Con cada gota de sangre de la herida  (novela)
Con cada gota de sangre de la herida  (novela)
Universidad Tecnológica de Panamá,
Panamá, 1997 (primera edición)
Editora Tercer Milenio, Guatemala, 2006 (segunda edición)

Texto íntegro a continuación


(Texto en contraportada)
Con cada gota de sangre de la herida, es la ganadora de la primera edición del Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán 1996, patrocinado por la Universidad Tecnológica de Panamá.
La novela nos presenta un mundo complejo y muy rico, que abarca una vasta gama de las relaciones humanas en los diferentes contextos centroamericanos, y a la vez universales. Lo logra con el dominio pleno de todos los recursos narrativos de la nueva novelística hispanoamericana. Los sucesos dramáticos ocurren mientras perduran en el ambiente, inmutables, los tabúes de nuestras diferentes instituciones, tales como la familia, el ejército y la iglesia.
Manuel Corleto (Guatemala, 1944), demuestra un gran dominio del género novelístico y su obra refleja lo mejor de la literatura centroamericana y universal. Maestro de Arte Especializado en Teatro, ha sido declarado Maestre de Teatro por los Juegos Florales Centroamericanos de Quetzaltenango, Orden en el Grado Miguel Angel Asturias de la Universidad Popular y Gran Creador Guatemalteco del Siglo XX por el Agora. Es autor de la Modalidad de Teatro Continuo, que está diseñada para presentarse en escenarios natutrales, aprovechando el entorno y permitiendo que el espectador, en vez de permanecer sentado a la manera tradicional, circule entre las cinco o seis escenas que se repiten varias veces (ciclos continuos), en un recorrido prefijado.
Además de la mayoría de sus piezas de teatro, ha publicado Bajo la fuente, Premio Froylán Turcios de Novela 1985, Se acabó el tiempo, Premio Guatemalteco de Novela 1991, A fuerza de llorar tanto, Premio Guatemalteco de Novela 1993. Y Malasuerte murió en Pavón, narración biográfica escrita por encargo.
Es columnista de un periódico en Guatemala, director de teatro y televisión, diseñador e ilustrador de libros, maestro de Karate-Do, pintor y fundador de Lectores Anónimos, Club Adictos al Libro.


Premio Centroamericano de Literatura
Rogelio Sinán 1996


© 1997: Manuel Corleto

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Con cada gota de sangre de la herida
Manuel Corleto


P R I M E R A   P A R T E

U N O

LAS ULTIMAS NOTAS DE Reflets dans l'eau vibran y van muriendo en la amplia sala de espesos cortinajes y mullidas alfombras. El padre Damián ha quedado con las manos ligeramente arqueadas a pocos centímetros de las teclas, inmóviles, como un par de palomas que interrumpen de pronto su vuelo, como gigantescas alas de mariposa que aprovecha un soplo de aire. Enseguida se van crispando y toman la apariencia de garras de águila en pos de una presa. Finalmente se cierran con violencia y los puños caen sobre el teclado produciendo una terrible disonancia y ahogando el estertóreo grito del sacerdote. Este cierra los ojos que instantes antes estaban blancos y próximos a salirse de sus órbitas. La boca babeante también se cierra y las venas y arterias de su cuello, casi a punto de explotar por la tensión, vuelven paulatinamente a la normalidad. El padre continúa inmóvil, tratando de restaurar el ritmo normal de la respiración. La señorita Schlesinger Carrera hace un par de últimos fuertes movimientos en el pene del padre Damián y retira la mano lentamente mientras el padre saca rápidamente un pañuelo y empieza a limpiar, con la misma gravedad y continente que cuando se prepara para la elevación,  el semen de la pulida madera del instrumento, de las teclas de marfil del piano de cola. Ella se pone de pie justo en el momento en que la criada entra y le dice que la buscan señorita Márgara. La anciana señorita pregunta que quién es. La criada le responde que es de parte de la señora de Barahona. Ella responde que está bueno que esperen afuera hasta que se les avise.
    Olivia Solís de Barahona pasa el peine por su cabello. La imagen en el espejo le dice que está muy disparejo, con las puntas quemadas por la última permanente, pero todavía con ese mechón de canas al frente que desde muy joven fue su sello de distinción. ¡Qué de pasiones provocaba la bella Olivia en su juventud! Si hasta el presidente Ubico le había rogado que se sentara a su lado durante la Feria de Independencia ante las miradas de envidia y celos de las hermosas del lugar. Los pretendientes hacían romería a esa casona del barrio de Santo Domingo, pero ella parecía no encontrar al hombre de sus sueños entre los intelectuales, militares y cadetes que solían frecuentar la residencia del coronel Benemérito Solís, jefe militar de la Guardia de Honor y consejero del presidente. El peine se queda trabado y ella tira con fuerza hasta hacer doler el cuero cabelludo. Una mueca deja al descubierto la descuidada dentadura donde faltan piezas. Aprieta los labios en un rictus de amargura y desesperación. Dos pequeñas niñas pasan correteando por el lugar topeteándose con ella y enredándose en sus faldas y piernas en un intento por escapar la una de la otra. Ella les dice que se estén quietas pero las niñas parecen no escuchar nada y salen con el mismo ímpetu. Olivia llama a Güili. Le dice hijo mirá que ya nos tenemos que ir así que poné un poco de orden entre tus hermanas. Güili asoma la cabeza y le dice yo ya estoy listo mama. Ahorita voy exclama ella y se enfrenta de nuevo en el espejo para aplicarse un poco de carmín en los labios y de rubor en las mejillas. Olivia y sus tres hijos enfilan hacia la doce calle. El trayecto es relativamente largo a pie, pasando por la Aduana, el Correo, doblando hacia el  Parque Central  y  tomando la once calle hasta llegar al Restaurante El Patio.  A esa hora el sol está pegando fuerte y los tres niños se resienten por la caminata. Pili quiere hacer pipí. A Neli se le antojó un helado. Güili se detiene un rato frente a la vitrina del Almacén Mi Amigo donde exhiben las últimas novedades en modelos de aviones para armar, planeadores y trenes eléctricos entre otras maravillas de juguetes. Olivia, igualmente desesperada, pide permiso en una cafetería para que la niña entre al baño, pero la empleada se lo niega pretextando que no tiene la llave. Entre dos autos, a la orilla de la banqueta, la niña se baja los calzones, se encuclilla y orina con alivio. Olivia busca en su monedero pero no tiene suficiente dinero para el helado de Neli o, más bien, podría comprarle a ella un helado pero quedarse todos sin el pan de la noche. Güili sigue soñando con aviones y trenes cuando llegan a los muros de una casa inmensa con altas ventanas enrejadas y una sólida puerta de madera en donde se detienen. Olivia, conforme van acercándose al lugar, percibe la música. Debussy piensa. Reflejos sobre el agua. En su casa tenía un piano vertical con candelabros de plata y rojas velas para navidad. Nunca faltaba entre los invitados alguien que se sentara frente al teclado. Debussy era uno de sus preferidos. También Chopin. Ella misma recibió algunas lecciones, sabía tocar, pero eso le parecía a un millón de años de distancia. Las últimas notas y el silencio del final de la interpretación la devuelven a la realidad. Llama a la puerta golpeando con un pesado tocador de bronce que tiene las figura de un león agazapado con las fauces abiertas y mostrando los agudos y amenazantes colmillos.
    —Gracias señorita dice el sacerdote apretando entre sus manos un abultado sobre que la anciana le acaba de entregar.
    —Gracias a usted padre Damián su interpretación de Debussy fue sencillamente maravillosa la música nos acerca más a dios.
    —Sin lugar a dudas señorita Schlesinger la generosidad es el otro camino hacia la salvación del alma.
    —Mi hermana y yo somos devotas como nunca nos casamos ni tenemos hijos por quienes velar la iglesia es al mismo tiempo nuestra madre y nuestra hija.
    —Colmadas sean de bendiciones a propósito ¿por qué no he visto hoy a la amable señorita Lucía?
    —Achaques de la vejez padre nada grave pero me pidió que le dijera que la próxima vez estará encantada de poder tocar con usted algo de Mozart.
    El padre se turba con la doble intención que sabe hay en las palabras de la anciana señorita y recuerda que entre las dos la otra es la más ¿cómo expresarlo? la más virtuosa. Siente un calor en sus genitales y piensa perdóname señor pero si este es el camino que debo recorrer para llegar a ti, si es tu voluntad ¿qué puede hacer un simple pecador como yo? Culpa del piano se dijo. Culpa de mi amor por los grandes maestros de la música. En el seminario era el encargado de tocar el órgano en los servicios pero cuando empezó a convertirse en un placer supo que algo andaba mal. Pero no tan mal como la primera vez que había llegado a la casa de las señoritas Schlesinger Carrera dos años atrás, recién ordenado sacerdote, a petición del padre rector, para afinar ese espléndido piano de cola Steinway. De entrada le extrañó porque el piano sonaba bien, no necesitaba ser afinado. Pero las señoritas insistieron tanto que había tenido que meterse en las entrañas del instrumento y hacer como que usaba la clavija. Las señoritas no cabían de la felicidad y le obsequiaron galletas, chocolates, un vinito. El padre rector estaba encantado con la limosna que las señoritas habían dado para la parroquia esa vez y le dijo que aceptara la invitación que tan amables y bondadosas señoritas le hacían a tomar café.
    La criada le dijo que esperara porque la señorita Márgara estaba ocupada y la señorita Lucía estaba indispuesta y en vez de invitarlos a entrar les cerró la pesada puerta en las narices. Minutos después la puerta se abrió de nuevo para dar paso a un sacerdote que cruzó rápido entre ellos apretando fuertemente un sobre contra el pecho y sin levantar siquiera la cabeza. La criada les dijo que la señorita los iba a recibir. Siguieron a la mujer de rasgos marcadamente indígenas por un amplio zaguán y desembocaron en una salita con muebles de mimbre y muchas plantas y una vidriera de colores que los separaba del jardín. La frescura del ambiente los hizo tomar un respiro mientras la criada les decía ahorita voy a avisarle a la señorita y se iba sin invitarlos siquiera a sentarse. Los niños estaban maravillados. El corredor que rompía en una escuadra perfecta se perdía en la profundidad de esa mansión. En el centro del jardín una fuente con fresca y burbujeante agua les hizo recordar que estaban deshidratados y tenían sed. Quiero agua dijo Pili. Ya no aguanto las ganas de hacer pipí dijo Neli. Güili no dijo nada porque la sola visión de esa exuberancia vegetal, el sonido de los cantos de los pájaros, la ¡pegó un grito! de entre las hojas de burro asomaba una gran cabeza de perro con los dientes pelados y gruñendo amenazadoramente. ¡Vaya para adentro Nerón! le ordenó la señorita Márgara y el can se fue sin chistar. Los Barahona se sentían cohibidos frente a la presencia de esa anciana ¿setenta años? que apoyada en su bastón los miraba con ojos fríos y distantes.
    —Buenas tardes señorita Sh-lesinjer dijo Olivia.
    —Schlesinger corrigió la señorita ¿me trae lo de la renta atrasada?
    —De eso quería hablarle señorita yo
    —¿No la trae?
    —Pues yo
    —Mama me orino dijo Neli en un susurro.
    —Mire que ya son dos meses de atraso doña Olivia ¿no creerá que soy beneficencia?
    —Mama quiero agua dijo Pili quedito.
    —Le pido una
    —Ni una palabra señora ni se hubiera tomado la molestia en venir.
    —Mama ya me orino dice Neli.
    —Mama tengo sed dice Pili.
    —Allí está otra vez el chucho mama dice Güili.
    —Estoy esperando que me llegue un dinerito trata de explicar Olivia.
    —Lo siento pasará al departamento jurídico será mejor que desocupe lo más pronto posible enseñales la salida Rigoberta buenas tardes concluye la señorita Schlesinger.
    Neli se quedó quietecita y mirando hacia el techo. Unas gotitas primero y luego un chorrito cayó de entre sus piernas abiertas hasta la misma alfombra persa donde estaba parada. La señorita Márgara casi se desmaya de la impresión. Olivia ensaya una disculpa que no acaba por salir. Pili ríe divertida jaloneando del brazo a Güili que no le quita los ojos de encima al perro. Los Barahona salen más corriendo que andando precedidos por la india Rigoberta que en el fondo está que no cabe del júbilo de casi ver caer muerta a su detestada patrona.
    En la intimidad de su habitación, el padre Damián es presa de horribles tormentos despierto y en sueños. La primera vez volvió horrorizado de la casa de las señoritas Schlesinger Carrera y se confesó con el padre rector. Este, que a través del sagrado secreto había escuchado las cosas más abominables y abyectas, no pudo evitar un escalofrío cuando el padre Damián le describió el acto de la carne al que había sido inducido por esas dos ancianas solteronas. Se sentía culpable porque él mismo le había pedido que acudiera al llamado de esas devotas que, aparentemente, no tenían otro interés que servir a la santa madre iglesia y compartir las bendiciones que habían recibido en su vida. ¡Pero esto! Le había impuesto una severa penitencia a pan y agua y en permanente oración y tormento. Le había prohibido poner un pie en esa casa de pecado. La limosna, le había dicho, es un acto de fe y no un comercio infame.  La dádiva era amor y no mercancía. El cuerpo un templo y no una casa de empeño. El padre Damián se flagelaba, permanecía en vigilia de rodillas día y noche, oraba hasta la extenuación pero las lascivas manos y desdentadas bocas de ese par de viejas —mamadoras y masturbadoras, ahora lo sabía— volvían a recrear vívidamente esas sensaciones que únicamente había vislumbrado en su pubertad. Las tentaciones, por supuesto, se presentaron en diferentes formas y vestiduras a lo largo de su existencia. De niño solía jugar con sus amigos juegos de puntería y distancia mientras orinaban, habían celebrado juntos las primeras erecciones e, inclusive, se habían acariciado mutuamente y casi llegado al remedo de un acto sexual una vez, copiado de fotos pornográficas que subrepticiamente pasaban de mano en mano en el colegio o en los servicios sanitarios durante las matinales de los cines en el intermedio de tandas dobles. Pero eso, en el decir de las gentes que se supone sabían de estas cosas, era un paso normal, una curiosidad natural, un jugueteo que se daba frecuentemente en el despertar de la sensualidad. Ya en el seminario, había resistido los embates de jóvenes y señoras maduras, con provocaciones de palabras y hechos, pero había salido incólume mediante la invocación de los fuegos infernales. Hasta que se había topado con esas viejas que de ninguna manera parecían temer a la condenación de los avernos. Y lo más terrible de todo era que esas ancianas que podrían ser sus abuelas habían penetrado en su mente, en sus miedos, en sus debilidades. Sabían que amaba la música, conocían su afición por el vino. ¿Cómo no envolverlo en esas vibrantes notas de los grandes Chopin, Liszt, Mozart, Debussy? ¿Cómo no embriagarlo con esos vinos añejos y exquisitos Cabernet Sauvignon 1931, Bordeaux 1936? ¡Debilidad de la carne!, quería arrancarla en tiras de su cuerpo, castrarse, mutilarse por completo. ¡Debilidad del espíritu!, quería morir. ¡Pecado mortal!, se decía con desesperación. ¿Qué importaba la vida si ya estaba condenado para toda la eternidad?
    Desde que conocieran al padre Damián, las señoritas Schlesinger Carrera parecían haber rejuvenecido. La Rigoberta las miraba caminar de un lado a otro supervisando las viandas y los vinos, ordenando la reubicación del largo piano de cola y los sillones, acicalándose cuidadosamente. Lo mismo había ocurrido antes con dos o tres sacerdotes que las frecuentaban. Un hombre muy vital había sido el primero, con cuerpo de deportista, español para más señas, con una voz de tenor capaz de conmover a los mismísimos ángeles. Las señoritas lo acompañaban al piano y el padre cantaba como si en ello le fuera la vida y la salvación eterna. El otro ni tocaba el piano ni cantaba sino leía a los clásicos y declamaba en un bajo profundo y enternecedor. El anterior al padre Damián, el padre Julio, era blanco, delgado, de aspecto frágil y enfermizo y con un pene alargado y curvo. Sus gruesos lentes de culo de botella se le empañaban constantemente y recurría a la sotana para limpiarlos con movimientos rápidos y nerviosos. El padre Julio era un tanto diferente a los anteriores porque su interés no se cifraba en la música o en la literatura o en el vino. Su pasión era un tanto más mundana y materialista. Amaba el dinero. Y más que el propio dinero las joyas, los autos, los hoteles, los aeropuertos y las estaciones. Durante ese período las señoritas y su consejero espiritual dieron la vuelta al mundo en más de ochenta días y sus noches. Y durante su estancia en Guatemala, un ocho cilindros automático Impala se veía aparcado por las tardes en la once calle y cuarta avenida de la zona uno. Y el miope y codicioso sacerdote poseía una cajilla de seguridad en el banco, donde guardaba celosamente los tesoros que iba acumulando. Pero como todo en la vida es pasajero y provisional, el primer sacerdote había sido enviado a una misión en el Congo, el segundo nombrado Obispo de los Altos y el tercero, intempestivamente, había colgado los hábitos, se había casado con una anciana francesa que le fuera presentada en uno de sus viajes y, según crónicas del jet-set internacional vivía como rey en Luxemburgo.
    Conocieron al padre Damián en las pascuas, durante la procesión del Santo Señor Sepultado  y  de  la  Virgen  de  Todos los Dolores de la que eran fieles devotas. (Los brillantes y rubíes del resplandor y del puñal que atravesaba el doliente corazón de la Virgen, así como el manto de terciopelo negro bordado con hilos de oro, habían sido obsequiados por las bondadosas señoritas Schlesinger Carrera; y las espléndidas limosnas y su rancia membresía en la Hermandad de la Dolorosa les aseguraba el primer turno de salida del templo para cargar). Entonces lo escucharon. Lo vieron, más bien, porque hacía rato que el joven sacerdote interpretaba a Bach en el órgano de Santo Domingo. Lucía había dado un codazo a Márgara —y se lo podía permitir porque era la mayor— y ambas estuvieron de acuerdo en que la cuaresma llegaba a su fin con el Sábado de Gloria y el Domingo de Resurrección. El pretexto de la afinación del piano les sirvió para tomarle la medida, para observar sus reacciones, para percibir el olor a macho. Su dinero lo compraba todo, se decían, y si algo les sobraba era eso. Dueñas de una fortuna que había ido creciendo de generación en generación, de los Aycinena a los Arzú a los Molina hasta llegar a ese inmigrante judío alemán que había sido su abuelo y que por un azar del destino desembarcara en un puerto centroamericano y no en Nueva York —como aparentemente era su intención— para unir su patrimonio con una de las más encopetadas familias del lugar. Dueñas de fincas, casas, negocios de diversa índole, con una educación a la francesa y a la española, con sus más pequeños y grandes caprichos satisfechos, nadie se explicaba por qué siendo ricas y hermosas, con sensibilidad y talento para el arte —una de ellas con estudios superiores en el Conservatorio de París y la otra de pintura en Berlín y Madrid—, no se habían casado jamás. Nacionales y extranjeros, nobles y plebeyos, ricos y pobres se topaban con la misma negativa, ese espeso muro de misterio que envolvía a las hermanas y que parecía impenetrable. Provocaban las más encontradas pasiones, pero ellas ponían tierra de por medio, moviéndose constantemente de una ciudad a otra, de Guatemala a Nueva York, a Londres, a Lisboa, a Roma. Desde muy jóvenes fueron  devotas  de  la Virgen del Rosario,  dándose a ella en cuerpo y alma.  Los superiores veían con muy buenos ojos esas manifestaciones de fe acompañadas de significativas limosnas para la parroquia. En esa época contarían con unos treinta años de edad y, según opinión generalizada, en serio peligro de quedarse para vestir santos si no había quien le pusiera el cascabel al gato. A las gatas. Los galanes, aprovechando su infaltable presencia en la misa de gallo, en la novena de la Virgen, en el mes del Rosario, se daban cita en las amplias naves de la iglesia para probar fortuna. Pero ellas resistían los embates sin siquiera parpadear, teniendo únicamente ojos para el padre Juan. El padre Juan ya había notado las atenciones que las damas le prodigaban y así lo había comunicado a sus superiores. Estos le decían que el mundo es mundo, y el diablo, diablo; pero que dios seguía siendo el rector y si dios había dispuesto usarlo como instrumento, ponerlo a prueba, era su santa voluntad. El padre Juan no comprendía del todo las palabras del padre Rector. A solas, en su celda, no podía apartar de su mente la imagen de esas mujeres que parecían estar prendidas de cada uno de sus movimientos en el altar mientras oficiaba la santa misa, en el púlpito mientras decía el sermón, en el confesionario cuando, una detrás de la otra, le susurraban faltas y pecados que para él eran veniales pero que a ellas parecían quitarles el sueño y el descanso. Le rogaron, le suplicaron que llegara a su casa, que necesitaban esa fortaleza espiritual, ese apoyo para no caer en las tentaciones mundanas que las acicateaban. Al padre Superior le pareció razonable cuando fue consultado, especialmente porque la petición iba acompañada de la promesa de hacerse cargo de todos los gastos de restauración y mantenimiento del templo. ¡Y sabía dios que los necesitaban con urgencia! El padre Juan se convirtió en un asiduo visitante de las hermanitas Schlesinger Carrera. Desde entonces, su conducta cambió ante los ojos de feligreses y superiores. Parecía siempre triste, distante, esquivo. El padre Rector empezó a preocuparse, pero ni siquiera en el santo secreto pudo obtener la confesión. Una mañana, el sacristán  lo  tenía  todo  preparado  para la misa de gallo.  Extrañado por el atraso del padre fue a buscarlo a su habitación. Lo encontró vestido para el santo sacrificio de la misa, recostado en la cama, sin zapatos, con los ojos abiertos y sin el menor signo de vida en ellos.
    Olivia estaba atormentada. Se tronaba los dedos sin encontrar una solución a su problema de dinero. Decidió recurrir a la única persona que podría sacarla del apuro pero la última en su lista de afectos. El oblicuo sol de la tarde pegaba fuerte. Con Pili en brazos, Neli prendida a su falda y Güili fuertemente tomado de su mano se dirigió hacia el lugar donde había nacido y crecido. La casa de su padre se veía un tanto deteriorada por el descuido y el tiempo. Las paredes descascarándose y en algunas partes se mostraban sus entrañas de adobe, ladrillo y piedra. Pili se había terminado por dormir y Neli estaba roja y sin aliento, con la lívida mano apretada al vestido de su madre. Güili se detenía unos pasos atrás para quitarse por cuarta vez el zapato y colocar de nuevo el pedazo de cartón sobre la cabeza de los rústicos clavos que se le ensartaban en el talón. Allí estaba la casona de la niñez y juventud tan llena de flores y de música y de gente. Ahora le parecía menos grande que entonces y más triste. No sentía el brazo, totalmente entumecido por el peso de la niña, y sudaba copiosamente cuando llamó al portón. Un momento después, pase, niña, le dijo solícita la Juana abriendo de par en par y tomando entre sus brazos a la pequeña Pili que protestó, se desperezó un poco y siguió durmiendo en el cálido regazo de la vieja indígena. Su papá, el coronel, está un poco enfermo, le dijo mientras cruzaban el zaguán y llegaban al amplio corredor. Pase, niña, está en su cuarto; yo me hago cargo de los patojos y se alejó seguida por Neli, siendo tragadas las tres por la puerta que dividía el primero del segundo patio. Güili prefirió quedarse con ella. Sentía una oculta admiración por su abuelo y no desaprovechaba la oportunidad de ver las medallas, estandartes, sables y demás parafernalia que no puede faltar en la casa de un militar de carrera. Olivia tocó con timidez. Del otro lado una todavía tronante voz dijo  adelante.  Empujó  la  entornada  puerta  y  entraron.  Tardaron un poco en acostumbrarse a la semi oscuridad y al fuerte olor a alcanfor, medicina, orín y humedad que les dio la bienvenida. El coronel Solís estaba sentado en un sillón, a la par de la cama, con un diario entre las manos, alumbrándose con la mortecina luz de una lámpara sobre la mesa de noche. Soy yo, papá, dijo por todo saludo Olivia. El coronel pareció no sorprenderse. Se hubiera dicho más bien que estaba esperando su visita. Aquí está Güili. La Juana se llevó a las niñas adentro. Siempre le ocurría con su padre. No había conversación, no había intercambio de saludos y cortesías; era más bien un monólogo errático y difícil de enhebrar. La única vez que lo escuchó dar de voces y argumentar fue cuando le comunicó que quería casarse. ¡Con ese pelagatos bueno para nada!, le había replicado. Pero lo quiero, papá. No se trata de amor, Olivia. Un matrimonio es algo sólido para toda la vida. Puede arruinártela. Y la de tus hijos. Blablablá. Quiero su autorización, papá. No voy a permitirlo. Es tarde para eso. ¿Cómo? Güili venía en camino. Le dijo que podía mandarla discretamente a El Salvador, con su hermana, su tía Amelia. Que tuviera allí a su hijo. Le echó en cara su liviandad, que si su madre viviera se volvería a morir de la vergüenza. Pero ella no cedió. Estaba decidida a enfrentarlo todo, a su padre inclusive. El coronel Solís nunca había golpeado a su hija y no iba a hacerlo esta vez, así que sentenció ¡si te casas con ese hombre en contra de mi voluntad, no cuentes con mi apoyo! y dio una media vuelta perfecta y salió de la habitación. El sonido de sus botas contra el piso del corredor todavía vibraba en los oídos de Olivia. Y ahora que lo miraba sentado en su viejo sillón preferido, con una raída bata y gastadas pantuflas, sentía pena por él. Con el mismo bigote de guías largas pero completamente cano, la calva reluciente, los profundos surcos en el rostro. Tenía razón, papá, no hice la mejor elección, fui capaz de seguirlo de pueblo en pueblo, soportando incomodidades, falta de agua, climas malignos, me hubiera ido al fin del mundo con él si me lo hubiera pedido, pero, bueno, había otra mujer, otras, usted lo sabe, nos abandonó,  le hubiera gustado decirle a su padre, pero no pudo, como tampoco pudo ir hacia él y abrazarlo y recostar la cabeza sobre su pecho como cuando era niña. ¿Qué se te ofrece?, le preguntó. Nada, quería verlo, mintió, saber cómo estaba. El anciano entrecerró los ojillos y llamó a Güili. Le señaló un gran ropero y le pidió que abriera la gaveta de la izquierda, abajo. El niño obedeció presuroso. Puedes tomar de allí lo que necesites, le dijo el coronel a su hija. Güili tenía los ojos cuadrados por la sorpresa. No tanto por los billetes de diferente denominación que había, colones, lempiras, quetzales; sino por el reluciente .38 de cañon largo que descansaba sobre ellos. Olivia, sin prestar siquiera atención al arma, tomó unos cuantos. No necesito mucho, se disculpó, gracias, y salió rápida arrastrando a Güili de la mano, embargada por la emoción y la vergüenza.
    —El padre Superior me pidió que les agradeciera su donativo son ustedes muy generosas señoritas dice el padre Damián mientras se acomoda en el mullido sillón entre las damas.
    —El placer de su presencia es suficiente padre nos reconforta dice Márgara.
    —A nuestra edad las tardes son muy largas y vacías dice Lucía ¿un vino padrecito?
    El padre Damián, en la soledad de su habitación, sentado en el borde de su cama, permanece en actitud de plegaria. Sus manos tiemblan fuera de control y sus labios y ojos se abren y cierran con desesperación, haciéndolo parecer un muñeco de ventrílocuo. Y en cierto modo, incapaz de gobernar su mente y sus emociones, se sabe manejado por esa voluntad que no es la suya, porque la suya no es perderse en la condenación del pecado. Balbucea, un gemido sale no de su garganta sino del fondo de su vientre, de sus genitales doloridos, con la aún vívida sensación de dedos, uñas, dientes, saliva, semen. ¿Qué había apasado, dios mío? ¿Dónde empezaba la pesadilla y dónde terminaba la realidad? ¿Qué había hecho él para perderse de ese modo? La sirvienta indígena trae una bandeja y las señoritas celebran el descorche de la botella y una de ellas,  Lucía,  interpreta a Beethoven al piano es para usted,  padre y la otra,  Márgara,  le dice al oído debo confesarle algo, padrecito, mi hermana y yo le tenemos reservada una sorpresa y está delicioso el vino ¿gusta un chocolate con ron? y los acordes y el vino y la petición de que toque algo la Fuga en Re Menor de Bach me encanta, le dice Márgara y ya está frente al piano a la par de Lucía compartiendo la banqueta y Márgara de pie a su lado y las manos que se desplazan ágilmente por el teclado y la mano de una de ellas ¿Lucía? sobre su muslo y Márgara que ha desaparecido de su campo de visión y esa extraña sensación que se dice debe ser el vino pero qué raro y la mano en el muslo y algo debajo del piano que mueve su sotana debe ser el perro pastor alemán que vio hace un rato y un ahogo y la mano en el muslo que se desliza hacia arriba y otra mano —no puede ser el perro sino— la otra hermana ¿Márgara? que está en cuatro patas como una perra y que le sube la sotana y sus manos moviéndose sobre el teclado y una mano ya acariciando su pene y la mano separando sus muslos y la vieja diciéndole al oído toque, siga tocando padrecito por el amor de dios y la otra vieja acomodando la cabeza entre sus piernas y el chofer que le ayuda a sentarse en el sillón trasero del lujoso automóvil americano ocho cilindros en vé y la por fin soledad de su cuarto y esa sensación de opresión en los testículos y ese asco dios mío



