cuerpos y almas, la explotación inmoderada de los bienes de la tierra y el legado de enfermedades y plagas jamás conocidas en estas latitudes.
    —Gregorio, hijo, le había dicho el padre Juan antes de morir, con el semblante transfigurado por el dolor y la pena, soy culpable del fracaso de tus experimentos. Creí que obraba bien, te lo juro, pensando en la salvación de tu alma. Lo que tú hacías con una mano yo lo deshacía con la otra.
    —¿Qué quiere decir, padre?, le había preguntado con ansiedad y temor a la vez.
    —Tuve miedo, pensaba en el infierno. Sí, Gregorio, vas a lograrlo. No te será difícil, revisando los circuitos de tu ecomachina, saber dónde está la falla. Me arrepiento de lo que he hecho y pido perdón a Dios por mis pecados.
    —¿Y por qué me lo dice ahora, padre Juan?
    —Porque Dios hizo el cielo y la tierra y dio al hombre libre albedrío. Hizo lo bueno y lo malo por igual. Sólo él puede juzgarte.
    En medio del dolor que lo embargaba por la muerte de su maestro y amigo, sentía una infinita alegría. No había sido en vano, se repetía, revisando los circuitos de su máquina y corrigiendo las conexiones. No dijo nada a Juan José y preparó todo para llevar a cabo la primera teletransportación. Fijó la fecha para el domingo por la noche, después de la ceremonia religiosa del matrimonio de su hijo con una joven y hermosa arqueóloga.
    Juan José se graduó de ingeniero como su padre. Cuando les anunció que pensaba casarse, pareció lo más normal del mundo. A los cincuenta años ya se puede pensar en nietos y esas cosas sin ruborizarse. Además, una arqueóloga en la familia caía en esos momentos como anillo al dedo a sus planes. Se preguntaba cómo iba a tomarlo ella. Y se sentía culpable por no confiar en su esposa y haberle contado todo desde el principio.
    —Lo sé, le dijo Elisa cuando por fin le habló esa noche de la boda de su hijo. Lo único que siempre me ha preocupado es la posibilidad de un accidente. No sé qué haría si algo te pasara.
    Un año después nacía Manuela. Nadie se explicaba cómo una critura tan pequeña era capaz de poner la casa de cabeza en un instante. Sus abuelos estaban chochando con la niña y Elisa, quien se había retirado ya de la práctica médica y del sanatorio, dedicaba su tiempo a los cuidados de la nieta.
    Mientras tanto, uno a uno habían fracasado los intentos de Gregorio para hacer funcionar exitosamente su máquina del tiempo. Preparó una pequeña jaula con cebo que accionaba una trampa. Pretendía enviarla a la época de la conquista y, con suerte, atrapar a un pequeño mamífero o ave y estudiar los probables cambios genéticos que hubiera podido sufrir en quinientos años de contaminación. El cebo desaparecía, pero la jaula permanecía intacta frente a sus ojos. Eso le hizo deducir que su ecomachina, en ese momento, era capaz de situar materias orgánicas en algún lugar y época pretérita y que, probablemente, no podía volverlo a sus días porque era comido por un pequeño roedor o ave como él esperaba. Debería, pues, hacer algunos ajustes y lograr que las estructuras moleculares orgánicas e inorgánicas desaparecieran por igual y, felizmente, llegaran a su destino. Hasta entonces sabría, con cierta certeza, que era capaz de colocar a un ser viviente y a un objeto en el tiempo, y de regresarlos sin daño a sus manos.
    El mundo entero se preparaba para recibir el año 2000. En las principales ciudades del globo se celebraba con exposiciones, monumentos, actividades de todo tipo las postrimerías del siglo XX. Su nieta Manuela acababa de cumplir 14 años. Era una jovencita vivaracha y de mirada inteligente que amaba el baile, la música y los paseos al aire libre. Estudiaba para maestra y sentía especial predilección por el taller de su abuelo y los experimentos que éste llevaba a cabo. Juan José y su esposa, por razones profesionales habían viajado a París, por lo que solamente se encontraban en la casona Elisa, Gregorio y su nieta Manuela. Los acontecimientos que a continuación se iban a desencadenar, parecerían arrancados de una historia de ciencia ficción. Pero ocurrió realmente. Pueden creerlo. Yo, como les manifestaba al principio, no lo viví. Fue contado de generación en generación en mi familia y ahora, quinientos años después, ante la inminente amenaza de la extinción total de vida en el planeta, me veo forzado a consignarlo para que sirva de ejemplo, si es cierto que las futuras generaciones aprenden de los errores de las precedentes, y escuchen, cuando aún es tiempo, las airadas voces de la naturaleza que exigen una mejor calidad de vida para todos por igual en la tierra.



C A P I T U L O   T E R C E R O

El recio capitán español, blandiendo su espada a dos manos, mantiene a distancia al cacique quiché haciendo movimientos circulares sobre su cabeza y a ambos lados del cuerpo en forma de ocho. Enfundado dentro de esa armadura y bajo los candentes rayos del sol del trópico, ruega porque las fuerzas no lo abandonen. El jefe indio arremete con bravura, parando el golpe del acero con el escudo e intentando clavar su lanza en el acorazado pecho del castellano. Sin más que un taparrabos y sus adornos de plumas, se siente con la libertad de movimiento de un ave.
El abuelo ajusta el fechador de su ecomachina en el 17 de julio de 1524. Mira su reloj. Son las diez de la mañana del 31 de diciembre de 1999. A través del cristal de su máquina da una última mirada a su taller. Piensa en Elisa, su esposa, y en su nieta Manuela, quienes en esos momentos deben encontrarse en el supermercado haciendo las compras para la cena de fin de siglo. Aquí estaré, piensa. Volveré antes de que suene la última campanada con el mejor regalo para ellas y la humanidad. Luego, acciona el mecanismo del teletransportador.
    Los dos combatientes se entrelazan cuerpo a cuerpo y ruedan por tierra en un abrazo mortal, entre las nerviosas patas del caballo. Un torbellino de polvo los ciega y sienten como si estuvieran hundiéndoles millones de alfileres en todo el cuerpo, como si les arrancaran los miembros con hierros candentes y fríos al mismo tiempo, con mareos y náusea y dolor en los oídos por la fuerte presión y el agudo silbido que parece hacerles explotar la cabeza.



El abuelo trata de poner todos sus sentidos en lo que a continuación acontece. Con el botón de encendido se ha accionado una grabadora en la que espera poder registrar, con todos los detalles, su aventura al pasado.
    —Los instrumentos registran una sensible baja de presión. Hay un ligero traqueteo, parecido al de un avión pasando por una zona de turbulencia o con la trepidación de un terremoto 3.5 en la escala de Richter. El marcador de cuenta regresiva parece haberse enloquecido. No soy capaz de ver nada en el exterior, la ecomachina está envuelta en una nube de polvo. No tengo dificultad para respirar, mi visión está perfecta, mi presión arterial es igualmente normal. El único sonido que escucho es el de mi propio corazón que parece querer salírseme del pecho por la emoción. No hay frío ni calor. El fechador se ha detenido justamente en el 17 de julio de 1524.
    Las luces del tablero le indican que la teletransportación ha sido un éxito. Se toca, palpa su cuerpo para estar seguro de que no se trata de un sueño. No, se dice, todo es real. Sólo me resta poner pie fuera de la máquina para culminar la primera parte del experimento. Abrió la compuerta y pudo ver que todavía se encontraba envuelto en la nube de polvo. Se quedó quieto un instante, tratando de percibir los sonidos que llegaban del exterior. Tuvo un sobresalto cuando escuchó muy cerca un bufido. Echó mano de su revólver, comprobando rápidamente que estaba cargado y se preparó para lo peor.
    Un nuevo bufido más cercano le hizo montar el arma. Entre el polvo que empezaba a disiparse, pudo ver una enorme cabeza de caballo y después parte de su cuerpo. Un sólo vistazo a los arreos de la bestia le indicó, con un sobresalto de alegría, que eran a la usanza de 1500. Sí, se dijo lleno de júbilo, es el caballo de un conquistador, sin duda. ¿Y el jinete?, se preguntó. No debía estar muy lejos. Trató de avanzar, pero el caballo, muy nervioso, le cerraba el paso. Tomó una linterna de baterías y la dirigió en derredor, tratando de romper esa fina cortina de polvo. Pero la luz rebotaba sin poder atravesar la densa masa.
    —Aparentemente he llegado a mi destino, dictó a la grabadora. La visibilidad es casi nula, pero puedo distinguir a un caballo español. Trato de determinar si hay humanos cerca y de hacer contacto con ellos. Siento miedo. Podrían tomarme por un enemigo.
    En ese instante se dio cuenta de la magnitud del riesgo que corría. No temía por él, realmente. Sabía que si algo le ocurría en un lugar a quinientos años de su época, nadie iba a saber jamás dónde se encontraba. Es cierto que Juan José tenía los planos de la máquina y las fórmulas para poder efectuar los cálculos. Pero le llevaría meses concluir otra ecomachina y después —aunque en el sobre lacrado que había dejado a su esposa y nieta explicaba las coordenadas de su posición y daba la fecha exacta a la que pretendía remontarse—, sería como buscar una aguja en un pajar. Peor que eso. Una estrella super nova detrás del universo.
    Cuando frente a sus ojos el polvo fue desapareciendo y los contornos y figuras se hicieron reconocibles, Gregorio se llevó una de las más grandes sorpresas de su vida. No lo podía creer. Se frotaba los ojos, se pellizcaba para despertar, pero allí seguían las imágenes, con toda su realidad. Un millón de ideas cruzaron por su mente, pero no había tiempo qué perder y avanzó hacia el par de hombres que estaban semi inconscientes a sus pies, milagrosamente intocados por los cascos del caballo que parecía iba a encabritarse y salir disparado en cualquier momento.
    Gregorio Bustamante, con la linterna en una mano y el revólver en la otra, se acercó cautelosamente a los hombres que ahora parecían despertar de un estado catatónico y lo miraban entre curiosos y aterrorizados. Después cruzaron miradas y trataron de llegar hasta sus armas. El abuelo gritó algo para detenerlos. Ellos, en estado de shock, se echaron de bruces en el suelo, murmurando algo, implorando.
    El abuelo no sabía qué hacer, dónde meterse. Temía que en cualquier momento, si ellos se apoderaban de su espada y lanza, pudiera desencadenarse una tragedia. Lo primero que hizo fue apagar la luz de la linterna. Eso pareció tranquilizarlos un poco. Pero al aproximarse a ellos, de nuevo cubrieron los rostros con sus manos.
    —¡Poderoso señor, no me hagáis daño!, suplicaba el español.
    —¡Venerable anciano, venerable anciano, venerable anciano!, repetía como disco rayado el cacique.
    Pero si alguien tenía verdaderos motivos para estar aterrorizado era el mismo abuelo, porque se había dado la teletransportación, pero al revés. Cacique, caballo y castellano estaban, precisamente, en el taller de su casona en Ciudad Nueva.