D O S

ALLI ESTABA ESE ESPACIO otra vez. El mismo espacio abierto donde se desplomara con fuerte dolor en el pecho y le dijeron infarto y él se había quedado de una pieza porque su corazón era una roca y nada de cigarros ni traguitos y una vida tranquila si no quería quedarse en una de esas como le había pasado al bueno de Rufino años atrás aunque allí se trataba de gordura y no era su caso. ¿Qué le vamos a hacer si es el gusanito? Y ya no fumaba ni bebía y tampoco hacía el amor porque de sólo pensar en estirar la pata en el momento del clímax ni se le paraba. ¿Cuánto hacía de eso? Octubre del año pasado. Veintitres meses. Pero dejar lo que más le gustaba era otra cosa. Solía recorrer el espacio palmo a palmo. En un principio fumaba a escondidas, se echaba unos traguitos de cognac y comía semillas de cardamomo para refrescar el aliento. Lo otro se presentó de manera espontánea. No pudo. Por más que lo intentó y ella se portó a la altura de las circunstancias pero ni así. Caminar es bueno y por supuesto no tendría que privarse del sexo. Caminaba. Al principio no le quiso dar importancia porque a su edad ya no se tenía el vigor de los veinte años. Le gustaba recorrerlo palmo a palmo con la confianza que da adentrarse en barrios conocidos a cualquier hora del día o de la noche, con lluvia, viento, frío o calor. Eso está en la mente le decían y le aconsejaban infinidad  de  tratamientos  y  le  recetaban  menjurjes,  pociones, agüitas, la medicina natural no falla. Al año se enteró que ella tenía un amante ¿podía culparla? Se había atrevido a pedirle que le permitieran ver si así tal vez se animaba un poco y podía pero ella se negó y punto. Además que qué se creía que ella era puta o degenerada o exhibicionista o qué y no se habló más del asunto. El espacio era abierto y cerrado, grande y pequeño, íntimo y monumental a la vez. No tenía límites. Podría caber en la cabeza de un alfiler de esos que los artistas de la miniatura convierten en marinas, paisajes, retratos, bodegones. Pero también lo contrario. A los cincuenta años todavía no se es tan viejo se decía para darse ánimo pero la vida le estaba negando sus ilimitadas posibilidades sensoriales y sensuales. Al carajo todo y si se tiene que morir uno qué importa que sea hoy o mañana. Mejor si no es ayer.
    —El hombre es seis veces animal dijo a sus espaldas culebra con los jefes lagarto con las mujeres coche para el guaro chucho con el pisto burro para el estudio y tortuga para el trabajo.
    La voz lo arrancó de cuajo de sus pensamientos y lo hizo golpear con fuerza en esa realidad alucinante y ese doler al que no quería acostumbrarse. Ni gota de sarcasmo en las palabras de Güili ¿sin saberlo? pero allí estaba el dedo puesto en la llaga.
    Güili la maquinita Barahona había mostrado desde niño afición a meterse en problemas de todo tipo y si concluían en trancazos mejor. Mejor para él que gustaba de romper narices, cejas y labios a la menor provocación sin que el adversario tuviera siquiera la oportunidad de saber de dónde le venía esa velocidad, esa fuerza, esa coordinación para moverse, salir, entrar, bloquear un puñetazo, rajar una espinilla de un puntapié o estrujar los testículos en un cuerpo a cuerpo.  Tal vez el ballet le había ayudado un poco y el primero en saberlo fue su maestro cuando le salió un mal avance para introducirlo al mundo del sexualismo homo. Eso explicaba en parte por qué lo habían expulsado de tantas partes. El único lenguaje que parecía conocer era el de la violencia. Y cuando  los  padres  de los otros niños se quejaban contra ese verdugo que no dejaba en paz a sus hijos y que les hacía la vida insoportable, no se explicaban cómo alguien de esa complexión y estatura tuviera en jaque a sus congéneres más desarrollados. Se metió a la federación de lucha libre. Se matriculó en un gimnasio de judo. Era claro que su estilo tenía nada que ver con un combate demasiado cercano con agarres, torciones, proyecciones, inmovilizaciones. Intentó el boxeo pero sangraba con demasiada facilidad por la nariz. Se la tocaban y ya venían los chorros. Su entrenador le explicaba que hay narices de narices y que la suya serviría mejor para emblema de perfumista ¿habría leído Cyrano? y no le rompió la ídem porque a un entrenador no se le chista sin atenerse a graves consecuencias.
    —La que es puta vuelve le palmeó amistosamente la espalda.
    —Y con más ganas sonrió por fin Gabriel.
    —Bienvenido al mundo de los vivos ¿una cerveza? que para serlo se necesita más que tenerlos en su sitio te lo digo por experiencia.
    Vecinos de casa por medio —y en la de enmedio esa patoja de nariz respingona como si siempre estuviera mal oliendo un pedo— se conocían de siempre. Primera capiuza, primer cigarrillo, primera paja, primera trompeada, primeros traguitos, primer palito al paradeque fleque, primera escapada a ahogarse en la piscina, primera metida al bote. Nalga y pantorrilla. Uña y carne.
    —¿Cerveza?
    —Mi corazón
    Primer amor. Allí las cosas empezaron a tomar un giro diferente. Ella había estado siempre entre los dos en la casa número 15-61. Gabriel en la 15-65 y Güili en la 15-57 ¿cuál era la diferencia sino que empezaban a salirles barros y espinillas, a soltar gallos al hablar, a usar desodorante?  Así  estaba  la  cosa  y  no  había nada qué hacerle frente a esa flagrante realidad de espacio y tiempo.
    —Dejate de babosadas.
    Cuando hacían competencias para ver quien orinaba más lejos, Gabriel siempre ganaba a pesar de que su miembro era sin exagerar la mitad del tamaño del de Güili. Tal vez eso explicaba el lío con el maestro de ballet porque la malla acentuaba la protuberancia y por solidaridad también él se había tenido que ir aunque sin hacer nada de ruido. Las putas querían cobrarle doble tarifa pero por lo demás todo parecía normal. Era vergudo como otros son narizones o cejudos y así terminaba el problema.
    —¿Café?
    La primera  vez que estuvieron en el bote coincidió con los primeros traguitos que se echaron entre pecho y espalda. Varios compañeros del barrio se reunieron para darse en la madre con los de la otra cuadra en los campos del ferrocarril como ocurría de vez en cuando especialmente en verano. Güili que ya esbozaba pelusa sobre el labio superior tuvo la iniciativa de tomarse un trago para entrar en calor. Dos más y Gabriel aceptaron y se fueron a la cantina El Farolito. Se lo bebieron entre los vagones del tren. ¡Cómo estaba escrita la historia de cada uno de ellos en esos vagones! Abandonados en las vías laterales sin aparente razón a no ser porque la nacionalización del ferrocarril estaba en marcha con el gobierno de la revolución y la modernización también con locomotoras diesel que sustituían a las de vapor. Sus iniciales y consignas estaban grabadas en la madera y metal para que nadie ignorara que habían estado allí cojiéndose a las hermanitas González fumando cigarrillos Vaqueros contando las fichas producto de los constantes cajonazos a las arcas familiares pelándosela cuando no tenían ni mierda qué hacer. Achispados se fueron al campo. Los esperaba Bone con los de su cuadra alineados frente a los de la de Güili que al verlo iniciaron los preparativos.  En  esos  días  cuando  el golpearse con los vecinos era un placer y algo tan natural como comprarse un número mayor de zapatos cuando el pie crecía los combates se llevaban a cabo con ciertas reglas de honor. De esa cuenta no se golpeaba a alguien con lentes y relojes y anillos y demás bisutería eran guardados celosamente por un mirón de la cuadra. Sólo era permitido usar los puños y si caían al suelo la lucha cuerpo a cuerpo era entendida sin cabeza, rodillas, codos, dientes, uñas, golpes bajos o piquetes a los ojos. Pocos rompían las reglas y rara vez desaparecía la joyería y por supuesto ganara quien ganara nunca se supo de vendetas ni pendencias al estilo Jalisco.
    —Hablando en serio le decía Güili ¿qué te trae por aquí?
    —El gusanito respondía Gabriel.
    —Sí pues.
    Güili y Bone ocupaban la posición de líderes indiscutidos de su cuadra por méritos propios. Aparte de su rivalidad innata no había animadversión. Se trataba de un ejercicio de poder, de una lucha por el espacio vital del territorio, de un ensayo para la verdadera lucha que se debería librar cuando crecieran y se enfrentaran a los desafíos cotidianos de la existencia adulta. Ambos habían consolidado su fama y ganado el respeto de sus compañeros cuando todavía muy patojos emitían el característico silbido de un-sólo-golpe-al-caite si algún cadete de la Escuela Politécnica se cruzaba por su camino. El cadete fiel a su enseñanza con todos esos contenidos de honor, valor, superioridad, desandaba los pasos para enfrentar al burlista y tomaba mañosamente la empuñadura del espadín para sumirlo con fuerza con un movimiento oscilatorio en los huevos del provocador mientras efectuaba un círculo distractorio llevándose los dedos pulgar e índice a la vicera de su quepis. Pero una vez le pasa al ciego se decían Güili y Bone y después de eso los pichones de militar con sus vistosos pantalones colorados por aquello de que el que primero pega pega  más  fuerte  eran  sorprendidos  la mayoría de las veces y  —como tenían fama de llevar una pistola reglamentaria debajo de la guerrera gris— dejados semi inconscientes en el suelo mientras emprendían la fuga por si acaso. Después de eso era común ver a dos o tres uniformados juntos y debían intervenir los vecinos y la policía para evitar que alguno de ambos bandos saliera malherido.
    —Vaya susto el que nos diste esa vez vos dice Güili.
    —De algo nos tenemos que morir ¿no? pero mi corazón está ahora tan fuerte como siempre.
    —Me alegra se alegra Güili.
    —Sí gracias agradece Gabriel.
    Gabriel estaba que echaba las tripas y la cabeza le daba vueltas y el campo se movía a sus pies. Ese primer trago no lo iba a olvidar en toda la vida. Güili tan campante dando las últimas instrucciones a los de la cuadra y poniéndose de acuerdo con Bone sobre la forma en que se iba a llevar el combate. Saldría uno por cuadra designado por su líder y luego otro y así hasta que todos los peleadores hubieran pasado. Los capitanes se reservaban para el final en el caso de que se tuviera que inclinar el fiel de la balanza a favor de determinada cuadra. Terminaría con una batalla campal y cada quien a su casa hasta la próxima. El primer turno le tocó a Gabriel contra uno apodado el Zancudo. Aunque el estilo de Gabriel había mejorado bastante gracias a las instrucciones de Güili el Zancudo haciendo honor al sobrenombre picaba y picaba sin descanso hasta hacerlo morder el polvo. Al inicio del segundo turno les cayó encima la policía seguramente alertada por los guachimanes del ferrocarril. Coparon a la mayoría. Bone y algunos lograron escapar pero los demás incluyendo a Gabriel y Güili fueron llevados al Primer Cuerpo de la Policía Nacional. ¿Así que ustedes son los cabrones que me están dando problemas en Gerona? los recibió a gritos el segundo jefe ¡a ver si son tan gallitos aquí entre los meros hombres! agregó con una risa de muy malos augurios. Los descalzaron, los hicieron correr en círculo en el patio, a dar vueltas en sapillo, a hacer despechadas ¡dénles verga, muchachos a ver si así aprenden! y Gabriel todavía entre los vapores del aguardiente y molido por los golpes que le había propinado el Zancudo se tragaba las lágrimas y todos recibían las andanadas de batonazos, patadas, insultos ¡sólo porque son menores de edad no mando a que se los quiebren ahora mismo hijos de la grandísima puta! vociferaba el sub-jefe. Los dejaron ir después de advertirles que la próxima vez les iría peor.
    —Ya no somos los de antes dijo Güili ¿te acordás?
    —Sí ya no somos respondió en eco Gabriel ¿cómo está Andrea?
    —Engordando tampoco es la de entonces suspiró Güili.
    —¿Sí?
    —Sí.
    En sueños Gabriel miraba el descomunal pene de Güili magnificado por la pesadilla dirigido hacia la vagina de la vecina de la casa de enmedio con la nariz levantada y con el mismísimo gesto de chis-la-mierda lo recibía sin una queja sin un pujido soportaba los embates de ese miembro que golpe a golpe iba destrozándola entre las piernas hasta dejar un agujero deforme y sanguinolento.
    —Dos años le recrimina Güili ¿dónde estabas metido que no te dejaste ver? llamé varias veces pero tu número no respondía nadie sabía nada.
    —Tuve miedo camina nerviosamente Gabriel ¡me llevaron muerto al intensivo!
    —Llegué a verte varias veces ¿no lo recordás?
    —¿Ah sí? no.
    —Me fui a México.
    —Bueno pero ya estás aquí ¿no?
    —Sí.
    Se decían tantas cosas de las hermanitas González que Gabriel y Güili no pensaban en otra cosa que en llevarlas a los vagones del tren y hacerles lo que habían visto que sus amigos un poco mayores les hacían. Pasaban el par de mulatillas coquetas contoneándose a todo lo ancho de la banqueta y a los dos se les caía la baba ¿cómo será eso? porque una cosa es que le cuenten a uno así se hace y otra que uno lo haga. Ya se habían tropezado con ellas varias veces fingiendo casualidad y ellas decían hola y adiós y se iban muertas de la risa moviendo las nalgas y nada más. Bailadoras que eran se las conectaron en la fiesta de quince años de la prima de Güili la Susanita y les metieron plática entre tanda y tanda de música. Estaban locas por Elvis. Pertenecían al club de admiradoras de Elvis. Que Elvis por aquí que Elvis por allá. Después de las y tantas donde ya se animaron con algunos toqueteos, agarradas de mano, piropos, sobijeos quedaron en obsequiarles unos 45 revoluciones por minuto de Elvis que tenían como tesoro y ellas pegaron grititos de alegría y los abrazaron y los besaron y les permitieron tocarles los pechos y las nalgas y les dijeron que estaba bueno pues que se juntaban mañana en la tarde en los campos del ferrocarril y se fueron a rocanrolear con sus traidos dejándolos alborotados y contentos.
    Cuanto más permanecía Gabriel en el espacio le parecía que éste iba achiquitándose, encongiéndose, apretándose hasta hacerlo sentir realmente mal. Algunas personas que no y otras que conocía se le acercaban para saludarlo, interesarse por su salud, darle la bienvenida, preguntarle sobre sus proyectos, decirle cualquier cosa.
    —¿Qué te pasa? preguntó Güili.
    —Necesito un poco de aire se excusó Gabriel.
    —Salgamos.
    Los papás de Andrea sabían que mientras fueran dos los que la pretendieran ella estaba a salvo de avances peligrosos y de que le pasara lo que a Hilda su hija mayor que se había embarazado de ese vago de Bone y ahora vivía una vida miserable junto al bueno para nada que además la golpeaba constantemente. Flori, la mamá, veía con buenos ojos que Andrea estuviera entre Güili y Gabriel, que anduvieran juntos en todas partes, que fueran inseparables. Temía, por experiencia propia, eso sí, que pudiera pasarle lo que a ella con ese par de hermanos. Llegado el momento de escoger ¿qué si se equivocaba como le ocurriera a ella? Se casó con Humberto el más guapo de los dos el más alegre el más dicharachero y divertido. Pero el corazón le había jugado una mala pasada. No quería acordarse y todavía a pesar de los años sentía esa corriente eléctrica que le pasaba por el cuerpo naciendo en su coronilla y terminando —anidando más bien— en su sexo. Había ocurrido dos años después de la boda ¿por qué lo recordaba tan vívidamente a su pesar? Humberto había sufrido un accidente en su automóvil. Nada serio realmente pero el susto que les había pegado era grande porque sólo se miraban hierros retorcidos, vidrios tirados por todas partes y un reguero impresionante de sangre. Leonel que aún permanecía soltero se había portado maravillosamente, haciéndose cargo de todas las vueltas, papeleos, gastos. Llovía a cántaros y las tormentas tropicales le habían puesto los pelos de punta desde niña. Leonel la fue a dejar a su casa y ella lo invitó a un café. Flori se sentía muy preocupada por su marido pero la compañía de Leonel le proporcionaba un calor, una sensación, una paz indescriptibles. Y pasó.
    —¿Cómo se te ocurrió ofrecerles los discos de Elvis Presley mula? protestaba vehementemente Güili ¡cómo no son tuyos!
    —¿Tenemos o no una cita mañana? insistía Gabriel ¿qué importan los discos?
    —A mí sí me costó un huevo conseguirlos.
    —Yo te los voy a reponer hombre y vas a ver que valió la pena.
    —¿Y si no se dan nada? dudó Güili.
    —¡Se los quitamos y ya! concluyó Gabriel.
    Se miraba realmente mal, desencajado, sudoroso, agitado, parecía a punto de derrumbarse en cualquier momento. No quiso que Güili lo llevara a ninguna parte allí estaba bien le dijo. No era su corazón agregó sino la ansiedad. ¿Ansiedad? Sí y también la cobardía. ¿A qué? A enfrentar la muerte a ver si podía explicarse. Para él el éxito personal la fortuna y todas esas cosas lo tenían sin cuidado ¿acaso no había sido un soñador siempre? ¿un idealista? ¿un peleador? ¿Entonces? A él se lo podía decir con franqueza porque era su amigo de toda la vida no se le paraba. Güili reía tanto que se le salían las lágrimas y tenía que apretarse el vientre con las dos manos. Impotente sí. ¿Y ja-ja había visto ja-ja-ja un médico ja-ja-ja-já? ¡Claro y no me pasa nada! ¿Entonces?
    —¿Entonces?
    Era la voz de una de las hermanitas González. La otra estaba tendida en el piso del vagón con las piernas separadas y con varios discos de 45RPM en las manos ajena casi a la presencia de Güili que con el pene en la diestra se preparaba a penetrarla. Gabriel que no podía apartar los ojos de la escena mientras la otra hermanita González le desabotonaba inquieta la bragueta y jugueteaba distraídamente con un miembro obstinado en su flaccidez. Pero ella sabía cómo hacerlo y entre su boca logró que las cavidades se llenaran de sangre produciendo la ansiada erección. Mientras la montaba, mientras se la metía por primera vez a una mujer, mientras ella le decía palabras obscenas al oído y le tomaba con una mano los testículos y se los apretaba lascivamente, mientras eyaculaba con una fuerza contenida en millones de años de espera, no podía apartar de su vista la imagen de Güili y la otra hermanita que mientras estaban en lo suyo no dejaban de hablar y reír y comentar sobre los discos de Elvis Presley que ella atesoraba sobre su pecho.
    —Perdoná que me ría ja-ja pero es lo más gracioso que he oído en mi vida ja-ja-ja vos el pisonazo el cojedorazo el pinga parada el chimadorazo el garañón de Gerona ¡no lo puedo ja-ja creer!
    —No te riás cabrón no jodás vos Güili.
    —De acuerdo ya me puse serio.
    Cuando Humberto salió del hospital no sabía Flori donde meter la cara de la vergüenza. Tenía miedo de que su marido leyera en su frente una de esas palabras de pocas letras malas palabras que calificaban a las infieles a las adúlteras. Pero ni él lo notó ni ella le dijo algo. Cada vez que veía a Leonel se ponía roja de la vergüenza y sólo el contacto de su mano o el sonido de su voz la llevaban a ese éxtasis que nunca antes había sentido a ese clímax que solamente en sus brazos había logrado alcanzar. Pero no se había vuelto a repetir. Ella mantenía una buena relación con su marido y Leonel se comportaba como un caballero sin hacer mención alguna sin insinuar nada. Cuando el médico le dijo que el examen había salido positivo que estaba embarazada le dio un vuelco el corazón. Se sintió miserable. Pensó en el aborto en el suicidio. Pero se repetía no no puede ser ¿hasta dónde había llegado? ¿Y si se lo decía si confesaba su pecado? No. Eso podría significar enfrentar a los dos hermanos, provocar una tragedia. ¡Perra puta bicha! se repetía. ¿Qué hacer dios mío? Las manos de su marido en el abultado vientre le causaban inquietud provocándole una sensación de vacío en el estómago. Los ojos de Leonel en esa protuberancia casi a punto le producían malestar pero al mismo tiempo una cálida llenura en la vagina. Nació niña y se llamó Hilda en honor a su bisabuela paterna. Quienquiera que fuera el padre.
    —Te juro que ya estoy serio le dijo Güili aguantando apenas la risa eso ocurre según he leído pero se quita de igual manera que llega.
    —¡Cómo no el doctor!
    —Palabra ¿te acordás de las hermanitas González? vaya monumentos para una inauguración ¿no?
    —Eso fue hace mucho tiempo protesta Gabriel.
    —Lo que estás necesitando es romper con la rutina ¿qué tal una canita al aire?
    —Pero si te estoy diciendo que
    —Te debo una ¡tu salida con lo de los discos de Elvis Presley fue genial! dejalo en mis manos.
    Güili estaba más aburrido que una iguana y decidió salir a la calle a ver si se topaba con Gabriel o algún otro amigo y allí estaba ella con esa respingona actitud de te-hago-el-favor-si-te-dirijo-la-palabra. Iba al mercado y la acompañó sin preguntarle. Ambos estuvieron silenciosos y meditabundos todo el camino. Había un par de perros trabados por el sexo y una jauría alrededor con la lengua de fuera y actitud paciente. Por pudor él apartó disimuladamente la cabeza pero Andrea muy divertida los señaló y le hizo un comentario. Eso fue todo ida y vuelta. Ella entró a su casa y él se quedó en la banqueta con las manos en los bolsillos y un humor de rayos y centellas. ¿De pronto qué es lo que mira? Un par de pantalones colorados que acaban de asomar por la esquina de la 15 avenida y que avanzan marcialmente a su encuentro. Presa fácil para sus ansias piensa y a continuación emite el silbido característico. El cadete se detiene. Parece vacilar un instante pero en un un-dos-un-dos ya lo tiene enfrente sonriendo la mano en la empuñadura del espadín y chocando los talones de esos botines relucientes que suenan a disparo. Güili no tiene tiempo de moverse porque unos garfios lo prensan por los brazos y de reojo adivina más que ver dos-tres-otros-muchos pantalones colorados. Lo último que recuerda es la lluvia de relampagueantes botines negros que cae sobre su humanidad.
    —¿Y tu mujer?
    —No cabía en las maletas.
    —¿Te abandonó?
    —Digamos que acudió al llamado de la madre naturaleza dijo Gabriel con evidente cansancio ¿tenés un cigarro?
    —¡Claro! ¿y qué tal una bien fría?
    —De algo nos tenemos que morir ¿no?
    —Creo que vas camino a la salvación hombre de dios le dio fuego Güili ¿lo de las hermanitas González? te parecerá juego de niños comparado con lo que tengo en mente para tu reiniciación.
    Don Gabriel blandía la nota frente al lívido rostro de su hijo como un arma. Doña Marta hacía como que hacía atrás en un rincón temiendo que su marido golpeara a Gabriel como era su maldita costumbre. Recuerda ella que desde que se casaron en el primer sí y no había empezado a golpearla. Después la reconciliación con las disculpas y lágrimas y promesas para volver a lo mismo a la menor provocación. Don Gabriel trabajaba en los talleres de mantenimiento del ferrocarril y las tendaladas de ropa grasienta que ella tenía que lavar le produjeron sabañones en las manos y dolor en las articulaciones que degeneró en una artritis deformante que le hacían ocultarlas por la vergüenza detrás del delantal que únicamente se quitaba para dormir. Cuando nació Gabrielito aquello fue un infierno mayor. Su marido no tenía la menor paciencia con los niños y el hecho de que éste fuera suyo no parecía hacer la diferencia. Rara vez se preocupaba por él y también empezó a golpearlo desde temprana edad. Sus otros dos hijos Paquita y Eusebio crecieron a la sombra casi sin hacer ruido como queriendo pasar inadvertidos y así escapar de los frecuentes accesos de furia de su padre.  Pero esta vez que lo oía vociferar y lo miraba  blandir  la nota en la cara de su hijo le daba un poco la razón porque sabía que Gabrielito andaba en malos pasos. Sin embargo en esa escena que se repetía frecuentemente en la casa había algo diferente en la actitud del hijo frente al padre que no se podía explicar. No hubiera podido decir qué exactamente pero tal vez se relacionaba con la estatura. Sí estaba más alto que su padre pensaba. Había crecido. Tal vez. Y una idea se le metía en la cabeza ¿por qué no? ya iba siendo hora de que alguien le pusiera un hasta aquí. Don Gabriel estaba golpeándolo pero Gabrielito en vez de tratar de protegerse y enconcharse para minimizar el castigo se erguía en toda su estatura y permanecía frente a su padre soportando los bofetones en actitud pasiva. Sorprendido don Gabriel dejó de golpearlo un instante para luego tumbarlo de un fuerte puñetazo en el rostro y Gabrielito los ojos inyectados y la nariz sangrante volvía a ponerse de pie y a pararse frente a su padre sin dejar de mirarlo en actitud de reto con los ojos vidriosos pero secos. Don Gabriel estrujó la nota y la lanzó rabiosamente al suelo dando media vuelta y saliendo con un portazo. Doña Marta sin moverse del rincón donde había permanecido como una bíblica estatua de sal miró a su hijo llena de agradecimiento. Ambos supieron que la era de terror había terminado ahora que Gabrielito se había transformado en un hombre. Barrió la nota con la escoba diciéndole con ese acto que todo iba a ser diferente a partir de ese momento en que su marido no se iba a atrever más a ponerles impunemente una mano encima.
    —¿Dos años? hay que reponer tiempo pidió otra ronda Güili ¿te acordás de la mujer del finado?
    Todos los días se le miraba pasar en su vieja Zundapp tamborileando en las vías del tren para llegar a su casa donde su bella mujercita lo esperaba en la puerta. Lo conocían bien porque era su maestro de inglés en el Instituto Central. Mister Taylor con su traje negro y su negro maletín colgando  de  los  manubrios  de  la  moto  pasaba  como una exhalación por la mañana y volvía al medio día exactamente cuando sonaba el pito de la Aduana Central. Ese par de negritos beliceños era muy apreciado en el vecindario. Sin hijos habían llegado hacía un par de años y la rutina de las ocho y las doce sólo se rompía en vacaciones cuando se decía que viajaban a su tierra natal. Aretha Taylor era mucho más joven que su marido que ya peinaba canas en sus ensortijados pero cortos cabellos. Mister Taylor de mediana estatura y complexión. La señora Taylor alta y con un trasero que provocaba más de una mirada lasciva y algunos atrevidos piropos. Todo transcurría tranquilamente en las mañanas cuando rara vez se la miraba haciendo sus mandados antes de las once. Se rumoreaba que debía estar dedicada a algún tipo de estudio oculto o culto con todo eso del vudú y demás artes. Y por las tardes nunca se la miraba sola siempre del brazo de Mister Taylor. Un día pasadas las ocho de la mañana mister Taylor fue despedazado por un vagón del tren. Su moto quedó convertida en un nudo de hierros y del maestro de inglés sólo quedaron retazos de traje negro y los miembros y las partes de su cuerpo regados por el lugar para ser removidos luego con espátula. La señora Taylor se fue a su tierra después de eso y no se la volvió a ver jamás. En el barrio rondó mucho tiempo la habladuría de como Mister Taylor había estado observando las maniobras de la máquina diesel en los patios y había esperado el momento para acelerar la Zundapp y así poder sincronizar el impacto. ¿Suicidio? se preguntaban incrédulos ¿por qué si se le miraba tan feliz con Aretha? Pero pocos sabían la verdad: los muchachos del barrio incluyendo a Gabriel y Güili que se descolgaban por los muros de las vecindades para satisfacer a la insaciable esposa que se quedaba sola de ocho a doce del día exceptuando los sábados y domingos.
    —Me sentí culpable durante algún tiempo dijo Güili.
    —Yo también yo también yo también repitió en eco Gabriel.
    —Pero era su gusto ¿no?
    —Y sus ganas. Total cada quien puede hacer con su culo un candelero si se le ronca ¿por qué hablamos de eso?
    —¡Qué sé yo! tal vez porque nos estamos poniendo viejos vos Gabriel.
    —Sí pues vos Güili ¡eso debe ser!



T R E S

GÜILI LA MAQUINITA BARAHONA toma aliento. Gruesas gotas de sudor corren por su cuerpo brindándole una contradictoria pero deliciosa sensación de calidez. Güili hace una leve y enérgica inclinación de cabeza —medio saludo medio prepararse para la embestida— cuando el árbitro lo señala dándole el punto.
    —¿Cómo está eso vos Güili? le pregunta Gabriel abriendo la boca por la sorpresa.
    —Está como está le responde Güili hinchando el pecho como un gallito.
    —¿Esa huele pedos?
    —¡Más respeto pues!
    —Sí como no ¿eso qué quiere decir?
    —Que Andrea y yo dice Güili somos traga saliva bueno estamos carraspea comprometidos.
    La risa de Gabriel sale a borbotones, se derrama, lo circunda por completo, incontenible, reverberante, a varios decibeles sobre el nivel normal cuando el adversario se lanza sobre Güili y lo sorprende con un puñetazo en el pecho. El árbitro detiene el combate y señala el punto en su contra. Uno a uno.
    —¡No te riás cabrón! le grita a la cara Güili.
    —¡Lo dijiste ja-ja de una manera ja-ja ja-ja-já!
    —A ver si cuando terminés de divertirte podemos hablar vos Gabriel.
    —Ya ya ja-ja ya me calmo y se muerde la lengua ja-ja los labios para ponerse serio.
    El encuentro se da a tres puntos para el ganador o ventaja absoluta al límite de dos minutos y medio de duración, lo primero que llegue. Treinta segundos para terminar avisan y el combate se reanuda con el apretado marcador en empate. Hay movimientos de tanteo, fintas, alejamientos para romper la distancia. Las reglas son estrictas. Los golpes bajos penalizados hasta con descalificación, igualmente los que van dirigidos a la cabeza o cara sin control, donde es obligatorio no hacer más que un leve contacto para efectuar el punto. Pecho, estómago y espalda son el blanco permitido. Güili intenta una patada circular, pero el contrincante bloquea y contraataca a su vez con un puntapie que no llega al estómago de Güili porque éste se desplaza rápido en diagonal y gira, salta y arremete con una combinación de puñetazos y patadas impresionante. El adversario cae. Güili lo remata en el suelo.
    —Algún día tenía que pasar es la voz de Gabriel.
    —¿Amigos?
    —Amigos.
    Se acabó el tiempo. Dos a uno. Los competidores se dan la mano aceptando el fallo. ¿Cuántos han sido los combates eliminatorios que ha debido librar para poder llegar victorioso a la final donde se encuentra ahora? ¿Cinco, seis? No importa. A esas alturas ya no se siente el cuerpo de tanto doler. Especialmente su mano derecha ¿fracturado su dedo anular?
    —¡Güili Barahona rojo! le designan su color ¡Gabriel Martínez blanco!
    ¡Qué  mala  pata!  Tener  que  disputar  el  primer lugar de su categoría con el amigo,  casi hermano. Pero por los azares de las alineaciones Gabriel estaba allí frente a él, los pies separados, el cuerpo erguido, las manos relajadas a sus costados, los ojos clavados en sus ojos.
    —No hay más que decir hombre ella te prefirió ni modo no es tu culpa Güili.
    —¿Estás seguro?
    —¡Claro que estoy seguro! ¿vas a ir a entrenar hoy?
    —No sé.
    —Pero ¿y el campeonato?
    —Sí.
    —¿Nos vemos allá entonces?
    En realidad no le había gustado ganarle la hembra. ¿Por qué lo había hecho si ella le importaba un comino? Seguía siendo la vecina de la casa de enmedio, la patoja presumida, la parece-que-siempre-olfatea-caca. Tal vez por eso. O porque Gabriel ¡qué joder! y él algún día deberán tomar cada quien su camino, casarse, tener hijos, deudas y todas esas cosas que parece poseer todo el mundo. O casi todo el mundo. ¿Por qué Andrea? Todavía no lo sabía y ya se sentía muy desafortunado e infeliz. ¿Por qué?
    —¡Rojo punto!
    —¡Blanco punto!
    Uno a uno. Empate.
    —¡Blanco punto!
    —¡Rojo punto!
    Dos a dos. Treinta segundos. El empate persiste. Güili está sorprendido. No se explica cómo Gabriel ha podido ganar al hilo los combates eliminatorios y estar allí frente a él disputando la final.  Hay un brillo extraño en sus ojos,  unas chispas que nunca antes había notado.  ¿O es que nunca antes las había tenido? Gabriel es otro. Casi un extraño. Más alto, más corpulento quizá. No podría decir qué. A los diecisiete años igualmente puede parecerse un adulto o un niño. Gabriel se mueve como un objeto sin peso, fluidamente, en diagonal, en círculo, girando, saltando, estando aquí y allá a la vez. El público, entre el que Andrea debe encontrarse afónica de tanto grito, ruge, anima, maldice enardecido. El empate no se rompe. ¿Tendrán que irse a tiempo extra? Y allí estaban los ojos de Gabriel, vacíos, inexpresivos, inexpugnables. Un espejo donde Güili podía verse y eso, lo sabía, significaba que se encontraba a su merced. Porque si no podía leer en los ojos de su adversario, quería decir que su adversario mantenía la mente en blanco, el espíritu libre. Y una mente en blanco y un espíritu libre están más cerca de todo y de nada. Así se lo había explicado el Sensei, su maestro. A través de los ojos se pueden leer las reacciones del oponente, sus intenciones, su miedo, su locura. Cuando esos ojos no dicen nada, cuando se transforman en un espejo para vernos reflejados, cuando sólo podemos ver nuestra propia alma, el resultado se revierte en contra nuestra.
    —¡Blanco punto blanco gana!
    Estaba hecho. Gabriel sube al podio. Uno a uno, piensa. Uno por Andrea. Uno por él mismo. Por esa adultez que se abre como vulva —así le parece la vida— expulsándolo desnudo y sin nada en las manos. Tan indefenso pero a la vez tan capaz de cualquier cosa. Porque ha vencido ese día. Ha triunfado sobre su ira, su vanidad, su deseo de venganza. Derrotar a Güili no era importante. Humillarlo frente a Andrea tampoco. Vencer su miedo, sí. Su propia inseguridad, sí sí.
    —¿Vas a casarte con ella? pregunta Gabriel a su amigo que tiene la cabeza gacha entre las manos.
    —Me agarraron en conciliábulo de familia se queja Güili estaban don Humberto y doña Flori  y  Hilda  que  anda  más  gorda  que  volverlo  a  decir dice y hace un amplio movimiento en redondo sobre su vientre con ambas manos parece que ya va a parir pero ni por eso deja Bone de pegarle le puso un ojo como tomate para variar.
    —¿La querés pues?
    —¿Y eso qué tiene que ver? protesta Güili con evidente disgusto si mi mamá se entera se va a armar una de la gran puta.
    —Tenés que decírselo mejor.
    —No va a ser necesario da un puntapie a un bote de jugo vacío el tío Leonel como chompipe me amenazó yo ya lo tenía a tiro un patín en los huevos y un tate quieto entre los ojos habría bastado pero mejor machete estate en tu vaina para evitar que las cosas se pusieran más feas y peludas.
    —Si no querés no entiendo por qué te vas a casar con ella.
    —¡Serás mula pues porque está en estado panzona esperando embarazada!
    ¿Por qué pensaba en las hermanitas González? ¿Por qué en la señora Taylor? ¿Y en todas las demás incluyendo a las putas de la línea del tren? Se entiende en una mujer vivida como ellas. Pero Andrea. La imaginaba con la nariz levantada al viento y las piernas abiertas como las páginas de un libro en el que la pinga king size de Güili iba a escribir la eterna historia que nace en el momento de la desobediencia en el jardín del Edén con Adán metiéndosela con mucho gusto a su costilla. Si las rameras más experimentadas querían cobrarle tarifa doble, ¿cómo se las había arreglado con esa casi niña de pequeña estatura y cuerpo menudo?
    —Sí le arruinaste la vida dijo Gabriel por todo comentario para completar sus pensamientos.
    El tío Leonel andaba hecho una furia y no le partió la madre a Güili sólo porque Flori se lo  había  prohibido.  Después  del  nacimiento  de  Hilda,  Leonel  se alejó un  poco  de  la  casa, pretextando exceso de trabajo. Flori había llegado al convencimiento de que Hilda no podía ser hija suya, porque cuando ocurriera lo que ocurrió entre ellos acababa de pasar su regla. Además tenía una intensa vida sexual con su marido. Humberto era un fanático de Vargas Vila y estaba metido de lleno en el Kama Sutra y el Ananga Ranga. Pasaban entrelazados, haciendo el amor, tardes enteras, en la cocina mientras preparaba la comida —ya se habían quemado con aceite hirviendo un par de veces—, en el patio mientras ella estaba inclinada sobre el lavadero —algunos patojos curiosos de las vecindades los habían interrumpido por lo que a ella no muy le gustaba—, en la ducha mientras se bañaban —pero el jabón usado como lubricante la resecaba mucho y le producía escaldaduras—, sobre la mesa del comedor como aperitivo antes del desayuno, el almuerzo o la cena —aunque terminaron con la práctica por un tiempo cuando la mesa ya con las patas flojas estuvo a punto de colapsar y romperles el alma (compraron otra en cuanto pudieron)—. En fin, a cualquier hora y en cualquier lugar de la casa era asaltada por ese marido insaciable quien le había prohibido hasta usar camisón y ambos dormían en cueros, hasta que ya no pudieron porque las niñas crecían y eso no estaba bien. Hubiera llegado a suspenderla de las vigas del techo con un lazo como quería si ella no se lo niega rotunda y enérgicamente la primera vez que se lo pidió —aunque hubo otras, igualmente infructuosas—. La agotaba ese tipo de calistenia y contorsionismo erótico, pero comprendía que su marido era joven y con energía suficiente y que era mejor que su tiempo libre lo pasara en la casa montándola a ella y no a quién sabe qué tipo de mujerzuelas en la calle. Sin embargo Flori no obtenía satisfacción alguna. Nunca supo lo que era un orgasmo hasta. Sólo de recordarlo se le ponía la carne de gallina y se le enchinaban los vellos de todo el cuerpo. Humberto, por su trabajo de contador y auditor del Ingenio Del Salto, tenía que viajar frecuentemente al interior del país. No era nada extraño que el tío  Leonel  fuera  a  visitarlas a ella y a su sobrina.  Y  las  visitas  eran cada vez más frecuentes y cuando Flori resultó encinta de nuevo no tuvo la menor duda de que el ser que llevaba en las entrañas era del tío Leonel y de nadie más.
    —Tengo todo listo para irme a los Estados Unidos le dijo Güili.
    —¿De mojado?
    —De mojado conozco un coyote que te pasa la frontera por cien dólares.
    —¿De dónde vas a sacar ese dinero?
    —No lo sé se retorcía las manos Güili desesperado.
    —¿Qué vas a hacer allá?
    —Trabajar pues.
    —¿Y Andrea?
    —Me la llevo ni modo.
    —Es una locura se aventuró Gabriel.
    —Tal vez pero necesito que me ayudés.
    —¿Cómo? no entiendo.
    —Juntémonos hoy a las seis en los campos del ferrocarril y vení preparado a todo le dijo Güili con ese tono de voz que no admitía réplica alguna.
    Fue bautizada Andrea como la heroína de la radionovela de las seis que tenía a Flori —quien en realidad se llamaba Floridalma— prendida de un hilo. Flori quería ponerle Samara, por la de Córdova que interpretaba a la mala, la que intrigaba para quitarle el marido a la pobre, buena y sufrida de Andrea; pero después lo pensó mejor porque ya tenía bastante mala suerte su segunda hija con haber nacido mujer como para además ponerle el nombre de una actriz que aunque no era villana ella misma sino una mujer que se ganaba la vida honradamente frente al micrófono  haciendo  ese  tipo  de papeles,  podía influir negativamente en la suerte de la chiquilla cuando creciera. Así que no debían tomarse riesgos innecesarios. Además, tanto papá Humberto como el tío Leonel, que permanecía soltero y pasaba también a la categoría de orgulloso padrino de bautizo —la feliz madrina fue Olivia, la mamá de Güili—, estuvieron totalmente de acuerdo en que sonaba muy bien con su apellido —¿Samara Santana?—. Andrea Santana, mejor. Hilda y Andrea se llevaban muy bien. La una grandota y rellenita, la otra delgada y pequeñita. Las niñas eran los dos ojos del tío Leonel, quien las llenaba de regalos y atenciones, las llevaba a pasear los domingos a Helados Gloria, a jugar a los juegos mecánicos y a subirse a la montaña rusa. Flori se volcó totalmente a su marido. Ahora, con el segundo parto, se sentía más relajada en el acto sexual, más cómoda. La extrema estrechez de su vagina le provocaba antes dolor, irritaciones, flujos y esas cosas —lo sabía ahora que hasta había aceptado que su marido la colgara de las vigas, sobre la cama, y la penetrara en el aire; si hasta lo había disfrutado— pero Humberto, por el contrario, se mostraba cada vez más inapetente, se decía cansado, se hacía el dormido, hasta le había pedido que empezara a usar camisón. Leonel, por su lado, parecía haberse olvidado de ella. Seguía siendo muy atento y cortés, pero nunca más había buscado la ocasión, como antes, para quedarse a solas con ella, insinuarle algo, hacerle el amor. Y aunque seguían siendo muy cercanos, Flori empezaba a descuidar su arreglo personal, a protestar por cualquier cosa, a meterse en un mutismo del que era cada vez más difícil sacarla. Una noche, cuando las niñas no habían todavía alcanzado los ocho años de edad, Olivia se quedó a su cuidado, mientras Humberto y el tío Leonel llevaban a una Flori mustia y marchita con rumbo al Hospital Neuropsiquiátrico.
    —Querías darme en toda la madre ¿no es verdad? cuestionaba Güili con los ojos puestos en los de su amigo y respirando pesadamente.
    —En un principio sí te lo aseguro pero después ya nada importaba le dice Gabriel dando unos pasos para alejarse y romper la tensión y la distancia.
    —Ya no somos los mismos.
    —Parece que hemos crecido un poco.
    —Mirá Gabriel yo sólo quería la verdad es que no sé lo que quería pero allí estaba ella con la misma nariz levantada de siempre pero ¿cómo decirte? pero distinta.
    —Entiendo vos no hay clavo.
    —Nunca se me había pasado por la mente no con seriedad quiero decir y hombre que es uno al fin y al cabo le hice el tiro sólo por fregar y ella dijo que sí.
    —No tenés por qué contármelo es cosa de ustedes protesta Gabriel.
    —Por ella no me importa vos lo sabés pero somos amigos vos y yo de toda la vida y pues ¡ya está hecho!
    —Sí.
    —Te merecías ganar digo el torneo.
    —Vos también digo así es la vida.
    —Le pondremos Gabriel a nuestro primer hijo.
    —¡Andá a la mierda vos!
    La niñez de Floridalma había transcurrido entre esas altas paredes con jornadas de cinco a cinco, campanadas y cánticos, alabanzas y estudio. Le gustaba mucho el colegio. La divertían las monjas. Siempre le parecieron grandes pájaros de alas enyuquilladas —tocados que hubiera jurado estaban hechos con la misma pasta de las hostias hasta que se decepcionó al morder uno a hurtadillas y quedar con sabor a talco en la boca—. Ah, las monjas, esos rostros blancos con aspecto de panecillos recién horneados y espolvoreados con harina, esas manos tan aptas para desgranar el rosario, tirar de los cabellos, señalar con el índice la dirección a seguir para cumplir con las obligaciones del claustro, las penitencias, los servicios religiosos, las tareas escolares; esos menudos pies enfundados en negros y relucientes zapatos cerrados, esos guardapolvos azules sobre el níveo hábito; esos ojos, en fin, siempre tan bajos y obedientes. Sor Narcisa, su madrina, cultivaba sus dones naturales para el canto y Floridalma, en el coro los domingos, hacía vibrar las cristalinas notas en la elevación, provocando lágrimas de júbilo y exaltación entre mentoras y pupilas. ¡El colegio! Con tantos lugares increíbles donde se desbordaba el agua de la fuente salpicando las flores de estación, donde la sucesión de arcos y columnas producían perspectivas de tornasolados reflejos durante el día y tenebrosos claroscuros por las noches, donde los chispeantes leños en el horno y los poyos crujían disonantes con el borboteo de ollas hirvientes y los sartenes saturados de aceites y mieles y jugosas viandas, donde el silencio de la pequeña capilla imponía la contemplación de imágenes e iconos salpicados por los tenues tonos multicolores de los vitrales permitiendo remontarse anticipadamente a los estratos prometidos en las santas escrituras, donde el decir que hay más tiempo que vida se reafirmaba cada día en la placidez de soleadas tardes de verano y siemprevivas de eternas primaveras, donde Floridalma y sus compañeras podían florecer a la vida en el jardín de un edén plantado en el corazón mismo de la vorágine citadina al acecho de lobos y tentaciones mundanas que parecían querer ignorar. Las jóvenes iban a sus casas los domingos, después de asistir a los servicios de la santa misa y de haber cumplido con sus obligaciones de la semana. Dejar el claustro la ponía nerviosa a Floridalma, produciéndole no pocas inquietudes respecto a la vida y su futuro. A los diecisiete años se es ya mujer y la naturaleza se ha encargado de establecer los cambios necesarios para esa transición que a ella siempre le pareció brusca y brutal, dolorosa y sangrante, pero que sabía inevitable. Floridalma se negaba a crecer, a romper el cascarón como solían decirle, a enfrentar el mundo que temía como el diablo a la cruz pero que le provocaba una atracción indescriptible. Sus padres vivían un matrimonio de apariencias con cuartos separados y una ausencia total de comunicación. Sin hermanos, era un tormento para ella colocarse entre esos dos seres, como un pararrayos, recibiendo las descargas de uno y otra -dile a tu madre que, dile a tu padre que-, sintiendo un gran alivio cuando llegaban las seis de la tarde y debía volver a su colegio. La atormentaba la idea de dejar ese sitio que era para ella su verdadero y único hogar pero era impostergable, se graduaba como maestra y allí mismo, con un pie en el ayer lleno de luz y amor y el otro en el mañana incierto y ajeno, sintió un desgarramiento visceral, una partición entre dos mundos que para ella eran totalmente irreconciliables.
    —¡Tenés que estar loco vos nos van a meter el huevo! protestó airadamente Gabriel.
    —¿Sos mi amigo o no? lo retó Güili.
    —Claro que sí y siempre te he respaldado en todo vos sabés que le hago yemas a lo que sea pero esto.
    —Yo voy a hacerlo en todo caso vos sólo tenés que cubrirme las espaldas razonó Güili.
    —¿Y quién me las va a cubrir a mí en el bote? gritó histérico Gabriel.
    —Si tenés miedo.
    —Vos sabés que no.
    —¿Entonces?
    —Es muy arriesgado vos.
    —Será como quitarle un dulce a un niño ya lo verás ¿estamos?
    —No sé.
    —De acuerdo olvidalo empezó a irse Güili.
    —Esperá dejame que lo piense siquiera.
    —Tenés hasta las ocho le dijo Güili alejándose.
    Humberto y Leonel Santana estudiaban en el Liceo Javier. El padre, don Gerardo, inmigrante español, había dejado su nativa Santa Cruz de Tenerife muy joven y probado fortuna primero en Santo Domingo, luego en Cuba y finalmente en tierra firme, en un inconsciente afán por seguir los pasos de sus antepasados conquistadores más de cuatrocientos años antes. En Guatemala, ayudado por la Colonia Española, puso una tienda de ultramarinos —La Confianza— y prosperó rápidamente vendiendo sardinas, embutidos, vinos y abarrotes. Una indígena cobanera, Tomasa, prestada por un paisano para que lo ayudara en los menesteres de la casa, le hiciera la comida y lo cuidara, pronto se convirtió en su mujer. La gente lo miraba extrañada y hasta le hacían la broma de que era como antes cuando los españoles forzaban a las indias, pero la cosa parecía ir en serio, especialmente al nacer el primer hijo al que nombró Humberto. Y luego el segundo, Leonel. Don Gerardo y Tomasa parecían llevarse muy bien y el negocio funcionaba de maravilla. Cuando quiso poner a los niños en el colegio, se topó con que los jesuitas solamente aceptaban a hijos legítimos. Se casó con Tomasa y el primer valladar quedó salvado. Pero los niños Santana Tun eran motivo de burlas y discriminación por el segundo apellido. Como a don Gerardo no le gustaba andarse por las ramas, contrató a un abogado y agregando una a -después se enteró que tuna en inglés significaba atún, y como él vendía a esos congéneres enlatados, le hizo gracia- quedó salvado ese segundo contratiempo. Tomasa Tuna de Santana fue una buena esposa, una buena madre y una buena administradora. Cuando don Gerardo se hizo de otra mujer —ladina esta vez—, ya tenía la sartén por el mango y lo echó de la casa. El protestó, dijo que quien se iba a ir a la calle era ella con sus malditos bastardos mestizos y un montón de barbaridades más, pero desistió de una vez por todas cuando los machetudos hermanos de Tomasa hicieron viaje expreso desde Cobán y se posesionaron rápidamente de casa y tienda y cuenta bancaria  y  allí terminó el problema.  No para don Gerardo,  porque la otra mujer al enterarse que el viejo se había quedado sin negocio y sin blanca, lo abandonó de inmediato. Solo y con muy mala salud —una antigua afección pulmonar lo hacía escupir sangre— terminó en una pequeña churrería que los paisanos le pusieron cerca del Mercado Central y allí se fue consumiendo hasta que un día lo encontraron totalmente enjuto y sin vida. Tomasa, que tenía su carácter y que se había negado desde entonces a perdonarlo y a verlo de nuevo, le pagó un entierro decoroso, le mandó a hacer una lápida cristiana y para el día de los muertos cada primero de noviembre había flores sobre su tumba. Estaba orgullosa de sus hijos que, aunque tenían la piel blanca como su padre, conservaban las facciones de su raza que tanto la enorgullecían. Pagó un abogado, quitó la a de más y les devolvió el apellido original. Los sacó del Liceo Javier y los puso a estudiar en la Escuela de Comercio, porque aunque sus hermanos Pascual y Gonzalo la ayudaban en la tienda, bien sabía que ellos se irían algún día con su propia mujer e hijos, y alguien tenía que sacar adelante el negocio cuando eso ocurriera.
    Ultramarinos “La Confianza” pasó a llamarse Depósito “La Cobanerita” y había cambiado de tal forma que ahora vendían granos básicos al por mayor y al menudeo, aguardiente blanco nacional y no vino español, tamales y chuchitos en vez de embutidos extremeños. Humberto Santana Tun sacó su título de Contador Público y, en contra de la voluntad de su madre, se puso a trabajar para un ingenio de azúcar de la costa sur. Leonel no terminó sus estudios, prefirió pegarse a los talones de sus tíos Pascual y Gonzalo y así poder aprender los secretos de la compra-venta y del regateo. Conocieron a Floridalma cuando todavía estudiaban en el Javier. Sor Narcisa y su coro de niñas se presentaban con ocasión del día de la Virgen de la Asunción, patrona de la ciudad. Ambos coincidieron en que cantaba como los ángeles y en que, además era muy bonita. Pero no la volvieron a ver sino unos años después en su baile de graduación como Maestra en el Club Guatemala.  Allí,  con lágrimas en los ojos,  cantó ella por última vez con sus compañeras de promoción y ambos hermanos se sintieron, literalmente, transportados al mismísimo paraíso con su voz y su presencia.
    —¡Fiúuuuu! silba Gabriel.
    —¡Fiúuuuu! silba Güili saliendo de las sombras creí que no ibas a venir.
    —Por poco no puedo se excusa Gabriel mi hermana está mala con fiebre.
    —Bueno hacéme una señal si hay moros en la costa se va sin más explicaciones.
    Güili trepa ágilmente por las cajas de embarque de maquinaria pesada que están apiladas en los patios del ferrocarril contra la pared de la Sombrerería Stetson y llega hasta el techo. Gabriel lo ve desaparecer. Busca entre sus bolsillos y saca un cigarrillo Payasos. Lo enciende, da un par de chupadas y lo apaga de inmediato, mirando a su alrededor asustado. Pero no hay nadie más. A lo lejos se distingue la caseta del watchman alumbrada con una lámpara de señales. Escucha el largo y melancólico pito del tren de las ocho de la noche en la distancia. Viene atrasado, piensa, mordiéndose las uñas. Voltea hacia arriba, pero ni señales de Güili. El tiempo transcurrido —¿diez, quince minutos?— le parece una eternidad. Ya escucha el cadencioso chaca-chaca de la máquina que se aproxima por el norte y observa que el guachimán ha salido de su caseta para prevenir con su luz roja a los pocos vehículos automotores que cruzan las vías a esas horas. Un hombre camina en su dirección. Parece un obrero por su facha, pero no puede distinguirlo bien con esa oscurana y a esa distancia. El tren de pasajeros pasa frente a él con una sucesión de luzazos cuadrados que son las ventanillas y decenas de cabezas asomadas. Un brequero va en el techo del último vagón, de pie, las piernas separadas —como un marinero que resiste el embate de las olas— y se pierde rumbo a la Estación Central. El obrero, que había quedado del otro lado esperando el paso del tren, ya está junto a él. Le dice algo. Sí papa, responde y camina con don Gabriel, un pasito retrasado, rumbo a su casa.
    Humberto le gustaba porque se parecía a la imagen de San Sebastián que había en el colegio. A pesar de tener varias flechas atravesadas en su cuerpo, mantenía una expresión tranquila y una mirada —entonces no lo sabía, pero debía ser ese aire mediterráneo en sus ojos— clara y profunda que, lejos de intimidarla, le brindaba paz y sociego. Tenía, sin embargo, un algo animal, una fuerza que parecía venir de adentro y que la inquietaba a ratos —es muy sensual, se parece a Robert Taylor, le había dicho una amiga y las dos rieron nerviosas—. Leonel, por otra parte, aunque un poco más bajo de estatura, de complexión fuerte, nariz aguileña, pómulos prominentes y labios carnosos. En Leonel el mestizaje estaba un poco más marcado que en su hermano, a pesar de tener castaño y ligeramente ondulado el cabello. Eran, contemplaba a solas en su cuarto las fotografías autografiadas con románticas leyendas, la imagen viva de Caín y Abel —¿por qué decía eso?—, se persignaba arrepentida de sus pensamientos. No, Leonel no sería capaz de hacerle daño a su hermano ni con el pétalo de una rosa, mucho menos con la quijada de un burro. Ambos le gustaban mucho y sabía que se estaba enfrentando a una salomónica decisión donde tendría que escoger a uno —la otra posibilidad era ninguno o, sonreía maliciosamente, los dos—. Volvía a persignarse sonrojada, prometiéndose que apartaría de la mente cualquier pensamiento sucio y pecaminoso. Pero la decisión no era fácil. Además, siempre escoltada por los dos, la oportunidad de hablar a solas con cada uno de ellos no se presentaba. Hasta que, por esas cosas del destino, Leonel tuvo que ser operado de emergencia. Peritonitis aguda. Desde su cama, todavía envuelto entre los vapores de la anestesia, Leonel cerró los ojos para no mirar lo que se le venía encima viéndolos partir juntos. Esa noche tuvo fiebre alta y los médicos temieron por su vida.
    —¿Qué estabas haciendo allí? le preguntó fúrico don Gabriel.
    —Ya se lo dije mil veces papa.
    —¡Tu hermana derritiéndose de la calentura y el señorito haciendo ni mierda en la línea!
    —Fue por unos minutos nada más dijo cansado Gabriel.
    —Suerte que yo pasaba por allí ¡si no! dijo un poco más calmado don Gabriel.
    —¡Paquita está diciendo cosas raras! entra asustado Eusebio el hijo chiquito ¡tiene los ojos como tecolote!
    —Si me entero que andás metido en lo de la Sombrerería te va a llevar la gran puta ¿oíste? le gritó a la cara en otro acceso de cólera.
    —Sí papa digo no papa.
    —¡Y vos Chebo decile a tu mamá que le dé a la Paquita un par de Mejorales con limonada caliente en vez de quedarte allí con la oreja parada!
    Tomasa Tun viuda de Santana —porque seguía siéndolo al no haberse divorciado— miraba con los característicos ojos negros de su raza dos realidades enfrentadas. Por un lado, su condición de india pura con todas las implicaciones que eso tenía en una sociedad predominantemente ladina y por el otro, el desarrollo de sus hijos que de indios no tenían más que el segundo apellido. Nunca me imaginé que fuera a ocurrir. Cuando entré al servicio de don Gerardo, ni se me pasó por la mente que iba a terminar siendo su mujer. Al principio, don Gerardo me chuleaba, me decía cosas al oído, me miraba de arriba a abajo con ojitos pícaros. Después empezó a tocarme las nalgas, las chiches, a arrinconarme contra el mostrador. Yo me reía y le daba uno que otro manotazo y le decía ¡ay don Gerardo!, pero el mentado señor lo que quería era cojerme, seguro. El juego no duró mucho porque una noche, aunque yo atrancaba la puerta de mi cuarto, a saber cómo hizo para entrar. Y sin decir una palabra me arrancó el corte, me tumbó sobre el camastro y, pues, a la fuerza trataba de separarme las piernas. Don Gerardo estaba bolo, yo nunca lo había visto así,  y me decía un montón de cosas que no  pude  entender  muy  bien  sino tiempo después cuando ya era su mujer y me lo explicaba con otras palabras. Me decía no he cruzado los mares por nada, he venido a comenzar la historia y hurgaba entre mis piernas como buscando algo que se le había perdido. Me dio miedo. Faustino me atalayaba en el río y yo hacía como si no me daba cuenta que estaba allí. Yo lavaba la ropa aporreándola contra las piedras y Faustino seguía mirándome. Yo me bañaba en el río y allí estaba él como una estatua de roca. Yo me iba y no lo volvía a ver sino hasta que regresaba al río a lavar la ropa y a bañarme. Un día me esperó en el camino y me arrastró a unos matorrales. Me desvistió como lo hizo don Gerardo, me tumbó sobre la yerba y se subió sobre mí. Pero era diferente. Faustino no hurgaba entre mis piernas. Faustino me hizo lo que el gallo a la gallina, lo que el toro a la vaca, lo que el chucho a su chucha, lo que el tata a la nana. Me dio miedo por eso. Agarré la tranca que ponía en la puerta y le di en la cabeza. No le pegué tan fuerte. Creo que la borrachera pudo más y se quedó dormido en mi catre. Lo dejé allí y me fui a su cuarto y me acosté en su cama. Lo sentí llegar de madrugada y desnudarse. Se metió en la cama y sin decirme una palabra, se puso a buscar entre sus piernas algo que él sí sabía que tenía allí y me hizo lo que el macho le hace a la hembra y me convertí en su mujer. Así fue como pasó. Don Gerardo tenía cincuenta y tres. Tomasa acababa de cumplir los dieciseis años.
    Esa mañana, como a las siete y media, empezó el relajo. La Sombrerería Stetson estaba llena de gente. Un policía uniformado impedía la entrada de curiosos en la puerta y a su lado, en línea recta, se encontraban doña Olivia, Pili y Neli, éstas últimas recién bañadas, pulcras, con sus uniformes y bolsones de la escuela en la mano. Un poco más allá, a su derecha, don Humberto y doña Flori, acompañados por una llorosa e inconsolable Andrea. Un poco más atrás, don Gabriel, Gabriel y Eusebio, los tres con cara de a mí no me pregunten nada que no sé. Llegaban en ese momento  Hilda,  con la panza de ocho meses por lo menos y un moretón sobre el pómulo y Bone, con su caracterítico corte de cabello a la flat top y su esquiva mirada. No parecía faltar nadie de la cuadra, a excepción de doña Marta que estaba cuidando a la afiebrada Paquita y de doña Angeles, la anciana casi centenaria que vivía en la esquina de la 15 avenida “A”, donde las muñecas, y que tenía fama de medio bruja porque en alguna época había tirado las cartas y leído la mano, pero que ahora se dedicaba al cuidado de sus incontables perros y gatos. Un Packard color chocolate de San José Pinula se abrió paso entre la muchedumbre y de él descendió un hombre de traje negro, corbata gris de pajarito y un portafolios en la mano. La puerta se entreabrió para dejarlo pasar, cerrándose detrás de él con un murmullo de desaprobación de los presentes. Minutos después, la puerta se abría de nuevo y una docena de personas salieron rápidas. Entre dos policías estaba Güili. Doña Olivia se desmayó. Pili y Neli rompieron a llorar desesperadas. Don Humberto y doña Flori no sabían si atender a doña Olivia que estaba desparramada en el suelo o si contener a Andrea que gritaba y trataba de abrirse paso hacia Güili, quien en ese momento era introducido en el Packard color chocolate junto con los policías y el señor del portafolios. El automóvil partió no sin un poco de dificultad, dejando a la gente en un estado de confusión e histeria indescriptibles.
    —¡Mi hijo mi hijo! grita doña Olivia recreando una estampa de la pasión de Cristo según San Mateo.
    —¿Qué pasa? ¿qué fue? ¿por qué se lo llevan? interroga Bone aprovechándose de la situación para empujar bruscamente a Hilda.
    —¡Quiero hacer pipí! anuncia Pili que siempre que está nerviosa le pasa.
    —Regáleme veinticinco len papa pide Eusebio a don Gabriel tratando de sacar ventaja de la confusión.
    —Calma calma le sopla en la frente doña Flori a doña Olivia.
    —¡La fuente se me rompió la fuente! grita Hilda.
    —¡Hija hija! suelta doña Flori a doña Olivia que se da un porrazo en la cabeza contra el piso de la banqueta.
    —¡Valor hija! llega al lado de su hija don Humberto.
    —¡Qué veinticinco centavos ni qué nada! le dice don Gabriel a su hijo Eusebio ¡y mejor andate para la casa antes de que te dé un par de cinchazos!
    —¡Aire necesita aire! exclama Bone refiriéndose a doña Olivia en el suelo.
    —¡Güili no se lleven a Güili desgraciados! grita Neli.
    —¡Pipí! dice Pili parada sobre en charquito de meados.
    —¡Hay que llamar a un doctor rápido! urge Andrea refiriéndose a su embarazada hermana.
    —¡Circulen circulen! es el policía que trata de disolver la aglomeración.
    El largo silbatazo del tren anuncia el convoy de banano de las ocho de la mañana rumbo a la costa sur.



C U A T R O

ALLI ESTABA OTRA VEZ. Abre los ojos totalmente bañado en sudor, temblando, sin atreverse siquiera a extender la mano y encender la lámpara porque eso significaría que el sueño terminaba y daba comienzo la realidad. O al revés. El mismo sueño. La misma realidad. Partes indivisibles de un ser, la una subordinada a la otra, dependiente de ese estado lleno de lugares comunes, de repeticiones, la ausencia de novedades que lo conducen peligrosamente a un lado y otro de esa fina línea divisoria entre la razón y la locura. Si dormido, soñaba que estaba despierto. Si despierto, el sueño lo arrastraba a dormir. Montaba a pelo en esa línea curva que se expande indefinidamente alrededor de un punto, alejándose más de él en cada una de sus vueltas. El punto representando el relativo constante de su existencia. Como en una fotografía donde el clic del disparador de la cámara congela el momento, esa fracción de tiempo, con la imagen alejándose en la espiral de lo anterior y posterior, del ayer y del mañana. Física pura. Química pura. Anteproyecto de lo ya realizado. Negación de la temporalidad. Afirmación de la ubicuidad. El clac del interruptor de la lámpara es un disparo de luz. Así le parece. Un fogonazo que rasga la noche y desvela un sol artificial. La fría sensación de viscosidad en su cuerpo lo lleva a la ducha. El  agua  gratifica  sus  sentidos.  El  chorro  golpea su piel produciendo salpicaduras de múltiples colores que rebotan en las paredes, el techo, el piso; nuevamente en su cuerpo mientras otras se desprenden de él, disparándose al techo, al piso, a las paredes en interminable sucesión que concluye cuando cierra los ojos. Y cerrar los ojos es apagar la luz de la conciencia. Es encender la luz a ese estado en que el individuo no se da cuenta exacta del alcance de sus palabras o actos. Estado de gracia. Total inocencia frente a las nociones del bien y del mal. El agua hace lo que el fuego entre el cielo y la tierra. Purificado vuelve a la cama. Esa isla donde naufragan los sueños de la vida y se mueren los corderos y los machos cabríos. ¿Qué hora es? ¿Qué día? ¿Qué lugar? ¿Qué papel le toca jugar en esa interminable secuencia de acompasados impulsos, de constantes fluidos, de periódicas secreciones, donde todo parece girar alrededor del reloj en un rock'n roll vertiginoso entre el acoplamiento sexual, la simbiosis, la metamorfosis, la fotosíntesis, el ciclo vital que desemboca en los abismos del inframundo con círculos infernales plagados de errores y condenaciones, de horrores y tribulaciones, de accidentes y cataclismos, de corrupción y podredumbre? Allí estaba ese espacio otra vez. Ruedo, circo, estadio, tablado, arena, campo de honor, auditorio. Tan lleno y tan vacío a la vez, claro y oscuro, claroscuro en la paleta monocromática del creador de mitos y realidades. Claustro y tribuna, templo y burdel, ¿sueño o realidad? Dormir y despertar, eso es todo.
    —Me gustas le dice Gabriel a Verónica.
    —También tú le dice Verónica a Gabriel.
    —Desde el primer día.
    —Eso fue ayer ríe Verónica.
    —¿Voy demasiado aprisa? pregunta tomándole la mano.
    —Depende de a dónde quieras llegar dice ella retirándola suavemente.
    —Al final dice Gabriel mirándola fijamente a los ojos.
    —Eso queda lejos dice ella sosteniéndole la mirada.
    —Mejor sonríe Gabriel porque no pienso perderte.
    —Debo irme afirma ella no depende de mí.
    —¿Y si te lo pidiera?
    —No.
    —¿Y si no te dejara partir?
    —No.
    —¿Es la despedida?
    —Sí.
    —Lo siento Verónica.
    —También yo Gabriel.
    Se encuentra solo. Por largo tiempo permanece inmóvil, contemplando su horizonte. Camina despacio, las manos en los bolsillos, la boca entreabierta, la respiración agitada. El piso cruje a sus pies. Se detiene en el centro, la espalda encorvada, los hombros caídos, cabizbajo. Alguien se acerca. Siente su presencia, su olor. Escucha sus pasos, la respiración. Sabe que de él depende poner punto final a todo. ¿En el sueño o en la realidad? No importa, sigue allí, a sus espaldas, esperando a que él se vuelva. ¡Fácil sería huir, correr sin mirar atrás! Pero no lo hace. Está clavado en el centro de ese espacio cuando siente su mano en el hombro.
    —No puedo hablar sobre eso ahora le dice Verónica.
    —Está bien dice Gabriel no importa.
    —Tal vez después sonríe tristemente ella cuando nos encontremos y ya la barbilla nos llegue al ombligo de viejitos.
    —Estaré esperando ese momento toda la vida afirma él.
    —Bueno dice ella suavemente es la hora.
    —Sí susurra él ya es la hora.
    —Trata de ser feliz.
    —También tú.
    —Adiós Gabriel.
    —Adiós Verónica.
    Sabe lo que va a pasar. Siempre en ese punto, ocurre lo mismo. Se vuelve. Ella le tiende la mano. La suya está tan caliente y abrigada dentro del bolsillo que le cuesta trabajo sacarla y estrechársela. Todavía no se tocan. El pensamiento va adelante de la acción, eso es lo que pasa. Cuando la toma de la mano ya está pensando en retirarla porque la tiene fría y húmeda. Se encoge de hombros como disculpándose. Pero ésta se le prende fuertemente. Por eso no quería dársela, porque le hace doler hasta los huesos. Sin embargo ya está ocurriendo otra vez. Es como montarse en una rueda de caballitos donde en cada giro volvemos al mismo lugar. Al mismo lugar pero en diferente tiempo. Es curioso, se dice, ¿y si tampoco fuera el mismo lugar? Veamos. El universo está en movimiento continuo. Los planetas, el sol, la luna. En apariencia todo sigue en el mismo sitio, pero no es así. Damos la vuelta en el tiovivo, el círculo se cierra, volvemos al principio de la acción pero todo ha cambiado. No el sueño. La realidad tampoco.
    —¿Y si tan sólo?
    —¿Qué?
    —¿Si pretendiéramos que no es así? se aventura a proponer Gabriel.
    —¿Como en las películas cuando la heroína atada a las vías del tren está a punto de morir y en el último momento llega a todo galope el traidito y la salva? pregunta Verónica con un dejo de impaciencia en la voz.
    —¡Sí! afirma vehementemente.
    —Si estuviéramos soñando.
    —Si estuviéramos despiertos.
    —Sería hermoso.
    —Si dice Gabriel.
    —Si dice Verónica.
    Apaga la luz de nuevo. Ya amanece, el día se filtra diáfano por la ventana. Ella duerme aún hecha un ovillo a su lado. Ajena al sueño. Ajena a la realidad. Sumida en las profundidades de la inconsciencia. Soñando acaso que duerme a pierna suelta o que sueña que duerme o que sueña despierta. Afuera se escucha el canto de pájaros y el ronroneo de motores entremezclados en una partitura de disonantes acordes. Al apagar la luz, apagó también la llave de la ilusión. Esa ilusión que, sin lugar a dudas, lo mantiene vivo. Como un moderno conde Vlad se nutre de la sangre de sus propios fantasmas, de su íntima frustración, de su fantasía desbordante, pero también, como él, susceptible a la luz, muere cada día.
    —Tenés que dejarla ir le dice Güili con gravedad.
    —¿Por qué? pregunta Gabriel.
    —Es muy joven afirma Güili le doblás la edad.
    —Yo tampoco soy un viejo a los treinta y dos años protesta Gabriel.
    —Dale tiempo al tiempo ¿cómo explicártelo? mirá mi caso con Andrea.
    —Es diferente.
    —Claro no quiero decir eso se enreda un poco en las palabras Güili lo que quiero decir es que el amor no tiene mucho que ver en una relación ¿quién iba a decir que Andrea y yo duraríamos más allá de una semana? nadie daba un centavo por nuestro matrimonio.
    —¿Sos feliz con ella?
    —¿Eso qué importa? tenemos dos hijos tarjetas de crédito hipotecas jornadas de doce horas de trabajo membresía en el Club Campestre La Montaña.
    —¿Se aman?
    —Mi querido Gabriel si seguirás siendo el mismo romántico soñador de siempre le palmea amistosamente el lomo Güili ¿amor? una buena escopeta cargada es suficiente ¿qué más le vas a pedir a la vida?
    ¿Qué decir de la autocompasión, de la autoestima y de todos los autos de fe? Para él terminan donde comienza la conciencia. Por espantosa que sea la pesadilla, por aterrorizante que sea la realidad, existe un punto muerto entre ambas inconmensurablemente peor. Y es allí, exactamente, donde se encuentra cada vez que extiende el brazo, en ese movimiento mecánico largamente postergado, para apagar la luz. Pero ya no importa. Ella se encuentra hecha un ovillo a su lado. Pronto va a abrir los ojos y se le quedará mirando como siempre con esos ojos de yo te dije que así iba a ser la cosa. Luego tomará aire y se impulsará en un movimiento rápido para sentarse al borde de la cama y levantarse. En la televisión aparece el noticiero de la mañana con sus notas rojas, amarillas, pronósticos del tiempo y cortes comerciales. Nada nuevo bajo el sol. Ha muerto un personaje ilustre de la farándula, manifiestan los jubilados y las viudas de los desaparecidos, anuncian un alza en las tarifas de la energía eléctrica, lloviznas leves por la tarde, sangriento golpe de estado en una nueva nación africana, encontrados varios cadáveres con el característico tiro de gracia, voladura de un puente en la costa sur, desalojo por la fuerza de los invasores de tierras, alto funcionario acusado de narcotraficante, el dólar se fortalece en el oriente, eliminatorias para el mundial de futbol, corrupción en la confederación deportiva, bloqueo comercial a las islas del Caribe,  posible cura para el mal del siglo,  tome ron cual el ron de la, fume tal el cigarrillo de
    —¿Cómo estás? le tiende la mano Gabriel.
    —¡Qué gusto verte! ignora la mano y lo abraza y besa Andrea.
    —No has cambiado nada le dice Gabriel.
    —Sigo siendo la misma le dice Andrea poniéndose de perfil y señalando su nariz levantada con el dedo índice.
    —Bueno sonríe Güili se lo dije no sé cuándo uno con sus tragos no se calla nada.
    —Lo supe desde entonces protesta Andrea.
    —¡Cosas de patojos! se excusa Gabriel.
    —No importa lo toma del brazo y lo conduce a la sala.
    —Bonita casa observa Gabriel.
    —Gracias agradece la cortesía Andrea ¿quieres algo de tomar?
    —Agua gracias ¿y los niños?
    —En el colegio Gabrielito pasó a sexto grado y la nena a tercero ¿te gustan las polvorosas? ¡claro que sí! acabo de hornear algunas dice Andrea saliendo rápida.
    —¿Qué te parece? le pregunta Güili.
    —Lo dicho me parece increíble exclama Gabriel.
    —¿A qué te referís?
    —¿Y vos?
    —Yo al home, sweet home.
    —Yo a lo mismo.
    —Pasa el tiempo vos Gabriel.
    —Pasa el tiempo vos Güili.
    Dicen que en la noche, al amparo de las sombras, los espíritus vagan, juguetean, se burlan, hacen travesuras, arrastran sus pesadas cadenas, cambian las cosas de lugar, las rompen, producen ruidos, crujidos, traqueteos. Con la llegada del día, las almas en pena descansan o, posiblemente, pasan inadvertidas entre los ires y venires cotidianos. De noche todo muere. La ausencia de la luz mata el color, la forma. Con el sol, todo reverdece, brilla y define sus aristas, contornos, planos. Por eso, cuando llega la oscuridad, agua, semen, sangre, lágrimas se confunden en una escalofriante sensación de humedad que lo disfraza todo, pero que también lo magnifica en una dimensión donde los sentidos se subordinan a la mente, creando en vez de percibir. Es lo que hace tan temido ese momento. Eso aguijoneó el ingenio de un Edison con su lámpara incandescente, de un Tesla con las corrientes de alta tensión, de un Newton y su descomposición de la luz con un prisma.
    —Yo acababa de cumplir dieciseis años el veinticinco de enero y mi tía Anselma hermana de mi mamá me lo presentó como una tía presenta a su sobrina y le dice es la hija de mi hermana que volvía del extranjero después de siete años y él agradecía las felicitaciones de cumpleaños porque el pasado veintitres de febrero había cumplido treinta y dos ¿verdad que es guapo? me preguntó mi tía cuando estábamos a solas y yo le respondí que sí pero sin dejar salir mis emociones que me provocaban un nudo en la garganta y un mariposeo en el estómago y aceleradas palpitaciones en mi corazón todavía virgen porque la otra pues la había perdido más por curiosidad que por otra cosa unos días antes con un argentino hippie amigo de mi hermana pero yo seguía intacta de aquí y de aquí ¡qué lío! había oído hablar a mis amigas mayores y más experimentadas pero no sangré ni sentí dolor porque en mi familia las mujeres hemos tenido hímen elástico o no lo hemos tenido ¡quién sabe! todo ocurrió muy rápido con ese hombre y yo pensaba que casi podía ser mi papá y era casado lo supe por mi tía y también que estaba en los trámites del divorcio pero aún así no podía dejar de pensar en él y buscaba cualquier pretexto para preguntarle a mi tía a tal grado que se me quedó mirando muy seria y me dijo ¡cuidado niña! y mi tía se lo dijo a mi mamá y mi mamá entre risa y risa exclamaba ¡qué Verónica esta! pero nunca imaginó ¿o tal vez sí con ese sexto sentido que dicen que tienen las madres? que yo lo había visto de nuevo y que nos habíamos dicho lo mucho que nos gustábamos y que habíamos hecho el amor y que nos habíamos despedido para siempre ¿por qué? es difícil de explicar porque puedo hablar libremente de sexo y de mi primera experiencia y de mis otras experiencias pero no de ¡bueno! pues mi familia estaba metida en política y es todo lo que puedo decir por el momento sin entrar en detalles engorrosos porque cuando has vivido como yo tanto tiempo en el extranjero pierdes sensibilidad con la distancia ¡a ver si me explico! en el extranjero las noticias suenan realmente espeluznantes y dejan poco a la imaginación pero aquí las cosas estaban tan cercanas tan vívidas que podías tocarlas y podían tocarte con ese rigor que significa encontrarse entre la vida y la muerte a cada instante pero volviendo a ese despertar a la sensualidad y a la voluptuosidad que significa enamorarse por primera vez allí estaba esa paz y al mismo tiempo desasosiego que se siente frente al objeto de tu deseo y sobre todo frente a tu intimidad cuando sabes que has crecido ¿por qué digo esto? porque por un lado estaba el amor pero por el otro la conciencia y quiero decir que en cierto modo la pérdida de la inocencia para “sacrificar” así entre comillas lo uno por lo otro porque cuando yo vivía allá donde vivía ese era mi mundo y no me faltaba más nada hasta que mi familia decidió que volviéramos y en ese momento sentí miedo porque ya no era una niña y sabía que iría al encuentro de mi destino o al reencuentro de lo que había dejado atrás y apenas recordaba pero era más que eso estoy segura porque pude quedarme ¿por qué no lo hice? no lo sé tal vez porque debía conocer a cierto joven argentino de cabellos largos que tocaba la guitarra y al amigo de mi tía Anselma y de alguna manera establecer los parámetros  entre  los  dos  opuestos que significaban el uno más cercano a mi ideal de vida libre y sin responsabilidades y el otro que apuntaba hacia una familia y un hogar como el que yo nunca había tenido realmente ¿la verdad? se lo dije a mi papá y él tuvo una de esas explosiones propias de su temperamento y coincidió con mi tía y con mi mamá en que debían alejarme de ese hombre cuanto antes para que se me pasara la ilusión y me olvidara y todas esas cosas que se dicen cuando quieren protegerte y no saben que lo que en realidad están haciendo es torcer tu camino hacia el lado que les indica la brújula de su propia experiencia y que no es precisamente lo que te conviene a ti porque eres una persona diferente a otra cualquiera de la bendita creación y se los hice ver ¡se armó un jaleo terrible! mi mamá dijo que era tan anarquista como mi papá mi papá dijo que había salido de cascos tan ligeros como mi mamá mi tía Anselma que se encontraba entre los dos como un árbitro decía que el amor libre era una opción y los dos la callaron ¡bueno! volví a verlo en la misma cafetería de la primera vez y no sé por qué lo hice ya que todo estaba dicho y si sé que lo hice porque era una forma enfermiza de hurgar en la herida ¿él? no insistió en que me quedara porque sabía que no dependía enteramente de mí y permanecimos a lo largo de una hora sin decirnos una palabra ¡qué cantidad de cosas caben en el silencio! mis papás se separaron cuando yo tenía tres años y luego nos fuimos y él se quedó porque por un lado la vida en común ya no era posible y por el otro sus actividades en pues su trabajo así se lo exigían ¡mi papá! necesitarías mucho papel y tinta para escribirlo y ahora estamos hablando de Gabriel y de mis dieciseis años y ¿por qué me causa tanta amargura y gozo al mismo tiempo? tal vez estaba impreso en las líneas de mi mano así me lo dijo una adivina y aunque nunca he creído ni dejado de creer hay coincidencias admirables porque nadie escapa a su destino ni nadie muere en la víspera.
    Si tan sólo se pudieran cerrar los ojos y olvidar, piensa frente a ese espacio inmenso que se abre a sus pies, frente a sus ojos. Si la mente fuera como una película sensible de fotografía que se vela al exponerse a la luz, bastaría con cerrar los ojos, por ejemplo, abrirlos otra vez y borrarlo todo. Eso dejaría más espacio a nuevos sueños, nuevas ilusiones, otras experiencias sin dolorosos y molestos rastros del pasado y reminiscencias del futuro. Pero no es posible, al menos que se perdiera la razón. Enloquecer como una cabra. La mente en blanco para limpiarla de prejuicios, tabúes, pudores, temores, dioses y adoraciones. Vivir al día, el día y la noche sin mandamientos, leyes, normas, reglamentos, remordimientos, gritos de la moda, actos de fe, protocolos, sin pesadillas recurrentes, sin malos sueños por entregas. Sin embargo allí estaba ese espacio otra vez, como una vulva abierta a la fantasía cotidiana de nacimiento y muerte —estrecho pasaje de ida y vuelta—, del ser o no ser que el humano en su infinitesimal calidad de miserable grano del universo por un lado y de omnipotente creador y hacedor de voluntades por el otro, atesora. Blanco y negro. Adentro y afuera. Aquí y allá. Todo y nada. Opuestos que se tocan, empujan, aprietan, comprimen y, al mismo tiempo, separan, distancian, extrañan.
    —En esos días acababa yo de pasar por una crisis de esas que lo dejan a uno hablando solo y sin ganas de meterse a líos nuevamente así que cuando la conocí me pareció una criatura encantadora pero inalcanzable y no le di mayor importancia hasta que Anselma su tía me dijo que yo le gustaba mucho a su sobrina y me la empezó no sé si fue sin querer o queriendo a meter entre ceja y ceja hasta que yo le dije a Anselma medio en serio medio en broma que para gato viejo ratón joven y entonces le vi en los ojos esa expresión de entre susto e incredulidad que no pudo disimular a pesar de los grandes esfuerzos que hizo pero ya estaba dicho y la bola de nieve empezaba a rodar ladera abajo creciendo y creciendo cada vez más al mismo tiempo que adquiría mayor velocidad y poder ¡de ninguna manera! no es fácil explicar cuando el tiempo y la distancia se han encargado junto con el sol y el calor de producir espejismos en el desierto pero decía que en ese momento Anselma debió arrepentirse de todos sus pecados porque no volvió a decirme una palabra sobre su sobrina y porque me esquivaba o se portaba seria y lacónica a pesar de que trabajábamos juntos ¿yo? bueno la verdad es que el día o la tarde más bien en que la conocí me cargaba una depresión de padre y señor mío y al verla fue como si ella y yo hubiéramos sido los únicos habitantes de la tierra como modernos Adán y Eva en el jardín del Edén y como si me hubiera caído un rayo pegándome en la coronilla y sacudiéndome de pies a cabeza las dos cosas al mismo tiempo si se entiende lo que quiero decir y sí se entiende por supuesto porque ¿quién no ha estado enamorado alguna vez en su vida? pero volviendo al asunto de mi situación sentimental yo estaba entre la espada y la pared porque aunque el trámite de divorcio seguía su curso yo de alguna manera tenía cierta dependencia y muchas dudas después de siete años de vida en común y de dos hijos pero por el otro lado ella llegaba a mí no como una tabla de salvación sino como tierra virgen y propicia para la siembra y la cosecha ¿que qué hice? no mucho porque no dependía de mí o de ella porque estábamos atrapados en ese aprietacanuto que la sociedad impone en nombre de la moral y las buenas costumbres y la tradición y todas esas sandeces que estamos acostumbrados a escuchar y sufrir desde siempre y porque cuando se dice adiós eso significa el final y el final es terminal y definitivo al menos que se diera un reencuentro posterior pero eso ya es otra cosa y estábamos en lo que yo podía hacer al respecto y era nada como dije antes y me resigné a que así fuera porque entre otras cosas me sentía cansado de luchar y estaba decidido a dejar que todo siguiera su curso natural ¿cobardía? tal vez sea la palabra adecuada aunque más bien yo diría que no me faltaba el valor sino el ánimo para ir al rompe y rasga como en la lucha libre ¡en fin! quería y no quería embarcarme en una nueva aventura con la herida abierta y fresca de mi anterior fracaso sobre todo porque ella con ese candor y esa frescura que sólo puede darse a los dieciseis años me había dejado penetrar a su intimidad y beber de sus labios las ansias de vivir y morir  al mismo tiempo  y  eso era lo que pasaba y lo que iba a pasar con su partida y yo sabía que así estaba escrito en algún lugar y que lo que está escrito escrito está y no pienso entrar en discusión respecto a eso pero sí puntualizar sobre el hecho de la fatalidad que nos envuelve en cada segundo de nuestra existencia aunque a mí me parecía que sí debía dejarla ir y punto.
    —¿Hay algo que podamos hacer? pregunta Andrea dando un pequeño mordizco a su polvorosa.
    —Lo que sea tercia Güili vos sólo tenés que decirlo.
    —No gracias responde Gabriel tomando un sorbo de café para evitar atragantarse.
    —¿Se ha ido?
    —Mañana.
    —Agua que no has de beber dice Andrea.
    —Déjala correr concluye Güili.
    —Sí pues se pone de pie Gabriel como impulsado por un resorte.
    —Vení cuando querrás esta es tu casa.
    —Y no se te vaya a ocurrir irte sin despedirte arruga la nariz Andrea con su gesto característico.
    —Ustedes serán los primeros en enterarse promete Gabriel.
    —Sí adiós.
    —Adiós adiós.
    La pesadilla se filtra por la cerradura de la habitación, como hace el vampiro. Según esas creencias, la idea del vampiro se asocia a la pesadilla nocturna en un aspecto erótico, así como que los difuntos o espíritus pueden tener unión sexual con los seres vivientes. Un poco de esto se encuentra en la llamada posesión diabólica que se define como tener metido el demonio en el cuerpo. Cierra  el  libro  y  se  queda  pensando  en  la  serie  de  supersticiones  que gobiernan la existencia, confluyendo todas ellas hacia el rito de la sangre y de la muerte. En un momento más apagará la luz y tratará de enfrentarse nuevamente a la cotidiana lucha con las sombras, que no es otra cosa que un anticipo al prometido purgatorio de las ánimas.