C A P I T U L O   C U A R T O

La velocidad con que los acontecimientos se han desarrollado, impide al abuelo reaccionar. De pie, frente a esos seres de otro tiempo, no  sabe si meterse de nuevo en su máquina y repetir todas las operaciones en sentido inverso para tratar de devolverlos a su época antes de que ocurriera una tragedia, o si pedir ayuda a los bomberos y a la policía. El inesperado desenlace lo ha sacado de balance. Estaba preparado para entrar al pasado y afrontar los riesgos, pero esto rebasaba los límites de sus planes. Su esposa y nieta estaban por volver a la casa en cualquier momento. ¿Cómo iban a reaccionar esos hombres de hace quinientos años en los próximos cinco minutos, o cinco segundos? Al no saber dónde se encontraban, al sentirse amenazados, podrían hacer uso de sus armas para abrirse paso hacia la calle, en busca del lugar donde ellos estaban antes de ser inexplicablemente arrastrados a ese extraño sitio.
    ¿Qué hacer?, se repetía al borde de la desesperación el abuelo. Recordó las palabras que le dijera el padre Juan antes de morir. Imaginó las candentes llamas del infierno para él, para su familia, para esos seres. Debía hacer algo y pronto. Lo primero era controlar la situación, impedir que esos hombres y la bestia salieran de allí por el momento. Había notado su reacción de terror frente al rayo de luz de la linterna que ahora sostenía apagada en su mano. Sí, se dijo. Haría uso de la linterna para someterlos, si era necesario, y después trataría de explicarles lo que había ocurrido.



Lo primero que el capitán español pensó al verse en ese extraño lugar, fue que se encontraba en las catacumbas o algo parecido. Prisionero o tal vez muerto. La presencia del indio a su lado lo desconcertó. Debe haber un purgatorio diferente para castellanos e indios, se dijo, por lo que descartó la idea de la muerte. Y si estaba vivo, concluyó, debía deshacerse del indio para no terminar ensartado en la punta de su lanza. Buscó la espada. Y en ese momento, entre la nube de polvo que empezaba a disiparse, lo vio. Era un viejo, vestido de una manera extraña y nunca conocida por él. Traía un objeto de metal en una mano y una caja en la otra. De pronto, de la caja salió una enceguecedora luz. Pensó que todo había terminado para él y maldijo en castellano antiguo la idea de enrolarse primero en la expedición de Cortés a México, y luego junto a ese despiadado de Alvarado hacia el sur. Si se hubiera quedado en su nativo Cádiz, otra cosa sería su suerte. Allá, su mujer e hijos le esperaban desde hacía tres años. O tal vez ya ni siquiera se acordaban de él. América estaba demasiado lejos, era extremadamente exuberante y bella, llena de riquezas y capaz de envolver en la gloria a un hombre que como él no había tenido otra cosa que un modesto taller de herrería en su vida. Pero los sueños de aventura y oro parecían llegar a su fin. Pensó que el viejo podía ser un hechicero indio, pero al notar el terror en los ojos del quiché que estaba a su lado, supo que tampoco lo conocía. El viejo les decía algo. Sí. Podía comprenderlo. Era su idioma. Eso lo tranquilizó un poco, pero pensó que lo mejor sería no intentar nada por el momento si quería salir con bien de esa y poder contar el cuento.
    Cuando el cacique pudo distinguir algo a través de la nube de polvo, pensó que era otro español el que se acercaba a rematarlo. Trató de tomar su lanza, pero el rayo de luz que salía de las manos del extraño ser heló la sangre en sus venas. Tuvo casi una sensación de alivio. Se creyó entre los muertos, en el corazón de la montaña, en el ojo del huracán, en los cuatro confines del mundo. Pero la presencia del invasor y su caballo le recordaban el sitio a su ciudad, la suerte de sus guerreros, y de la necesidad de matar a este que parecía ser el jefe de la expedición, para lograr la desbandada y aniquilación de sus soldados. La noticia de la ejecución del emperador Moctezuma en México, le presagiaban el fin que correría su gente si no lograban expulsarlos de una vez por todas de sus tierras. Pero el anciano gritaba algo en una lengua desconocida y blandía el rayo de luz que intentaba cegarlo y temía lo partiera en dos. Vió a su alrededor y cerró los ojos para no seguir mirando. ¿Qué había ocurrido? ¿Se encontraba acaso en la cámara subterránea de un templo? El español escupía algo en su idioma. El cacique quiché se postró a los pies del anciano para reunirse, de una vez por todas, con sus antepasados.



Si mucho habían transcurrido algunos minutos desde que la teletransportación se diera al revés de lo esperado. El abuelo se sentía culpable de esa falta de previsión. En ningún momento se le ocurrió que tal cosa pudiera suceder. En las anteriores pruebas, cuando habían desaparecido pequeños objetos orgánicos y después, al lograr enviar jaula y carnada, nunca pudo hacerlos volver a su época. Y ahora no se trataba de un pequeño roedor que hubiera caído en su trampa, sino de dos seres humanos y un brioso corcel que habían sido forzados a viajar por el tiempo hasta su mismo taller, cuando estaban por cumplirse las últimas horas del siglo XX.
    Gregorio Bustamante sabía que entre más tiempo pasara, más difícil sería para él devolverlos a su época. Tendría que revisar las terminales de su ecotransportador, y no podría hacerlo con esos dos desconocidos y un caballo encima de él. Y lo que es peor, tratándose de dos enemigos naturales que, obviamente, se encontraban combatiendo, a punto de matarse el uno al otro, en el momento justo de la teletransportación. Lo primero es lo primero, se dijo, y decidió contarles lo que ocurría.
    —...y eso es todo, concluyó su historia.
    Los dos hombres no se habían atrevido a mover uno sólo de sus músculos. Hasta el caballo pareció tranquilizarse con la voz del abuelo que les relataba, con palabras sencillas y sin usar tecnicismos ni nombrar cosas ni conceptos desconocidos hace quinientos años, sobre sus experimentos y el fin que perseguía alcanzar. El capitán español fue el primero en dirigirle la palabra.
    —Con todo respeto, noble caballero, le dijo, acompañando las palabras con un profundo gesto de cortesía, no sé quién sois o dónde me encuentro. Hace unos momentos estaba yo frente a las murallas de la ciudad de este indiano, combatiendo con él, para someterlo al imperio de la corona de su majestad. Decidme, os lo ruego, si sois un hechicero que nos ha lanzado un encantamiento y si esta morada es la vuestra o la del enemigo.
    Con el capitán español no había, aparentemente, problema de comunicación a nivel lingüístico. Iba más allá, como tratar de explicarle a un niño de tres años que la tierra completa su traslación alrededor del sol en trescientos sesenta y cinco días, mientras gira sobre su propio eje cada veinticuatro horas para darnos la medida del tiempo en días, meses y años. Complicada cuestión si se agrega que en esa época la redondez del globo terráqueo todavía estaba en discusión, con teorías de los confines del océano que se desbordaba en los cuatro puntos cardinales en abismos insondables. Con el cacique quiché era doblemente difícil, porque el abuelo desconocía su lengua por completo. ¿Cómo habría de comunicarse con él?, se preguntaba, cuando escuchó su voz con toda claridad.
    —Venerable abuelo, le dijo. Mi nombre es Mekel. Soy capitán de los ejércitos de Tecún Umán y lucho contra el invasor. ¿Dónde me encuentro? ¿Estoy entre mi gente o me he reunido con mis antepasados?
    Gregorio Bustamante no podía salir de su asombro. A pesar de que el cacique hablaba en su lengua natal quiché, por alguna inexplicable razón podía comprender cada una de sus palabras. Tampoco estaba preparado para eso. Sin lugar a dudas había activado una suerte de mecanismo que iba a permitirle, como en el caso de los animales que se comunican con gruñidos, silbidos, cantos, chasquidos, sonidos articulados que los hacen comprenderse entre ellos y con otras especies. Quizá el hombre, con el paso de las edades, ha ido perdiendo esa facultad de ser un todo armónico con la naturaleza y él, gracias a sus experimentos y quién sabe qué tipo de circunstancias, había reactivado en el cerebro humano esa propiedad perdida. Lo cierto es que el abuelo podía comprender y ser comprendido por Mekel. Iba de sorpresa en sorpresa. ¿Qué más le iba a deparar su suerte?
    —Hijos míos, les dijo el abuelo con gran emoción, abrazándolos. Hemos dado un paso gigantesco en la historia de la humanidad. De momento no puedo hacerlos volver a su época, pero les prometo que estarán aquí el menor tiempo posible y que yo los he de acompañar en su regreso. Buscaremos la forma de que nadie más que mi familia, quienes están al tanto de mis experimentos, se entere de su presencia.
    Esos hombres de quinientos años no comprendían lo que pasaba realmente, pero confiaban en que si el abuelo era un hechicero, no iba a convertirlos en rana o algo parecido. Sin embargo, pensaban, no debían estar muy lejos de sus armas por si tenían necesidad de abrirse paso entre el enemigo.



C A P I T U L O   Q U I N T O

El tiempo es implacable. Ese gran reloj universal que mueve sus agujas con una precisión infinita, mueve también todo lo que se encuentra en su ámbito. El polvo de los siglos se va acumulando, formando gruesas capas que deberán irse limpiando para llegar al descubrimiento de la verdad. Desde donde me encuentro escribiendo, en la cima del Templo IV de Tikal, a quinientos años de la increíble aventura de ese antepasado mío, el abuelo, y a un milenio de esa otra gran aventura del descubrimiento y la conquista, no hay señales de vida a kilómetros de distancia. Hace mil años, a la llegada de los españoles a nuestro continente, esto era selva virgen impenetrable, llena de especies vegetales y animales, agua en abundancia, clima tropical. Hace quinientos años, cuando mi lejano antepasado inventó su ecomachina, todavía había árboles y algunas especies luchaban por sobrevivir a la depredación y la barbarie. Hoy, año 2500 de la era cristiana, esto es un desierto.
    A la entrada del siglo XXI, cuando el abuelo recibiera la inesperada visita de esos personajes de la conquista, la tierra se encontraba convulsionada por las guerras, por el hambre, por la contaminación, por la superpoblación. El agujero en la capa de ozono había incidido de tal manera en el clima, que igualmente se daban grandes sequías, mortales heladas, torrenciales tormentas. Los ciclos naturales, interrumpidos por la erosión, por los desechos tóxicos y radioactivos, por la destrucción de los pulmones del globo, por la explotación inmoderada de los recursos naturales, no eran capaces de cumplirse, deteriorando la calidad de vida de los humanos. Las potencias que luchaban por dominar el mundo políticamente, económicamente, culturalmente, no tomaban medidas efectivas para detener, cuando todavía era posible, el desgaste. El hombre, los millones de seres que estaban al margen de las decisiones de unos cuantos poderosos, empezaron a morir de enfermedades raras, eran colmados por plagas —parecidas a las siete que invadieron Egipto, según la biblia—, caían como moscas afectados de inanición. Las esperanzas se perdían día a día.
    Es por eso que considero de gran valor la iniciativa de mi antepasado, el abuelo de esta historia, tratando de poner un grano de arena y remediar el mayor mal del siglo XX: la actitud egoísta e irresponsable de los dirigentes del mundo frente a los problemas de supervivencia de las especies en el globo, incluyendo la propia. Gregorio Bustamante pretendía, ante la imposibilidad de hacer entender a los explotadores, a los depredadores, a los indolentes, a los tibios, a todos aquellos que pensaban únicamente en su bienestar -un corto bienestar que no podría sobrepasar su existencia-, frente a la necesidad de preservar, conservar, luchar por la continuidad de la especie en lo que le restara de vida al planeta, remontarse al pasado y atacar el problema desde sus orígenes. Pretendía ir al tiempo de la conquista, porque a partir de ese momento se inició la explotación inmoderada del continente: minerales, vegetales, hombres de piel cobriza que eran considerados inferiores, carentes de un alma —según las creencias oficiales de la época—. Si él, en ese momento, podía de alguna manera influir en los indígenas para hacer frente a la real amenaza, a la sed de oro y sangre de unos cuantos que llegaban a sus dominios, la historia podría sufrir un importante giro, propiciando las condiciones para una mejor calidad de vida en los siglos venideros y extenderse hasta el futuro que yo estoy viviendo ahora.
    Pero no quiero seguir cansándolos con apreciaciones que ustedes, mejor que nadie, conocen de sobra. Volvamos a esa casona del abuelo, el último día del año de 1999.



Superada la inical conmoción, el abuelo decidió aprovechar su ascendente de hechicero -gracias a la lámpara de baterías- y controlar la situación atendiendo a lo más urgente. En primer lugar, tenía que evitar que ambos enemigos continuaran su lucha y pudieran herirse. Segundo, prepararlos para el choque que iban a sufrir al enfrentarse a las maravillas científicas y tecnológicas del siglo XX —que para nosotros son cosas de todos los días, pero que para ellos podían parecer del demonio o de los malos espíritus—. Y tercero, introducirlos en la familia para hacer frente a las interrogantes que extraños pudieran hacerse sobre su repentina presencia en la residencia.
    Ordenándoles que no se movieran ni tocaran nada, tomó el caballo por las bridas y lo sacó por una puerta al patio trasero, lugar que se convertiría en caballeriza mientras encontraba la manera de retornarlos a su época. Aprovechando que ambos tenían talla parecida a la de Juan José, les proporcionó ropa para que su apariencia fuera menos conspicua, pero no hubo nada que hacer respecto a los cabellos largos de Mekel y de la barba del castellano. Al filo del medio día, cuando Elisa y su nieta Manuelita volvieron de sus compras de fin de año, se llevaron una tremenda sorpresa al encontrar en su casa a dos perfectos desconocidos que les sonreían temerosos, recién bañados y vistiendo las ropas de Juan José que les eran tan familiares.
    —Quiero presentarles al capitán español don Gonzalo González y al noble cacique quiché Mekel, les dijo a boca de jarro el abuelo.
    Manuelita simpatizó de inmediato con ambos, pero cuando se enteró de lo del caballo, su alegría parecía no tener límites. Corrió a verlo y pidió permiso para montarlo.
    —Tormenta es un pura sangre andaluz de los ejércitos de su majestad, le dijo el capitán González. Jamás ha sido cabalgado por bella doncella o alguien además de mí. Podéis haceros daño en el intento.
    —Tal vez en otra ocasión, intervino Elisa rápidamente, fulminando con una mirada al abuelo y alejándolo para hablarle en privado. ¿De qué locura estás hablando, Gregorio? ¿No se te ha ocurrido mejor broma para recibir al nuevo siglo que disfrazar a un par de vagos para hacernos creer que se trata de personajes de hace quinientos años?
    El abuelo no la culpó. A él mismo le costaba mucho trabajo creerlo. Mientras la escuchaba protestar con tanta vehemencia, una duda se le instaló entre ceja y ceja. ¿Y si de verdad se tratara de una broma? Sería lo más lógico y fácil de pensar. Pero, ¿quién? Solamente ellas —además de su hijo Juan José y de su nuera que se encontraban en esos momentos en París—, estaban enteradas de su pretensión. Y aunque ignoraban el día y la hora exactas de su experimento, seguramente lo habían espiado —fingiendo que se iban a hacer las compras de Año Nuevo— y habían preparado la mascarada para jugarle la broma, con caballo y todo. Pero, no, se decía, moviendo la cabeza, ellas no serían capaces de hacerle semejante cosa. Sin embargo quedaba la interrogante. Si no habían sido ellas, ¿quién?
    Elisa, por su lado, trataba de sacar iguales conclusiones. Conocía a su marido. Lo sabía incapaz de matar a una mosca. ¿Quién lo había hecho entonces?
    —Abuelo, le decía Manuelita, comiéndoselo a besos. Es el mejor regalo de Navidad que he tenido. Sin mamá y papá en casa, esto se sentía triste y vacío. Gracias por estos tíos de quinientos años, abuelito. Gracias.
    Gregorio y Elisa se miraron. Comprendieron en ese instante que su nieta, con la inocencia de los niños, aceptaba el hecho como algo natural, algo que podía ocurrir. Y sintieron vergüenza el uno con el otro por haber dudado.





C A P I T U L O   S E X T O

La cena de año nuevo en la casa de Gregorio Bustamante, fue memorable. Momentos antes de las doce de la noche —hora local—, recibieron una llamada telefónica desde París. Juan José no entendió claramente eso de los tíos de quinientos años de que le hablaban, pero no le dio mayor importancia, atribuyéndolo a la euforia que su padre, su madre y su hija sentían al alcanzar el esperado y temido año 2000, y les dijo que él y su esposa estarían de vuelta el 6 de enero, día de Reyes. Presidían la mesa los abuelos, con Manuelita sentada entre sus dos tíos —así los habían presentado—, un colega de Gregorio y su esposa, una doctora amiga de Elisa y su esposo, y una pareja de vecinos con los que compartían una buena amistad.
    Manuelita, quien en esos momentos tenía la cabeza más lúcida y una auténtica auforia, ante el ocasional silencio y turbación de sus abuelos, tejía para los invitados la historia sobre un tío recién llegado de ultramar y del otro que vivía en la región Ixil. A la niña le brotaban las palabras como si se las hubiera aprendido de memoria o, más bien, como si alguien se las dictara en ese momento. Gregorio y Elisa estaban sorprendidos, pero rápidamente la apoyaban con comentarios que poco a poco iban enredándose más y más, especialmente por el hecho de la extraña forma de expresarse del capitán Gonzalo y porque el noble quiché sólo hablaba en su lengua y no era comprendido por nadie más que el abuelo.
    —No sabía, le dijo su colega al abuelo, que hablaras tan bien el quiché.
    —Yo tampoco, respondió él con toda sinceridad. Bueno, mintió, lo que pasa es que creí que lo había olvidado. Por la falta de práctica en años, ustedes saben.
    Poco antes de sentarse a la mesa, el abuelo los había instruido sobre la manera en que debían comportarse con las visitas. Hubiera preferido dejarlos encerrados en la habitación para huéspedes —donde les acondicionaron una litera—, pero Manuelita insistió, comprometiéndose a ayudarlos en lo que pudiera —especialmente a Mekel, quien nunca antes había tenido contacto con las costumbres occidentales—.
    —Hagan exactamente todo lo que me vean hacer a mí, les había ordenado el abuelo. No hablen si no se les pregunta algo. Y no se extrañen si yo interrumpo. No es conveniente que alguien se entere de la verdad por ahora. Mi vecina es extremadamente curiosa y suele meterse en lo que no le importa con mucha facilidad. No lo comprendería.
    Ellos tampoco comprendían la mayoría de cosas, pero estaban en la creencia de que el abuelo era un hechicero, el brujo de la luz, y que si se enojaba era capaz de hacerlos desaparecer y llevarlos quién sabe a dónde. Cada cosa que miraban, cada sonido que escuchaban los sobresaltaba. Aunque todavía no salían a la calle, habían escuchado el rugido de los motores, las bocinas de los autos, música en el radio de los vecinos. Preferían, por ahora, meter la cabeza en la tierra como el avestruz. Ya llegaría el momento, pensaban, de recuperar su lugar, de volver a donde estaban y de concluir el combate que se habían visto forzados a interrumpir. Tanto Gonzalo como Mekel contaban con la paciencia de los hombres de antes.
    —Ustedes parecen de otra época, le decía a los tíos la vecina. ¿Primera vez que vienen a Guatemala?
    —Respetable señora, respondía Gonzalo ante la señal aprobatoria del abuelo. No ha mucho pisé tierra mejicana. Puerto de la Vera Cruz. Llegué a este reyno como parte del contingente del conquistador. Esta mañana me encontraba frente a los muros de Utatlán combatiendo con este noble cacique.
    La oportuna participación de Manuelita había evitado que la curiosa vecina fuera más allá, al explicar que Gonzalo pertenecía a un grupo de ecólogos españoles que estaban repitiendo la ruta que primero siguiera Cortés hasta México y luego Pedro de Alvarado en Centro América, donde se le unirían científicos guatemaltecos, entre ellos Mekel.
    —Para la gloria de la España y de su excelsa magestad, afirmaba vehementemente el recio conquistador.
    —Parte del experimento, proseguía Manuelita que se las sabía todas y que lograba excelentes notas en historia, consiste en emplear un lenguaje similar al que se usaba entonces. Recreando los acontecimientos en el lugar, se espera localizar las causas del daño al medio ambiente y prevenirlos para que en esta época podamos disfrutar de una mejor calidad de vida.
    El abuelo la miraba, agradeciéndole las palabras, pero la vecina se sentía cada vez más enredada.
    —En sentido hipotético, claro, agregaba Elisa. El resultado de estas investigaciones podrá verse dentro de quinientos años.
    —Bueno, terciaba la colega doctora. Se necesitaría algo así como una máquina del tiempo para eso.
    —Sí, algo así, se atragantaba el abuelo.
    Durante la cena dejaron el pavo relleno en los puros huesos. Elisa, Manuelita, Gregorio y los tíos sudaban la gota gorda. Estos últimos, de sorpresa en sorpresa, que culminó con el tremendo susto que se llevaron cuando, a las doce en punto de la noche, como era la costumbre, empezaron a sonar los cohetes y a verse, a través de la ventana, los juegos pirotécnicos. El primer impulso de los tíos fue correr y hacerse de sus armas, pero Manuelita los tomo fuertemente del brazo y logró calmarlos un poco.
    —Dilecta sobrina, le dijo Gonzalo, presa de gran excitación. Llevadme con Tormenta, os lo ruego.
    Mekel, para no quedarse a solas con los extraños, decidió salir con ellos al patio trasero, donde Tormenta, aterrorizado, bufaba, casi sacando fuego por la boca. Cuando Gregorio trató de tomarlo por las bridas, el caballo hizo un brusco movimiento, lanzándolo al suelo, tratando de cocearlo. Lo desconocía con ese traje que ahora llevaba puesto.
    —Calmaos, Tormenta, le ordenó levantándose.
    El corcel reconoció la voz y le permitió acercarse. Los fuegos en el cielo alumbraban todo con multicolores formas que explotaban y caían para sorpresa y maravilla, al mismo tiempo, de esos hombres de quinientos años.
    Después de la conmoción ocasionada por el despliegue de luces y de petardos para recibir al año 2000, el abuelo excusó a los tíos, diciendo que debían acostarse por lo cansados que tendrían que estar después de tal viaje. Los colegas y sus esposos se retiraron los primeros, agradeciendo tan inolvidable velada. Después, el vecino tuvo que insistirle a su mujer para que se fueran, ya que ésta no quería ni moverse picada por la curiosidad y queriendo averiguar hasta el último detalle sobre la extraña aparición de esos hombres que parecían más de allá que de acá. Al final, ya a solas, se desplomaron todos en sus asientos y se quedaron callados, extenuados, meditando.
    —Sabio anciano, fue Mekel el primero en romper el silencio, te ruego que hagás algo, que pongás a funcionar tu brazo de luz, para que salgamos de este encantamiento. Quiero volver con mi gente.
    —Noble Mekel, le respondió el abuelo, prometo que a primera hora me ocuparé de eso. Ahora, mejor será descansar.
    Ya en su habitación, acostados en ese extraño artefacto, ambos parecían tecolotes, con los ojos abiertos de par en par en la oscuridad. Momentos antes, el abuelo había tratado de llevarse sus armas.
    —No hagáis eso, respetable abuelo. Como soldado no puedo rendir mi arma sin luchar. Esta espada me fue presentada en nombre del rey, y sólo a él, con su mandato, podré entregarla.
    —Venerable abuelo, esta lanza me la dio el capitán Tecún antes de entrar en combate. Sólo con la última gota de mi sangre podré dejármela arrancar.
    El abuelo se vio forzado a acceder. Pero antes les hizo jurar por su honor que no las usarían para resolver sus diferencias mientras se encontraran allí. Sólo les pedía un poco de tiempo. Y mucha paciencia. Tenía que sacarlos de ese embrollo y devolverlos a su época. Lo primero era lo primero. Después, podría intentar de nuevo su propia teletransportación que, estaba seguro, se vería coronada con el éxito por su bien y el de toda la humanidad.