C I N C O

CABEZAS, TORSOS, PIERNAS, BRAZOS, ojos y esqueletos de sombrillas inundan el lugar. La mortecina luz del farol de la esquina alcanza apenas para delinear los contornos, produciendo grotescos efectos de aterrorizantes dimensiones en el lugar. Güili está de pie, sudoroso, la respiración agitada, próximo a eyacular. Un ruido en la habitación vecina, donde sabe que doña Angeles duerme, lo hace detenerse, pero la voz, en un urgente susurro, le ruega que no pare. Güili se acomoda, le duelen los muslos por la posición, se baja un poco más los pantalones y sigue con un movimiento fuerte y rítmico. No es la primera vez que se encuentra donde las muñecas. Siempre que anda escaso de fondos para los cigarros o para ir al cine, esa visita le procura unos centavos. Y como no es del tipo exigente —un hoyo con pelos es más que suficiente para calentarlo— y carece de escrúpulos, para él está bien. Termina, limpia su miembro con el borde de la sábana, se sube los pantalones, se dirige al lugar donde sabe que está el dinero prometido, lo toma y sale tan silencioso como entrara pocos minutos antes. El fresco de la noche lo hace aspirar profundamente y, seguro de que nadie lo mira, camina presuroso en dirección opuesta a su casa para dar una vuelta a la manzana y despistar un poco.
    Doña  Angeles  y  Otto,  su  único  hijo,  vivían  en  esa  casona  desde  que  la  gente  tenía memoria. A la anciana se le veía poco, pero Otto ofrecía un espectáculo poco usual cuando, con la misma diligencia y continente que un cirujano o un carnicero, enfundado en su impecable bata blanca, trataba de implantar unos ojos en las vacías órbitas o de amputar un brazo del torso de la muñeca. Su piel clara y sonrosada y su corpulento y bonachón aspecto le hacían parecer el Gepeto de la historia de Pinocho, y como tenía la costumbre de tirarse unos potentes y ruidosos pedos cuando creía que nadie andaba cerca, le habían trabado el sobrenombre de Gepeto Ventoluchi y así se le conocía en el barrio y aún en otros hasta donde había llegado su fama de hábil relojero y restaurador de paraguas y muñecas, procurándose trabajo constantemente. Gabriel había entrado de aprendiz donde las muñecas, pero no duró mucho, entre otras cosas porque Otto se comportaba de manera extraña en su presencia, con insinuaciones primero y después lanzándose a la conquista abierta del mancebo que había caído en el lugar, ofreciéndole regalos y dinero a cambio de sus favores. Gabriel se lo contó a Güili. Güili se mataba de la risa y lo jodió por un tiempo con bromas pesadas sobre los extraños gustos de Otto el de las muñecas, pero nunca le dijo que él sí le había aceptado el reto y le pasaba fierro de vez en cuando.
    De doña Angeles no se sabía mucho. Dicen que un día llegaron un par de carretas tiradas por mulas con todas sus pertenencias y que se había instalado sola en la casa. Luego comadrearon por un tiempo sobre las visitas que recibía periódicamente de un señor con aspecto de extranjero que nunca pasaba la noche con ella. Después se supo que había tenido un hijo y que don Otto, que así se llamaba el hombre, era un relojero suizo, casado, que la tenía como querida. El joven Otto fue enviado por su padre a estudiar a Europa. En ese tiempo dicen que doña Angeles seguía viviendo sola en la casa sin casi dejarse ver, recibiendo las visitas de su hombre hasta que de pronto éstas cesaron por completo. Unos dicen que cayó en la gran guerra —contradicción enorme siendo Suiza neutral—,  otros que había vuelto a su natal país después de cumplir contrato  con  la Relojería La Perla; los más que simplemente se había aburrido de ella y conseguido otra amante —aunque nadie pudo precisar nunca dónde y quién—. Lo cierto es que doña Angeles sin hijo ni marido entró en una depresión profunda y se encerró a piedra y lodo, haciendo que se temiera por su seguridad y su vida. Tiempo después empezaba a rumorearse que lo que pasaba realmente era que esa vieja tenía poderes sobrenaturales, capacidad de adivinación, de curación y de ver el futuro. Por algunos años, a puerta cerrada, recibía pacientes de todo el país, de Centro América, Honduras Británica y el sur de México. Tiraba las cartas, leía la mano, preparaba pócimas contra el mal de ojo y deshacía entuertos. Recién cumplidos los veintidos años, Otto volvió al país hecho un profesional y se fue a trabajar a una de las principales relojerías de la ciudad. Pero el muchacho no estaba satisfecho. Su verdadera pasión no eran los relojes sino la reparación de muñecas y sombrillas. Seguía trabajando en la relojería pero montó un pequeño taller en su casa. Tuvo tanto éxito que debió renunciar a su empleo y dedicarse tiempo completo al taller. La gente del barrio pronto se acostumbró a ver piernas, brazos, cabezas, torsos colgados —como carne en los ganchos de la carnicería— y apilados y dejados por todas partes en las posiciones más increíbles. Con el juego de luces y sombras adquirían dimensiones dantescas y por las tardes y entrando la noche los más valientes evitaban pasar enfrente, no por las muñecas y esqueletos de paraguas, sino porque se escuchaban rezos y lúgubres lamentaciones que salían de la garganta de la madre.
    La aparente desviación sexual de Gepeto Ventoluchi perdía importancia ante la visión de esas manazas que delicadamente volvían a la vida -si así se le puede llamar- a moribundas y mutiladas muñecas, pero hubo un incidente que iba a cambiar totalmente la visión de esa mezcla de hospital, morgue y cementerio. Los gatos del barrio empezaban a desaparecer misteriosamente, al  igual  que  algunos  perros.  Nadie  se  explicaba  lo  que  estaba  pasando y las sospechas eran enderezadas contra la dueña de la cantina El Farolito y sus jugosas y apetecibles boquitas que los parroquianos degustaban con los traguitos que allí servían. Alguien dio el soplo a Sanidad Pública y cayeron los inspectores y fueron a analizar la carne. Carne de res y de cerdo, según determinaron, para limpiar el buen nombre de la cantinera. Pero gatos y perros seguían desapareciendo y no se develó el misterio hasta que, casualmente, hubo un conato de incendio donde las muñecas. Nada serio, pero cuando los bomberos llegaron y empezaron a echar agua con sus mangueras, salieron disparados, medio chamuzcados y aterrorizados, decenas de gatos y algunos cuantos perros del lugar. Desde entonces, se dio en llamarla la casa de los gatos, hasta que el nombre donde las muñecas fue disolviéndose en el olvido con el tiempo. Pero esa es otra historia.
    —¿Qué estabas haciendo allí? le pregunta el hombre de la corbata de pajarito gris a Güili.
    —Nada responde Güili.
    —Veamos mira el expediente que tiene en la mano aquí dice señalando escándalo en la vía pública riña provocación y asalto a los caballeros cadetes conducta indecorosa.
    —Eso fue antes aclara Güili.
    —Vagancia continúa el hombre con el dedo en la línea sospecha de robo.
    —No es verdad.
    —¿Qué estabas haciendo en la Sombrerería Stetson después de las ocho de la noche? la policía te va a patear primero y a preguntar después.
    —Ya lo sé.
    —Entonces debés decírmelo así puedo hacer algo por vos patojo y facilitar las cosas.
    —¿Pero qué cosas? no he robado nada ¿me encontraron algo encima?
    —¿Estabas de visita acaso?
    —Algo así.
    —Explicate.
    —Bueno empieza Güili mirando fijamente una mancha en la pared ¿la verdad?
    —¡Mjú!
    —Usté fue joven alguna vez.
    —No lo dudés ¿y?
    —Y también se echaba sus tiritos ¿no?
    —¿Tiritos?
    —Sí la hija del guardián.
    —¡Ah! exclama el hombre de la corbata de pajarito gris ¡el viejo te va a matar si se entera!
    —¿Por qué? si él es el primero que se la anda pasando por las armas dice cínicamente Güili.
    —¿Cómo lo sabés?
    —Ella me contó que el viejo no la deja en paz y se la aprovecha desde que tenía ocho años.
    —Bueno se pone de pie el hombre no puedo perder más tiempo.
    —¿Qué va a pasar conmigo?
    —Te lo voy a decir para que sepás el lío en el que estás metido le dice mostrándole un papel.
    —Soy menor de edad.
    —Para eso existe el reformatorio pero lo de la patoja es harina de otro costal y nos podemos  hacer  de  la  vista gorda con eso sin embargo desde hace tiempo se han reportado robos en la Sombrerería y al fin parece que tenemos al culpable ¿o no?
    Bone toma una ducha de agua fría, enjabonándose cada parte de su musculoso y bien proporcionado cuerpo. Se detiene, se entretiene un poco con su pene, llenándolo de espuma, frotándolo, desaguándolo, volviéndolo a enjabonar hasta que alcanza una erección que lo hace contraer en forma involuntaria los músculos de las nalgas con el sólo recuerdo de la noche anterior. Sacude la cabeza con fuerza, lanzando gotas como desde un surtidor, y trata de alejar los pensamientos. Pero no puede. Por el contrario, siente una urgencia animal de posesión. Apaga la ducha y, sin secarse, camina por el pasillo que conduce al dormitorio dejando un reguero de agua que casi lo hace resbalar. Se detiene un instante en la puerta y mira el lugar. Hilda duerme todavía, vuelta la cara a la pared. El desorden es impresionante, ropa tirada, restos de comida, periódicos descuadernados, sus pesas de barras y mancuernas. Las cortinas cerradas dejan pasar apenas unos rayos de luz que dan sobre la cama y eso parece encenderlo más. Con un rápido movimiento aparta las colchas y se echa sobre ella que en ese instante despierta con un sobresalto. Pero Bone ya está quitándole el camisón con brusquedad. Hilda se encoge, abrazando sus rodillas, en un gesto no de pudor sino de protección a su protuberante vientre. Cuando ha terminado, sin una palabra, Bone vuelve a la ducha y se pone a cantar love me tender / love me true / all my dreams fulfill. Hilda, con el cuerpo empapado, con el semen chorreándole de entre las piernas, vomita sobre la cama. Oh, my darling / tarará / and I always will.
    —¿Quién era ese hombre de la corbata de pajarito gris? pregunta una vecina cuando el Packard se ha ido.
    —El dueño de las Sombrerería Stetson pero también diputado responde otro sin quitar la vista del auto color chocolate en la distancia.
    —Ya se jodió Güili.
    —Sí doñita de veras que ya se jodió el Güili.
    Los dos hermanos están de pie. El uno de cabello ensortijado y mediterráneo. El otro, lacio y negro. Leonel corpulento. Humberto con su aire de Robert Taylor. Pero ambos con las facciones características de la raza indígena, con el continente y orgullo del que se sabe perteneciente a la casta de dioses de maíz, obsidiana y jade. Uno frente al otro, gladiadores que se preparan para el choque decisivo de vida o muerte en el circo humano de las pasiones. Un poco más al fondo, Tomasa Tun observa con aire ausente y meditabundo. Sabe que sus hijos llevan en las venas sangre cuarteada y eso le preocupa porque los conquistadores sin duda las tienen repletas de horchata y de bajas pasiones. Tomasa mira a sus nietas. Las pequeñas Hilda y Andrea están prendidas de sus enaguas, con cara de sueño y de cansancio. Una de ellas pregunta ¿a qué horas nos vamos a ir abuelita? La otra ¿abuelita dónde está mi mamá? Ya ya responde ella ya va a venir, pero sabe que los ladinos, y Flori es una de ellos, llevan en sus genes el estigma del estupro, de la locura, y eso lo pudo ver en los ojos de su nuera desde la primera vez. Pascual y Gonzalo montan guardia cerca de la puerta, se diría que ajenos a lo que pasa pero con la empuñadura de sus corvos fuertemente apretada y los ojos prendidos en sus sobrinos. Leonel coloca una mano sobre el hombro de su hermano. Humberto asiente levemente. Todo está dicho sin hablar una palabra cuando el médico entra.
    Desde niña, Flori sufría de fuertes estados depresivos. No se había atrevido a contárselo a nadie, pero al igual que Santa Juana de Arco, oía voces. Sor Narcisa, que frecuentemente la escuchaba hablar dormida, pensaba que era por la pubertad y le proporcionaba cocimientos de hierba de pollo, cáscara de huevo molida, jugo de tomate para reponer los glóbulos rojos perdidos después de cada sangrado de la menstruación que era profuso y la postraba en la cama.  Pero  n i la  hierba  de  pollo  ni  las  otras  vitaminas  y  minerales parecían hacer en ella el efecto deseado, porque varias veces cayó desvanecida en el momento de la elevación o cuando efectuaba un solo en el coro. Sor Narcisa, que aunque dedicaba tiempo completo a las causas divinas no ignoraba lo profano, llegó a pensar que la joven podía sufrir un mal embarazo o, no sabía si en el peor de los casos, estar poseída por algún espíritu maligno. Pretextando una revisión médica de rutina, salieron de la primera duda cuando el doctor certificó que la niña estaba tan intacta como cuando naciera. Respecto a lo segundo, no fue tan sencillo encontrar al sacerdote que pudiera hacerle un exorcismo, por si acaso; pero todo quedó preparado cuando el padre Solera respondió afirmativamente. Floridalma, desde esos momentos, quedó en manos del padre. Y el padre Solera la exorcizó de inmediato. Las monjas oían las voces y los gritos desde una habitación contigua, pero tenían prohibido entrar por aquello de que el espíritu demoníaco pudiera meterse en cualquiera de ellas, en vez de luchar con el del padre como debía de ser. A la semana siguiente se repitió el ritual. Y a la otra. Ante los ojos de las monjas y de sus compañeras, Flori se veía un poco más pálida y ojerosa. Sor Narcisa empezó a sospechar que algo fuera de lo normal podría estar ocurriendo y el día de la siguiente visita se ocultó en la habitación momentos antes de que llegara el padre Solera. Lo que a continuación vio estuvo a punto de hacerla perder la razón. Sin preámbulo, el padre ordenó con un gesto a Floridalma que se subiera la falda y se bajara los calzones, obligándola a tenderse boca abajo sobre una pequeña mesa. Dijo unas palabras ininteligibles con voz gutural. Emitiendo bufidos y graznidos, tomó una gran paleta de madera de las que se usan para mover el contenido caliente de las ollas y procedió a golpearla en las desnudas nalgas. Con cada paletazo, la niña aullaba, lo que parecía enardecer a su castigador. Sor Narcisa se hacía cruces y oraba en silencio para no delatar su posición, tratando de entender ese extraño tipo de exorcismo que ya había logrado sacarle color a las posaderas de la posesa. El padre Solera, chorreando sudor y repitiendo sonidos con predominio de la “u”, se quitó la sotana, quedándose únicamente en camisa. Dejó la paleta a un lado y se abalanzó hacia la niña derrumbándose de rodillas a sus pies, hundiendo el convulsionado rostro en su trasero, lamiendo ávidamente sus sangrantes huellas de los golpes, mordiéndola, aruñándola, haciéndola estremecer de dolor. Pareció aplacarse por un instante, se puso de pie y atrajo a la niña hacia él, tomándole el lloroso rostro entre sus manos y llevándolo a sus verijas con rudeza. Sor Narcisa creía encontrarse en alguno de los nueve círculos del infierno, pero se contuvo al recordar que, precisamente se trataba de una lucha a muerte con las fuerzas del mal que se habían apoderado de Floridalma y que el padre Solera trataba de expulsar de ese cuerpo con golpes e imprecaciones. La niña ya tenía el pene del padre en su boca, mientras él decía conjuros, maldecía, escupía y boqueaba por la falta de aire en sus pulmones. Sor Narcisa no pudo contener un grito. El padre Solera se volvió rápidamente entecerrando sus ojillos para ubicarla. La monja yacía derrumbada en el suelo, la mirada fija en el techo, espumeante la boca, totalmente inmóvil. El padre lanzaba un terrible grito, tratando de separarse de la niña que seguía prendida de él con sus dientes. Cuando por fin logró apartarse, su pene se había convertido en un surtidor de sangre. Corría enloquecido por la habitación, sin dejar de gemir, apretando su miembro desesperadamente, soltándolo para mirárselo con ojos de total incredulidad, llegando hasta la niña y abofeteándola, golpeándola, apretándole el cuello para que escupiera, para que vomitara el símbolo de su virilidad. Pero la niña, como un perro de presa, mantenía fuertemente apretada la boca, por la que escurrían hilitos de saliva y sangre. El padre la emprendía a puntapiés y maldiciones hasta que la niña cayó al suelo sin sentido muy cerca de sor Narcisa. El sacerdote, frenético, se puso la sotana y salió rápido con expresión enloquecida. Sor Narcisa abrió los ojos en el instante en que Floridalma escupía, con gesto entremezclado de triunfo y asco, el pedazo de pene ensangrentado. Poco después,  purificada por el agua y la oración,  Floridalma lanzaba el trozo de carne cruda al gordo gato del colegio, con la aprobación de sor Narcisa que la observaba unos pasos atrás, mientras el minino jugueteaba con el pedazo de bofe como lo haría con un ratón, empujándolo con las patas, haciéndolo rodar, mordizqueándolo y, finalmente triturándolo con esos fuertes molares, masticándolo, tragándolo, relamiéndose, ronroneando y frotándose en las piernas de la niña agradecido.
    —Su esposa ha sufrido un colapso nervioso me temo que deberá quedarse en observación unos días le dice el doctor a Humberto.
    —Pero si ella es más fuerte que una roca protesta el tío Leonel.
    —Así pasa continúa el médico haciendo unos garabatos en los papeles que lleva en un cartapacio estas cosas quedan ocultas en el subconsciente y un día afloran así porque sí.
    —¿Qué es colapso nervioso? pregunta Hilda a su abuelita.
    —Que está cansada m'hija responde quedamente Tomasa.
    —¿Y por qué no descansa en la casa? pregunta Andrea.
    —Porque aquí hay doctores y enfermeras y medicinas le dice la abuela acariciándole suavemente la cabeza.
    —Acompáñeme le pide el doctor a Humberto necesito que me dé algunos datos para completar el historial.
    —Me voy para el depósito dice el tío Pascual.
    —También yo dice el tío Gonzalo.
    —¿Se quedan las niñas? pregunta Tomasa.
    —Si quiere llévenselas ustedes y nosotros las pasamos a recoger después dice Leonel.
    —Está bueno pues se despide Tomasa llevándose a las niñas seguidas por Pascual y Gonzalo.
    —¿Usté es Leonel? entra la enfermera.
    —Sí.
    —Venga conmigo porque la señora Floridalma a pesar de los tranquilizantes sólo pregunta por usté le indica el camino la enfermera.
    La noticia ha cogido de sorpresa a los vecinos de Gerona esa mañana. Toda la noche ha llovido a cántaros, con relámpagos y truenos, como si la sequía de los dos años anteriores no hubiera servido sino para triplicar el poder de este invierno, provocando inundaciones, deslaves, apagones, derrumbes y toda clase de desastres en la ciudad y en el campo. Las nubes presagian nuevas tormentas y el frío y la humedad calan hasta los huesos. El olor a tierra mojada de los campos del ferrocarril lo llena todo y una débil bruma empieza a levantarse cuando el sol lanza sus primeros tímidos rayos matinales. La voz se corre como reguero de pólvora. Llega a oídos de la señora de Barahona: fíjese doña Oli le dijo doña Flori que yo me estaba bañando cuando se apareció mi sobrina la Susanita la que vive aquí a la vuelta y me dijo que algo horrible había pasado yo le pedí que se dejara de misterios y me contó que como a las seis de la mañana cuando don Gabriel iba para su trabajo en los talleres del ferrocarril le llamó la atención ver la puerta de donde las muñecas abierta de par en par tan temprano así que decidió acercarse y ver si Gepeto Ventoluchi es decir Otto estaba allí ¿y qué se imagina usté? me preguntó ¡pues nada! le contesté y me dijo que a don Gabriel se le pararon todos los pelos de la cabeza es decir los pocos que le quedaban aunque lo disimula con la gorra de maquinista que nunca se apea ¡dios mío no te detengás! le rogué y la Susanita que estaba blanca como el papel me siguió contando que don Gabriel no sabía qué hacer hasta que se decidió a asomarse y entró y se paró en un charco que de momento creyó agua de alguna gotera que pudiera haber o porque se había inundado el local pero doña  Oli  era  sangre  un  mar  de  sangre  sangre por todos lados  ¡ya se puede imaginar cómo me sentía yo estaba tronándome los dedos de la angustia y tenía las canillas como hamacas! en ese momento me di cuenta que andaba completamente en cueros y chorreando agua por todos lados porque como le decía yo me estaba bañando cuando llegó mi sobrina la Susanita con el notición así que me puse encima lo primero que encontré y no sentí mucha vergüenza porque se trataba de ella ¿qué tal si no? pues me dijo que don Gabriel se imaginó lo peor al ver tanta sangre regada por el lugar pero que no pudo distinguir de momento el cuerpo porque tenía que haber un cuerpo porque tenía que tratarse de un crimen y buscaba el cadáver de Otto o de doña Angeles o de los dos con todo y los perros y gatos así era la cantidad de sangre pero no había en el suelo ni en los rincones nada ¿qué pasó al fin? le pregunté muriéndome de los nervios ¡lo peor! me respondió la Susanita y siguió contándome me dijo que don Gabriel al irse acostumbrando a la penumbra del lugar oyó un ruidito como el que se oye cuando se queda mal cerrada la llave del chorro y pensó otra vez que podía ser una gotera pero ¡y aquí viene lo peor! descubrió que eran goteras de sangre que venían de los andamios no una ni dos sino muchas goteras ¡no sé si voy a poder terminar de contárselo! me dijo mi sobrina y yo le contesté una barbaridad que no me atrevo a repetirle y ella siguió con lágrimas en los ojos y sollozos a tal grado que le tuve que dar un poquito de agua tibia para que no se me desmayara allí mismo pero el agüita la repuso y por fin pudo seguir me dijo que don Gabriel con mucho miedo levantó los ojos en dirección a lo que provocaba las goteras de sangre y se topó con lo más horrible que había visto en su vida porque allí entre los brazos y piernas y cabezas y cuerpecitos de muñecas y varillas de paraguas y sombrillas estaba el infeliz de Gepeto Ventoluchi es decir lo que quedaba de él ¡que dios lo tenga en su gloria doña Oli! La autoridad, alertada inmediatamente, pasó el siguiente parte policiaco: ...nos presentamos ha la direcsión antes mensionada por que se tubo conosimiento de un crimen perpetuado en contra del señor  Otto  von  Kanel  Pérez  del  mismo  domisilio.  Cuando  yegamos pudimoz berificar que se trataba de un taller de reparasion de muñecas y sombrias. Abía sangre rregada por el suelo que paresia carnisería y colgadas con las tripas del difunto estavan las estremidades, los brasos, la caveza y sus partes pudiendas que las abían sersenado tanvien. El señor jues lebantó la acta y se sigieron las dirijencias de lei... La primera plana del Diario El Imparcial destacaba con mayúsculas: Jack el destripador vive, y con minúsculas: horrible crimen en la apacible Gerona, y un pasaje del texto: ...parece que no fue el robo, porque el dinero estaba en la gaveta... Y el otro: ...le sobrevive su anciana madre quien dice que lo había leído en las cartas (?)... Al medio día el sol había calentado suficientemente los huesos de los asustados moradores del barrio. Nadie se percató de que al clausurar y lacrar la puerta del taller —única entrada y salida a la casa—, doña Angeles quedaba encerrada en el lugar. Pero esa también es otra historia.
    —Se me hace que ese patojo pisado no tiene que ver nada le dice el dueño de la Sombrerería Stetson.
    —Déjemelo a mí mi diputado y va a ver si no confiesa.
    —No hombre péguele su vergueada y suéltelo de inmediato puntualiza el diputado en cuanto al hijueputa ese de mi guardián habría que darle una su buena colgada por ladrón y además porque el maldito degenerado se anda chimando a su güira desde hace tiempo concluye el propietario.
    Flori tiene los ojos abiertos, fijos en el blanco techo de la habitación. Por su mente pasan raudas las imágenes de su vida, creando un collage de dimensiones gigantescas que se expande y se comprime, haciéndola abarcar el todo y, al mismo instante, el detalle de un hecho en particular. Sin darse cuenta ya está cantando con esa voz angelical que sor Narcisa cultivaba y apreciaba tanto, y de la que Humberto y Leonel se quedaron prendidos desde el primer día. Para ella el canto  era  una  forma  de  acercarse  más  a la naturaleza del creador,  a los estratos superiores, al cielo y paraíso prometidos. Sentía, literalmente, que le crecían las alas, que podía batirlas, que se despegaba de la tierra y volaba a los confines del universo donde ángeles y querubines cantaban con ella. Desde la infame experiencia del exorcismo, nunca volvió a ser la misma. Sor Narcisa se culpaba. ¿Pero ella cómo iba a saberlo? Cuando llegó una comisión investigadora de la curia, Floridalma había olvidado todo. Quedaban las huellas de los paletazos, los mordizcos, los golpes los aruñazos y el testimonio de sor Narcisa, que únicamente dejó de mencionar que el trozo de pene había desaparecido en el sistema digestivo del goloso gato del colegio. La posición de la monja fue vertical y la comisión no tuvo más remedio que dar por concluido el caso, marchándose presurosamente por donde había llegado. Del padre Solera no se supo más. Un espeso e impenetrable velo de silencio fue todo lo que quedó. Era un secreto entre Floridalma y sor Narcisa, algo que las uniría para siempre. Por eso, cuando volvió la cabeza y la vio allí, de pie, a su lado, no le extrañó. La monja la tenía tomada de la mano y cantaba a dúo con ella. Ambas se transportaban a la dimensión de la gloria y de lo eterno. Un momento nada más le dice la enfermera a Leonel dejándolo sólo con ella. Leonel no se atreve a interrumpir su canto, así es de hermoso. Se queda en silencio, escuchando, por largo rato, hasta que nota lo repetitivo de su tema y el agotamiento que se dibuja en su semblante. Se acerca, tomándola de la mano y llamándola por su nombre. Ella calla de pronto, se vuelve y lo mira. La tarde es lluviosa, están solos, intentan hablar al mismo tiempo y se atropellan. Ambos ríen, cediéndose la palabra. Luego un casual roce de manos. Luego un suspiro que es tragado por la boca de Leonel que se prende de la suya. Luego la desnudez de ambos, el conocimiento de la carne, la certeza de la penetración, la avidez de las manos y de los labios, la indescriptible sensación de eso que debe ser un orgasmo y que nunca antes había experimentado. El embarazo y el alumbramiento. Es tu hija Leonel ambas son tus hijas. Ya ya tranquila todo va a salir bien.  ¿Dónde está sor Narcisa?  Murió hace años ¿no lo recuerdas Flori? Cantaba con ella. Cantábamos juntas. Eso fue hace tiempo. Eso fue ahora. No le digas a nadie sobre el gato ¿lo prometes? ¿Quieres saber algo gracioso? Tú eres el padre. Creí que eso ya había quedado aclarado antes. También yo Leonel pero no es así. Encontré unos papeles de sus exámenes médicos. Tu hermano es estéril. ¿Lo sabías?