C A P I T U L O   S E P T I M O

La primera mañana del año 2000 parece traer un aire diferente. Siempre es así. Con la llegada de un nuevo amanecer, renacen las esperanzas de una mejor calidad de vida para todos. Con el calor de los rayos del sol, parecen olvidarse las tribulaciones de la noche fría y oscura. Siempre es así. Y seguirá siendo así, porque la mayoría parece ignorar lo enfermo que está el planeta tierra y lo poco que le queda de vida si no se toman medidas significativas para detener el daño que sus propios habitantes le infligen cada minuto, cada nuevo día de su desequilibrada existencia.
    Las naciones del mundo han tirado la casa por la ventana para celebrar el advenimiento del nuevo siglo. Los políticos han prometido en sus campañas velar por el orden y la paz. Los comerciantes han lanzado al mercado productos más sofisticados y desechables y provisionales. Mientras tanto, en contraste con la euforia de las grandes ciudades, en el campo los agricultores riegan con sus lágrimas, a falta de agua, la seca y estéril tierra. Sin embargo, en las mismas ciudades la vida se hace cada vez más difícil e insoportable. Hay racionamiento del vital líquido, de energía eléctrica, de combustibles. Hay carencia de los artículos de primera necesidad, y los que se encuentran son de baja calidad y alto precio. Los barrancos, últimos pulmones de muchas ciudades latinoamericanas, se erizan de frágiles construcciones de madera, cartón y lámina para dar albergue a millones de seres que carecen de las mínimas condiciones de salud. La peste encuentra su caldo de cultivo para diezmar a los pobres y desposeídos, mientras los ricos y poderosos se hacen más ricos y más poderosos con la irracional explotación del hombre y de los recursos naturales.
    Mekel y Gonzalo fueron arrancados violentamente de su época remota. Traídos a un mundo adelantado en el tiempo. Imaginemnos por un instante a alguien que haya estado confinado en una prisión o en el manicomio, incomunicado por cien años —no olvidar que se trata de una situación hipotética—. Si de pronto, al término de ese tiempo, se le libera, llevándolo a una sala típica de nuestros días, ¿cómo va a reaccionar ante objetos y aparatos muy conocidos por nosotros, pero todavía no imaginados o inventados en su época? Vayamos de lo simple a lo complicado: un bombillo de luz que se enciende y apaga con el leve movimiento de un dedo, el timbre de la puerta o del teléfono, la estufa de gas que prende fuego al girar un botón, el agua caliente de la ducha, el aparato de radio con música moderna, el televisor con las imágenes que se mueven y están metidas dentro de un brillante tubo, la rasuradora eléctrica, el refrigerador, el teléfono, etc. Imaginemos a ese mismo hombre de hace tan sólo cien años, frente a un automóvil, la motocicleta, el avión a reacción, los altoparlantes, las escaleras automáticas, los elevadores, la congestión de tráfico en las horas pico, las sirenas de las ambulancias, etc. Llevemos a ese mismo hombre a que vea el daño ecológico que ha sufrido su ciudad o su pueblo o su aldea, y lo más probable es que pida a gritos que se le devuelva al confinamiento solitario, sujeto en una camisa de fuerza.
    El sol de esa primera mañana del año 2000 encuentra a Mekel y Gonzalo exactamente como se acostaran pocas horas antes. Ninguno de los dos ha pegado los ojos un instante. Se la han pasado escuchando los extraños y aterrorizadores ruidos de la casa de ese anciano hechicero, su mujer y nieta -a las que también suponen brujas-. Todo parecía poseído por seres sobrenaturales allí. A diferencia del personaje hipotético de antes que pasara cien años de encierro, estos tíos de quinientos años cruzaron la barrera de un momento a otro, sin transición. Al capitán Gonzalo —quien tenía modelos rudimentarios de la Europa de su tiempo—, eran los adelantos científicos y tecnológicos los que realmente lo asustaban y maravillaban a la vez. Pero para Mekel, nuestro cacique quiché, todo era nuevo e inexplicable, aún las cosas que puedan parecernos ahora muy sencillas: los cubiertos, las sillas, los libros, las cerraduras y candados, el vidrio, el metal, el corcho. Durante la madrugada, por ejemplo, el tictac del reloj de pared de la sala lo llenaba todo como el tam-tam de un tambor de guerra, el aire que corría por las tuberías subterráneas —a falta de agua— les hacía pensar en voces de ultratumba y malos espíritus, las sirenas de las ambulancias en el aullido de horribles fieras come hombres. Con la llegada del sol y de la luz, sus manos —todavía lívidas por la presión— soltaban las empuñaduras de sus armas con una mezcla de dolor y alivio. Incapaces de hablar entre ellos, recurrían a gestos y sonidos para hacerse entender. Ambos estaban de acuerdo en una sóla cosa: correr a la menor oportunidad que se les presentara y escapar de esa realidad agobiante. No se imaginaban siquiera que era imposible, que la única oportunidad de volver estaba en manos del abuelo brujo y su ecomachina.
    El abuelo se levantó al alba. Al igual que todos los de la casa, no había podido dormir ni gota. Los acontecimientos se habían precipitado de tal forma, que jamás se le pasó por la mente que pudiera pasar algo semejante. ¡Y le estaba ocurriendo a él! En el supuesto caso de que nunca pudiera teletransportarse él mismo, como era su sueño, de cualquier manera había abierto una ventana al conocimiento de la humanidad. Tal vez estuviera equivocado desde el principio. Ponía en duda ahora que su viaje al pasado pudiera servir de mucho para prevenir los desastres ecológicos o de otro tipo. Le parecía, más bien, que la suerte había puesto en sus manos, y en las manos del hombre, el vehículo más valioso para reescribir la historia. En su diario de a bordo anotó lo siguiente:

Primera mañana del año dos mil
¡Cómo desearía que el padre Juan estuviera aquí ahora para darme consejo y aliento! Tal vez he provocado la ira del cielo, exponiendo a mi familia a la condenación de sus almas al hacerlos cómplices de este acto irresponsable. Pido perdón por mi arrogancia, mi vanidad, mi locura, y ruego a Dios me ilumine.
Tal vez no todo esté perdido. Tal vez la suerte ha permitido reorientar mi pensamiento en el rumbo correcto. No lo sé. Usted podrá juzgarlo después de conocer los hechos. Un hombre como yo, como cualquiera, no tendría mayores posibilidades de sobrevivir en el pasado. Se le consideraría un loco, un hereje, un peligro para la estabilidad del poderoso. Sería quemado en las hogueras de la Inquisición, colgado de un árbol en Alabama, desterrado al castillo de la isla de If, lapidado en los muros de Jerusalem, calcinado en los hornos de Dachau. Para cambiar al mundo se necesita, antes que nada, cambiar al hombre. Provocando los cambios en el hombre, la esperanza de vida crece.

    El abuelo, sin proponérselo siquiera, había encontrado la clave del asunto. Su ecomachina daba a luz una nueva teoría. Que podría ser simple y parecer esperanzadora para algunos, o ser considerada una locura, una insensatez, una aberración por otros —ya que siempre se forman bandos antagónicos alrededor de una idea—, pero al final de cuentas se plantearía una salida inusual al problema. La novedosa teoría de Gregorio Bustamante —frente a la realidad de la exitosa teletransportación de los tíos de quinientos años, accidental o no—, se podía resumir de esta forma. Partiendo de la premisa de que el hombre y la naturaleza son un todo armónico —aunque la historia nos demuestre lo contrario—, se establecería un programa permanente para traer a los poderosos de turno, hacerles una especie de lavado cerebral y devolverlos a su tiempo, ya “curados” de esas malas pasiones. Se podría empezar, por ejemplo, con Caín, el primer fratricida. Después con una lista interminable de reyes, cardenales, primeros ministros, militares, etc. Nombres como Hitler, Gengis-Khan, Rasputín, encabezarían el listado, junto con el inventor de la dinamita, de la bomba atómica, de los gases tóxicos; sin faltar los nombres y apellidos de comerciantes que hicieron su modus vivendi con la venta de pieles de animales en peligro de extinción, de madera, de cemento, de petróleo, etc., sin el menor respeto por la naturaleza.
Parecía genial la idea del abuelo. Atacando el mal desde sus orígenes, se podría eliminar la corrupción, la depredación, el crimen organizado, cualquier forma de conducta que afecta directamente al hombre y lo convierte en un vil parásito de la tierra.





C A P I T U L O   O C T A V O

Antes decía que vivo en condiciones muy precarias -metido en domos, cápsulas de aire, trajes similares a los que se usaban para los viajes interestelares-, en lo que fuera uno de los principales pulmones del continente, junto con el Amazonas, y que también se ha convertido en un árido desierto. Si antes éramos parásitos de este globo terráqueo, ahora somos apenas unos cuantos miles de infelices sobrevivientes en un mundo hostil a la vida. Sin agua y oxígeno estamos condenados a morir. Pequeños grupos nómadas habitan los pocos lugares, especie de oasis, que de oídas sabemos existen y se encuentran en algunas partes, pero que al igual que nosotros no podrán resistir mucho más. La tierra, este organismo viviente que un día cobijó a cientos de miles de millones de seres, está a punto de convertirse en una bola de polvo y gases tóxicos en su totalidad.
    Esto que escribo, no tiene por objeto salvar a la humanidad, porque ya no queda nada por salvar. Esfuerzos aislados, como el de la ecomachina del abuelo, y los colectivos, como los de distintas organizaciones conservacionistas, no sirvieron de mucho. Está visto que el hombre, arrojado una vez del paraíso terrenal, perdió también su segunda y última oportunidad. Es claro que no supo aprovecharla. Perdóneme, pero trato de contar la historia de la misma forma en la que escribiría mi testamento. Para dejar algo a los míos —si los tuviera—, no en forma de legado material, sino como el testimonio de uno de los últimos ejemplares de esta especie en vías de extinción. Y la extinción, contrariamente a lo que muchos pensaban, es para siempre.
    El abuelo se metió de cabeza a trabajar en su máquina. Desmontó por completo la unidad de teletransportación y el contador regresivo para revisarlos pieza por pieza. A eso de las diez de la mañana, Elisa hizo algo que rara vez acostumbraba y fue a verlo a su taller.
    —He estado pensando, le dijo a su marido, que hubiera preferido que se tratara de una broma, como creí al principio.
    Gregorio se la quedó mirando por un instante, dejó lo que tenía en las manos y caminó hacia ella.
    —También yo, ¿sabes?, le dijo. No hay mucho tiempo. Juan José y Graciela volverán de París en cinco días. No me gustaría darles esta sorpresa como regalo de Reyes. ¿Dónde está Manuelita?
    —Con los tíos. Insistió en mostrarles cada uno de los objetos que hay en la casa, antes de sacarlos a dar una vuelta por el Hipódromo.
    —¿Estás loca? No es conveniente que la vean por allí con dos desconocidos, protestó Gregorio. Alguien podría entrar en sospechas y avisar a la policía. No quiero ni pensar en lo que podría ocurrirles.
    —Más vale que te vayas acostumbrando a la idea, Gregorio, le dijo ella sin trazas de reproche. Podrías tardar años en hacerlos volver a su época. Tal vez nunca puedas lograrlo.
    Las palabras de Elisa calaron hondo en el corazón del abuelo. También él lo había pensado más de una vez. Trataba de imaginar lo que sería su vida, lo que le quedaba de vida, si por su culpa estos dos hombres se veían obligados a permanecer en contra de su voluntad lejos de su gente, de las costumbres de su tiempo. No era justo, se decía. Era él, que había dedicado incontables horas a su proyecto, que estaba mentalmente preparado para afrontar las eventualidades de una falla, de un fracaso, quien debiera encontrarse a esas horas en el año de mil quinientos veinticuatro. Y no ellos, enfrentados brutalmente a la locura de un naciente siglo veintiuno. Todo le seguía pareciendo un mal sueño, una pesadilla.     Y lo único que deseaba era poder despertar lo más pronto posible.
    —Tengo miedo, Elisa, le dijo, tomándola suavemente de la mano. Sobre todo, porque he atentado de alguna manera contra la naturaleza de las cosas. No puedo constituirme en juez de la conducta humana, cometiendo yo mismo tantos errores como el que más.
    —Tu propósito ha sido noble, Gregorio. Dios lo sabe. Yo lo sé. Sólo nos queda rogar porque ilumine tus pasos y puedas hacer lo que debes hacer.
    Era todo lo que tenía. Un cerebro y dos manos. Una mente para poder pensar, analizar, ejecutar casi cualquier cosa que se propusiera. Un par de manos para poner las piezas en su lugar, conectar las terminales de alambre en los contactos correctos y cruzar los dedos para que todo saliera bien.
    —Te amo, le dijo a su mujer, y se metió de lleno nuevamente a su trabajo.
    —Yo también, Gregorio, le respondió ella. Voy a prepararte algo de comer. El cuerpo también necesita de alimento.



Los tíos de quinientos años, Manuelita y Tormenta se encontraban frente al mapa en relieve del Hipódromo del Norte. Ella les explicaba, señalando entre los pliegues de montañas y valles, la ubicación geográfica de Utatlán, la antigua capital quiché. El capitán Gonzalo, acostumbrado a leer mapas, comprendía lo que la joven decía, pero el cacique Mekel iba de maravilla en maravilla, convencido de que únicamente un pueblo hechicero era capaz de meter en un espacio tan pequeño la inmensidad de las cumbres de su tierra. Eso les hizo recordar a ambos que todavía tenían una cuenta pendiente por saldar, que la batalla había apenas empezado. Manuelita interpretó las iracundas miradas de los guerreros y se interpuso entre los dos para evitar que llegaran a las manos.
    —Por favor, tíos, les dijo. No es el momento de pelear.
    Para Gonzalo era absurdo pensar que una joven doncella pudiera interponerse entre lo que él consideraba un deber de soldado y la ejecución de una acción natural en esas condiciones. No había cruzado en balde los mares, se decía, no había peleado bajo las órdenes de Hernán Cortés frente al emperador Moctezuma en México para nada, no había hecho un juramento en vano a Dios y a la corona cuando decidió unirse a la expedición del capitán Alvarado hacia el sur. Pero por el otro lado sabía que Manuelita tenía razón. Debía esperar mejor ocasión. Además, no le cabía la menor duda de que esa pequeña aprendiz de hechicera podía convertirlo en piedra a la menor provocación, al más leve movimiento de sus manos y dejarlo incrustado en ese mapa de cemento frente a las murallas de Utatlán o donde le viniera en gana hacerlo.
    Para Mekel, que aunque no comprendía las palabras exactas estaba al tanto de las intenciones, era absurdo pensar que una virgen, que hubiera bien servido al propósito de aplacar la ira de los dioses al ser lanzada a las profundidades de un cenote sagrado, evitara que librara a su pueblo de la amenaza de ese invasor de pelo en cara que venía del otro lado del mar para robarles su oro, sus mujeres y someterlos a la vergüenza de la esclavitud y el vasallaje. Esos hombres no podían ser buenos, se decía. Las noticias que habían llegado del imperio mejicano eran un aviso, una clara advertencia de lo que podría ocurrirles si no acababan de una vez por todas con la amenaza de ese puñado de hombres que decían tener un sólo dios y que se hacían acompañar de una niña blanca —que podría ser la misma Manuelita, por lo que se atrevía a deducir— y a la que llevaban en andas con mucha devoción. Una cosa estaba clara en su mente, sin embargo. En cuanto el anciano abuelo se decidiera a romper el hechizo, en cuanto sintiera el calor de su amada tierra bajo la planta de sus pies, en cuanto tuviera la menor oportunidad, iba a mojar sus manos con la sangre del conquistador para liberar a su pueblo de la amenaza.
    —Este es un estadio de beisbol, les explicaba la joven, haciendo la mímica de un lanzamiento de pelota, seguido de un largo vaivén de sus brazos. Y aquello que viene allá echando humo, señalaba hacia un grupo de árboles, es un pequeño tren para que los niños y adultos puedan dar un paseo alrededor del parque.
    Para los tíos era ya demasiado. Hasta Tormenta, con sus frecuentes relinchos y bufidos, expresaba su temor frente a los adelantos tecnológicos y científicos de los últimos siglos que les había tocado presenciar esas anteriores horas. A Gonzalo, aunque acostumbrado a ver ciertas máquinas en Europa, casi se le paralizó el corazón cuando vio pasar un rugiente bólido a su lado. Manuelita le había explicado que se trataba de una moderna versión del carruaje, pero que en vez de tener los caballos afuera, los tenía dentro del motor. La explicación sólo había servido para confundirlo más. A Mekel, la sóla visión de ese enorme ciempiés que escupía humo y al que Manuelita nombraba tren, le producía visiones apocalípticas. Además, desconociendo el principio de la rueda, esos vehículos que se desplazaban ruidosos y veloces no podían ser otra cosa que la iracunda manifestación de los dioses de la guerra y del trueno.
    Tormenta parecía tranquilizarse con la dulce voz de la niña que insistió, por centésima vez, en que se le permitiera montarlo. Gonzalo se encogió de hombros y pensó que si ella era capaz de convertirlo en piedra, también podría cabalgar su corcel. Y dicho y hecho. Los tres emprendieron el regreso hasta la casa. El capitán español tomando las bridas, adelante de la feliz joven amazona y seguidos a prudente distancia por el cacique quiché, que caminaba con la cabeza baja para no ver lo que ocurría a su alrededor y que helaba la sangre en sus venas, y para tratar de encontrar una pequeña huella en el camino que le indicara que, de alguna manera, estaba cerca de su aldea y de su gente.





C A P I T U L O   N O V E N O

Elisa, con gesto profesional, coloca el estetoscopio en el pecho del capitán Gonzalo, ante los horrorizados ojos de Mekel, quien espera su turno. Es la noche del 4 de enero del año 2000 y ambos tíos se la han pasado con molestias, mareos, algunos vómitos, fiebre, irritación de ojos y garganta, dificultades para respirar.
    —Se trata, principalmente de una intoxicación, dice después de auscultarlos.
    De alguna manera, la historia se revierte, al menos en el caso del capitán Gonzalo, porque para los nativos como Mekel, la llegada de los primeros europeos significó también el contagio de enfermedades totalmente desconocidas para esta parte del globo.
    —Lo que ocurre a los tíos es que su sistema inmunológico está trabajando a marchas forzadas. Han estado expuestos a virus totalmente desconocidos por su organismo. Además, a causa de la contaminación atmosférica, su sistema respiratorio trabaja apenas a un sesenta por ciento de la capacidad normal. Tendremos que ponerlos en cámara de oxígeno si persisten en presentar ese cuadro clínico, concluye Elisa.
    Gregorio estaba preocupado, porque había una notoria desmejoría en Tormenta, cuyo pelaje se tornaba opaco y perdía el brío que lo caracterizaba. Había leído en una publicación científica que Isaac Asimov estaba trabajando en su máquina del tiempo y afirmaba que en experimentos que llevaba a cabo —sin especificar mayor cosa sobre los mismos, por estar en su fase de prueba y verificación—, había notado un “envejecimiento” que deberá darse forzosamente en condiciones de teletransportación de un ser humano. ¿Y si eso fuera cierto? El abuelo mismo tenía sus sospechas al respecto y escribió en la bitácora de a bordo:

Tercera mañana del año dos mil
He notado cierto rejuvenecimiento en mis tejidos.
Estoy seguro de que no se trata de un proceso que vaya a seguirse dando hasta convertirme en joven, sino de un fenómeno ocasionado por la teletransportación a la que me vi sujeto. Cuando se completó el proceso y traje a estos    dos hombres de una época pretérita, sentí inmediatamente un deterioro físico inexplicable. Lo atribuí en principio al shock, pero no. Se trata de un envejecimiento forzado por la acción del viaje en el tiempo y que ahora,    en las condiciones normales de vida, entraba    en un proceso de compensación, para dejarme    con la edad física que tenía antes de iniciar el experimento.