S E I S

LA NOSTALGIA ES UNA trampa en la que se cae con pasmosa facilidad. Basta con tan poco para dejarse arrastrar en el tiempo y la distancia a ese lugar, a ese momento, a esa ruptura que se produjo y ha dejado una honda huella en el alma, cambiando, transformando, torciendo el destino, el camino, rectificando el rumbo o dejándose llevar a la deriva como res conducida al matadero. Gabriel lo sabe, pero eso no aminora el sufrimiento que siente al estar lejos, extraño entre extraños, en un exilio voluntario que ya dura años y que debe llevar a su fin para no ser masticado, deglutido, digerido y defecado en los albañales de su propia renuncia. Porque renuncia es muerte. Y muerte es nada. Círculo que se cierra para abrirse de nuevo en otro ciclo de sucesivas renuncias y muertes y renaceres. Palabrerío inútil que se enreda y trastoca en los hilos de las propias pasiones, en los listados de sobrevivientes, en el reparto de la comedia cuyos ingredientes —con un poco de sal y pimienta— no son sino los mismos que rellenan y rebasan los sueños y las realidades de los protagonistas y auditorio por igual. Gabriel lo sabe. Y esa maldita certeza le provoca ira. Ese conocimiento lo enquista en el organismo maloliente y putrefacto de su humanidad, su animalidad en constante pugna entre el bien y el mal, la pasión y el hastío, la razón versus la alucinante realidad.
    Cuando los ojos de Gabriel se encontraron con los de Verónica por primera vez, no pudo leer en ellos como solía hacerlo en los de otros. Estaba frente a un espejo o una poza de agua cristalina por lo límpidos y brillantes; pero más que eso, porque reflejaban sus más íntimos pensamientos, el lado oscuro de sus intenciones. Y eso le fascinó. Le hizo hervir la sangre en las venas. Hacía mucho tiempo que no le ocurría con alguien. Recordaba la última vez. Estacionaba su automóvil en la séptima calle, cerca del Mercado Central y al descender, un hombre, un pordiosero, un infeliz medio borracho medio drogado le preguntó si le cuidaba el carro. Gabriel respondió que no. Ante la negativa, el hombre sacó de entre sus mugrientas ropas un cuchillo que alguna vez había sido de cocina, la hoja mellada y oxidada, la empuñadura reconstruida con alambre de amarre. Gabriel hubiera podido —y casi lo hizo por instinto— usar sus piernas para desarmar al hombre y dominarlo, pero miró sus ojos. Unos ojos vidriosos y enrojecidos pero sin traza de expresión. Vacíos. Se quedó inmóvil, fascinado, frente al reflejo de su propio ser. Le dijo que estaba bien, que le echara un ojo al carro y hasta le dio unas monedas anticipadas, alejándose muy turbado. Cuando volvió, no quedaban ni señas del individuo. En la portezuela del auto había una serie de rayones en un patrón extraño. Maldijo entre dientes, arrepentido de no haber escarmentado a ese hijo de puta cuando, de golpe, creyó descifrar el mensaje de una sóla palabra: Castro. No. Cristo. No. Costra. Tampoco. Cresta. ¡Eso era! En la cresta de la ola, dijo su sensei, están el todo y la nada; en un instante barrerá la playa con gran poder, pero ahora esa fuerza se mantiene en suspenso. Durante un tiempo no pudo dormir, la idea agigantándose en su mente, devorándolo como un cáncer. Los ojos de ese hombre, el cuchillo, los garabatos grabados en la portezuela del carro colmándolo por completo. Hasta que, de pronto, todo fue ocupando su lugar. Se había salvado de una muerte segura, pensaba. No podía enfrentrarse a ese hombre porque estaba derrotado desde el principio.  Fue por eso  que  al  ver  los  ojos  de  Verónica  esa  tarde, comprendió que no podría contener la furia que pugnaba por desatarse y estaba a punto de barrer la playa desde la cresta de la ola donde ella se encontraba. Y fue por eso también que cuando ella le dijo que tenía que irse, Gabriel se encogió de hombros y respondió no importa. Cualquier oposición lo quebraría en pedazos. Debía dejarse llevar, envolver, acompañar a la ola que revienta y replegarse de nuevo a la mar para llegar a la cresta misma donde ella lo esperaba.
    —¿De qué te ríes? pregunta Verónica.
    —De nada trata de contenerse Gabriel.
    —No es cierto.
    —Pensaba en tus ojos.
    —¿Y qué tienen de gacioso?
    —En la cresta de la ola en el adiós.
    —¿Cómo es eso? ¿una adivinanza? se da por vencida Verónica.
    —Algo así ella da media vuelta y él la abraza estrechamente colmando sus manos con los tibios pechos de la mujer.
    Ahora recordaba que la primera señal de alarma la había tenido la tarde que estaba lleno de júbilo después de recibir la noticia que esperaba ansiosamente desde hacía rato. Había ocurrido de la siguiente manera: las manecillas del reloj parecían pegadas con chicle, así de lentas andaban. La gente pasaba a su lado con movimientos elásticos y pausados, como en una proyección cinematográfica a menor velocidad de lo normal. Los sonidos del tráfico, por igual, llegaban a sus oídos distorsionados, arrastrándose pesadamente en una tonalidad más baja. Gabriel, por el contrario, en una especie de contrapunto, caminaba rápido de un lado a otro, encendía un cigarrillo, lo aplastaba fuertemente con el zapato en el suelo, miraba su reloj, se arreglaba el nudo de la corbata, metía la mano en el bolsillo para comprobar que el papel todavía estaba allí, volvía la cabeza nerviosamente para mirar en todas direcciones, escupía —en el barrio de Gerona había sido campeón en las modalidades de distancia y puntería en blan-cos fijos, aunque Güili le ganaba en la de velocidad en siluetas—, acomodándose el erecto miembro —siempre le ocurría cuando tenía frío, estaba nervioso o le daban repentinas ganas de orinar—. Un helado sudor le recorría el espinazo, mojaba sus axilas, empapaba las palmas de sus manos. El ruido ambiente subía de volumen, mientras todo a su alrededor se detenía finalmente en una caótica escena donde objetos y personas desafiaban la ley de la gravedad. Un fuerte destello y luego la oscuridad total, como si alguien apagara repentinamente la luz. No lo toquen abran cancha que alguien llame una ambulancia debe estar drogado soy médico pobrecito no se mira tan cualquier cosa ojo que le quieren hueviar el reloj la billetera aléjense necesita aire vomitó bilis el infeliz ¿alguien lo conoce? no pudo controlar el esfínter y esa sensación de pesadez y ausencia de peso al mismo tiempo, esa pérdida de conciencia y ese entrar a otro estadio de aparente y más clara lucidez, esa náusea que le revuelve el estómago y le llena de amargo la boca, ese agudo dolor en el pecho. Cuando llegó la ambulancia, Gabriel estaba en pie. Un poco pálido y atontado, pero dueño nuevamente de la situación. Algunos de los buenos samaritanos se las habían ingeniado para robarle el reloj, la billetera, las tarjetas de crédito, la libreta de cheques; pero no fue necesario trasladarlo al hospital, a pesar de los denodados intentos de bomberos Voluntarios y Municipales que se disputaban su humanidad. Los paramédicos de ambos cuerpos se fueron refunfuñando y la gente, ya sin espectáculo interesante qué seguir observando, optó por alejarse, dejándolo en la misma esquina con ese sabor a moneda de un centavo en la boca. Cuando Verónica apareció frente a él, sacó ávidamente de entre sus ropas el papel que certificaba su divorcio, desdoblándolo con nerviosismo y poniéndolo frente a sus ojos. Ella lo leyó atentamente, le alisó el cabello, le arregló el nudo de la corbata, le limpió el polvo de la manga de su saco, pero no dijo nada, apretándose contra su pecho, deseando ser tan pero tan pequeñita como para caber en el bolsillo de pecho de la camisa de ese hombre y así poder ir siempre con él a todas partes.
    —Lo siento dice Gabriel sudoroso encendiendo un cigarrillo.
    —No importa dice Verónica para mí estuvo bien así.
    —Nunca me había pasado se excusa.
    —Lo sé dice ella saltando de la cama y mostrando ese bello trasero y esa perfecta espalda mientras se dirige al baño.
    —¿Qué tal si? trata de hacerse oír Gabriel mientras la puerta se cierra.
    —¿Qué dices? pregunta ella confundida su voz con el sonido del chorro de agua de la ducha.
    —Nada.
    Un ataque al corazón le dijo el médico. La gente de blanco lo hacía sentir bien y dispuesto a cualquier cosa, piensa. A los casi cincuenta años seguía siendo fiel a su disciplina marcial. ¿Cómo había entrado en ese mundo?, se preguntaba de vez en cuando. Para Güili estaba bien con ese temperamento y esa violencia que parecía desbordarse por sus poros; pero para él, que era un animal asustadizo y tímido que solamente mostraba los dientes y las uñas cuando se sentía acorralado y en peligro, no tenía una clara explicación. Tal vez tuviera que ver con toda esa teoría de la naturaleza oscura del hombre que había escuchado en alguna parte. Según eso, el ser humano es malo y bueno por igual, sin que importe realmente. Es decir, se apunta que, sin remitirse a los ejemplos extremos marcados por la naturaleza misma, donde territorio, hembra y cachorros son inviolables, el hombre, a pesar de o por su inteligencia no es sino un animal más de la creación, que se deja arrastrar por las pasiones en el vertiginoso  tira-y-jala-de-su-yo-yismo-hijueputa. No con esas palabras, claro, pero la teoría le sonaba interesante desde el punto de vista antropológico —que no es otra cosa que el estudio de su comportamiento físico y moral (y aquí aparece la palabrita clave)—. La moralidad entendida como la cualidad de las acciones humanas que las hace buenas —cerrando el círculo para siempre—. Pero volviendo a la escena que se desarrollaba en el consultorio del médico especialista en enfermedades del corazón, Gabriel recibió la noticia tal como ésta venía. El golpe en el pecho le ocasionó el paro cardiaco. Mientras era conducido al hospital tuvieron que hacerle tres o cuatro aplicaciones de electrochoques. Luego, en el intensivo, hubo complicaciones: neumonía, el apagón en el momento en que tenía insertado el tubo endotraqueal, el minuto o minuto y medio que tardaron en hacer funcionar la planta de energía de emergencia del hospital. Ya se había producido la lesión coronaria, conocida como isquemia. Usted tuvo un infarto agudo al miocardio de la cara posterior del corazón, no fumar, ejercicios leves, no excederse en el licor, no enojarse o tener impresiones fuertes, dos punto cinco miligramos de nitroglicerina cada doce horas. El cuadro era aterrador, con los colores y matices para ponerle los pelos de punta a cualquiera. Lo que el médico no dijo, es que esos días que Gabriel pasó en el intensivo del Hospital General San Juan de Dios, los pacientes a su alrededor morían como moscas. Hubo uno en especial que lo impresionó de más. El jugador profesional de beisbol que recibiera un fuerte pelotazo en la cabeza y nunca logró salir del coma fatal, era su vecino de la derecha. El esfuerzo físico le producirá taquicardia. Por tratarse de una lesión sicosomática tendrá cambios de conducta, padecerá de fobias, hipocondría, sufrirá accesos de agresividad. Pero por lo demás usted puede sentirse tranquilo y llevar una vida relativamente normal.
    —Al principio creí que se trataba de un sueño y sí soñaba cuando tuve esa inéquivoca sensación entre las piernas que en el sueño eran y no eran mis piernas pero que en la realidad sí eran las mías ¿cómo explicarlo? en tu condición de mujer tiene que existir un equivalente aunque es distinto claro pero tal vez el endurecimiento de los pezones acompañado de esa corriente eléctrica que corre por el vientre y las caderas y las nalgas y que no es sino el preludio del tan esperado orgasmo pueda ser comparable ¡en fin! lo que quiero decir es que la crisis que estamos pasando tú y yo o más bien la terrible situación que enfrento y que te toca tan íntimamente no nos ha permitido a pesar de que eres paciente y delicada y amorosa ¡caramba! ¿por qué es tan difícil hablar de esto? se supone que las palabras salen sobrando y que las cosas se dan espontáneamente sin que haya que racionalizar y hacer programas y ponerle un marbete a todo y porque además las fantasías y demonios que uno lleva dentro son los que se encargan de hacer funcionar el mecanismo físico y a eso quiero llegar pero vuelvo a mi sueño en el momento en que tuve esa magnífica erección y yo estaba tanto en el sueño como en la realidad contigo en la cama pero en mi sueño había alguien más ¿te interesa que continúe? se trató únicamente de un sueño y no de uno recurerente sino de algo nuevo y te lo cuento porque puede significar la clave para superar esta terrible situación ¿recuerdas lo que dijo el doctor? es claro y yo sé que según las estadísticas no existe un peligro real en el acto mismo pero eso es racional y el miedo que siento no lo es y ese miedo dispara un mecanismo que se encarga de inhibir ¡ya sabes! no sé por qué repito esto como un disco rayado al que nadie pone atención ¿me perdonas? sigo con mi sueño y la situación del mismo que permitió por primera vez en mucho tiempo que lograra mantener una prolongada y total erección y en ese momento cuando el sueño dio paso a la realidad cuando yo estaba sobre tí y tú dormías fue inútil una vez más ¿te diste cuenta? claro que no pudiste notarlo porque fue tan rápido tan fugaz y tú dijiste en sueños algo así como sdrumurfa astelodonia aj kú y yo ya no pude dormir.
    Seppuku significa algo así como “autoinmolación por desentrañamiento” y era una forma legal y ceremonial con la cual los guerreros samurai expiaban sus crímenes, disculpaban sus errores, escapaban de la desgracia, redimían a sus amigos o probaban su sinceridad. Gabriel había pensado en el suicidio, pero no podía soportar la idea de que su cadáver mostrara el agarrotamiento de una muerte violenta y su rostro el rictus de dolor. Hojeaba el libro con el interés de un científico que sigue el paso a paso de la fórmula de un experimento. Se practicaba con la debida ceremonia ante varios testigos y con el kai shatunin, el padrino, que se encargaba de decapitar con un limpio tajo de sable al suicida, después que éste cumplía con el ritual de hacerse dos hábiles y profundos cortes en el vientre con mano segura y sin que su semblante mostrara la menor emoción o dolor.
    Claro que el hara-kiri japonés no podía trasplantarse así por así a un medio como en el que él vivía, donde el honor, la justicia, la dignidad y todas esas cosas se venden fácilmente al mejor postor, donde la muerte es considerada una especie de castigo del creador, con todas las implicaciones de vida eterna, salvación del alma, infierno y paraíso. Los saltos desde un puente, el balazo en la boca o en la sien, el colgarse de una viga eran formas más occidentales, pero la sóla idea de lanzarse al vacío, pegarse un tiro o ahorcarse, tan desprovistas de otro sentido que el de borrarse del mapa lo más pronto y eficazmente, le disgustaban. Con pastillas, pensaba en la gradual pérdida de consciencia que arrastraba a la inconsciencia de la propia muerte. Con un asesino a sueldo, en una suerte de ejecución extra judicial. Dejar este mundo, se decía, era un paso trascendental que debería compartirse con familiares y amigos para morir con dignidad y honor. Pero divagaba, daba vueltas, se perdía en los recovecos de su miedo. Miedo a claudicar en su propia miseria. Porque la línea que lo separaba de la indignidad y del deshonor era apenas del grueso de un cabello. Se había atrevido a pedir a su mujer que se acostara con otro hombre en su presencia  para  poder penetrarla y vencer su impotencia  —tal como únicamente le ocurría en sus sueños y fantasías—, pero Verónica lo mandó literalmente a la mierda con una elocuencia que no dejaba lugar a dudas, amenazándolo con abandonarlo si insistía sobre ese punto. ¿A dónde iba a llevarlo esa locura que día a día crecía y lo carcomía como un cáncer? No cabía duda que a su propia destrucción pero ¿a cuántos arrastraría con él en esa desdicha? Ni psicólogos ni consejeros parecían poder enderezar el rumbo de esa nave que iba a la deriva y que terminaría por naufragar en los mares abismales de su miseria. Era un kamikaze en su Cero erizado de bombas de alto poder en picada sobre la cubierta del barco donde, paradójicamente, era el capitán que se hundiría irremediablemente junto con él. No había pues otra salida.
    —¿De qué te ríes? pregunta ella.
    —De mi muerte responde él.
    —Voy a dejarte lo mira a los ojos Verónica.
    —Sí supongo que así debe ser se encoge de hombros Gabriel.
    —¿No es curioso? me siento de dieciseis años otra vez ¿recuerdas nuestra despedida? entrecierra los ojos Verónica como para atrapar la imagen.
    —Sí hemos tenido muchos adioses sonríe él.
    —Y sin embargo ni una sóla separación.
    —Es verdad.
    —Entonces eras valiente no le temías a nada dice suavemente ella.
    —¿Qué nos ha pasado? la toma de la mano él.
    —El corazón nos unió y el corazón nos separa es un gitano.
    —¿A dónde irás?
    —Volveré a Cuba.
    —Aquello ya no es lo mismo.
    —Esto tampoco.
    —Sí supongo que sí.
    —Te deseo suerte dice Verónica sinceramente.
    —También yo miente Gabriel visualizando sus más negros pensamientos con imágenes de entrañas aflorando de vientres cortados y cabezas que conservan expresiones de serenidad y paz que él mismo está muy lejos de sentir.
    En sus sueños, ese espacio abierto parecía un campo de futbol, una playa de estacionamiento, una autopista de varios carriles; por eso, ahora que Gabriel estaba allí, la realidad se lo encogía frente a sus ojos. Güili seguía siendo el mismo de siempre, con esa vitalidad y ese negro sentido del humor que frecuentemente lo había metido en problemas. Como la vez que pescó una gonorrea de padre y señor nuestro y sufría horrores al caminar, sentarse y, sobre todo, al orinar. Dijo a Gabriel que había ido a ver al doctor y que le había dicho que no tenía remedio, que el miembro se le iba a caer por pedazos en cualquier momento por lo grande y pesado. Gabriel ni le creyó ni le dejó de creer, pero un día Güili lo llamó a gritos. Cuando Gabriel acudió al baño, se topó con la macabra escena: de entre su bragueta pendía un tronco sanguinolento y tumefacto y en el suelo, a sus pies, la podrida cabeza de su pene. Todo habría quedado allí, pero alertada por los gritos doña Olivia, su mamá, acudió también y en un momento gritaba más que Güili y se desplomaba sin sentido. O la otra vez que doña Olivia recibía la visita de una prima que acababa de volver de los Estados Unidos en compañía de sus dos hijas, una de ellas que apenas empezaba a caminar. Estaban en lo mejor de la plática, cuando la prima enmudeció al ver que la beba tenía algo en la mano y se lo llevaba a la boca. Olivia palideció porque un momento antes el perro había andado por allí haciéndoles fiestas y carantoñas. Pensó que iba a regalar al asqueroso chucho por andar haciendo sus porquerías donde se le pegaba la gana. En ambos casos y en muchos otros Güili mojaba papel toilette hasta convertirlo en pasta, agregaba goma, lo moldeaba y pintaba con acuarelas o anilina. Esa rara habilidad para trabajar con las manos también lo había sacado no de pocos apuros a Güili. Cuando, por ejemplo, recibió su certificado del Instituto Central donde aparecía claramente destacada en rojo la nota reprobatoria de tres cursos, se las ingenió para reproducir en una hoja de papel sellado similar a la original los rasgos caligráficos de sus notas con el consiguiente cambio a “aprobado”, usando un borrador y una filosa cuchilla para duplicar el sello del establecimiento educativo y así poder pasar al siguiente grado. O cuando, urgido de dinero, sorprendió a un incauto vendiéndole una estampilla postal “rara” que supuestamente pertenecía a una escasa edición con error y que no era otra cosa que un fino trabajo de falsificación poniendo, con la ayuda de un bisturí y pegamento, de cabeza el grabado del quetzal encerrado en un óvalo. Conociéndolo como lo conocía, Gabriel sabía a lo que se exponía al contarle acerca de su problema. Pero estaba seguro de que, entre todos, Güili sería el único capaz de ayudarlo.
    —Hablando en serio le dijo Güili ¿sí o sí?
    —No sé responde Gabriel.
    —¿Qué podés perder? confiá en mí que si esa hembra no te enciende la mecha voy a empezar a creer de veras que no es problema de chile sino de morra.
    —Te lo he dicho.
    —Si mi remedio no sirve aplicaremos el tuyo.
    —¿Es un trato?
    —Tu cabeza y no la mía es la que está en juego concluye Güili.
    Ella resultó ser una mujer encantadora. Dueña, como suelen describirlo en las novelas rosa, de unos ojos de tigresa, de unos labios de carmín, de un cabello de seda color azabache, de un cuerpo esbelto, atlético y bien conformado. Gabriel quedó fascinado con la imagen. Unos veinticinco años de desbordante sensualidad y, al mismo tiempo, de sosegada belleza. Que se trataba de una puta no cabía la menor duda. Era casada, según le anticipara Güili y a diferencia de otras de su oficio parecía gustar de su trabajo aunque, se enteró después, quería mucho a Güili pero no se acostaba con él ni por todo el oro del mundo desde que la primera y única vez se produjera una severa desgarradura en la vagina que la sacó de circulación por una regular temporada. Seguramente esa era la razón por la que en la primera de cambios le pusiera la mano en la entrepierna a Gabriel, convenciéndose de que él estaba bien dotado pero dentro de los límites de seguridad que le imponía la prudencia. Habían acudido a un apartamento de la Avenida de la Reforma, cuarto piso, propiedad de un amigo de Güili. Las dos mujeres llegaron con puntualidad. La que dijo llamarse Lucrecia no parecía querer perder el tiempo y se fue con Güili directamente al dormitorio. Ella, que se presentara como Alejandra, aprovechó el beso de saludo para explorar las dimensiones del pene de Gabriel como quedó dicho antes. Gabriel sintió correr la adrenalina por su cuerpo, pero eso no iba a ser suficiente para romper el hielo. Ella, alertada por Güili sobre el problema de su amigo, sabía por experiencia que debía hacer un trabajo muy paciente y delicado para no echarlo todo a perder en la primera de cambios. Sabía que Gabriel, cohibido como estaba, no tomaría la inicativa, así que fue al bar y le preparó un whisky. Gabriel aceptó de buena gana. Luego otro. Un tercero, se dijo ella, produciría posiblemente el efecto contrario, así que le quitó el vaso de la mano, se arrellanó junto a él en el sofá y se prendió de sus labios como una ventosa. El aliento de la mujer olía a cardamomo y su saliva tenía el sabor dulzón del almizcle. Eso le gustó y la besó de vuelta apasionadamente, hurgando entre sus dientes con la lengua, mordiéndole suavemente los labios. Risas y un rumor acompasado llegaban de la habitación vecina donde Güili y Lucrecia se encontraban. Alejandra se puso de pie provocativamente y colocó las manos del hombre sobre sus pechos, deslizándolas por su vientre y las caderas hasta el pubis y sus nalgas. Se quitó un zapato —ayudándose con su otro pie— y levantó la pierna para que Gabriel la terminara de descalzar. Giró hasta darle la espalda y él le bajó el cierre del vestido, el cual, obedeciendo a la ley de gravedad y a los deseos de la dueña, se deslizó suavemente por su cuerpo hasta caer al suelo, mostrando su fuerte espalda y firme trasero —porque no llevaba ropa interior—. Sin una palabra, se dirigió hasta el dormitorio, abrió la puerta, se volvió a mirarlo en una clara invitación para que la siguiera y desapareció de su vista. Gabriel se sirvió apuradamente otro whisky y lo bebió de un trago, disponiéndose a seguirla. Cuando traspuso la puerta no pudo contener la risa al recordar otra escena perdida en el tiempo, en un vagón de tren en los patios de Gerona, donde una de las hermanitas González, con varios discos de 45RPM de Elvis Presley en la mano, recibía el vasto miembro de Güili entre las piernas, sin dejar de reír y de contar pintorescas anécdotas de su ídolo. Las manos de la puta ya se habían encargado de soltarle el cinturón, de correrle el zipper, de bajarle los pantalones y se aferraban a su pene con fuerza, tirando, replegando, sobijeando, apretando, maniobrando expertamente para provocarle la tan esperada erección. Gabriel tenía los ojos fijos en los ojos de la hembra —luminosos, limpios, serenos— que le hacían venir a su memoria olvidados recuerdos de otros —pardos, vidriosos, estrábicos— con los que se topara una mañana de su niñez en el barrio de Gerona cuando iba de la mano de su madre a la escuela. Bajó la mirada para posarla en los sensuales labios de la prostituta, humedecidos por su roja y carnosa lengua, dejando al descubierto los blancos y bien conformados dientes. Le asustó ver esos enormes y amarillentos colmillos que resaltaban de las babeantes fauces del perro sarnoso y callejero. Supo que iba a mamársela cuando la vio arrodillarse frente a él. Que le gruñía amenazadoramente. Sacar su sibilina lengua y lamerlo ávidamente como una perra en brama. Que se aprestaba a lanzarse sobre él. Tratar de hacer caber toda su verga dentro de la boca. Que lo mordía viciosamente en una pierna y luego en los genitales. Como si quisiera tragársela con todo y testículos. Frente a la impotencia de su madre que gritaba horrorizada sin poder apartar al animal. Frente a la impotencia de un Gabriel semi paralizado por el terror de esa experiencia con la perra-perro de sus sueños y realidades, que se apartaba por fin pálido y febril, balbuceando algo que sonaba más bien a alarido, saliendo precipitadamente de la habitación y del apartamento y del edificio para desembocar, ya en plena calle, frente a una de las imponentes estatuas de bronce de los toros —que escoltan a proa y popa la ecuestre del Reformador—, que exhibía orgullosamente colgando entre las patas traseras un par de hermosos huevos del tamaño del mundo.



S E G U N D A  P A R T E

S I E T E

LA CALLE ESTA DESIERTA. El toque de queda ha entrado en vigor desde las ocho de la noche hasta las seis de la mañana. La cadena nacional de radio pasa boletines informando escuetamente sobre la situación. Todo está bajo control repite la engolada voz del locutor no hay que preocuparse y únicamente salir con el respectivo salvoconducto. Bandas marciales entre corte y corte. El característico sonido de los motores de los jeeps de las patrullas militares que pasaban sobre la 12 calle “A” y por el vecindario, se escucha magnificado por el silencio imperante. Olivia y sus tres pequeños hijos, al igual que los cientos de miles de habitantes de la sitiada ciudad, se encuentran encerrados a piedra y lodo, temblando, desgranando un rosario de inquietudes y preguntas sin aparente respuesta. La cena ha sido frugal y Pili tiene hambre. Olivia le ha cedido parte de su ración consistente en un pan con frijoles parados y plátanos cocidos. Neli se la ha pasado todo el día vomitando y con fiebre. El doctor le dijo a Olivia que no se preocupara, que se trataba de un empacho, que le diera a beber líquidos en abundancia. Y ha estado la patoja a puras infusiones y echando las tripas sin descanso una y otra vez. Güili no ha querido probar bocado porque sólo de ver a Neli se le revuelve el estómago. Además no se le pasa la impresión de lo ocurrido la noche anterior cuando a eso de las once escucharon que alguien tocaba en los vidrios de la ventana. Olivia, con el corazón semi paralizado por el miedo, entreabrió los batientes para ver de quién se trataba. Era Luis García, el hijo de la Juana, vieja sirvienta de la casa de su padre, completamente borracho, prendido de los barrotes de la ventana para no caer. Olivia le pidió que se fuera, que era muy peligroso andar en la calle a esas horas, que los iba a comprometer si lo encontraban allí; pero Luis García parecía más preocupado en conservar la vertical que en otra cosa. Pobre muchacho, pensaba Olivia. De unos dieciocho años, era el dolor de cabeza de la vieja Juana. El coronel Solís había terminado por echarlo de la casa por vago sin oficio ni beneficio y porque nomás se emborrachaba empezaba a gritar ¡viva Arévalo! y a lanzar muertes contra los curas y los militares. De mediana estatura y complexión, se necesitaban tres o cuatro hombres para reducirlo. Güili lo había visto pelear con los puños un par de veces y estaba admirado por la forma en que absorbía los golpes y por la eficacia de los suyos. Buscaba a Olivia porque, entre otros, era ella la única que se había preocupado en darle consejos y un poco de comida ocasionalmente. Pero era un caso perdido. Cuando bebía, ese introvertido muchacho indígena se convertía en un locuaz contador de anécdotas y chistes. Pero lo más peligroso era que se ufanaba de pertenecer a la guerrilla. Olivia le dijo por segunda vez que se fuera, cuando escuchó que se aproximaba un vehículo. Güili estaba parado en la cama, observando sobre el hombro de su madre y le dijo al oído son soldados mama. Olivia le respondió shó en voz baja, acompañando la vernácula expresión de silencio con un seco coscorrón y vio que se detenían frente a su casa y descendían tres o cuatro de ellos. Luis García parecía no darse cuenta de la presencia de los militares, pero cuando uno se aproximó para tocarle el hombro gritó ¡viva Cuba! y se lanzó contra él. Olivia y Güili fueron mudos testigos de lo que le ocurrió a Luis García esa noche. Con una mano fuertemente prendida de los barrotes como un garfio, luchaba con fiereza usando el brazo libre y las piernas para no dejarse arrastrar hasta el jeep. Olivia y Güili escucharon por largo rato sus gritos y maldiciones mientras se lo llevaban a puro culatazo. Pili y Neli, en la otra habitación, dormían ajenas a lo que pasaba. O no tanto, porque a la mañana siguiente lo primero que hicieron fue ir a curiosear y se toparon con los rastros de sangre frente a la ventana.
    —Un poco más y me meten el huevo por tu culpa reclama Güili.
    —¡Ah puta! no por mi culpa protesta Gabriel por tu culpa en todo caso ¿quién te manda meterte a la Sombrerería?
    —Pues porque voy a tener un hijo.
    —¿Vos? ella lo va a tener.
    —Se entiende pues.
    —Lo que no se entiende es para qué te tenés que ir a los Estéits.
    —Si vos te querés quedar comiendo mierda en este país es tu problema pero yo necesito poner tierra de por medio.
    —¿De qué querés huir? le pregunta Gabriel.
    —¿Huir? y se le queda mirando largo rato en silencio ¿qué querés decir?
    —¿Cómo que qué quiero decir? cuando uno trata de poner tierra de por medio de la noche a la mañana es porque tiene la cola sucia.
    —¡Cola sucia tendrá tu madre! si te digo que me quiero ir no hay nada más detrás de esas palabras dice Güili con firmeza ¿o es que creés saber algo?
    —¿Saber algo? no necesito saber ni mierda porque te conozco más que tu propia progenitora.
    —¿Por qué la pregunta entonces? las cosas ya no son como antes Gabriel y llega el momento en que se debe sentar cabeza como todo el mundo.
    —Podés decir lo que querrás Güili pero a mí no vas a darme paja.
    —¿Te las querés dar de psicólogo ahora?
    —Ni ahora ni nunca.
    —De acuerdo dice Güili como quien se prepara a desprenderse de su amada colección de insectos voy a contártelo todo.
    La Susanita usaba cuatro o cinco fustanes enyuquillados que crujían con cada nervioso movimiento de su lineal cuerpo. Era tan pero tan flaca, decía Güili de su prima, que cuando la embarazaran iba a parecer pita con nudo y cuando la enterraran iban a necesitar una pajilla en vez de ataúd, pero a la Susanita eso parecía tenerla sin cuidado porque bailaba como un trompo y los muchachos se la disputaban para levantarla como si se tratara de una pluma, de una muñeca de trapo, y practicar los modernos y acrobáticos pasos del rock'n roll y del twist. Ella, más que nadie, parecía disfrutar lo indecible en cada repaso que organizaba religiosamente los sábados.Y cada sábado cuando a eso de las seis de la tarde se escuchaba el tocadiscos sonar a todo volumen con los 45RPM de Bill Halley y los Cometas, de Little Richard, de Jerry Lee Lewis, de Chubbie Checker y, por supuesto, de Elvis Presley, los vecinos sabían que iba a haber una velada ruidosa y envaselinada. Algunos padres miraban con buenos ojos que sus hijos se reunieran para bailar y pasarla bien, pero otros se hacían cruces porque se comentaba que ese ritmo desenfrenado sólo podía arrastrarlos al relajo, la promiscuidad y el pecado. A los patojos, sin embargo, las opiniones de sus mayores los tenían sin cuidado y bailaban como locos hasta que los papás de la Susanita, reloj en mano, les decían calabaza cada quien para su casa. Se podría contar una historia diferente de cada repaso. Por ejemplo, la vez que Bone, que todavía era traido de Hilda, se quiso propasar con Andrea. La cosa ocurrió así: el viernes, Bone le había puesto un ultimátum a Hilda. O tenían sexo o rompían. Hilda, desde hacía rato, venía haciéndose los quesos para no ceder a sus pretenciones, pero sabía que no iba a poder sostener la situación. Cada vez postergaba el momento, le decía que le diera tiempo, que si la amaba de veras la respetara, que esperara a que estuvieran casados, pero Bone insistía en pedirle esa prueba suprema de amor, como él la llamaba. La noche anterior al repaso ella había llorado, le había dicho que su amor por él era del bueno, que le pidiera cualquier otra cosa pero no eso. Bone se fue exaltando. Se ponía colorado como un tomate para palidecer repentinamente como un cadáver. Ella terminó poniéndose histérica y gritando ¡no no! y él le propinó un bofetón que la hizo trastrabillar y sangrar profusamente la nariz. Fue la primera vez que le puso la mano encima. De allí en adelante todo lo resolvería a golpes con ella. Pero volviendo al repaso en cuestión, Bone llegó temprano esa tarde y parecía, aunque nadie podía afirmarlo con seguridad, que se había echado un par de tragos para agarrar valor. Buscó con la vista a Hilda, pero solamente estaba su hermanita Andrea platicando animadamente con la Susanita. Entonces ha de haber sido que se le metió el diablo en el cuerpo, como dirían después las vecinas. Bone podía ser encantador si se lo proponía y se lanzó a conversar con ellas y, cuando empezó la música, a bailar con las dos. La Susanita, después de un rato, se fue a atender a los otros invitados y Bone se quedó con Andrea. Andrea estaba, como era su costumbre, seria y con ese gesto de háganse-a-un-lado-que-aquí-viene-la-reina o algo por el estilo. Pero en el fondo era tímida y, secretamente, alentaba un amor que creía sentir por Bone. Cuando Hilda llegó, con más carmín del acostumbrado en las mejillas para disimular el golpe que le propinara Bone la noche anterior, pareció ignorarla y siguió bailando con una más animada Andrea. Hilda se hizo la que no le importaba y se puso a bailar con el único que se atrevió a invitarla, el archi enemigo de Bone: Güili. Pero Bone no armaría bronca esa vez. Tenía entre ceja y ceja un propósito y no lo echaría a perder a causa de su mal humor. Así que Güili siguió bailando con Hilda y Bone con Andrea. A eso de las nueve de la noche, Hilda notó la audencia de su hermana. Y también la de Bone. Los buscaba con la vista y Güili le preguntó que qué pasaba. Al instante ambos comprendieron y sin decir palabra Hilda corrió hacia el interior de la casa, mientras Güili salía a la calle. Después de un rato de infructuosa búsqueda, Güili le pidió que lo esperara, que creía saber dónde estaban, pero ella insistió en acompañarlo. La noche era fría. Sin embargo, ambos transpiraban mientras caminaban rápidamente hacia los patios del ferrocarril. Al llegar a la caseta del guachimán, Güili le insistió para que no siguiera adelante, pero Hilda, pálida y temblorosa, se le pegó al aproximarse a los vagones de carga allí estacionados. Güili trataba de penetrar con la vista esas sombras y aguzaba el oído, pero únicamente escuchaba la rápida respiración de Hilda a sus espaldas y el sonido de su propio corazón. Conforme iban adentrándose en ese estrecho corredor entre las dos vías de vagones y acostumbrándose a la oscuridad, los descubrieron. Estaban como a cinco pasos. Antes de poder reaccionar, Güili vio como Hilda se lanzaba contra ellos. Cuando llegó a su lado aullaba y maldecía, golpeando con los puños y pies, mordiendo, aruñando a un Bone que parecía disfrutarlo. Gritaba que se llevara a Andrea, mientras le desgarraba la camisa y trataba de soltarle el cinturón y de abrirle la bragueta. Güili y Andrea permanecían atónitos, sin atreverse a intervenir, sin poder moverse. Bone la estaba besando, manoseando, subiéndole la falda. Incapaces de hacer otra cosa, Güili y Andrea fueron testigos de un feroz acoplamiento, de un intercambio de salvajes caricias y soeces expresiones. No había nada qué hacer. Hilda había decidido, finalmente, darle la prueba suprema de amor que Bone le exigía. Güili sintió pena por Andrea y la tomó de los hombros para hacerla girar, pero casi se da de bruces con la figura de flacas piernas y enyuquillados fustanes rocanroleros que observaba la escena con una expresión de extraña fascinación que contrastaba enormemente con la de profundo asco de Andrea.
    —Fue en el año de 1939 ó 40 no lo recuerdo bien dice el tío Rafa entrecerrando los ojos para recapturar las imágenes que pugnan por desvanecerse de su memoria ¿tienen un cigarrito? sí ya sé que me prohibieron fumar comer chile grasas moverme mucho pero cuando uno empieza a llagarse de allá donde les conté y se le hiede el pescado ¿qué importa? que si el azúcar se sube que si la presión se baja que si el colesterol que si ardores al orinar que si estreñimiento los riñones la artritis los cálculos biliares la embolia cerebral que si tanta cosa que mejor sería que lo declararan a uno muerto de una vez por todas sin olvidarse del certificado de defunción y a ocuparse de los vivos que todavía son número en el padrón electoral ¿no les parece? fue en el año 40 ahora lo recuerdo bien porque fue un año antes de que los Estados Unidos entraran a la guerra por lo del ataque japonés a Pearl Harbor en Hawai ¡40 sí! allá en la aldea de Cabañas de donde se dice que los Barahona son originarios aunque parece que llegaron de la guanancia y cerca del destacamento al que el siempre leal al gobierno constituído coronel Benemérito Solís por los azares del destino después de ser el brazo derecho del dictador Ubico había sido enviado como jefe de la zona militar número doce o catorce no recuerdo bien ¡bueno! Olivia se iba a pasar cortas temporadas para estar cerca de su padre y vivía con una familia Orellana si no me equivoco y así fue como todo empezó para bien o para mal pero volvamos a los Barahona de Cabañas familia pendenciera esta familia Barahona que venía matándose desde tiempos pretéritos entre padres y hermanos y primos y tíos no digamos entre extraños y aquí es donde aparece el nombre de Efraín el hijo menor y uno de los pocos sobrevivientes que no parecía muy distinto a los demás aunque un poco apartado y medio tímido hasta que se le salía el cobre ¿nos echamos el otro traguito? uno al día qué alegría dos para quitar la tos tres para aliviar el estrés cuatro para tener más vidas que un gato cinco para poder pegar bien el brinco seis ¡sí ya sé! será el último se los prometo porque ya tengo seca la garganta y encogido el cerebro de tanto hablar y de exprimir la memoria ¿dónde estaba? ¡en el 40 sí! cuando Olivia y Efraín Barahona se conocieron ya había llegado a los oídos de ella la legendaria fama de la familia y no ignoraba que las principales causas de tantos dolores y muertes eran la tierra y las mujeres aunque no en ese orden necesariamente así que Olivia se portó cortés y amable pero decidida a guardar la distancia con ese calavera que por lo demás no le parecía tan desagradable ¡salucita! fue en la fiesta de bienvenida que le dio su padre en la casa de los Orellana y el coronel frunció el ceño cuando vio que los lugareños andaban como moscas detrás de la miel especialmente ese tal Efraín y a duras penas se contuvo porque no estaba en sus dominios pero se prometió que no iba a dejarlo que se acercara a un tiro de fusil de distancia de su hija y que además iba a pedir su traslado porque ese maldito pueblo no le gustaba y el clima le parecía asqueroso y echaba de menos su casona frente a Santo Domingo y los favores de la Josefina la hija de la Juana que no sólo le hacía la cama sino que se metía entre las sábanas para calentárselas ¡ah la mamadora de la Josefina! pensaba el coronel mientras se palpaba el órgano sexual en un movimiento que ya se le había hecho costumbre porque todo el día pensaba en el jugoso coño de la india ¿lo imaginan al coronel Solís en uniforme de gala con la mano en la empuñadura de la espada y la otra en la pistolita? bueno está bien me pongo serio y sigo con la historia ¿otro cigarrito? de algo se tiene que morir uno y ya me ven a los y tantos como si nada pero sigo donde Efraín ponía el ojo ponía la bala y estaba decidido a no dejar ir a la prenda a pesar de la abierta oposición del coronel quien un día lo mandó a llamar al cuartel y según le comentó el sargento de guardia a su mujer la que a su vez se lo contó a la mía se esperaba lo peor del enfrentamiento de esos dos gallos de pelea lo cierto es que Efraín salió de allí por sus propios pies a pesar de la furia del coronel que remataba con la indiada  de  cuques  dándoles  verga  mentándoles  la  madre  y  castigándolos  por  cualquier cosa ¿Olivia? ella estaba profundamente enamorada de ese hombre y se declaraba en completa rebeldía contra su padre quien ya estaba pensando mandarla a El Salvador con una hermana o meterla en el convento o no sabía qué cuando se enteró que estaba bien embarazada la fregada y que la boda era inminente porque Efraín parecía igualmente enamorado o por lo menos tal vez para aplacar la ira del coronel fingía estarlo ¡a saber! lo cierto es que se casaron en la iglesia de Yurrita de la capital un hermoso día de octubre de 1940 y allí empezó el calvario que culminó con el abandono cuando ya había tres hijos como se sabe.
    La muerte y el descuartizamiento de Otto von Kaenel Pérez también conocido con el sobrenombre de Gepeto Ventoluchi había conmocionado al barrio de Gerona desde sus cimientos. Los detalles de las macabras escenas pasaban de boca en boca agrandadas por la inventiva de la gente, pero nada podía ser más terrible que la propia realidad. La maraña se iba desenredando poco a poco hasta que se topaban con un nundo gordiano al que no se le podían encontrar los cabos. Salían a luz las inclinaciones sexuales de Ventoluchi y eso parecía justificar de alguna manera la saña con la que los hechores habían actuado esa noche. Pero eso no era suficiente para descubrir el móvil y en consecuencia a los asesinos. La psicosis colectiva estaba contribuyendo a que el judío de la Ferretería El Globo se enriqueciera más porque las puertas de cada casa estaban guardadas con fuertes cerraduras, pasadores de diverso tipo, cadenas y candados. Todo el mundo desconfiaba de todo el mundo pero la policía no tenía un sólo sospechoso en la cárcel. Nadie había visto u oído nada esa fatídica noche. El tiempo pasaba y no parecía encontrarse una solución. ¿El crimen perfecto?, preguntaban. No, respondían. No podía haber crimen sin castigo. Las pesquisas principiaban de nuevo. El guachimán de la línea del tren recordaba que esa noche había visto al ahora occiso pasar frente a él, con su paraguas negro bajo el brazo como siempre, pero que no habían ido más allá de un saludo y cada quien a lo suyo.  El policía que hizo la ronda esa noche en su bicicleta por el barrio declaró que había luz en el taller de Otto en la madrugada, pero que no le extrañó porque éste solía trabajar hasta bien entrada la noche en otras ocasiones. Doña Marta, quien aparentemente había sido la última persona en verlo con vida esa noche, después del guachimán, recordaba su bonachona y voluminosa figura en el umbral antes de cerrar las puertas de su taller. Después de eso todo parece haber transcurrido normalmente en la rutina del barrio. No cabía la menor duda de que tenía que ser alguien de afuera, porque los de la cuadra habían sido interrogados los primeros y todos tenían su coartada. Por otro lado, se estableció plenamente que cuando Otto fue visto por el vigilante del tren venía de la iglesia de Santo Domingo —de la que era devoto—, donde había comulgado con el padre Gerardi. Pecadillos, respondió lacónicamente éste al ser cuestionado por las autoridades, escudándose en el sagrado secreto de la confesión. Todo apuntaba pues a que el crimen iba a quedar en el misterio, al menos que sucediera un milagro. Y los milagros, por lo visto, andaban bastante escasos en esos tiempos. Al cabo de tres semanas, cuando la fase sumarial concluyó y llegaron los oficiales del juzgado a romper los sellos y penetrar en la casa para hacer las investigaciones finales, se toparon con innumerables huesos regados por los corredores y habitaciones de la casa. Notificaron al forense de su hallazgo y éste concluyó, después de colocarlos en orden en su sitio, que eran sin lugar a dudas humanos. Doña Angeles, la madre de Otto, había sido olvidada y devorada por esas regordetas y panzonas mascotas que se relamían de satisfacción. Madre e hijo tuvieron un final trágico. La casa de las muñecas, desde entonces, tomó el apelativo de la casa de los gatos. Quedó deshabitada, hasta que años después, al no presentarse herederos a reclamarla, pasó a posesión del Estado. Aquello estaba totalmente en ruinas y ya no había señas de gatos ni perros. Cuando un tractor tiró los muros de adobe y niveló el terreno, solamente protestaron con sus agudos chillidos de roedor unos desvelados y asustados murciélagos.
    —¿Cómo así? dice Andrea arrugando la nariz.
    —No me respondás con otra pregunta le dice Güili.
    —Le tengo miedo a mi papá pero mi mamá me va a matar cuando se entere.
    —Cuando se enteren ya estaremos en los Estados Unidos se impacienta Güili ¿acaso le pasó algo a tu hermana Hilda? y eso que Bone la deja pinta a golpes un día sí y el otro también.
    —¿Serías capaz?
    —¿De qué?
    —De pegarme.
    —¿Por qué iba a hacerlo?
    —No sé balbucea Andrea se me ocurrió de repente.
    —¿Así nada más?
    —Así nada más ¿por qué iba a ser si no?
    —Por nada supongo.
    —¿Lo harías?
    —Claro que no ¿qué ideas se te meten en la cabeza? trata de sonreír Güili pero no es más que una mueca que se agranda en contraste con la pequeñez de sus ojos.
    —No tienes que casarte conmigo si no quieres extiende la mano Andrea para apartarle el cabello que le cae sobre la frente.
    —Quiero dice Güili esquivando el contacto.
    —Mi hermana me dijo que ella se había sacado el primer niño.
    —¿Ah sí? ahora me explico por qué Bone juega futbol con su panza.
    —No seas cruel Güili ruega Andrea ¿me golpearías también si lo hiciera?
    —¿Cómo rayos voy a saberlo? creo que simplemente te mataría concluye Güili en un tono aparentemente casual.
    Mientras Gabriel y Paquita se disputaban la atención de su madre con berrinches, pleitos, ruidos y travesuras, al pequeño Eusebio ni siquiera se le sentía de lo callado que era. Por el contrario, cada vez que don Gabriel regresaba de su trabajo en los talleres de mantenimiento del ferrocarril, Eusebio parecía volver a la vida mientras que sus hermanos optaban por poner la mayor distancia posible entre su progenitor y ellos porque éste no escatimaba esfuerzos para insultarlos y golpearlos por cualquier motivo. Doña Marta no sabía qué hacer. Vivía una suerte de complicación de personalidades. Subordinada al hijo solitario y enérgica con los otros o protectora frente a los hijos maltratados y gruñona con el consentido de su padre. Su vida se dividía entre patrones de comportamiento totalmente distintos cuando estaba su marido en la casa y cuando se quedaba sola con sus hijos. Y eso a ratos la hacía sentir en los umbrales del cielo o del infierno. El pequeño Chebo, apenas de seis años, todavía no iba a la escuela. Se la pasaba pegado a las faldas de su madre casi todo el tiempo. Vuelta que ella daba vuelta que daba él, prendido como una garrapata. El mundo de Eusebio tenía amplios límites pero bien delineados. La tienda de la vuelta con sus enormes botes de vidrio repletos de espumillas, morenitas, quiebradientes, y ese delicioso olor a pan recién horneado que le alborotaba el apetito, donde un par de hermanas solteronas se disputaban el honor de ver a quién de ellas le daba el beso más rico y sonoro a cambio de lo que se le antojara. La casa de doña Olivia con ese piso reluciente donde se podía ver reflejado de cuerpo entero, y donde Pili y Neli se apoderaban de él en cuanto lo miraban para jugar a las mamás o a la escuelita o al doctor. Eso no le molestaba nada siendo el centro de atención de las niñas, pero Güili se entrometía a veces y con disimulo le hundía los dedos en las costillas, escapando muerto de la risa para después de un rato tratar de repetir la hazaña. La casa de don Humberto, cabal a la vecindad, donde se aburría como una ostra sentado entre su mamá y doña Flori que platicaban y platicaban horas enteras hasta que una de ellas se recordaba que había dejado la plancha conectada o la comida cocinándose en la estufa. El mercado con sus inesperados laberintos y olores y colores que lo embriagaban y a veces le producían náusea, pero que le permitía comer jocotes tronadores y de corona, duraznos prizcos y melocotones, mangos de mico y de pita y otras frutas que se robaba en un descuido de las marchantas y de su mamá. El estadio a donde lo llevaba su papá los domingos a ver un montón de hombres corriendo desaforadamente detrás de una pelota después de la obligada misa de donde salía con olor a incienso y a cera y con dolor en las rodillas y calambres en las piernas. ¡Y la casa de las muñecas! donde sentía una especie de sacrosanto terror y temeraria curiosidad. La primera vez se negó rotundamente a entrar. Doña Marta trataba de explicarle que solamente se trataba de muñecas de pasta y baquelita y varillas de paraguas y sombrillas que debían ser reparadas, pero a él le parecía el lugar a donde enviaban a los niños malos para ser descuartizados en castigo por no hacerle caso a sus papás. Otto se sentó junto a él en la grada de la banqueta y le hizo la graciosa imitación de un pelele. Luego le palpó la cabeza y los brazos con aire profesional, acompañándose con sonidos como los que se escuchan cuando se le da cuerda a un viejo reloj. El Chebo lo miraba de reojo, resistiédose a entrar en su juego, pero la bonachona figura de Gepeto Ventoluchi con ese impecable delantal y redondos espejuelos sin aros lo colocaban entre el Santa Claus de las navidades y el infaltable Frosty, muñeco de nieve de uno de los cuentos favoritos que le solía leer su madre antes de dormir. Desde ese día empezaron a ser buenos amigos. Y aunque no hubiera sombrillas de su mamá que componer y no estuviera alguna de las muñecas de la Paquita rota, le rogaba a su madre que lo llevara al taller de Otto; y ella sentía un gran alivio al poder encargárselo por un rato para ir de compras y hacer otros mandados más rápidamente. Además, en esos días Güili ya había terminado los básicos y entraba al bachillerato, lo que la obligaba a hacer todos los trámites y el papeleo para inscribirlo. Don Gabriel, por otro lado, andaba bebiendo más de la cuenta, llegando al extremo de también maltratar a Chebito, cosa que no había hecho antes. Una noche, la Paquita con los ojos llenos de lágrimas tomó de la mano a su mamá y la guió hasta su cuarto. Allí, sobre la cama, estaban sus muñecas sin brazos ni cabeza ni ojos ni piernas. Todas, en el lugar que debía corresponder al ano, tenían afiladas estacas bien clavadas. Y el pequeño Chebo, con el delantal de su madre llegándole hasta el piso, con los ojos fijos en las destrozadas muñecas de la Paquita, hacía los guturales sonidos de cuerda de reloj que Gepeto Ventoluchi le había enseñado, agitando los brazos y moviendo la cabeza como una marioneta sin control.
    —No me lo estará preguntando pero la vida se pasa tan pero tan rápido que cerramos los ojos y cuando volvemos a abrirlos ya han transcurrido en el parpadeo veinticinco treinta años que se dicen fácil pero que cuesta un huevo y la mitad del otro vivirlos como dios manda o más bien sobrevivirlos que es lo que hacemos en este puto mundo que nos hemos inventado y que nos empecinamos en conservar si se entiende lo que quiero decir y si no lo mismo da porque lo que diga o haga no cambiará en nada lo que tiene que ser y es por ley decreto o reglamento por costumbre moda circunstancia o ganas que al final es lo que realmente importa si todavía hay algo que valga la pena ¿veinticinco treinta años? en la distancia las cosas adquieren una diferente dimensión porque en alguna parte de eso que llamamos cerebro hay un borrador una especie de ablandador un persistente difuminador de conciencias ¿a dónde iríamos a parar si no? lo hice y lo había olvidado o al menos quería hacerlo porque una cosa es padecer remordimientos y otra que no te importe un comino y sin embargo tener la imagen allí mañana tarde y noche despierto y dormido como una mancha roja en la blancura de las sábanas nupciales como una basurita en el ojo  que  no  por  pequeña  molesta menos como un dedo acusador que te apunta a la cabeza con la misma carga letal que una pistola como lo que es simplemente y que no por querer ser ignorada algo que pueda lavarse con agua y jabón desinfectante ¿no es cómico acaso? lo que para unos es un acto de justicia para otros resulta ser un crimen abominable ¿dónde está pues la medida? ¿dónde el límite? no ha sido fácil para mí repito y sin embargo tampoco me fue difícil en su momento ¡extraña paradoja! ¿por qué hablo de algo que he callado tanto tiempo? me pasó lo que te pasa cuando estás aprendiendo otro idioma y te sabés el significado y las reglas ortográficas y en tu cabeza las frases se forman con una facilidad asombrosa pero que cuando tienen que salir en forma de palabras se te traban en la garganta atropellándose unas a otras en una ininteligible gama de sonidos carraspeos balbuceos que te inhiben y forman una pared que sólo el tiempo logra derribar porque no es posible hablar el idioma de tu propio corazón sin ser el blanco de la insidia la maledicencia la incomprensión de la gente ya que nadie puede estar en tus zapatos por más que diga y aunque traten de entenderte terminarán echándote mierda encima y agregando una pena más a la ya pesada carga de tu propia conciencia ¡no quería decirlo de este modo! de tu propia identidad o bien de tu propia concepción de ese universo que es tu vida y la de nadie más ¡está bien! ese parpadeo ha durado toda una eternidad y no pude evitarlo porque el sólo hecho de que lo sepas únicamente agregará ingredientes a la sopa pero no cambiará los elementos nutritivos que la conforman ¡sí! ya sé que estoy dando rodeos y que me ando por las ramas y que a las cosas hay que llamarlas por su nombre pero lo mío es apenas un titubeo que no obedece a otra cosa sino al pudor que siento y que es otra barrera que debo romper para decirlo todo para escupirlo de una vez por todas y así sacar a los muertos de sus tumbas y a los vivos enviarlos al limbo porque ¿a quién le importa si ya el tiempo se ha encargado de devolver el polvo a la tierra? nunca creí en ranas que se vuelven príncipes en aparecidos que cantan coplas de amor en espíritus burlones y esas cosas que te meten en la cabeza ni mucho menos en santos vírgenes dioses que escupen rayos y truenos por la boca y que sólo son capaces de responder a tus plegarias si decides formar parte del rebaño de borregos que caminan ciegamente al matadero de tus sueños tus ilusiones tu humanidad que no es otra cosa que aceptar la calidad de basura del universo que no se sabe por qué cayó en el globo y se prendió a él como un parásito y le chupó la sangre de las venas hasta dejarlo seco y agotado ¿qué importancia puede tener ahora insisto? todo ha cambiado desde ese día los valores son otros la gente ya no quiere mirar hacia atrás por temor a que su mundo se derrumbe como un castillo de naipes azotado por el viento o a convertirse en la bíblica estatua de sal ¡de acuerdo! confieso que lo hice que fui yo quien decidió tomar venganza y la ley en propia mano en nombre de todas las víctimas del mundo habidas y por haber ¿acaso no ocurre lo mismo en la naturaleza? el hombre no ha perdido ese instinto primario sino que es el mismo hombre el que lo ha querido ocultar entre su falso pulimento de moralidad y justicia y principios en nombre del derecho que vulnera el derecho mismo y así en una cadena sin fin de atrocidades aberraciones falacias que pretenden negar el honor la equidad la simple y llana posibilidad del ojo por ojo de las santas escrituras ¿veinticinco treinta años? pasarán siglos y lo mismo porque el hombre seguirá siendo el lobo del hombre con piel de oveja y banderitas multicolores que se estiran y se encogen a la medida de sus ansias e intereses mezquinos ¿qué importa que lo hiciera? si no hubiera sido yo hubiera sido cualquier otro porque estaba escrito en alguna parte de nuestras existencias ¿van a castigarme por eso? ¡por favor! ¿acaso no tenemos ya bastante?