    En otra parte de la misma, se refería a su adquirida facultad de entenderse con Mekel, aunque ninguno hablara el idioma del otro:

Estoy absolutamente seguro de que fui teletransportado en el tiempo y que pude remontarme al año de 1524. El hecho de que no haya “aterrizado” en el lugar -en el sentido estricto de la palabra, porque no tengo memoria de eso-, no significa que no haya estado allí. Al sufrir mi cuerpo la descomposición molecular y al viajar esas partículas de mí mismo por el tiempo, la teoría me indicaba que se recompondrían al llegar a su destino. En vez de ocurrir eso, se dio el fenómeno de que tres seres vivos -los dos tíos y el corcel-, sufrieron a su vez la descomposición molecular para poder trasponer el tiempo en el futuro. Mis moléculas, de alguna forma, se conjugaron con las de ellos y de esa manera -por razones que todavía ignoro, pero que intuyo-, especialmente en el caso de Mekel que habla una lengua que desconozco, se entrecruzó cierta información de tipo cognoscitivo y así, en lo relativo al idioma, quedó establecida la intercomunicación. Ni él habla el castellano ni yo el quiché, pero es claro que podemos entendernos perfectamente.

    Palabras como sistema inmunológico, contaminación atmosférica, virus, sonaban como chino a esos visitantes de hace quinientos años. Pero no por desconocidas eran menos peligrosas para ellos. Se hacía imperativo sacarlos cuanto antes de ese medio y devolverlos sanos y salvos a su tiempo.
    La cosa no era tan sencilla. El abuelo trabajaba a marchas forzadas en su máquina. Había encontrado una posible falla en uno de los transformadores de energía, pero debía tener cuidado. En este caso la energía actuaba como la frecuencia de radio. Si había un desajuste, un desfase, lo más probable era que la comunicación no se diera nunca. O si se daba, podía ser con un ligero márgen de error. Lo que cuantificado en relación a la distancia en el tiempo, podría significar no sólo una diferencia de años, sino otra latitud y longitud de desplazamiento en las coordenadas del mapa, en el lugar donde se espera efectuar la teletransportación.




A partir de este momento, la historia que llegó a mí por mi padre, a mi padre por mi abuelo y así, en las ramas del árbol genealógico que se remonta a los días que nos ocupan, de generación en generación por cinco siglos, empieza a ser incongruente. A ver si me explico. Ponga a tres personas a observar un mismo fenómeno simultáneamente. Una luz en el cielo, por ejemplo. Cada una de esas tres personas vieron lo mismo, pero lo más seguro es que sus interpretaciones sean diferentes. El primero afirma que se trataba de un aerolito que caía, entrando a la atmósfera terrestre. El segundo, de una estrella fugaz que cruzaba en forma paralela el firmamento. El último, que para él no era otra cosa que la luminosidad de los motores de propulsión de alguna nave que se remontaba a las estrellas. Estas tres personas, cuentan por separado a otras tres personas su experiencia. Empieza la distorsión cuando la persona a la que se lo contara el primero, dice que su amigo vio un Ovni aterrizando en la distancia. La persona a quien se lo contara el segundo, comenta a su vez con otro que le dijeron que el objeto que se desplazaba a gran velocidad en el horizonte, dejaba una estela de algún material iridiscente que dibujaba un brillante arco a todo lo largo de su recorrido. Y la persona a la que se lo contara el tercero de nuestros observadores originales, le dice a otro que lo que su amigo viera no era otra cosa que un globo sonda, brillando cegadoramente por el rebote de la luz del sol, elevándose sin lastre al infinito.
    A mí ya me ocurrió. No digo que sea igual, pero ustedes me darán la razón cuando hayan terminado de leer el desenlace. Si no creen una palabra, si les parece una tontería, si no ha servido para hacerlos meditar sobre el futuro de la tierra y sus habitantes, métanlo en la cápsula hermética y entiérrenlo de nuevo, al pie de estas mismas ruinas del templo maya. Tal vez será necesario que pasen otros quinientos años o quinientos millones de años, para que los sobrevivientes de la hecatombe a la que hemos sido arrastrados la encuentren. Y si no ellos, tal vez moradores de otras galaxias que, de alguna manera, podrían aprender de nuestros errores y evitar su autodestrucción.
    Para ser fiel a quienes me lo contaron, daré a ustedes las tres versiones del final de esta historia.





P R I M E R A   V E R S I O N

La noche del 5 de enero del año 2000, Tormenta, el fiel caballo del conquistador, moría repentinamente. El capitán González dijo que no permitira que se dejaran sus despojos a la rapiña de los buitres y animales salvajes del bosque, e insistió en enterrarlo allí mismo, en el patio trasero. Nadie pudo disuadirlo. Mekel se ofreció para ayudarlo a cavar una fosa, pero al poco tiempo ambos estaban sudorosos, incapaces casi de tenerse en pie.
    —Si no logro enviarlos mañana de vuelta, le dijo el abuelo a su mujer, creo que tendremos aquí otros dos cadáveres. Iré a hacer los últimos preparativos.
    —Tienes razón, le dijo ella. Veré si puedo bajarles la fiebre mientras tanto.
Manuelita estaba consternada. Lloraba la muerte del animal y la suerte de esos tíos de quinientos años. Su joven corazón sufría también de sólo pensar que al día siguiente se irían, que no los volvería a ver jamás. Al menos que.
    —Llévame contigo, abuelito, le rogaba. Puedo serte de ayuda en el viaje.
Gregorio sonrió al escuchar eso de labios de su nieta, como si se tratara de un viaje en tren o en avión a alguna parte más o menos cercana del globo. Pero quinientos años de distancia estaba lejos.
    —Te quiero más que a mis ojos, le dijo en el mismo tono que solía usar al cantarle la copla de la leyenda de “El Sombrerón” cuando era niña. Bien sabes que haría cualquier cosa por tí, pero eso no. Es demasiado riesgoso. Te prometo que irás conmigo en la primera oportunidad que se presente. Sólo déjame resolver lo de los tíos.

Te quiero más que a mis ojos,
más que a mis ojos te quiero,
        pero más quiero a mis ojos,
        porque mis ojos te vieron.

    Ella lo vio alejarse, cantando la copla con esa dulce voz de tenor, los hombros caídos, las espaldas encorvadas. Sintió pena por su abuelo. Ella también lo amaba entrañablemente. ¿Cómo iba a poder vivir sin él si algo fallaba y era tragado por el tiempo? Corrió al lado de su abuela y se echó a llorar en su regazo, como cuando era niña y tenía miedo.
Mekel y Gonzalo finalizaron de sepultar al caballo. Este último, tomó los arreos y silla de montar y se los ofreció a Manuelita.
    —Nadie más que vos pudo montarlo, bella doncella. Justo es que los guardéis como un recuerdo de nuestra amistad.
La joven besó a sus tíos con emoción y los tres lloraron juntos.
    —Está listo, dijo el abuelo al alba, después de haber pasado la noche en vela. A las diez de la mañana se darán las condiciones exactas para la teletransportación.
    Los tíos estaban de pie frente a la ecomachina, vistiendo exactamente como el abuelo los encontrara seis días antes frente a los muros de Utatlán. Coraza, penacho de plumas. Espada y lanza bien pegadas al cuerpo. Miraban con respeto y recelo la máquina que, según decía el abuelo hechicero, los llevaría de vuelta a lo suyo. Ambos se miraron y apretaron el mango de sus armas. Eran enemigos en una tregua forzosa. Pero pronto se encontrarían de nuevo en el campo de batalla. Manuelita y Elisa estaban un poco atrás, observando la escena. Gregorio escribía en su bitácora de a bordo y leía sus instrumentos. Había un silencio que presagiaba lo que estaba por darse. El adiós, la despedida, palabras que evocan océanos y noches de luna y embravecidas tempestades. Palabras que dejan el alma en un hilo y llenan las cuencas de los ojos de agua salada.
    —Es la hora, dijo el abuelo, tratando de no mostrar emoción alguna, aunque por dentro sentía que el corazón quería salírsele del pecho. Los amo a todos, dijo y se metió en la cabina.
    Manuelita y Elisa se fueron a la iglesia cercana. Tenían muchas plegarias por decir. Sabían que en alguna parte, serían escuchadas por el bueno del padre Juan y por todos los que tuvieron el sueño de una vida más justa, equilibrada y hermosa para la humanidad.



El taxi se detuvo frente a la residencia de los Bustamante en Ciudad Nueva, zona 2. Juan José y Graciela bajaron. El consultó el reloj. Eran las doce del mediodía, 6 de enero. Se preguntaban por qué el abuelo no había ido a recibirlos al aeropuerto como habían convenido, por qué su hija no estaba pendiente y corría a sus brazos. La casa parecía vacía. Dejaron su equipaje en la sala y llamaron insistentemente. No obteniendo respuesta alguna, fueron al taller. Allí estaban Elisa y Manuelita con la mirada fija en la ecomachina.
    —Mamá, hija, ya estamos de vuelta.
    —Se han ido, dijo Elisa con tono ausente.
    —Abuelito y los tíos. Se han ido.
    —¿Dónde está papá?, preguntó angustiado. ¿Qué ha ocurrido, mamá?
    —Es una larga historia, hijo, le respondió Elisa. Vengan, rogó, precediéndolos hacia la sala.
    Juan José y Graciela escucharon atentamente por varios minutos sin atreverse a interrumpir, a preguntar. Conocían al abuelo, sabían de lo que era capaz. ¡Pero eso!
    —¡No es posible!, exclamaron al unísono. Debe tratarse de una broma, ¿no es verdad?
    Manuelita tomó las manos de sus padres y los condujo a su dormitorio. Allí, sobre un cofre de Totonicapán, estaba la silla española de montar del mil quinientos.
    La evidencia era arrolladora. Graciela pudo constatar que, a pesar de la antigüedad, parecía ser relativamente nueva.
    —El abuelo me explicó sobre eso, dijo Manuelita. La ecomachina no se transporta en el tiempo. Es únicamente el hombre que está adentro, para hacerlo hacia el pasado. Con el capitán español y el cacique quiché se dio un caso a la inversa, hacia el futuro. La desintegración molecular de todos, permitió que el abuelo pudiera entender una lengua que no conocía e igual le pasó a Mekel. Tormenta fue traído junto con los tíos de quinientos años...
    Juan José y Graciela escuchaban maravillados. Los milagros eran posibles. Ahora tendría que darse otro para que el abuelo pudiera regresar sano y salvo a sus brazos.