O C H O

PASABAN DE MANO EN mano provocando los más increibles comentarios entre los excitados jóvenes que, en su mayoría, era la primera vez que posaban sus ojos en semejantes bellezas que entre velos y edredones mostraban, además de esa picarezca sonrisa de lascivos contornos, pechos de sonrosados pezones, caderas de ondulantes confines, pubis de erizados vellos, nalgas, vientres, piernas y brazos rubensianos que disparaban la imaginación y hacían vivir las más eróticas fantasías aprendidas de las mil y una noches y que, sin lugar a dudas, Adán había experimentado con su amada costilla en el mismísimo paraíso. El hombre frente a ellos les urgía con la mano abierta para que le pagaran. Algunas monedas cayeron sobre la palma de esa mano que se plegó cerrando el trato y el hombre giró para ir en busca de nuevos clientes para su mercancía de postales prohibidas. Güili, que siempre tomaba la iniciativa en el grupo, las repartió entre todos, quedándose con la que mostraba una especie de odalisca mora con una pluma de avestruz entre sus piernas. Los patojos le chiflaron haciéndole bromas porque la foto sugería que ella había arrancado la pluma del enorme abanico que sostenía un hercúleo y hierático negro abisinio con turbante y taparrabos únicamente. Güili los mandó a la mierda y les dijo que más huecos serían ellos, y entró al inodoro cerrando fuertemente la puerta detrás de él y dedicándole una masturbada a esa exótica mujer de labios húmedos y la punta de la lengua asomando por entre sus labios y que lo miraba para provocarle una explosiva eyaculación que sus amigos aplaudieron con furor. Esta escena que se daba en los servicios sanitarios de los cines era muy común, especialmente durante esas largas jornadas de funciones a beneficio de los empleados que se acostumbraban en los años cincuentas y sesentas y que permitían ver por unos pocos centavos infinidad de películas en tandas continuas. La postal bañada de semen quedó abandonada en el bote de la basura y Güili salió como si nada, entre los aplausos de sus compinches. Gabriel se había guardado la suya en la bolsa de la camisa y se hacía el baboso, pero todos lo empujaban hacia el inodoro y a pesar de sus protestas cerraban la puerta a sus espaldas. A solas, Gabriel sacó la postal que le había tocado en la repartición y posó sus ojos más con curiosidad que lascivia. Eran dos regordetas mujeres de pie que se abrazaban estrechamente, la una con la mano en el seno de la otra como si calculara su peso y la otra con la mano en las lonjas del vientre de la primera como si se preparara a darle un masaje. El par de ninfas, dentro de su aparente erotismo, tenían un gesto de aburrimiento y desgano, según le parecía a Gabriel, dándoles más un aspecto de profesional gravedad que de sensualidad. Sobre un sillón, a la par de ellas, se encontraba un perezoso gato persa relamiéndose los largos pelos blancos. En la pared el cuadro de un Cupido con su infaltable arco y flechas y esos ojos de inocente picardía. Gabriel no supo cuánto tiempo había transcurrido cuando sus amigos aporreaban la puerta y le gritaban que no fuera shuco, que se apurara, que otros estaban esperando turno, etcéteras. La palidez de su rostro despertó más comentarios: que no iba a crecer, que se volvería más bruto, que le entraría una fiebre galopante, que terminaría sin fuerzas, que se quedaría impotente y todas esas cosas que le habían oído decir a sus mayores, especialmente a su maestro auxiliar del Instituto Central que los saludaba con un ¡hola pajeros! para continuar con sus historias horripilantes sobre los onanistas. Se aseguró de escupir la postal antes de tirarla a la basura para que no entraran en sospechas de que había roto con el código de la autocomplacencia que se habían impuesto en tales circunstancias. Volvieron cuando ya había empezado la siguiente película. Esa especie de gallinero era la galería del Cine Abril, un teatro a la italiana convertido en lugar de proyección cuando el cinematógrafo todavía era mudo. Con la llegada de la banda sonora se pusieron de moda las series dominicales, episodios que los dejaban en un hilo cuando el tren iba a despedazar a la traidita que estaba amarrada a las vías. Y el siguiente domingo todos respiraban con alivio cuando el traidito, en el último momento, rescataba a la polla. En esa ocasión estaban proyectando la serie completa —cosa que únicamente ocurría en las funciones a beneficio— de aventuras del legendario cawboy cantor Roy Rogers. En los momentos emocionantes, cuando Roy Rogers estaba a punto de caer al desfiladero o escapaba indemne de una cuadrilla de abigeos, o cuando se iba a detallar a la heroína después de cantarle una canción acompañándose con su guitarra y con los bufidos de aprobación de Tiger su caballo, los espectadores de galería, allá arriba en el tercer piso de ese auditorio, aplaudían, chiflaban, tamboreaban con los pies en las bancas de madera. Tampoco menudeaban los insultos y las escupidas a los de platea, armándose verdaderas batallas verbales que costaba aplacar. Güili estaba aburrido y afónico de tanto gritar y mentar madres. Codeó a Gabriel diciéndole que mejor se fueran al carajo. Los otros, al enterarse, protestaron. Güili les recordó que no era su padre y que se podían quedar si les venía en gana, pero Gabriel que estaba padeciendo de un tremendo dolor de cabeza sintió un gran alivio al salir a esa fresca tarde de noviembre, famoso por los fuertes vientos para volar barrilete, y se encaminaron por la catorce calle rumbo a su amado barrio de Gerona. Al llegar a la línea del tren, se aparearon al paso de uno de carga que iba rumbo al norte y saltaron, escalando con una pericia producto de incontables ensayos y se subieron al techo de uno de los vagones del centro. El ferrocarril, en ese punto, iba lento porque acababa de salir de la Estación Central, a pocos minutos de distancia, pero era igualmente peligroso y los brequeros andaban ojo al Cristo para evitar otro accidente como el que había ocurrido meses atrás cuando un niño resbaló y cayó entre las vías, salvándose milagrosamente de morir pero perdiendo una pierna a la altura del muslo. El brequero, armado con ese gran garrote de chichipate que le servía para ayudarse a hacer girar la rueda que accionaba los frenos manuales cuando soltaban los vagones en el patio, y que a lo lejos parecía un vaquero con su rifle Winchester calibre cuarenta y cuatro o un curtido marino que con las piernas separadas se preparaba a capear tempestades catalejo en mano, les hizo amenazadoras señas para que se bajaran de inmediato. Estando a varios vagones de distancia, Güili decidió que jugarían al gato y al ratón. Gabriel sabía que no iba a ser posible convencer a su amigo de lo contrario, así que corrió detrás de Güili y tras ellos el furibundo brequero, mentándoles a toda su parentela, en dirección a la máquina. Pero no contaban con que el fogonero les cortaría el paso por el frente. Gabriel y Güili se detuvieron un instante entre dos fuegos y cuando ya los tenían a pocos pasos de distancia se descolgaron por las escalerillas laterales y saltaron a tierra entre carcajadas y palabrotas que les dedicaban mientras el tren se alejaba imprimiendo un fuerte trac-trac en las vías. Cuando el sonido del tren no era más que un susurro, se percataron que había llegado la noche, y de que se encontraban exactamente en el tramo donde, alineadas a ambos lados, se abrían muchas puertas como desvelados ojos que con su mortecina luz parecían querer mostrar a medias sus secretos. ¡La famosa Línea!, la zona roja, el lugar donde se comerciaba el sexo y que tanta curiosidad les había ocasionado. Y ahora, de pronto, se encontraban allí sin proponérselo. Una mujer se les acercó y les dijo que si querían entrar, que la volvían loca los virguitos, que no les iba a cobrar nada. Otra le hizo coro. Y allí estaban tres o cuatro putas asediándolos, ofreciéndoles sus servicios detrás de esas bocas pintarrajeadas de rojo, esas ojeras violáceas, esas manos ásperas y descuidadas, disputándose el placer de ser recordadas como la primera cuchara en la que esos patojos habían remojado la hilacha en su vida. Ambos pensaban que hubiera sido mejor caer en las manos del brequero y del fogonero en vez de en las de esas mujeres que podrían ser sus madres o sus abuelas y que se les untaban en el cuerpo lascivamente, manoseándolos y apretándoles entre las piernas, llenándoles de babas la cara y el cuello, asediándolos y soplándoles las narices con su aguardentoso y fétido aliento, casi asfixiándolos con sus sudorosas humanidades. Jadeantes y con náusea, se abrieron paso por la fuerza entre esa abundante masa de nalgas y chiches y corrieron hacia sus casas como si les hubiera ido la vida en eso.
    —¿Le pasa algo don? se acerca solícito el hombre.
    —Nada gracias responde casi sin aliento Gabriel apoyándose en la base de una de las estatuas de los toros de la Avenida de la Reforma.
    —Se ve pálido afirma el hombre poniendo una mano sobre el hombro de Gabriel.
    —¿Qué hora es? le pregunta tratando de ubicar el sol pero su radio de visión no lo alcanza.
    —Las cuatro responde el hombre y se le acerca como para que nadie más que él lo pueda escuchar sé que algo lo atormenta y yo puedo ayudarlo.
    —Un momento señor si es homosexual pierde su tiempo le advierte Gabriel.
    —Ni eso ni traficante de drogas no se preocupe responde el hombre sacando una tarjeta del bolsillo de su chaqueta y leyendo en voz alta Dionisio Luna doctor del espíritu.
    —¿Cómo? pregunta Gabriel tratando de apartar de su mente la escena que ha revivido al ver los ojos caninos de la prostituta en el apartamento del que acaba de escapar.
    —Dionisio Luna para servirle sonríe ampliamente el hombre hay demasiados doctores del cuerpo y de la mente pero muy pocos del alma y del espíritu.
    —Le agradezco mucho su interés dice Gabriel guardando con gesto mecánico la tarjeta del hombre pero es lo más ridículo que he oído en mi vida.
    —No se preocupe don.
    —Gabriel.
    —Don Gabriel pero no es fácil huir de los perros que nos acechan.
    —¿Qué quiere decir? pregunta Gabriel titubeando y temeroso de que el hombre pudiera leer sus pensamientos.
    —Las heridas del cuerpo sanan con el tiempo pero las del alma se ahondan cada vez más con los años.
    —¿Nos conocemos?
    —¿Me invita a un café?
    —Sí claro pero.
    —Y a un traguito si es su voluntad ¿vamos?
    —Sí.
    —Verá que más vale enfrentar a los perros que darles la espalda a mí me ocurrió cuando no sabía ni jota de estas cosas hasta que un día
    Flori lucía más bella que nunca. Así se lo parecía a sor Narcisa que desde muy temprano se había consagrado a la novia para entegarla a la vida, como ella decía, aunque fuera el papá quien la llevara del brazo al altar esa tarde. Le preparó un baño con los mismos pétalos de las rosas que Flori cuidaba tan diligentemente en el jardín del colegio. Y desde días antes había encargado le llevaran óleos aromáticos para que la prometida subiera al tálamo nuncial oliendo como debían oler las vírgenes. Sor Narcisa se sentía feliz y triste al mismo tiempo. Feliz porque la muchacha que había sido golpeada tan duramente por la adversidad, con unos padres desamorados y distantes, con una experiencia de abuso sexual execrable, tenía un corazón puro y una mente virgen. Triste porque a pesar de sus esfuerzos para que dedicara su vida al Señor que la había dotado de esa maravillosa voz, de esa religiosidad tan propia, de esa capacidad para el estudio, la meditación, el ayuno, la sabía provista de una sexualidad, una sensualidad innata que terminaría por desbordarse si no se la dejaba acudir al llamado que la madre naturaleza le hacía. Las demás monjas y compañeras estaban excitadas con el acontecimiento. Sería la primera vez que una alumna saliera del colegio después de su graduación directamente a los brazos de su marido. Las muchachas hacían bromas de todos colores y los colores se les iban a la cara con las desaprobatorias miradas de las hermanas que, en el fondo, las disculpaban porque sabían que el mundo es mundo y que para eso existe la oración. Dentro del claustro, siempre tan silencioso, se respiraba un ambiente de fiesta y las jóvenes vestían sus galas domingueras que contrastaban con los tonos pastel del lugar. Esa radiante mañana de bodas, después de la misa de gallo pasaron al comedor como era la costumbre. Esa enorme platea dispuesta con largas mesas y bancas, con manteles blancos como la nieve y trastos repletos de exquisitas viandas y humeante mosh. Durante todos esos años en el colegio, Flori se había sentado en el mismo lugar —la mesa inmediata a la de las madres— encarando a San Sebastián. Y mientras comía, sus ojos recorrían palmo a palmo los contornos de la imagen dejándose arrastrar por la imaginación al ver las flechas hendiendo la carne, las heridas sangrantes, y esa mirada de infinito distanciamiento que mostraba el santo en el martirio. Le parecía bello con ese desnudo y bien conformado cuerpo, con los brazos atados hacia atrás a un tronco de árbol, con la pierna izquierda ligeramente flexionada en un movimiento —que así le parecía a ella— de profundo pudor. En sus sueños de adolescente ese cuerpo cobraba vida, arrancándose lentamente y sin el menor gesto de dolor una a una las flechas de su carne. Y en ese momento siempre la miraba. A ella que era una especie de Juana de Arco en el sueño y que estaba tendida en su litera completamente desnuda, incapaz de moverse por esa mezcla de terror y fascinación que la invadía. La escultura se bajaba del pedestal y avanzaba hacia ella, haciéndola sentir una fuerte opresión en el pecho, como si el corazón se le fuera a partir en dos. El varón se detenía a su lado, dejando caer el paño que cubría sus genitales y exponiendo un muñón de pene sangrante y tumefacto. En ese instante el rostro del santo sufría una transformación. Ya no era él sino el regordete gato del colegio que se relamía de puro gusto. A veces sus compañeras se reían de ella porque decían que siempre estaba ida, pensando a saber en qué cosas. Y ella se sonrojaba, atragantándose de la vergüenza porque tenían razón.  Sólo que ahora le parecía distinto el santo. Le parecía que era la primera vez que lo veía tal como era, un pedazo de madera y yeso muy bien tallado pero que carecía de, no se le venía la palabra, de humanidad. Eso era. De vida. Y aunque en sus sueños se animara, seguía siendo eso, una imagen nada más. Miraba a sus compañeras, a las monjas. Miraba sus propias manos, palpaba sus brazos y su rostro. Era tan diferente. Y aún cuando pensaba en cosas desagradables, como en el exorcismo que le practicara el padre Solera años atrás, era distinto. Su boca succionando el pene. Sus dientes seccionando el pene. Su boca escupiendo el pene. El gato masticando el pene. Estaba segura ahora de que debajo de esa tela no había nada entre las piernas del santo, y eso lo convertía en una cosa, en un objeto inanimado, un remedo de hombre. Escalofríos le recorrían por la espalda al pensar en lo que se le venía encima. Humberto era un hombre de verdad con algo sólido entre las piernas. Lo había sentido cuando la abrazaba y se pegaba estrechamente a su cuerpo. La primera vez la asustó. Le dió miedo. Pero luego que se fue acostumbrando, le gustaba sentirlo contra su muslo, cerca de su vientre, sobre su pubis. Sus compañeras le habían dicho que él le metería su cosa entre las piernas para dejar su semilla. Y ella sentía curiosidad y asco al mismo tiempo. ¿Cómo era eso? ¿Y si le pegaba como el padre Solera? ¿Y si la obligaba a mamársela como él hacía? No. Ni siquiera pensar en esas cosas. El matrimonio había sido instituído por Dios para la procreación. Y si los niños no eran traídos por la cigüeña de París, como decían, sería mejor acostumbrarse a la idea de la siembra de la semilla, algo que después de todo no debía ser tan malo por lo que le contaba la Esperancita, su compañera de banca, que ya había permitido que su novio se la metiera unas cuantas veces para su infinito placer, como lo manifestaba con los ojos en blanco. Después del almuerzo sor Narcisa le dijo que debía aprovechar para hacer la siesta, ya que no estaba acostumbrada a desvelarse y en la noche de bodas lo menos en que debía pensarse era en dormir. La vieja monja era pura y casta. Había entrado al claustro desde niña por vocación y se consagró en cuerpo y alma al sacramento, desterrando para siempre lo mundano. Jamás había tenido duda alguna sobre la carne. Para ella era un vehículo terrenal para llegar al creador en este estadio que se llama vida. Nada más. No ignoraba sobre la vida y el sexo porque le había tocado hacer de comadrona y porque muchas mujeres le habían confiado sus secretos de almohada. Además con lo que le había ocurrido a la pequeña Floridalma con el padre Solera era suficiente para saber que el pecado original, la fruta prohibida, la serpiente que había puesto de cabeza el paraíso, eran los mismos entonces y ahora pero con diferente vestidura. Y la oración y el silicio eran suficientes para aplacar los ardores y los pensamientos pecaminosos que a veces se habían metido en su carne y su mente. Pero había salido triunfante de todas las pruebas y ahora en su vejez no iba a resultar con viruelas. En cuanto a Flori, sor Narcisa estaba segura de que iba a ser feliz. O al menos lo humanamente posible. Porque Flori había sido formada con sólidos principios cristianos y tenía vocación de sacrificio. ¿Qué era la vida si no? Seguir el sendero y levantarse una y otra vez con cada nueva caída. Así desde el principio y así hasta el final. Porque había un final prometido en las santas escrituras y eso era lo que hacía que valiera la pena cualquier cosa. Obtener el pasaporte no era tarea fácil, sin embargo. La tierra estaba erizada con las cruces de los antecesores. Y todavía existía suficiente madera en los troncos de los árboles, en las ramas de los árboles y en las semillas de los árboles para las muchas más que habrían de erigirse para justos y pecadores por igual. Flori, ante la insistencia de su mentora, se recostó y fijó la vista en el techo de la habitación donde cada grieta, cada mancha, cada irregularidad tenía su historia. Por ejemplo, bajo ciertas condiciones de luz podía identificar una enorme cabeza de tiburón, una nube con un ángel flotando sobre ella, un ramillete de crisantemos, un cráter lunar. Cerró los ojos después de tres o cuatro lentos y pesados parpadeos y se quedó profundamente dormida. El sueño siempre había sido para ella la antesala de los horrores. Se resistía a quedarse sola, a cerrar los ojos, porque sabía que los fantasmas acechaban ese instante cuando se encontraba indefensa para apoderarse de ella y llevarla a los lugares que más temía, con las personas que la habían hecho sufrir, a los momentos que trataba de borrar de su memoria. Pero no. Durante el sueño se presentaban con una claridad aún más fuerte y alucinante que la real, recreando esos instantes, magnificándolos en sus detalles más íntimos, con la frialdad de una lente cinematográfica con esos grandes acercamientos que sólo la lente de una cámara o de un microscopio podrían mostrar. Soñaba que era la guitarra de su tío, y que éste la colocaba sobre sus rodillas y la tocaba, la rasgaba, poniendo las manazas sobre su frágil cuerpo de madera. Ella quería gritar, aullar del miedo, pero de sus cuerdas solamente salían notas cristalinas, melodiosos acordes, animando a su tío a tocarla más fuerte hasta que su tía llegaba y hacía añicos la guitarra contra la pared. Ella, contenida en esa mezcla de niña-guitarra, veía su maltrecho cuerpo y los grandes y tristes ojos de sus pequeñas primas que la observaban con curiosidad y en los que podía leer, aún sin saberlo realmente, que eran igualmente abusadas por ese hombre, su padre. Soñaba que era una flor del patio de su casa y que el viento la mecía acariciándola y que el sol la bañaba de luz y de calor. El jardinero abonaba su tierra, bañaba su tallo y hojas, arrancaba sus pétalos e introducía un áspero dedo en su vegetal vulva ocasionándole dolor hasta que llegaba su enfurecida madre y la arrancaba de un manotazo y la arrojaba a un rincón de su cuarto. Ella convertida en mustia niña-flor, era ya incapaz de sentir el viento y de ser entibiada por los rayos del sol. Soñaba que era desnudada por incontables manos, puesta boca abajo y azotada hasta que sus nalgas se convertían en una masa violácea y deforme. Luego, entre cantos, incienso y oraciones era rodeada por penitentes con cirios en la mano, quienes querían obligarla a tragarlos uno a uno. Y uno a uno se los introducían en la boca y ella los mordía y escupía, para luego repetirse una y otra vez la rápida sucesión, sin tregua, asfixiándola casi a cada instante. Sin embargo, esa hermosa tarde en vísperas de su boda, Flori se había soñado del brazo de un hombre que a ratos tenía el rostro de Humberto y a ratos el de su hermano Leonel. Y eso, lejos de molestarla, la hacía inmensamente feliz, porque aunque había elegido para esposo al primero, en su corazón tenía espacio de más para el otro. Se levantó sonriente y descansada. Agradeció a sor Narcisa todas las bondades y se puso a cantar un aire festivo mientras la ayudaban a vestir el blanco traje de la novia.
    —¿Será posible que haya conexión entre uno y otro caso? pregunta el inspector jefe de policía al dueño de la Sombrerería Stetson y diputado a la Asamblea Nacional Constituyente.
    —Puede ser mi querido jefe pero una cosa es huevearse unos cuantos billetes y otra hacer escabeche a un pobre cristiano y colgarlo como si se tratara de cholojes en la carnicería dice el diputado con asco mirando algunas fotografías del crimen de la casa de las muñecas.
    —Ya ve que el guardián aunque le dimos su buena colgada no cantó más que lo referente a estarse cojiendo a su hija desde hacía tiempo pero negó que tuviera algo que ver con el robo informa el jefe.
    —Puede que sea cierto pero no debemos olvidar que aunque el incesto es considerado como  una  figura  delictiva  en  nuestra  legislación es nuestra sociedad la que se hace la babosa y acepta tácitamente que los padres estrenen a sus hijas sexualmente antes de que cualquier hijo de vecino se las pase por las armas pero en relación al robo ya es otra cosa no lo confesaría nunca porque con eso se iba seguro al bote.
    —Vuelvo otra vez sobre lo mismo dice el jefe de policía que el patojo ese nos pegó una buena baboseada.
    —Por supuesto que Güili quiso pegarnos una buena baboseada dice con amplia sonrisa.
    —Entonces
    —Recuerde que en su negocio y el mío debemos sacar el máximo provecho de las mentiras y convertirlas en medio verdades ¿me sigue?
    —Creo que sí pero respetuosamente señor diputado no entiendo cómo lo dejó irse con todo y mujer para los Estados Unidos.
    —Y no sólo eso sino que hasta lo ayudé con los boletos aéreos y unos cuantos dólares para que la fueran pasando pero esa es otra historia que le contaré algún día ¿volvemos a lo del infeliz Ventoluchi?
    —Como usté diga señor diputado.
    —Cualquiera pudo hacerlo dice el diputado con voz pausada para lograr un efecto más dramático.
    —Especialmente tratándose de un homosexual complementa rápidamente el jefe.
    —¿Me alcanza? usté sabe como son las cosas mi queridísimo jefe donde justos pagan por pecadores y si no aparece el verdadero culpable ¿por qué no aprovecharnos para deshacernos limpiamente de alguno de nuestros molestos enemigos?
    —Soy materia dispuesta.
    —¿Manos a la obra?
    El primer temblor se dejó sentir a eso de las cinco de la mañana. Todavía estaba oscuro y eso hacía más aterrorizante la experiencia. Se escuchaban gritos por doquiera y las gentes salían despavoridas a la calle con lo que tuvieran puesto encima. El sismo los había arrancado del sueño y todos tenían el corazón en la boca del susto. Los ladridos de los perros contribuían a poner los pelos de punta hasta a los más valientes y los cabeza de casa pasaban lista a sus parientes para saber si estaban todos completos y en buenas condiciones. El alba los encontró apuñuzcados a media calle. Unos tapados con colchas y sábanas que pudieron sacar a la carrera. Otros hechos un nudo para darse calor y ánimo. La mortecina claridad iba dibujando a lo largo de la cuadra la sinuosa masa humana que miraba al cielo como preguntándose si iba a venir otro más fuerte, que pegaba la oreja al pavimento para escuchar el rugido de la tierra o alguna clara señal de que todo volvería a la normalidad en cualquier momento. País de volcanes, Guatemala experimentaba temblores constantemente, y sus moradores lejos de acostumbrarse se hacían cruces para que no pegara el fuerte que según los expertos estaba ya por venir y acabar con todo. A cuarenta años de los terremotos de 1917-18, se temía que la tierra hubiera acumulado tal presión que terminaría por romperse, tumbando muros, separando la corteza, tragándoselos y sepultándolos bajo escombros. Con la llegada de la luz fue también llegando la esperanza de que no temblaría más. En la oscuridad, las sombras contribuyen a crear una sicosis generalizada y el sonido cercano o distante, claro o distorsionado, lo llena todo de imágenes apocalípticas. Un segundo temblor los sacudió fuertemente, produciendo un sordo rumor entre los vecinos de Gerona que contrastaba con los abiertos aullidos de antes. Pero la verdad es que no se veían daños en las paredes de las casas, los postes del alumbrado público y los cables de alta tensión seguían en su lugar y el asfalto de la 12 calle “A” no mostraba cuarteaduras o señales de que estaba cediendo al embate de la  naturaleza.  Gabriel  era  uno  de  los muchos que no se atrevía a decir esta boca es mía.  Güili, conociéndolo, lo miraba con ojos de este ya se hizo en los calzones. Muchas veces habían hablado sobre el valor y el miedo. Y Gabriel se animó en una oportunidad a confesarle que dos cosas lo aterrorizaban realmente: los tiburones y los terremotos. Güili se había reído mucho, porque los terremotos no ocurrían todos los días; si acaso uno cada cincuenta años según las estadísticas. Y en cuanto a tiburones ¿qué le preocupaba si ni siquiera había estado nunca en la playa ni conocía el mar? Eso Gabriel lo entendía perfectamente, pero el miedo no marcaba límites y en sus pesadillas era desmembrado a dentelladas por los escualos o tragado por la tierra que se abría a sus pies al empuje de violentísimos sismos. Preocupada, su mamá lo había llevado con el doctor pero éste le había dicho a doña Marta que no se preocupara, que eran cosas de la edad, que se acordara que estaba desarrollando, que posiblemente se masturbaba demasiado y que ya se le iba a pasar. Y le recetaban reconstituyente de aceite de hígado de bacalao que, posiblemente por su analogía con el mar, no sólo le revolvía el estómago sino que lo obligaba a andar con olor a pescado todo el santo día, eructando, porque el sabor se le repetía a cada instante. Güili le sonreía. Más bien le pelaba la dentadura en una clara alusión a los que ya sabemos, y Gabriel le respondía con una seña procaz que era advertida por el papá quien, sin decir agua va, le daba un bofetón y volvía a lo suyo que era echarse su trago de aguardiente directamente de la pachita de un octavo de litro. A don Gabriel, que llegara bolo la noche anterior, se le había pasmado la borrachera con el temblor, pero a esas alturas ya empezaba a sentir los efectos de la goma. Doña Marta no estaba sorprendida de que en vez de preocuparse en salvar a sus pequeños hijos Paquita y Eusebio, se hubiera prendido del frasco de licor como si en ello le fuera la vida. Su marido era como su padre. Porque Goyo Carranza, el papá de doña Marta, había muerto de cirrosis cuando ella era pequeña. La última vez que pudo verlo tendido en su cama del Seguro Social, tenía un protuberante vientre. Lleno de agua, le habían dicho a la niña. Lleno de aguardiente había pensado ella, que no recordaba haberlo visto sobrio en su vida. Don Goyo era músico. Era músico en su natal Quetzaltenango y cada Semana Santa agarraba camino para la capital y así, de penitencia, tocaba el trombón en las bandas de las procesiones, especialmente en la del Santo Entierro de la iglesia de Santo Domingo. Contaban que una vez, en contra de su voluntad, le pidieron que acompañara a La Dolorosa, esa atormentada madre que, con un puñal clavado en el pecho, seguía a su amado hijo sacrificado para salvar a la humanidad cristiana. Y allí estaba él soplando a la cola de la Virgen las vibrantes notas de marchas fúnebres, cuando reparó en una hermosa penitente que iba cargando en el último brazo de la fila de la izquierda del anda, doblada por el peso y con uno de los tacones de sus zapatos negros —¿el derecho?— a punto de desprenderse. Goyo, como le ocurría en esas jornadas, andaba en plan de abstinencia total, ganando fuerzas para sentirse liberado de esa compulsión. Pero como le había ocurrido cada año, volvía a beber con más fuerza. Con la boca seca pegada a la boquilla de su instrumento, Goyo vio la redonda grupa de la mujer que se movía en forma que a él le pareció sumamente provocativa con cada paso, las bien formadas piernas enfundadas en medias nylon negras y ese tacón de aguja que terminó por desprenderse de su zapato. Goyo seguía soplando, con los ojos fijos en ese pedazo de zapato al que se aproximaba y como en un sueño vio que se alejaba la procesión y con ella la dueña de esas nalgas que se contoneaban más ahora con el desnivel que le producía la falta de un taco. Dejó de tocar, se agachó para recogerlo y se quedó contemplándolo como en un sueño. Al recobrar la conciencia, la cola de la procesión estaba a una cuadra de distancia. Apresuró el paso, pero cuando llegó jadeante y pálido ya habían cambiado turno y la mujer no estaba. La buscó con la vista. Caminó en todas direcciones mirando a los pies de las devotas, a las piernas de las devotas, a los traseros de las devotas, pero ni señas. En el colmo de la desesperación y dándose por vencido, se sentó al borde de la banqueta y allí estuvo hasta que se hizo de noche. Contaban que al día siguiente unos compañeros músicos lo regresaron a Quetzaltenango y desde entonces empezó a beber con más furia. Cada nueva Semana Santa de las pocas que sobrevivió, se le veía detrás de la procesión de la Dolorosa, soplando el trombón desafinadamente y a destiempo, y con la mirada fija en los traseros, piernas y zapatos de las devotas. Si era verdad o no, poco le importaba a Marta. El hecho es que su padre había bebido de más y ese vicio lo había llevado a la tumba. No sabía por qué recordaba todo eso ahora que la mañana los había encontrado desvelados y aterrorizados en las calles de Gerona después de un par de fuertes temblores. Tal vez se debiera a que en varias ocasiones había notado que su marido tenía los ojos clavados en los pezones de doña Olivia que se transparentaban bajo el camisón que llevaba puesto, al igual que el negro triángulo invertido del pubis. No era que estuviera celosa. Lo que pasaba es que aunque su marido no bebía todos los días como lo había hecho su padre, cuando andaba bolo se portaba como un energúmeno con ella y Gabrielito, pero con los vecinos era muy amable y entrador. Especialmente con las mujeres. Y como doña Oli no tenía marido, era pieza codiciada entre los hombres que trataban de ganarse sus favores. Dos horas después de los temblores, ya todos habían entrado a sus casas para vestirse, comer algo, preparar sus enseres y hacer lo que siempre hacían cuando había amenaza de terremoto: levantar sus improvisadas tiendas de campaña en los patios del ferrocarril hasta que pasaba la alarma y todos terminaban por volver a sus casas en espera de que el anunciado grande no llegara nunca.