S E G U N D A   V E R S I O N

La noche del 5 de enero del año 2000, Tormenta estaba muy inquieto. Manuelita trataba de calmarlo, haciéndolo comer de su mano un poco de azúcar. Tanto Gonzalo como Mekel estaban de mejor semblante. El primero practicaba un poco de esgrima con el abuelo —quien en su juventud, durante una corta temporada, había integrado el equipo nacional universitario en campeonatos panamericanos—. Mekel, en la sala de la casa, miraba la televisión, tratando de descifrar esos códigos visuales y auditivos tan particulares. Por espacio de una hora, comerciales incluídos, se quedó de una pieza frente a las imágenes de un documental sobre la biósfera maya. Aunque no comprendía las palabras, las imágenes eran lo suficientemente explícitas. Ruinas de templos, bosques quemados y cientos de miles de árboles talados. Lagunas y ríos casi secos y contaminados. Flora y fauna desapareciendo frente al empuje de hombres y máquinas. Y luego tomas de gentes como él, con trajes multicolores en el mercado, en la iglesia, en las festividades de algún patrón de pueblo, en el palo volador, en la guerrilla, en el ejército, en los campamentos de refugiados. Una sucesión enloquecedora de planos y contraplanos de caras tristes de niños, de ojos llorosos de mujeres, de ancianos desdentados y magros.
    Definitivamente no le gustaba nada lo que estaba viendo. El contraste de rostros rozagantes de hombres blancos le golpeaba frente al recuerdo de la invasión que sufría su pueblo en esos momentos por las huestes de Alvarado. Lo miró hasta el final y nadie pudo sacarlo de su mutismo esa noche. Lo único que deseaba era poder volver a su tierra, con su gente. Tenía una cuenta pendiente por saldar con el capitán español y eso ocupaba la totalidad de su mente y pensamientos.
    El abuelo les dijo que el día siguiente, a las diez de la mañana, iba a llevarlos de vuelta. Gregorio, fiel a su teoría, pretendía “lavar” el cerebro de esos tíos y así tratar de influir -dado que eran líderes entre sus guerreros-, para que la llamada conquista y evangelización se diera sin sangre y sin fuego. Gregorio sabía que tal vez estaba arando en el desierto, que un grano de arena difícilmente podría hacer la diferencia.
    —La tierra, les decía el abuelo, es un organismo viviente. Si se le trata bien, si se le devuelve lo que se le quita, no sufre. Si, por el contrario, se abusa de su generosidad, ella se cierra, se seca, se cuartea, se convierte en tumba de dinosaurios y hombres.
    —Decidme, abuelo, intervenía Gonzalo, ¿acaso no ha menester el hombre de tomar lo que Dios tan generosamente ha puesto al alcance de su mano? Tenéis, por ejemplo, estas tierras vírgenes de las Indias. El oro, la madera, el cacao se dan en abundancia. ¿No es justo acaso tomar lo que de otra manera se perdería?
    —Te comprendo, venerable abuelo, le decía el cacique Mekel. Vos tenés alma de nativo. Estás tratando de salvar al tigre y al pino, a la hormiga y a la montaña. Los dioses moran en cada una de las criaturas de la creación. No podés estar en contra de los dioses.
    A pesar de que solamente estaba por cumplirse el sexto día de la permanencia de estos personajes del pasado, Gregorio sentía un profundo afecto por ellos. Eran ya parte de la familia. De algún modo él los había traído a este mundo. Era en parte su progenitor. Extraña circunstancia, pero cuando se trata de cariño, el corazón no hace diferencias entre raza, tamaño, credo y todo ese tipo de particiones que el mismo hombre ha trazado para dividir y vencer. Alguna vez, pensaba, la tierra fue una extensión libre de fronteras, donde todos apacentaban sus rebaños, cazaban lo necesario para alimentarse, aprendían a recibir la cosecha si la siembra era buena. ¿Dónde, cuándo se perdió esto? ¿Quién, en esta larga cadena, empezó a faltarle el respeto a la naturaleza?
    Tal vez todavía no era demasiado tarde, aunque las señales mismas de la naturaleza parecían indicar lo contrario. Si se tomaran medidas, si se legislara, si se cumplieran las leyes, si el hombre dejara de ser el lobo del hombre, tal vez todavía habría una mínima oportunidad.



Nadie durmió esa noche en la casa de Ciudad Nueva. Los sonidos, aunque ahora más familiares para Gonzalo y Mekel, seguían siendo aterradores. Parecían voces de ultratumba, de los espíritus, de los antepasados que se revelaban, que pretendían hacer notar su presencia frente al imperio de esa otra plaga de la era moderna: el ruido. Mekel y Gonzalo echaban de menos las apacibles noches en la montaña, o a bordo de un bergantín en alta mar, donde solamente se podía escuchar a las chicharras cantar a la luna y a los maderos crujir ante el empuje de las aguas. Aún para Gregorio, Elisa y Manuelita, todo eso parecía adquirir mayor relevancia. Descubrían ahora que el precio que deberá pagarse por una llamada civilización es demasiado grande y costoso. Que la tierra está allí, prodigándose como una buena madre, amamantando a sus cachorros, dándose entera para sus hijos. Y que éstos, en su arrogancia y vanidad, le chupan las últimas gotas de sangre hasta dejarla seca y muerta.
    A las ocho de la mañana, envueltos en un silencio ritual que presagiaba lo trascendente del paso que estaba por darse, los tíos se despojaron de la vestimenta prestada. Una a una fueron colocando sobre su cuerpo las piezas de tela, piel, metal, jade, plumas de su continente. Tomaron sus armas y escudos. Ambos sabían que del filo de la espada, de la punta de la lanza, de la fuerza del brazo y de la claridad de pensamiento, dependía el futuro de esa aventura llamada por unos la conquista, la invasión por los otros. Gregorio Bustamante observaba pensativo. Cada uno, a su manera, representaba la grandeza de esas razas que se encontraban en conflicto, enfrentados en un choque brutal. El abuelo, en la forma que entendía ese encuentro de dos culturas que se dio en 1524, mestizo él mismo al ser producto de la fusión violenta de los dos mundos, trataba de ver con ojos indios y españoles al mismo tiempo. Y eso no era posible. Gonzalo y Mekel necesitaban estar a solas por un momento para rogar a sus propias divinidades por el éxito de la empresa. Gregorio salió de la habitación y se dirigió al patio trasero donde Manuelita y Tormenta, ya buenos amigos, se encontraban. El caballo, como presintiendo lo que estaba por venir, perfectamente ensillado y con los arreos en su lugar, se movía nervioso en esa pequeña extensión de terreno. Manuelita, con el cabello suelto que flotaba en el aire como un estandarte, lo montaba. Niña y bestia le parecieron al abuelo la más hermosa estampa que hubiera contemplado en su vida. Era una lástima que las cosas tuvieran que ser así, pensaba, pero no había tiempo para más. No contaban con el equipo necesario y los medicamentos para inmunizar totalmente a los huéspedes e impedir que murieran a causa de los millones de virus que proliferaban en el ambiente. Para colocarlos en cuarentena, se haría necesario notificar a las autoridades de salud. La noticia correría como reguero de pólvora y terminarían por convertirlos en animales de laboratorio para experimentar con ellos, tal vez internados en las entrañas de algún renombrado instituto de investigaciones genéticas en los Estados Unidos o, en el mejor de los casos, mostrados en circos como sorprendentes criaturas de otro mundo. No iba a permitir que les ocurriera nada malo. Lamentaba, eso sí, no poder esperar a Juan José y Graciela que llegarían esa mañana de París, y hacerlos partícipes de la maravillosa experiencia que les estaba tocando vivir. Pero a la misma hora —la más propicia, según los cálculos— debía devolver a tíos y cabalgadura a su tiempo.
    —Tú y Manuelita, le dijo el abuelo a Elisa, encárguense de ir a recogerlos al aeropuerto. Todo saldrá bien, se los prometo. No se preocupen por ellos. O por mí.
    Cuando las dos mujeres se hubieron ido rumbo al aeropuerto internacional, después de una triste y emotiva despedida donde no menudearon lágrimas y promesas de volverse a ver, ellos se quedaron con un nudo en la garganta. El momento se acercaba inexorablemente. Unos pocos minutos antes de las diez, los cuatro —incluyendo al caballo— entraron al taller. Se sentían como los condenados que van hacia el patíbulo, envueltos en un ambiente pesado, cargado de amargura y esperanza a la vez. Gonzalo y Mekel, en un gesto que conmovió profundamente al abuelo, ofrecieron sus armas simultáneamente y en forma totalmente espontánea.
    —Abuelo hechicero del tiempo, le dijo Mekel. Esta es mi lanza, la extensión de mi brazo. No la estoy entregando al enemigo en una muestra desprovista de valor. La pongo en tus manos, gran abuelo, para que la conservés como un recuerdo de nuestra amistad y de mi profundo respeto.
    —Yo, venerable y sabio abuelo, os entrego mi acero para que lo agreguéis a vuestro escudo de armas y lo mostréis con orgullo. No se rinde la espada que os ha dado el rey, sino a alguien tan noble y poderoso como él mismo.
    —Gracias, hijos, balbuceó Gregorio Bustamante con los ojos húmedos por la emoción. Es la hora, agregó, a pesar suyo, tratando de controlarse.



Cuando Elisa y Manuelita volvieron del aeropuerto internacional con Juan José y Graciela, estaban preparados para lo peor. Sabían que cualquier falla, cualquier error de cálculo podría significar la pérdida del abuelo, tal vez para siempre. Aunque Juan José estaba al tanto de los experimentos y, en principio, iba a ser él quien intentara la primera teletransportación, le resultaba difícil imaginar el éxito de la misma. Por amor a su padre y porque estaba tan acostumbrado a la idea desde pequeño, se había dicho muchas veces que era posible. Pero en el fondo sabía que con un equipo tan rudimentario como el suyo, lograrlo a tan corto plazo era algo así como imaginar que un niño, con sólo desearlo, pudiera remontarse al cielo montando en su barrilete. Investigadores del mundo —un par de premios Nobel en Física y Biomecánica, inclusive—, trabajaban en modernos laboratorios, con el apoyo de fundaciones y gobiernos poderosos. En París, durante la convención de principio del siglo veintiuno a la que habían asistido con Graciela, el mismo Isaac Asimov en persona había expuesto su teoría y hablado de sus experimentos. Traía sus maletas llenas de información, folletos, libros sobre el tema, con el deseo de compartirlos con su padre. Pero ahora que su madre y Manuelita le hacían el recuento de esos últimos e increibles seis días, con la teletransportación de dos tíos y un brioso corcel andaluz de quinientos años, ya no sabía qué pensar. Esperaba poder llegar a tiempo y tomar así el lugar del abuelo.



Aquello parecía el desierto del Sahara envuelto en las turbulencias de una tormenta de arena. No se podía ver nada a un palmo de narices. No se escuchaba otro sonido que el del viento. Pero no, se dijo Gregorio, todavía aturdido por los ajustes de la descompresión a la que su organismo estaba expuesto. Trató de ver la hora, de leer en los instrumentos de su ecomachina las condiciones en las que se encontraba, pero no pudo. El zumbido persistía, metiéndose entre sus oídos, haciéndole doler el cerebro. Palpó entre sus cosas, tomó la lámpara de baterías y la encendió, dirigiéndola al fechador de su máquina. El ruido provenía de allí. Pudo distinguir unos números borrosos que titilaban y leyó “06.01.2000”. Extendió el brazo, apagando el interruptor. El sonido cesó. Casi no sentía su cuerpo de tanto que le dolía. En las articulaciones, en los músculos, inclusive en los huesos. Aspiró profundamente y trató de regularizar su respiración. Después de un momento, decidió que no podía quedarse allí todo el día y extendió el brazo para abrir la compuerta. Esta cedió suavemente. Debo sentirme así, pensó, porque he envejecido en el tiempo; pero también sabía por la experiencia anterior que eso se le pasaría en el transcurso de algunas horas. Con gran esfuerzo traspuso la puerta de su vehículo y se quedó apoyado sobre el mismo, tratando de distinguir algo entre esa especie de polvareda que parecía empezar a disiparse. El poderoso rayo de luz de la linterna rebataba contra el polvo. La próxima vez, se dijo, usaré una lámpara neblinera. Como a un metro de distancia empezó a distinguir algo. Sí. Era un cuerpo tendido sobre la tierra. Decidió esperar un instante antes de intentar algún movimiento. Parecía Mekel, pero no podía estar seguro. Las condiciones de visibilidad mejoraban. Ahora lo veía perfectamente. Nunca antes había contemplado tal majestad y galanura. Parecía un ave de esmeralda y grana, alcanzada por un rayo de luz de la mañana. Su rico plumaje verde, sus collares de jade, su bello calzado de piel de jaguar. No, no era Mekel. Parecía un principal, un noble. Empezaba a moverse, a incorporarse. De pronto giró y se le quedó viendo con esa mirada de sol y de montaña, de agua y fuego a la vez. Su pecho estaba ensangrentado. ¡No!, exclamó el abuelo. ¡No otra vez!



Cuenta la leyenda que el conquistador Alvarado arremetió con su caballo contra Tecún Umán, derribándolo. Cuando iba a rematarlo, Tecún mató al caballo, desmontando al español, que alcanzó a herirlo. Un ave que revoloteaba sobre sus cabezas, descendió, posándose en el sangrante pecho de Tecún, manchándose a su vez el suyo. Dicen que por eso el quetzal tiene el pecho rojo desde entonces. Después, ante la sorprendida mirada de todos, ave y cacique, convertidos en uno, se elevaron al cielo, desapareciendo en las alturas.
    No estoy afirmando nada. A mil años de distancia todo puede ser posible. Tal vez eso explique por qué la figura de Tecún es medio real, medio inventada. Si la teletransportación se dio en ese momento, haciéndolo desaparecer ante los ojos de quichés y españoles en 1524 y trayéndolo al año dos mil, eso podría explicar algunas cosas. ¿No es cierto?




T E R C E R A   Y   U L T I M A   V E R S I O N

Elisa, Manuelita, Juan José y Graciela estaban en el taller del abuelo. Estos últimos, todavía con las maletas en las manos, maravillados ante la presencia del corcel y los dos guerreros de hace quinientos años, Gregorio asomó por la portezuela de su máquina del tiempo, rascándose la cabeza con un gesto de qué le vamos a hacer.
    —Lo siento, dijo el abuelo. No pude lograrlo.
    —¿A qué te refieres, papá?, preguntaba Juan José. Es maravilloso lo que has hecho.
    —Algo falló. No sé cómo devolverlos a su tiempo.
    Manuelita estaba feliz, acariciando el testuz de Tormenta, diciéndole dulces palabras y tranquilizándolo por completo. Padres e hijos se abrazaban emocionados. Sólo Gonzalo y Mekel permanecían inmóviles, en el centro del cuarto.
    —Yo te ayudaré, papá, no te preocupes. Has dado un paso enorme. Lo que hay que hacer es nada, comparado con eso, lo animaba Juan José.
    —Y yo encontraré la forma de mantenerlos saludables, agregaba Elisa, abrazándolos y besándolos también.
Mekel y Gonzalo veían pasar todo como en un mal sueño. Los sonidos, las voces les llegaban lejanos, los movimientos les parecían más lentos de lo normal. Sentían náuseas y las piernas se resistían a sostenerlos.
    —Seremos una gran familia, rebozaba felicidad Manuelita.
    —Esto hay que celebrarlo, proponía Juan José.
    Mekel, aunque seguía sin comprender las palabras, sabía que las cosas estaban muy mal. Pensaba en sus valles y montañas, en los bosques y manantiales, en su mujer y sus hijos. ¿Qué iba a ser de ellos sin su brazo fuerte? ¿Sucumbirían frente al invasor? Y miraba los ojos de Gonzalo que se abrían de par en par en un gesto de desesperación. Miraba al abuelo hechicero y su expresión de pena, contrastando con el júbilo de su familia. Sabía que podía confiar en ellos, pero le preocupaba morir lejos de su tierra, de su gente, de su tiempo. Debía posponer una vez más el enfrentamiento con ese hombre del otro lado del mar, soldado de Tonatiuh —hijo del sol—, como lo llamaban al capitán Pedro de Alvarado. Allí eran iguales. Dos hombres atrapados en el más horrible encantamiento que ni el propio brujo con su gran poder era capaz de romper.
    Para Gonzalo, esos seis últimos días habían sido los más terribles de su vida. Se le ordenó tomar la ciudad de Utatlán, y en vez de eso era virtualmente prisionero de ese poderoso anciano y sus simpáticos aprendices de brujo. Al igual que Mekel, no le gustaba nada este mundo lleno de ruido, de máquinas, de abominables costumbres. ¿A qué había venido a las Indias Occidentales sino para hacer más grande la gloria de la España, para que no se pusiera el sol en sus dominios? Lo que miraba a su alrededor no era nada parecido al mundo nuevo que esperaban forjar a sangre y fuego. Por lo que el abuelo hechicero les había dicho, la conquista se dio, sometiendo a los indios bajo el imperio de la corona. Eso era algo que no se podía cambiar aunque el anciano trajera al mismísimo soberano a este lugar y le explicara esto y aquello que él apenas entendía sobre conservación, contaminación, depredación, deforestación y todas esas palabras que apenas empezaba a conocer. Los propósitos del hechicero parecían buenos, pensaba, mirando a Gregorio que derramaba lágrimas junto con los suyos. Pero si él no los podía devolver a su época, ¿cómo iba a cambiar el destino del globo? En cuanto a Mekel, no olvidaba la cuenta pendiente por saldar. Seguían siendo enemigos, entre un mundo y el otro. Aquí, las reglas les impedían un enfrentamiento; pero allá, bajo los cálidos rayos del sol del trópico que se prodigaban a la tierra, otra cosa tendría que ser. Todos eran un juguete en manos del destino. Mientras tanto, no había más remedio que esperar. Estaban a casi quinientos años de distancia. ¿Qué más daba otro día?
    Gregorio Bustamante adquiría dimensiones de gigante para su hijo. Juan José no estaba preparado, aunque él así lo había pensado siempre, para ese enorme paso. Besaba las manos de su padre, su frente. Su cabello y corta barba blancos, enmarcaban un rostro que desbordaba nobleza y bondad. Amaba a su padre. Lo respetaba. Estaba de acuerdo con él en la mayoría de las cosas, pero no compartía su optimismo. De la manera como él miraba los acontecimientos, no había nada por hacer. Durante la Cumbre del Siglo en París a la que habían asistido como invitados con Graciela, muchas veces se alzaron las voces para decir que el deterioro acelerado de las condiciones del planeta los llevaría a la extinción de la humanidad en menos tiempo de lo que canta un gallo. Sin embargo, comprendía que no se podían quedar con los brazos cruzados, esperando el momento en que el aire ya no fuera respirable, que el agua no alcanzara para saciar la sed de la población mundial, que los alimentos escasearan a causa de la aridez de la tierra. Con el año dos mil, empezaba, según la mayoría de los expertos, el fin de la esperanza.
    El anciano inventor y científico miró a su alrededor. Toda su vida podría resumirse en un instante, con el sólo inventario de sus cosas. Un museo completo no podría dar cabida a sus innumerables inventos, la mayoría de ellos perdidos por la codicia de los comerciantes y su red de espionaje. Sin embargo, no abrigaba en su corazón sentimiento alguno de odio o frustración. Había vivido la vida lo mejor que pudo. Tenía una hermosa familia. Tenía, además, la responsabilidad de velar porque esos tíos de quinientos años, durante el tiempo que se vieran obligados a permanecer a su lado, tuvieran una vida digna, llena de respeto, como debiera ser la de todos y cada uno de los miembros de esta gran familia humana. Lo único que en realidad tenemos en este mundo junto con la maravillosa naturaleza, que lo da todo exigiendo tan poco a cambio.




E P I L O G O

Toda historia tiene un final. En la historia, toda civilización ha tenido su época de grandeza y de decadencia. Los bienes de la tierra han sido dados por la naturaleza. Los males por el hombre. Porque no ha sabido vivir armónicamente con el universo.
    No le he contado una historia que desconozca. Tal vez, simplemente, usted la haya olvidado. Este es un recordatorio. Quedará depositado en la base de uno de estos templos mayas en ruinas. Servirá para que el futuro, si es que todavía hay alguno, aprenda de los errores del pasado.
    Mi provisión de oxígeno está por terminarse. Los rayos del sol, penetrando libremente sin el escudo protector del ozono que todavía existía hace pocos siglos, bombardean peligrosamente,produciendo horribles quemaduras y la muerte. De cualquier manera, no hay mucho por hacer ya. Definitivamente, se nos acabó el tiempo.