N U E V E

—¿QUE DICE LA CARTA tía Oli? me muero de curiosidad por saber si fue niño o niña.
    —Tené Susanita leéla.
    —Este Güili siempre tuvo una letra infame tía no se sabe si es “a” o es “o”.
    —Parece “a” de nieta.
    —Aquí sí pero aquí le muestra la Susanita me parece más “o” de nieto.
    —Bueno por lo menos sabemos que niño o niña está bien de salud igual que Andrea dice con alivio doña Oli.
    —Pero ni una palabra sobre en qué trabaja y cuándo van a regresar.
    —Ya sabés que siempre fue muy misterioso pero decime Susanita ¿cómo estás? hablame un poco de ti.
    —¿Qué quiere que le diga tía?
    —No sé te veo poco últimamente y se me ocurre pensar que como estás muy bonita te deben llover los enamorados.
    —¡Ay tía! rompe a llorar la Susanita.
    —¿Qué te pasa m'hija? se preocupa doña Oli.
    —¡Ay tía! repite la Susanita ¡soy muy desgraciada!
    —A ver a ver la toma de las manos y la obliga a sentarse a su lado en el sofá ¿qué es?
    —Yo era feliz se lo juro tía la mira a los ojos intensamente la Susanita y nunca tuve problemas con mis amigos y amigas.
    —¿Y ahora?
    —¿Se acuerda que a todos les encantaba bailar conmigo porque decían que era un hilo que no pesaba nada? me decían apodos es cierto como pita con nudo garza piernas de pajilla y esas cosas pero nunca me hacían sentir mal realmente.
    —No entiendo por qué puede ser malo si ahora te has convertido en una bella joven muy femenina muy
    —De eso se trata tía porque antes podía confiar en la gente sabía que ¿cómo decirlo? que no había una segunda intención ¿por qué tuvo que cambiar todo?
    —La gente crece hija y pasa de una etapa de la vida a la otra tal vez con demasiada rapidez ¿te hubiera gustado ser niña siempre?
    —No sé me hubiera gustado que fuera diferente porque ahora muchacho que se me acerca anda viendo si me besuquea y me toquetea toda y mis amigas me celan con sus novios y me evitan.
    —Sé lo que es eso Susanita porque también fui joven y de no tan mal ver ¡los hombres! es sólo una etapa hija y hay que darle tiempo al tiempo.
    —Eso es lo que quiero tía que se pase el tiempo volando casarme tener hijos una familia ser como usté como mi mamá.
    —Hay más tiempo que vida Susanita le dice con gravedad Oli ¿no habrás dado el mal paso verdá?
    —No no estoy embarazada ¡ojalá fuera eso tía! responde con angustia la Susanita.
    —¿Qué puede ser peor entonces? pregunta ella con el alma en un hilo.
    —Cuando se es niña no se tiene conciencia de las cosas y por mucho que nos las digan medio las entendemos.
    —¿Tu novio te asedia?
    —Lo normal tía he platicado con mis amigas y a casi todas les pasa lo mismo ¿a usted le ocurría?
    —Bueno sí dice doña Oli con dificultad porque nunca le ha gustado hablar de cosas que se relacionen con el sexo.
    —¿Y qué hizo?
    —¡Susanita! me estás poniendo en confesión y creo que eres tú la que me debe decir lo que te preocupa.
    —Tiene razón tía ¿me perdona? a veces me dan ganas de que sea mentira.
    —¿Qué hija?
    —Lo de la muerte de don Otto el de las muñecas.
    —¿Entonces se relaciona con eso?
    —Sí tía y nunca he podido decírselo a nadie.
    —¿Decirle qué?
    —Pues que yo sé quien lo mató tía rompe a llorar la Susanita ¿no es horrible? estoy condenada sin quererlo.
    La noche está oscura y cerrada sin luna y sin estrellas. Así empezaban casi todas las historias de terror que su madre le contaba a Gabriel cuando niño. Fantasmas, aparecidos, ánimas en pena, animales mitológicos, zombis, seres sobrenaturales. Doña Marta parecía sabérselos todos. Desde las Mil y una noches,  pasando  por  los  hermanos  Grimm  y  llegando a la tradición popular guatemalteca. Estos últimos eran los que sentía más cercanos, porque las tragedias se habían desarrollado en lugares que él conocía: el barrio de El Gallito, la Parroquia, la Candelaria, el Cerrito del Carmen, las empedradas calles de la Antigua Guatemala, algún pueblo del oriente. Y hasta se hablaba de uno que había tenido su origen en Gerona, cuando aquello no era sino una gran finca llamada El Administrador. Vivía allí una familia que criaba ganado y vendía leche. Eran el papá, la mamá, tres hijos varones y una hija que ocupaba el tercer lugar en el orden de los nacimientos. Todo parecía normal en esa familia, pero nunca se les veía después de las cinco de la tarde sino hasta la mañana siguiente cuando el hijo mayor, arreando a su mula cargada de tambos de brillante hojalata, salía a repartir leche, seguido por el más pequeño. Las visitas no era muy bien venidas, y los que por alguna razón debían ir, nunca notaban nada fuera de lugar, excepto que a la niña se le veía raramente. Estaban el padre, la madre y los muchachos dedicados al pastoreo del ganado y al cuidado del lugar, pero la presencia de la niña sólo quedaba de manifiesto con un movimiento detrás de la cortina de la ventana, con una silueta que pasaba presurosa en la distancia y con unos gritos desgarradores que se escuchaban cuando había luna llena, según afirmaban los vecinos y curiosos que se aventuraban al lugar. La niña, solía decirle doña Marta a su pequeño hijo en esa parte de la historia, tenía los cabellos color de trigo, los ojos color de miel, su blanca piel parecía de cera de tan blanca y sus manos y pies eran minúsculos y perfectos. Nidia, que así se llamaba la criatura, tendría a la sazón diez años y nunca había ido a la escuela al igual que todos sus hermanos. Una noche sin luna y sin estrellas, más negra que la boca del lobo, enfatizaba doña Marta, se iluminó de pronto todo aquello con un terrible incendio que consumió la casa, el granero, los establos en cuestión de minutos. Cuando llegaron los bomberos nada pudieron hacer. Era parecido al infierno, comentaba el jefe -que si alguien  había  visto  incendios  era  él-. Nada quedó en pie. Todo fue consumido por las llamas, personas y animales, construcciones y vegetación. A la mañana siguiente El Administrador era sólo un montón de brasas encendidas y humeantes rescoldos. Encontraron los cadáveres achicharrados de las vacas, los perros, las mulas, y de los miembros de la familia. De todos, menos el de Nidia. Se le buscó por los barrancos, se formaron brigadas que rasuraron la zona rastreando a la niña, pero nunca apereció ni viva ni muerta. Bueno, a no ser porque desde entonces, en las noches cerradas sin luna ni estrellas, los vecinos juraban ver en el barrio de Gerona a una niña pálida, con los ojos color de miel, cabellos color de trigo, vagando entre los pastizales de la finca, bañándose desnuda en el río de Las Vacas que corría en el fondo del barranco, caminando sobre los durmientes de los rieles o subida en los vagones del tren. Las palabras de su madre, la voz de su madre hacía eco en sus oídos mientras Gabriel llegaba a los patios del ferrocarril donde habían quedado en juntarse con Güili esa noche. Entrecerraba los ojos para disipar las sombras que parecían adquirir formas amenazantes y terribles. Escalofríos le partían en dos y en cuatro y en mil pedazos el cuerpo por la certeza de encontrar con el siguiente paso a la niña Nidia. Un silbido se le metió entre los oídos con la frialdad de un disparo y reconoció a Güili que asomaba la cabeza entre dos vagones. Aceleró el paso con alivio y llegó hasta él. En silencio le hizo señas de que lo siguiera y desapareció de su campo de visión. Gabriel fue tras él hasta el interior del vagón. Tardó segundos en acostumbrarse a la oscuridad antes de poder distinguir a los que allí se encontraban. Además de Güili había dos mujeres. Gabriel no pudo reconocerlas. Voy a presentártelas, le dijo Güili. Ella es Clarita, le dijo señalando a la que estaba más próxima a él, es mi pareja. Gabriel le tendió la mano. Y ella es Nidia le dijo Güili, la que te toca, en el momento en que la otra se le prendía de la mano con fuerza. Gabriel sintió que le daba un vuelco el corazón porque frente a él, iluminada por la luz de un oportuno fósforo que encendió su amigo, estaba una joven de abundante pelo rubio. Mientras corría desesperadamente en dirección a su casa, aún podía escuchar la risa de Güili y de los otros, que no eran sino patojos de la cuadra disfrazados para jugarle la broma.
    —Mi nombre es Dionisio Luna usté tal vez no se acuerda de mí pero en una época fuimos vecinos pared de por medio porque su casa la de Güili la de doña Flori y de don Humberto Santana que estaban en la 12 calle “A” colindaban con la mía que se encontraba en la 16 avenida es decir que formaban una cuchilla que se juntaba en los patios de ustedes con el nuestro ¿lo recuerda? bueno no importa soy uno de los tres hijos del hojalatero de la vuelta ¿qué edad tiene usté? yo seré unos dos años menor tengo cuarenta y siete recién cumplidos pero no es eso de lo que quiero hablarle ¿me pasa el azúcar por favor? gracias un barrio alegre ese de Gerona me pregunto si seguirá siendo lo mismo no nada sigue siendo lo mismo en esta vida pero lo que quiero contarle es que después de correr mundo como usté decidí regresar igual que usté y aquí estoy ¡muy buenos esos tacos gracias! no crea que soy un charlatán oportunista y que todo lo que quería era ser invitado a tomar una taza de café y unos bocadillos ¿usté no come? Dionisio Luna doctor del espíritu eso explica por qué mi traje y mis zapatos están tan viejos y gastados ¡es un chiste! un mal chiste le confieso que no deja de tener algo de verdad ¿importa más lo de adentro que lo de afuera? ¿de qué nos sirve andar como dandys si por dentro usté ya sabe? me acogí a la religión esa que todo lo perdona con el arrepentimiento esa que no deja lugar a las preguntas y sin embargo no tiene todas las respuestas ¿le hablé de los perros? ¡claro que sí! no vaya a creer que pertenezco a alguna secta y que lo que pretendo es sablearle algunos billetes con el pretexto de ayudarlo a superar la crisis espiritual ¡no! me sentiría profundamente ofendido con el sólo pensamiento ¿lo aburro? parecerá una blasfemia lo que voy a decirle pero pienso mejor con el estómago vacío ¿no le ocurre a veces? mi teoría sobre eso es simple y ¿qué si no es el hambre sino el acicate para la conquista de ideales y empresas imposibles? cuarenta días con sus noches de ayuno fueron más que suficientes para que el Cristo resistiera los embates de Lucifer en la montaña en cambio las bacanales romanas por ejemplo iban encaminadas a saciar las necesidades del cuerpo únicamente al hartazgo y al vómito para volver al hartazgo y así pero me estoy saliendo del tema don perdóneme cuando lo miré hoy casi al punto de derrumbarse frente a uno de los toros de La Reforma recordé el incidente del perro porque yo iba unos pasos atrás de ustedes cuando ese perro lo mordió ¿me perdona si traigo a la memoria ese pasaje tan desagradable pero a la vez tan necesario de mencionar? yo iba unos pasos atrás como le decía y me quedé petrificado del terror pero al mismo tiempo feliz y aliviado de que no hubiera sido yo la víctima y le juro que no sé de dónde venía usté hoy ni lo que estaba haciendo usté hoy pero mostraba la misma expresión en los ojos que entonces y eso me hizo tener la certeza de que se trataba una vez más del perro que no ha dejado de atormentarlo todo este tiempo ¡yo estaba allí! como también estuve años después esa lluviosa mañana cuando se descubrió el cuerpo o los pedazos del cuerpo del de las muñecas ¿lo recuerda? ¡cómo iba a olvidarlo! y tenía usté la misma expresión en los ojos ¡hay que luchar con el perro! ¡hay que vencerlo! usté volvió con la esperanza de que todo hubiera cambiado pero allí estaba ese espacio abierto otra vez esa sensación de vacío otra vez allí seguían los fantasmas de los vivos y de los muertos ¿qué hora es? disculpe pero siempre que bebo café orino más de la cuenta ¿cómo es que dice el dicho? muerto el perro se acabó la rabia.
    Todos conocían al tío Rafa, pero en realidad no tenía parentesco alguno con las familias del barrio. Había llegado con el ferrocarril del norte de su natal Cabañas, el mismo pueblo de Efraín Barahona el desaparecido esposo de Olivia, y se había instalado en una modesta casita cerca de El Tuerto, un balneario muy concurrido, sin más compañía que la de su perro al que había bautizado con el rimbombante nombre de Bustrofedón —tal vez por su particular manera de caminar  de  medio  lado,  haciendo  eses,  cruzando  las patas de atrás,  volviendo al mismo lugar, girando a la furiosa caza de una pulga sobre su lomo— y que no era otra cosa que un callejero sin pedigree, tan solitario y descastado como el mismo tío Rafa. Cuando había un bautizo, una boda, un velorio, el tío Rafa aparecía como por arte de magia, seguido por el fiel Bustrofedón con las orejas gachas y la cola entre las patas, pero que nunca había sabido lo que era tener una cadena atada al cuello. Cuando había temblores, pestes, crímenes, tribulaciones, era uno de los primeros en hacer acto de presencia para alegrar y consolar. Sin embargo no era conspicuo ni mucho menos. Pasaba inadvertido, mimetizándose con rapidez asombrosa, confundiéndose entre la masa humana, pasando a formar parte del paisaje y del mobiliario, según el caso. Esa rara cualidad lo tenía por bien recibido en cualquier parte, llegándosele a considerar como a un familiar más. Si el tío Rafa en vez de venirse para la capital se hubiera quedado en su pueblo, hubiera sido una suerte de adivino, de brujo, de chamán; aunque en el barrio se le respetaba como consejero al que acudían las esposas engañadas, los pretendientes desdeñados, las mujeres que no lograban quedar encinta, los padres de los niños que no querían ir a la escuela ni hacer sus deberes, el comité de vecinos que pedía a la Municipalidad que asfaltara tal o cual calle. Era el tío Rafa una especie de enciclopedia viviente de la historia pasada y reciente, de los avances de la ciencia, de los fenómenos naturales, de la política mundial; un vademécum abierto para casos de disentería amebiana, resfríos crónicos, cólicos por lombrices, dolores de muela, retardos del período menstrual. Sabía curar el mal de ojo y resolver entuertos. En alguna época, como para confirmar su poder, se le veía acompañado de doña Angeles, y eso ya era bastante decir por las facultades de clarividente que ella poseía. Pero nadie podía afirmar con certeza quién era realmente el tío Rafa. A no ser por lo que él mismo contaba acerca de su pueblo, no tenía pasado. Y alguien sin pasado es el misterio mismo. Los más atrevidos habían echado a rodar bolas acerca de que seguramente algo debía en algún lado.  Lo cierto es que cuando andaba con traguitos de más entre pecho y espalda y uno se atrevía a preguntar, él se le quedaba mirando con esos ojillos azules tan característicos de la gente de oriente y respondía que su bola de cristal solamente mostraba el presente y el futuro, que lo demás estaba enterrado junto con su ombligo en alguna parte y que era mejor que no escarbaran para no llevarse alguna inesperada sorpresa. En ese punto nadie insistía porque de lo contrario el tío Rafa se levantaba y se iba seguido por su fiel chucho. Hombre y perro eran uno, por eso lo que aconteció entonces fue la tragedia que iba a provocar el más grande dolor a ese hombre que, según el decir de la gente, era un alma de dios, incapaz de matar una mosca.  Un día se le vio recorrer las calles del barrio con la angustia reflejada en el rostro. Bustrofedón había desaparecido y nadie podía darle razón sobre su paradero. Le preocupaba porque el camión de la perrera andaba rondando desde que uno había mordido viciosamente a Gabrielito. Esa noche se la pasó deambulando, llamando a veces su nombre, silbando a su perro. Pero Bustrofedón no aparecía. De pronto alguien dio el aviso de que en los patios del ferrocarril habían encontrado un perro muerto que parecía ser el que atacara al niño. Sintió algo de alivio porque sabía que los vecinos estaban buscando al supuesto perro rabioso para matarlo y todos conocían a Bustrofedón perfectamente para no confundirlo de esa manera. Tío Rafa llegó al lugar y lo vio debajo de unas cajas de embalaje. Sí, era su amado perro, flotando en un mar de sangre coagulada y con los ojos abiertos como ventanas de par en par. Se agachó y, al lado del animal, encontró semi enterrada en la tierra una esfera de vidrio. Tomó a Bustrofedón entre sus brazos y echó a andar. Al principio únicamente se le unieron algunos niños y viejos, pero al cortejo fueron sumándose jóvenes, amas de casa, obreros, los vecinos que se solidarizaban con el dolor de ese hombre que no parecía tener edad, pero que por sus cabellos y barba blancos debía ser contemporáneo de los últimos dinosaurios, de la primera manifestación de vida en el planeta. Caminaba  pesadamente  con el perro en sus brazos,  en dirección a su casa.  De pronto se detuvo, torciendo el rumbo. Dobló por la 15 avenida en dirección a la 12 calle “A” e hizo alto frente a la casa de las muñecas. Allí estaba Gepeto Ventoluchi en el umbral de la puerta. Detrás de él doña Angeles, semi oculta por el voluminoso cuerpo de su hijo. El tío Rafa colocó el perro con cuidado en la banqueta. Chorreaba sudor, respiraba agitadamente. Entonces dijo a una llorosa doña Marta: Bustrofedón no atacó a tu hijo y con gesto de profundo cansancio mostró la esfera de vidrio que tenía en la palma de su mano. Los curiosos se acercaban para verlo mejor. Era, sin lugar a dudas, el ojo de una muñeca. Doña Angeles y su hijo Otto ya habían desaparecido, cerrando la puerta con un seco sonido de bofetada que retumbó más por el reverente silencio de esas gentes que se dolían por el tío Rafa y su fiel Bustrofedón, sacrificado para proteger a alguno de los sarnosos perros de la anciana.
    —¡Tell y libertad! dice Gabriel a través del intercomunicador.
    —¡Adelante hermano! responde la voz y la chapa eléctrica se abre con el sonido característico de chicharra.
    —¡Qué bueno que viniste! lo recibe un vozarrón cuyo propietario es un hombre grande calvo blanco bigotudo y sonriente.
    —¿Julio? pregunta Gabriel tendiéndole la mano.
    —El mismo que calza y viste lo atrapa entre sus brazos oprimiéndolo en un amistoso abrazo de oso ¡vos si que no has cambiado nada Gabrielucho!
    —Aquí estamos casi todos dice Roberto acercándose y señalando a los presentes ¿sabías que el Mico que Salva que Valladares ya pasaron a mejor vida? y yo un poco más y casi no cuento el cuento.
    —¿Qué te ocurrió? le pregunta hurgando en su memoria para ubicar el rostro de ese hombre al que no ha visto en más de cuarenta años.
    —Me hice mierda en mi avioneta contra las faldas del volcán de Pacaya y el clavo es que iba para mi chalet del Puerto con una chava que no sobrevivió hubieras visto la que se me armó con mi mujer y el marido de la susodicha.
    —No se murió con el avionazo pero el marido celoso casi se lo truena en el sanatorio interviene Julio.
    —Mirá las cicatrices de los plomazos le muestra pero por suerte el bastón de mando de la nave dice señalándose los genitales no sufrió daño se ríe a carcajadas.
    —Supe que el Mico estaba enfermo dice Gabriel pero
    —La enfermedad no lo mató lo corta Julio ¿te acordás que su papá andaba en el negocio de las fincas de café? lo asaltaron en el camino dizque para robarle pero la verdad es que andaba metido en negocios con unos cabezones incluyendo al jefe de la zona militar y se lo tronaron los de la G-2 su Corvette y su Mercedes Benz fueron “confiscados” y después andaban unos chafas manejándolos como si nada.
    —¿Contrabando?
    —¡Mjú! Narcotráfico y armas responde Roberto en cuanto al Salva y a Valladares ¿te acordás lo flaquito que era el Salva? pues se pegó una inflada y su corazón no aguantó.
    —Y Valladares dice Julio esa sí fue una cosa extraña porque le iba muy bien en los negocios y aparentemente no tenía motivos para hacer lo que hizo.
    —¿Qué? pregunta Gabriel.
    —¿No te enteraste? fue un caso muy sonado manejó su carro hasta el Puente Belice lo parqueó perfectamente le echó llave y saltó por la baranda sin dejar la tradicional nota de los suicidas.
    —Y su mujer e hijos continúa Roberto se quedaron con la radio y los negocios.
    —¿Algún problema de tipo pasional? pregunta Gabriel.
    —No me hagás caso le dice Julio pero las malas lenguas dijeron que cojeaba de una pata que también era del otro lado pero ¡a saber!
    —¡A mí que me registren! exclama Roberto pero vayamos con los demás que estarán ansiosos por saludarte.
    —¡Puta vos Gabriel ¿qué te habías hecho?! dice uno con aspecto de finquero tendiéndole la mano.
    —¡Gusto en verte otra vez mano! le palmea el hombro otro con gruesos lentes de culo de botella.
    —Soy Jorge Calvo ¿te acordás? le sale al encuentro otro enfundado en impecable traje de corte inglés.
    —¡Puta muchá déjenlo respirar hombre! sale al rescate Julio ¿whisky?
    —Jugo de naranja sin piquete gracias dice Gabriel.
    —Soy doctor en medicina dice uno así que no vayás a salir con que no podés echarte los tragos porque estás tomando antibióticos.
    —¿Y a quién se le ocurrió el santo y seña? trata de desviar la plática Gabriel.
    —¡Quién iba a ser! a Julio este parecía que tenía comprado el papel de Guillermo Tell y no nos daba chance de hacer sino los de relleno dice Calvo.
    —Talento el que siempre ha tenido uno para el teatro dice presuntuosamente Julio.
    —Yo hacía siempre el papel del gobernador austríaco dice el de anteojos de culo de botella.
    —Porque siempre has tenido cara de malo dice Roberto.
    —En cambio dice Gabriel a mí me tocaba siempre hacer del hijo de Tell.
    —Todos le huíamos a ese papel porque cuando Guillermo era condenado a muerte si no acertaba a pegarle a una manzana en la cabeza de su hijo ¿cómo era el truco? ya ni me acuerdo.
    —Vos llevabas escondida en la espalda la manzana atravesada con la flecha ¿te acordás? y cuando yo dice Julio Guillermo Tell hacía como si tiraba la flecha en dirección a tu cabeza vos cambiabas la flecha rápidamente.
    —Nunca salía bien protesta el de aspecto de finquero.
    —No es cierto dice otro lo que pasa es que siempre nos tocaba hacer de patriotas suizos de pueblo.
    —¡Qué tiempos aquellos! exclama Roberto.
    —Teníamos siete ocho nueve años a lo sumo y ahora como quien dice nada ya nos echamos el medio siglo encima dice Julio.
    —Se pasa el tiempo muy rápido dice el planta de gerente de una inmobiliaria ¿por qué nunca nos reunimos antes?
    —Estábamos muy preocupados en hacer pisto supongo esa es la realidad reconoce Roberto.
    —Sí ¿y ahora? es justo que empecemos a pensar en la vejez ¿no les parece?
    —Callate vos ave de mal agüero dice uno.
    —Viejos los caminos corrige otro.
    —Viejos nosotros insiste el ejecutivo de éxito a esta edad los ímpetus se van apagando como es natural.
    —No en mi caso dice el finquero que en mi potrero no hay más garañón que yo.
    —De acuerdo de acuerdo dice Roberto ya vamos a poner los videos.
    —Sí sí que bueno ya era hora etcétera dicen varias voces.
    —El azúcar en el mercado internacional
    —Ponete los videos pues
    —Y le dije que si no aceptaba un millón por la finca yo
    —¿Quieren ver Deep throat?
    —Las exportaciones de tabaco cacao algodón
    —¿No tenés algo más caliente donde el ataque sea por la retaguardia?
    —Y embaracé a mi secretaria
    —¿Qué pasó con Gereda?
    —Me hueviaron el carro pero por
    —Dejá eso de las lesbianas está bueno
    —Gereda se volvió chafa y ahora es jefe de Inteligencia Militar
    —La bromita me costó ciento ciencuenta mil dólares pero no me podía exponer a
    —Eso no es nada por poco me voy a hacer mierda con mi nuevo avión fijate que
    —¿Dónde está el baño? pregunta Gabriel lamentando no haberse dejado llevar por la corazonada que le decía que no fuera a esa reunión de ex-alumnos del colegio Suiza.
    Gerona estaba de cabeza. Toda la ciudad parecía de cabeza con la anunciada llegada del meloso intérprete del bolero Lucho Gatica. En la radio pasaban todos sus éxitos de moda una y otra vez, los carros con bocinas altoparlantes anunciaban el evento que tendría lugar en las instalaciones del Gimnasio Nacional Olímpico, los diarios reseñaban la vida y milagros del cantante chileno y desplegaban anuncios patrocinados por Coca-Cola donde se le veía al cantante en un close-up con los ojos semi cerrados —si hasta se veía más achinando de lo que en realidad era— y la boca en posición de “u” frente al micrófono. Estaba anunciado para el siguiente domingo y desde varias semanas antes  ya  no  se  hablaba  de otra cosa que no fuera la llegada del popular Lucho. Jóvenes y viejas, solteras y casadas, hombres y mujeres por igual se disponían a acudir al Gimnasio a las tres de la tarde —algunas santulonas decían que se trataba de una blasfemia porque el Señor Jesucristo había muerto a esa hora exactamente, pero los más conservadores alegaban que había sido en viernes y no en domingo—. Se promovían concursos para ganar boletos gratis con cuestionarios que preguntaban cosas como ¿sabe quién es el sastre de Lucho? Diga cuántas cucharadas de azúcar acostumbra ponerle a su café Lucho. Diga en qué pueblo nació Lucho y el nombre de su primera novia. Diga el apodo de la actriz a la que Lucho le canta tal canción en la película tal. Etcétera. Se había puesto en alerta a la policía y al ejército porque la última vez que había venido Pedro Infante aquello fue tremendo, una incontenible avalancha humana que se lanzó sobre el ídolo de multitudes y galán del cine mexicano, con aparente intención de quitarle la ropa. Cuentan los que estuvieron allí que las mujeres se empezaron a desnudar y se ofrecían al hombre gritándole ¡Pedro, Pedrito, papaíto, quiero tener un hijo tuyo! y eso no estaba bien para la imagen del país en el exterior porque contaban otros que cuando el cantante se subió al avión para irse de regreso como mil rayos, había exclamado que las guatemaltecas eran todas unas putas. Los organizadores y el consulado mexicano lo negaban vehementemente, pero el mal ya estaba hecho y no se iba a permitir que algo parecido fuera a ocurrir de nuevo, especialmente por la forma y nombre del país del que Lucho era originario y que se prestaba a los más variados dobles sentidos y picantes juegos de palabras. Otro antecedente había sido la llegada a los escenarios del Cine Lux de la cantante y actriz mexicana María Victoria, quien se quejara en su oportunidad de que tanto hombres como mujeres le habían pinchado las nalgas con alfileres para comprobar si de veras era culona natural. Esta vez, se decía, no iba a permitirse que el público estuviera en contacto directo con Lucho, lo que ocasionó las  protestas  del  Club  de Admiradoras del cantante,  pero no había vuelta de hoja.  Otro aspecto que debían cuidar era que se había dado un incremento de Pedros y María Victorias en el Registro Civil de la Municipalidad Metropolitana nueve meses después de cumplidas sus representaciones. Eso avispó a las autoridades quienes habían concluido que si algo tenía de peligroso el bolero era encender la sangre de hombres y mujeres, quienes habían hecho sus respectivos pedidos a París precisamente durante las representaciones de los artistas desde sus butacas, graderías, pasillos, servicios sanitarios y demás de los lugares en cuestión. Padres y madres, por supuesto, estaban con la camisa levantada pensando que sus hijas iban a perder la virginidad durante el show de Lucho, y decidían que si las jóvenes querían ir debían hacerlo en compañía de una chaperona. Pero el tiempo avanzaba inexorablemente y las cosas se ponían cada día más al rojo vivo en la ciudad. Tres días antes los boletos estaban agotados y solamente se podían conseguir en el mercado negro al doble o triple de su precio original. Las empresas patrocinadoras se quebraban la cabeza de cómo iban a hacer para vender Coca-Colas si en anteriores ocasiones el experimento había sido un éxito comercial de venta pero con el pequeño inconveniente de que los envases eran usados, en el colmo del paroxismo del público, como proyectiles —salieron varios heridos con decenas de puntos en la cabeza— y como —esto no había trascendido al público— consoladores para las damas, quienes perdían el control durante la interpretación de sus boleros preferidos y a falta de otra cosa se introducían en la vagina las botellas de su producto. Esto no habría dado mayor problema, si las botellas no hubieran producido el vacío e impedido que las susodichas se las pudieran sacar, haciendo necesario que médicos y voluntarios las quebraran para poder extraerlas. Tal vez de esas dos eventualidades surgió la idea salvadora del momento, permitiendo únicamente que se ingresara a la sala o gimnasio llevando sus bebidas servidas en cartuchitos de papel con el logotipo impreso en ellos. Esta vez, se decía, iba a ser diferente. Todo estaría bajo control.  Y  con  esa  premisa  se  llegó  el  esperado domingo y terminaron por darse las tres de la tarde y Lucho Gatica en persona abrió el programa con el bolero “A fuerza de llorar tanto” que lo hiciera tan famoso en los años cincuentas. Se podía decir que los vecinos de Gerona estaban casi en pleno. Doña Marta, que había alcanzado su primer orgasmo precisamente con las notas de esta canción —y la ayuda de su marido, entonces novio, por supuesto—, aullaba de placer con la interpretación, al lado de un casi completamente borracho don Gabriel que hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse. Flori, con esa voz privilegiada que poseía, sentada entre Humberto y su cuñado Leonel, cantaba a dúo con el chileno, lo que provocó que algunos espectadores de las cercanías la callaran repetidas veces. Oli, que también había sucumbido en sus tiempos bajo en influjo de las notas de algún bolero —aunque no precisamente de ese cantante— se había ofrecido a cuidar a los niños de sus vecinas para que ellas pudieran ir. Doña Marta y doña Flori habían protestado, pero ella las convenció de que esas cosas le daban lo mismo, que con oírlo en el radio era suficiente, que fueran, que no tuvieran pena. Ambas aceptaron agradecidísimas al final, comentando entre ellas que la pobre doña Olivia debía tener grandes problemas por la falta de un hombre, pero que a lo mejor había terminado por acostumbrarse después de tantos años de carencia o que se consolaba a solas. Cuando llegó el momento de la última canción, el público aullaba de pie y le rogaba a Lucho que se echara otra, que no fuera malo, etcétera. Tres boleros más. Las luces de la escena se apagaron y se rompió el encanto, como en los libros de cuentos. Ya en sus casas, Oli y Flori volvían a ser las cenicientas, mientras los príncipes roncaban a pierna suelta a su lado.



D I E Z

EL HOMBRE PASA DELICADAMENTE las hojas del periódico en actitud casi reverente para no disturbar al polvo del tiempo que amarillea el papel con marcas donde la luz ha colocado el límite de su alcance. En eso se parecen la hoja del libro y la hoja del árbol que ha permanecido largo tiempo entre sus páginas; en la resequedad, en la textura de hostia que amenaza con resquebrajarse a la menor provocación. También en eso se parece la piel de la mano del hombre, del brazo del hombre, de la cara del hombre que pasa lentamente las páginas  en un afán por retomar la historia que allí se detuvo; en la similitud con la corteza del árbol, esa cáscara que guarda al palo, que protege al hombre de las inclemencias del tiempo y que forma en cada pliegue la bitácora de ese viaje entre el nacimiento y la muerte que se llama vida. Pergaminos del tiempo, cicatrices de las edades, donde lo nuevo y lo joven han dejado de serlo para dar paso a lo viejo y gastado. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba ese hombre allí. Se le veía llegar cuando abrían las puertas de la Hemeroteca Nacional y salir cuando éstas se cerraban. Por el cúmulo de notas que se desparramaban a su lado hacía suponer que se trataba de un investigador, de alguien que pretendía arrancar sus secretos a la letra muerta de la crónica. En un principio, la encargada se mostraba recelosa y no le quitaba el ojo de encima pensando que a lo mejor iba a cometer algún acto de barbarie en contra de los documentos y ya había puesto en alerta a la administración y al guardia, pero después de unos días, inclusive se mostraba colaboradora con él, proveyéndole con prontitud del ejemplar que necesitaba y dejándolo a solas con su trabajo. Había notado, eso sí, que durante la última semana no había tomado nota alguna, concretándose a pasar cuidadosamente las páginas una y otra vez en la aparente búsqueda de algo que le era imposible encontrar. De pronto, un día, temió por la integridad de ese volumen de El Imparcial, mes de abril de 1962, porque el hombre se puso repentinamente de pie y golpeó con el índice de su mano derecha un punto de la página que parecía contener lo que con tanto afán había buscado. Pero en seguida se sentó y quedó mirando a un punto del periódico con expresión neutra, pasando sin transición a tomar notas en una actitud febril. Casi hubo que arrancarle de las manos el volumen para hacerle entender que iban a cerrar y que podría volver al día siguiente como siempre. Pero el siguiente día no se apareció. Tampoco el otro. Ni el otro. La empleada, profundamente intrigada, tomó el mismo volumen que él estaba examinando la última vez, lo abrió y encontró las notas entre las páginas. Con la sensación de que estaba haciendo algo malo, casi desistió; pero la curiosidad fue tanta que se sentó en el mismo lugar donde el hombre solía hacerlo y se lanzó a la lectura. Al principio no pudo entender una sóla palabra. Más que letras parecían garabatos, ecuaciones matemáticas, alguna lengua desconocida o la mezcla de todo eso. Pero una segunda mirada le bastó para saber que la nota hacía referencia al día de la publicación, a la página y contenía un resumen con dos o tres palabras clave cada una. Le dio un vuelco el corazón cuando escuchó a sus espaldas la voz del hombre que tímidamente le daba los buenos días. Se puso de pie avergonzada, tratando de ocultar la pena que le producía el haber sido sorprendida intentando penetrar la intimidad del trabajo de ese hombre. El le dijo que no le importaba, que era mejor, que se le quitaba un gran peso de encima al poder compartir con ella el fruto de sus investigaciones. La mujer tomó asiento y se preparó a escuchar lo que tenía que decirle. Por primera vez miraba de frente el rostro del hombre y se daba cuenta de que en realidad nunca antes lo había visto tal como era. ¿Sabe jugar ajedrez? le preguntó él y sin esperar respuesta prosiguió en el tablero hay un número determinado de casillas, blancas y negras, que representan el campo de batalla. Las piezas, blancas y negras también, representan los ejércitos, las fuerzas en pugna. Las reglas del juego son precisas y nadie puede hacer más de una movida a la vez. Acción y reacción. Como en la vida misma. El error que cometemos es pretender que en la vida real las cosas se encadenan porque sí, en un aparente desorden. Por eso se pierde la dimensión objetiva y se pierde la batalla en un plano subjetivo. La empleada empezaba a inquietarse, creyendo que se encontraba frente a alguien que había perdido la razón. Perder la razón, le dijo el hombre como si hubiera sido capaz de leer sus pensamientos, no es tan importante como perder el juego. ¿De qué nos sirve ganar la razón si perdemos la partida? Me hice esa pregunta un millón de veces y. Algunas personas llegaban al lugar y la empleada empezaba a inquietarse porque su sitio no era sentada frente a ese hombre sino detrás del mostrador para poder servir a la gente. No hay respuesta, continuaba el hombre. Por otro lado ¿de qué nos sirve ganar la batalla si perdemos la razón? Vuelvo al juego del ajedrez porque allí gana el que mata al rey. Hay una palabra para calificar eso: regicidio. Pero vayamos por partes para validar mi teoría y para que lo que tenga que develarse no se pierda dentro del significado de los significados. Aquí dice, señala el periódico, que hubo un crimen. La secuencia de los hechos está presentada con fría objetividad. Tenemos una víctima pero no conocemos al victimario. Aquí, le muestra otra página, las pesquisas conducen a pistas que se entrecruzan en varias direcciones pero no hay testigos presenciales. En esta otra página citan algunas declaraciones de los vecinos y de la última persona que viera con vida al asesinado pero no aporta mayor cosa al caso. ¿Es el alfil el que mata al rey o es el hombre que mueve al alfil? ¿Y quién mueve al hombre que mueve el alfil? Si el regicida toma el poder, gana. Si el regicida mata pero es otro el que toma el poder, pierde. Durante todos estos años, desde que ocurriera el crimen, he realizado mis propias investigaciones y he llegado a una conclusión. La empleada está clavada en su silla con los ojos puestos en el titular de la noticia: El crimen de las muñecas. Tengo, dice el hombre sacando papeles de su portafolios, la reconstrucción paso a paso de los hechos. No sé si en realidad importe a alguien después de tanto tiempo. Algunos de los protagonistas están muertos, otros viven fuera del país, otros ya ni quieren acordarse ni ser recordados. Entrega los papeles a la empleada y sale sin decir una palabra más. Ella siente que tiene brasas encendidas en las manos, pero es incapaz de hacer otra cosa sino cerrar los ojos y liberar el esfínter para aliviar la fuerte presión en la vejiga.

Declaro que me encuentro en el uso total de mis facultades mentales, y que lo que a continuación leerán ocurrió realmente y no es producto de mi imaginación.
EL CRIMEN DE LAS MUÑECAS
    Blancas: PEON 4 DAMA
Otto von Kaenel Pérez, conocido también con el sobrenombre de poto (culo), tenía antecedentes penales, según certificación extendida por la Policía Nacional y que dice en la parte que interesa: violación a un menor. Por ese delito estuvo en la cárcel cuatro años y tres meses. Mientras se encontraba en la Penitenciaría Central purgando su condena, se dijo que estaba gozando de una beca para estudiar relojería en Europa, específicamente en Suiza.
    En prisión tuvo una conducta ejemplar, pero por sus inclinaciones homosexuales era abusado por los otros internos, al extremo de que en varias ocasiones tuvo que ser trasladado de emergencia al hospital para colocarle de nuevo el ano en su lugar. Pero Otto von Kaenel Pérez logró sobreponerse y montó un taller de reparación de relojes. En un principio el trabajo escaseaba, pero con ocasión de las fiestas de navidad decidieron hacer, auspiciados por las obras benéficas de la esposa del presidente de la República, regalos para los hijos de los internos. Como por arte de magia aparecieron todo tipo de juguetes a los que les faltaba algo para quedar en buenas condiciones: una rueda, una tuerca, una mano de pintura y allí, por primera vez, se topó con las muñecas. Muñecas sin un brazo, un ojo, una pierna, la cabeza, fueron quedando en manos de Otto como nuevas. Tuvo tanto éxito que de allí en adelante, y mientras cumplía su condena, no hacía otra cosa que reparar juguetes, especialmente muñecas. Y paraguas. Desde que al comandante de la Penitenciaría se le arruinara su paraguas durante una fuerte tormenta, no le faltaban al igual que las sombrillas; pero como algunos usaban las varillas de metal para improvisar verduguillos, era menos frecuente que lo dejaran hacerlo.
    Negras: PEON 3 DAMA
Saturnino Barrios (guardia de la Penitenciaría): Cuando caía un menor de edad, se lo llevábamos a Poto para que se lo cojiera. Eran órdenes del jefe. Decía que si se portaban mal y por eso caían presos, tal vez se les quitaban las mañas o se volvían huecos de una vez por todas.
Adelaida Penedo (puta): Cuando iba a ocuparme a la Peni, me daba una vueltita para saludar a don Otto. Era tan bueno que siempre me regalaba algún juguetito para mis patojos.
Capitán López (alcaide de la Peni): Esto que le voy a decir es entre nosotros nada más, no vaya a repetirlo. Comparado con las firmitas que hay aquí, asesinos, estafadores, traficantes, secuestradores, Otto era un santo.
Doña Emma Roldán (madre del niño violado): Tuvo el final que se merecía el muy maldito. Espero que esté dando vueltas en el infierno hasta chamuscarse el muy hijo de cien mil p
    Blancas: ALFIL 4 ALFIL
Eran las seis y cuarto de la tarde cuando Gepeto Ventoluchi cerró su taller (el parte policiaco se equivoca al afirmar que fue a las siete menos cuarto, por lo que veremos más adelante) y se encaminó por la 12 calle “A'. Hay tres cosas que justifican esa diferencia de media hora entre la versión oficial y esta que hoy propongo. Primero, el guachimán de la caseta del tren dice que vio pasar a Otto y encontrarse más adelante con alguien, un joven que no reconoció como del barrio, y siguieron ambos hacia la doce avenida, donde los perdió de vista. Recuerda la hora exacta porque coincidía con el paso del ferrocarril que venía del Atlántico. Dos, en las afueras de la iglesia de Santo Domingo se encontró con Chepe Téllez y ambos discutieron agriamente. El joven en mención estaba entre los dos y parecía ser el motivo de la disputa. Se gritaron horrores y Téllez se fue echando chispas mientras Otto y el joven entraban a la iglesia. Tres, el padre Girardi confesó a Otto y recuerdan algunos feligreses que escucharon la voz del cura afirmando que no le daría la absolución. Cuando Otto salió del confesionario, ya el joven no estaba (según lo confirmara el sacristán) y corrió lo rápido que le permitía ese peso en direción al Parque Infantil Colón, a una cuadra de allí.
    Negras: PEON 4 REY
María Sotoj (vendedora de veladoras en el atrio de Santo Domingo): Oí que el hombre gordo le decía al hombre canche con planta de mujer por lo pintarrajeado que estaba que dejara en paz al patojo y el canche le contestaba que se andara con cuidado porque se iba a quedar sin brazos ni piernas ni cabeza ni (aquí dijo una barbaridad aludiendo a los genitales) como sus condenadas muñecas.
Padre Gerardi (párroco): No se lo podría decir, hijo mío, aunque así fuera. Recuerde que se trata del Sagrado Secreto de la Confesión.
Dieguito (sacristán):  Se suponía que ya todos se habían ido y yo estaba apagando las velas de la capilla de la Virgen del Rosario cuando sentí que me agarraban con fuerza por atrás. Yo no vi nada, sólo pesqué como pude un candelabro de plata y lo usé como garrote para defenderme. Cuando me di vuelta lo miré tirado en el suelo con la cabeza llena de sangre y el pájaro de fuera. Eso fue como seis meses antes de que lo mataran.
Manuel Santos (policía): Cuando hacía la ronda de noche en mi cicle me topaba a veces con algunos patojos que estaban baboseando cerca de la casa de las muñecas. No me parecía extraño porque todos eran del barrio. Al que sí vi salir varias veces fue al tal Güili Barahona en persona, pero nunca le di importancia porque los patojos de esa edad sólo andan viendo donde remojar la hilacha, sea hembra, varón o perro.
    Blancas: DAMA 3 ALFIL
Gabriel sabía de que pata cojeaba Gepeto Ventoluchi porque cuando entró de aprendiz a su taller, sin decir agua va, le puso la mano en los genitales y le propuso que se la metiera. A Gabriel se le fue el alma del cuerpo y, no sabe cómo, se zafó y ya no hubo poder humano que lo hiciera volver a donde las muñecas. No se lo dijo a nadie. A nadie, excepto a Güili. Sin embargo, no sabía que su madre y Gepeto tenían buena amistad y mucho menos que su hermano chiquito Eusebio se quedara a solas con él. Encontró el ambiente pesado en su casa esa noche y se quedó con los ojos cuadrados al ver las muñecas de su hermana Paquita desarticuladas y con estacas en el lugar que le corresponde al ano. Con la actitud de Chebito y su mamá, comprendió lo que había pasado. Y cuando se lo contó, Güili le dijo que no se preocupara, que él iba a poner remedio al asunto, que para algo era el jefe, y le prohibió que se acercara a la casa de las muñecas esa noche.
    Negras: PEON 3 CABALLO DAMA (error)
Gregorio Ramos (ex-cadete y ahora jefe militar de la zona número 12): Me extraña que no se esté pudriendo  en  la  cárcel  o  cargando tierra en el cementerio. Era de los que pedían a gritos que lo mataran. Andaba con los de su pandilla provocando a los caballeros cadetes, pero cuando estaba solo ni se le miraba la ficha. Recuerdo una vez que yo y unos compañeros le dimos una buena lección. Pero gallina que come huevo. A mí nadie me quita de entre ceja y ceja que algo tuvo que ver con la muerte del de las muñecas.
Hermanita González (entrevista en la casa de citas de la Locha): Era un encanto. Me hacía sentir una mujer de veras. No le faltaban huevos, ni lo otro que le conté (RÍE MALICIOSAMENTE) para hacerlo, pero no se iba a ensuciar las manos con semejante basura. Y tenía gran corazón. Imagínese que se desprendió de su colección de discos de 45RPM de Elvis Presley. Se lo digo y se lo repito, don, fuera de serie. ¿Responde eso a su pregunta o tendremos que echarnos un polvito para que nos entendamos mejor?
Mario Morataya (catedrático del Instituto Central para Varones): A esa edad todos los patojos son unos cabrones. ¡Me lo va a decir a mí que tengo casi cincuenta años en la docencia! Huevones, relajeros, chimadorazos, capaces de darse en la madre con cualquiera por un quíteme de ahí esas pajas, irreverentes. ¡Pero de eso a lo que usted está sugiriendo! No, no es posible. (PAUSA) Disculpe, ¿me puede repetir la pregunta por favor?
Chebito Martínez (víctima de abuso sexual): Y me dijo que íbamos a jugar a que yo era la llanta del carro y que él era el inflador, pero que para eso tenía que conectarme su manguera.
Soledad Fuentes (empleada de tienda del barrio de Gerona): Aquí venían todos muy seguido, pero ya no los aguantaba porque me andaban tocando toda si me descuidaba. Y otra cosa. Figúrese que como una semana antes se me perdió de aquí del mostrador un gran cuchillo de cocina que usaba para despachar.
Eulalio Canales (brequero del tren): Me daba no sé qué ver a semejante hombrón caminando como señorita.¡El muy cabrón! Para mí que deberían meterlos a todos en un costal y tirarlo al mar.
Licenciado Rufino Reyes (juez): Cuando dicté sentencia contra ese degenerado me hubiera gustado poder aplicar la pena de muerte, porque dentro de las figuras delictivas el abuso a menores me parece el más execrable. Si no, recordemos a los Miculax. Sin embargo, al final se hizo justicia. Divina, pero justicia sobre todo.
    Blancas: DAMA X PEON 7 ALFIL (jaque)
La evidencia apunta contra algunos. Pero esa no es más que la punta del témpano de hielo. Sin embargo, hay que tomar en consideración algunos de los factores antes de señalar al homicida. Por la corpulencia del señor Otto von Kaenel Pérez, es difícil suponer que pudiera ser dominado por un niño o una mujer. Pero llegado el caso, ¿podía un niño o una mujer seccionar el cadáver, cortando músculos, tendones, ligamentos, huesos? Eso apunta hacia un hombre. O, por lo menos, un muchacho fuerte. Además no está descartada la posibilidad de que actuara con la ayuda de uno o varios cómplices. En cuanto al arma homicida y a las herramientas usadas para cortarlo, en el taller mismo de Gepeto había suficientes y todas con rastros de sangre, músculos, tendones, etc. Se sabe que muchos tenían más de un motivo. No se deja entonces de lado una conspiración. Tenemos que reconocer que el modo de vida de este individuo no era precisamente el de un hombre en el sentido estricto de la palabra. La policía pareció ignorar a propósito los indicios, probablemente para aplicar aquella máxima de muerto el perro se acabó la rabia. ¿Pero qué hay con la o las personas que lo hicieron? ¿Debe acaso perdonárseles? ¿Justificárseles? No quiero sonar a moralista, pero cuenta mucho en un caso como el que nos ocupa ahora, tener la fría objetividad del investigador. No obstante, una cosa es cierta. Ese hombre no volverá a abusar de los niños. Aunque también es cierto que puede resultar peor el remedio que la enfermedad porque quien prueba el sabor de la sangre una vez puede agarrarle gusto.
    Negras: MATE DEL PASTOR (pierden)
Gregorio Rosenblum (ex-diputado a la Asamblea Nacional Constituyente): Conocí a todos los que menciona porque yo tenía un negocio en el vecindario. De hecho Güili Barahona, uno de los principales sospechosos, fue capturado en el interior de mi Sombrerería. Pero, dígame usted si tengo la razón. Mi guardián me había robado durante años pero no podía echarle el guante encima. Además, de despedirlo, me hubiera visto obligado a pagarle veinte años de indemnización. Se me presentó la oportunidad de librarme de él sin darle un centavo y metiéndolo al bote. Total. Lo que le di al patojo para que se fuera a los Estados Unidos con su mujer no era ni la décima parte de lo que me hubiera costado la broma.
Esperanza Lemus (vecina): Eran realmente malvados. Provocaron la muerte del pobre señor Taylor a causa de las calenturas de su mujer. Se entraban a las casas a robarse las cosas. Embarazaron a un montón de patojas. Tenían aterrorizado al barrio. Menos mal que mi hijo, que andaba por la edad de ellos, no se metía en nada. De la escuela a la casa y de la casa a la escuela. Tal como lo oye.
Susanita Barahona (prima de Güili): No tengo mucho qué decir. Me pareció terrible. Pero que quede claro que yo no ví ni oí nada. Se lo juro.
Conrado Aranda (ex-jefe de policía): Hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo. Lo que sí le puedo decir es que la policía de entonces actuaba de inmediato, con eficiencia y
Esquela (Diario El Imparcial): Se lamenta el trágico y sensible fallecimiento del honorable caballero don Otto von Kaenel Pérez, relojero. (Aviso pagado por la colonia suiza residentes en el país).
    Llegado a ese punto, la empleada de la Hemeroteca Nacional pasa la hoja desconcertada. Busca la continuación del escrito. Relee partes con evidente nerviosismo. Una docena de gentes hace cola frente a su mostrador y protestan a voces,  pero ella no parece darse cuenta. El director se asoma para ver qué pasa. Ella sigue buscando entre los papeles, ahora con evidente desesperación. El director va hacia ella para preguntarle qué tiene. Ella le responde que falta el final, que está perdido en alguna parte entre los papeles, entre los volúmenes de periódicos que el hombre consultaba. ¿Cuál hombre?, le pregunta don Rigoberto. Pero ella no lo escucha y se dirige a los estantes, buscando febrilmente. Es importante, le dice a don Rigoberto, allí están los nombres de los asesinos de Gepeto Ventoluchi, el de las muñecas. Don Rigoberto hace una señal al guardia. La gente empieza a arremolinarse a su alrededor. No pasa nada, no pasa nada, repite el director, mientras la llevan casi a rastras a la oficina y desaparecen frente a los atónitos ojos de los presentes.



O N C E

—HOLA LE DICE VERONICA poniendo la mano sobre la suya.
    —¿Te tratan bien?
    —No puedo quejarme.
    —Te echo de menos dice Verónica después de una pausa.
    —También yo dice Gabriel con suavidad.
    —Leí tu carta dice Verónica después de otra pausa.
    —Sabes que no soy muy bueno para escribir.
    —No es cierto me gustó mucho lo que decías.
    —¿Sí? ya no me acuerdo.
    —Me ha hecho pensar Gabriel.
    —¿Eso es bueno o malo?
    —Bueno por supuesto afirma vehementemente Verónica.
    —¿Qué has pensado?
    —El doctor dice que te pondrás bien.
    —Mi  corazón  está  tan  hecho  un calcetín todo maltrecho y remendado que ni un relojero como Ventoluchi podría ser capaz de repararlo.
    —¿Otra vez?
    —¿Qué?
    —Ese nombre.
    —¿A qué has venido Verónica?
    —Antes de responder a eso hagamos un trato Gabriel tu secreto por el mío.
    —¿Y quién dice que yo tenga uno?
    —Tus sueños tus pesadillas ese nombre.
    —La política y el amor nunca se han llevado bien Verónica son como el agua y el aceite ¿propones que hagamos un canje? ¿Tu isla del Caribe por mi reparador de muñecas?
    Allí está ese espacio abierto otra vez. Gabriel se encuentra sentado en una estera de paja, los ojos cerrados en actitud de profunda meditación. Frente a él descansa sobre un paño el gran cuchillo de cocina, reluciente en el borde por el filo. El semblante del hombre está tranquilo, aunque gruesas gotas de sudor corren por su cara y cuello. ¿En qué piensa el que está frente a la muerte? ¿Será verdad que se mira la proyección de toda la existencia como si se estuviera en la cómoda sala de un cine? A ratos se perciben ligeros movimientos de los músculos de su rostro, en las manos que descansan sobre sus muslos. Contracciones nerviosas que no puede controlar a voluntad. Tan pronto su mente vaga en cuando era niño como en lo que será mañana o después de mañana cuando ya no exista más en el registro civil y pase a ser listado en algún cementerio. Siente los pies dormidos que le cosquillean para recordarle que es poseedor de una vitalidad que se desborda por cada uno de sus poros. Una mosca que pasa zumbante a su lado desde hace rato, se para neciamente en su cabeza, en su nariz, en su cuello. Podría acabar con ella de un manotazo, pero  piensa  en  la  miserable  vida  de  mosca  que  ella  tiene —un sólo día—, comparada con la propia que desprecia, cortando así los muchos días que posiblemente le quedarían si no hubiera decidido tomar esa determinación fatal. ¿Qué importan vida o muerte?, piensa, no se sabe si antes o después de aplastar certeramente a la mosca contra su nuca. ¿Qué importan hoy o mañana, hombre o mosca? De pronto siente que una aterriza de lleno en su nariz. ¿Será la mosca de antes? ¿Mataría a otra? ¿O mataría a la mosca de antes y esta era otra? ¿Atraería su sangre a una nueva? ¿Y si por cada muerta otra se le posara en la nariz en una secuencia monótona y sin fin? Las preguntas se agolpan vertiginosamente, primero en orden lógico y después en un caótico desorden que le hace perder la concentración. Su cabeza está llena de moscas. ¿Y si fuera posible cambiar su lugar por el de ella? ¿Si una vez efectuado el cambio el hombre —que en ese momento estaría personificado por la mosca— lo matara de un manotazo a él que en ese momento sería la mosca —personificada por el hombre que él era—? ¿Y si la mosca fuera tan grande como él y él tan pequeño como la mosca? ¿Si no estuviera obligado a ser hombre o mosca y fuera flor o piedra o circunstancia? ¡Caramba!, golpea con el puño en el piso. Lo que se necesita es dignidad. Para venir a este mundo y para irse de él, no importa. Sacude su cabeza y decide que todavía no está listo para el siguiente paso. Debe recomenzar.
    —¿Y qué tal doña Flori? la oí cantar hace un rato.
    —Sí doña Oli cantaba para sor Narcisa.
    —¿Y la visita mucho? le sigue el rumbo la vecina.
    —Viera que no porque está algo molesta conmigo.
    —¿Ah, sí? ¿y por qué doña Flori?
    —No sé si deba hablar de esto doña Oli.
    —No importa doña Flori y cuénteme cómo están los nietos.
    —Relindos ¿no ha notado que Gabrielito se parece mucho a su tío Leonel?
    —Es normal doña Flori porque don Humberto y don Leonel son casi como dos gotas de agua.
    —¿Verdad que sí? sor Marcisa está molesta conmigo porque no le he dado de comer al gato.
    —Pero si usté no tiene gato doña Flori.
    —Al gato del colegio.
    —Ah ¿ve pues? ¿y qué es que no he visto últimamente a su esposo?
    —El es así desde que me puse mala porque ¿sabe usté que me puse mala?
    —Bueno me enteré sí que estaba con quebrantos de salud.
    —Dicen que estoy loca que perdí la razón.
    —¡Pero qué barbaridad! disimula doña Oli tratando de salir del atolladero en el que se ha metido sin querer.
    —Pero no se preocupe porque dicen que mi locura es inofensiva.
    —Este yo
    —En el manicomio ¿ha estado alguna vez en el manicomio? pregunta con ansiedad doña Flori pero prosigue sin darle tiempo a responder me obligaban a desnudarme para el exorcismo y me metían en agua fría y me daban choques eléctricos y sor Narcisa me pedía que cantara y yo no sabía qué hacer pero el doctor me decía que no me preocupara que debía tranquilizarme que me debía sacar el demonio del cuerpo y me bajaba los calzones y yo le decía que me dolía eso que él me hacía pero rezaba y decía cosas que no recuerdo y que de cualquier manera no entendía porque yo era pequeña entonces y me sedaban para que se me pasara el soponcio y entonces venía él y me obligaba a hincarme frente a sus atributos de hombre y ya estaba yo como el ternero pegado a la ubre  de la  vaca y  le dije a Humberto que él no era el padre y sin darme cuenta estaba rodeada de muñecas de miles de muñecas sin brazos ni piernas ni cabeza ni vida y había sangre por todas partes y yo decía basta y él me decía más ¡y con mis dientes se la corté de una mordida a Gepeto Ventoluchi!
    Güili se encuentra sentado unos pasos atrás y a la derecha de Gabriel. Medita con los ojos cerrados y frente a él descansa sobre un paño rojo el machete, también reluciente en el borde por el filo. ¿Cuánto hace que ambos permanecen en esa actitud? No lo sabe con certeza, pero debe ser mucho porque no siente las piernas ni los pies a causa del dolor ocasionado por la completa inmovilidad. Escucha el sonido seco de una palmada. Sin necesidad de abrir los ojos sabe de qué se trata porque él mismo ha estado tentado de hacerlo más de una vez. Pero después de eso la mosca ha dejado de molestarlo y pudo sumirse de nuevo en sus meditaciones. Es curioso, piensa. La forma en que los acontecimientos se desarrollan. No es cuestión de hacer una historia sobre eso. Le pasa a cada hombre y mujer de la creación. Pero cuando le ocurre a uno, el protagonismo alcanza dimensiones nunca antes sospechadas. Allí está él, en ese espacio tan grande y a la vez tan pequeño, tan cálido y no por eso menos frío y desolado. Hay algo de magia en el momento cuando se vislumbra el final del camino. Es probable que nos hayamos preparado toda la vida para este instante, pero aún así no sabemos nada con certeza sino hasta que nos encontramos allí. Y nos aterroriza la idea de enfrentarlo solos. ¿El cielo? ¿El infierno? ¿Un lugar intermedio entre los dos? Sus manos sudan copiosamente y le molesta la pegajosidad de su cuerpo. ¿Y si falla en el último momento? En el lugar al que va no hay cabida para los tibios. Frío o caliente, lo dice el Apocalipsis. Si sus manos fueran incapaces de sostener el arma. Si se le nublararn los ojos. Si sus dormidas piernas no pudieran sostenerlo. Si. Un sinfín de si de probabilidades que lo hacen vacilar. Aspira profundo. Trata de regular la respiración. De seguir los consejos de su maestro. ¿Cómo  era  que  él  decía  a  propósito  de  la  ola?   ¡Les había impresionado tanto esa imagen de fuerza, de poder y al mismo tiempo de suave y delicada pasividad! Desde entonces no podía pensar en el mar de otra manera. El momento en que las aguas quedan casi en suspenso, cuando se producen ondulaciones que van creciendo hasta formar la ola, el punto donde la ola alcanza su máximo tamaño, la fuerza envolvente de las aguas que barren la arena después de caer como un azote. Y luego, en otro momento de quietud, cuando las aguas regresan, produciendo el efecto de succión, revolviéndolo todo, para replegarse de nuevo con el mismo o mayor empuje. Y así una y otra vez desde que el mundo es mundo. Inexorablemente. El agua y el fuego no se llevan, piensa. Porque lo que siempre ha venido circulando por sus venas no ha sido sangre, sino torrentes de lava incandescente.
    —¿Aló? ¿quién habla?
    —Usted no me conoce dice la voz por el aparato pero su marido se vio envuelto en un hecho de sangre.
    —¿Quién habla?
    —De aquí de la Central de los Bomberos Voluntarios.
    —¿Ha tenido Güili algún accidente? pregunta Andrea llena de angustia.
    —No exactamente señora pero él nos dio su número de teléfono para que la llamáramos.
    —Gracias a dios dice con alivio ¿está bien?
    —Sí el otro murió en circunstancias aún no establecidas.
    —¿El otro? tartamudea Andrea ¿de quién me habla?
    —¿Le importaría presentarse para ayudarnos con la identificación del cadáver?
    La geografía citadina ha cambiado considerablemente con el paso de los años. El barrio de Gerona no es la excepción, aunque todavía guarda en sus calles la timidez provinciana que se manifiesta en las multicolores fachadas de las casas de un sólo piso,  muchas  todavía  construidas de adobe y bajareque, desafiando la vertical a pesar de las rajaduras y descascaramientos por la edad y los terremotos. Al meterse en sus calles es fácil perderse entre el ayer y el hoy, especialmente durante la noche cuando la insuficiente iluminación de los faroles acorta el horizonte y cubre de pátina el ambiente. Pero todo no es más que una vana ilusión, un espejismo, la memoria fragmentada y maltrecha de vidas y sucesos que corresponden a otra época. La 12 calle “A”, especialmente en su parte norte donde la numeración es impar, está casi igual. Se tiene la sensación de que en cualquier momento va a abrirse la puerta de la casa de los Santana y veremos salir a una doña Flori de mirada estrábica y perdida en brazos de su marido y de su cuñado rumbo al hospital, mientras por la ventana asoman las caritas preocupadas de Hilda y Andrea. O la de la casa de doña Olivia Solís de Barahona que, con una niña en cada brazo y seguida por un patojo de zapatos rotos y mirada desconfiada, caminan en dirección a la residencia de las ancianas señoritas Schlesinger Carrera para pedirles que los esperen con el dinero de la renta. O la de la casa de don Gabriel Martínez, para verlo salir a éste hecho una furia y tambaleante de borracho, mientras en el umbral una doña Marta llora, rodeada por sus aterrorizados Gabrielito, Paquita y el pequeño Chebo. O del lado sur, un poco más arriba, las de la casa de las muñecas abiertas de par en par, mostrando las entrañas del hospital de paraguas y muñecas de Gepeto Ventoluchi, mientras la anciana doña Angeles, en compañía de sus gatos y perros callejeros, tira las cartas envueltas en una nube de incienso. Se cree escuchar el motor de una vieja moto Zundapp tripulada por el flemático mister Taylor mientras su joven y bella esposa le dice adiós agitando al viento su pañuelo azul con pelotitas amarillas y lo ve alejarse como una exhalación tamborileando las vías del tren rumbo a su trabajo en el Instituto Central para Varones. Y también el sonido del pito del tren que viene de la costa atlántica o de la costa sur, coincidiendo con  el  pito  de  la  Aduana Central para indicar que ya son las doce del medio día o las seis de la tarde y se puedan poner a la hora los relojes de bolsillo. La nostalgia se prende de los sentidos, acicateándolos, para que no se olvide que la miserable vida de hoy no es otra cosa que el preludio de una muerte segura e inevitable.
    —Pero mama si mi papá se entera lo mata dice Gabriel.
    —Es que si él no hace algo en contra de ese degenerado lo voy a hacer yo responde doña Marta pálida de la rabia.
    —¿No sería mejor avisar a la policía mama?
    —La policía y la carabina de Ambrosio son la misma cosa Gabrielito ¡qué vergüenza dios mío qué vergüenza!
    —Déjeme que arregle esto.
    —¿Y vos qué vas a hacer? esa es cosa de hombres.
    —¡Ah puchis! ¿y yo que soy pues?
    —Un patojo de quince años que va en camino de serlo pero quiero que me prometás algo m'hijo le dice tomándole la mano con inmensa ternura que pase lo que pase vas a tener mucho cuidado.
    —Se lo prometo mama de veras no tiene por qué preocuparse le dice Gabriel dándole un beso en la frente.
    —Que sea entonces la voluntad de dios susurra ella en tono de plegaria.
    Desde antes de que el sol se ocultara en el horizonte y se hiciera de tarde primero y luego de noche alguien canta una canción que dice si me arrancas la vida / si te la llevas / no me dejes a solas / con la muerte / porque se sabe que se va la suerte / con cada gota de sangre de la herida / con cada herida que sangra gota a gota y repite una y otra vez la copla hasta que empieza a  perder  significado  y  se  convierte  en  una  sucesión  de  sonidos  incoherentes que se entremezclan con otros que van subiendo de volumen y que no son otra cosa sino jadeos entrecortados y estertóreos de una multitud que pugna por entrar y que en su empuje termina por derribar las puertas y ocupar palmo a palmo el espacio donde me encuentro cuando aquello es una masa de palpitante carne que se apretuja y acomoda con cada nuevo movimiento asfixiándome casi transformándome en parte de ese alucinante conjunto de plasma y ectoplasma de miasma y podredumbre que ataca los sentidos al que se une la visión cuando las luces se encienden de pronto produciendo millones de punzadas de invisibles agujas en los ojos sin párpados de los que se congregan allí por razones que todavía ignoro pero que intuyo al reconocer algunos rostros entre los más cercanos que me rodean y que me dicen vulgaridades como si se tratara de carreteros y prostitutas los unos arreando procazmente a sus obstinadas mulas y las otras urgiendo con palabras soeces a sus clientes para que acaben de una vez y vayan a escupir a la calle ¿de qué se trata toda esa locura? pregunto y las respuestas me llueven en la punta de sus lenguas bífidas y sibilantes con chasquidos de látigos de nueve colas y vergas de toro que se ensañan contra mi humanidad obligándome a gritar porque con el grito sale también del cuerpo el miedo que de lo contrario nos paralizaría por completo helando la sangre en nuestras venas o convirtiéndola en horchata o simplemente en agua estancada donde se incubarán las plagas que terminarán por diezmar a la especie a la cual pertenezco aunque yo hubiera preferido ser flor o mariposa o piedra caliza humo polvo estelar rayo terremoto energía pura sin raza color edad profesión estado civil caries tarjetas de crédito demandas judiciales dirección para recibir notificaciones y una que otra carta que llega de allende las fronteras sin ojos cerebro estómago sexo sino energía pura y nada más pero de nada sirve cuando estamos atrapados en una masa de innobles materiales e imperfectos mecanismos que no son otra cosa que vehículo y prisión al mismo tiempo que no nos lleva  a  parte  alguna  y   nos  confina  y circunscribe en el espacio donde grito y con el grito se escapa la última reserva de aire en mis pulmones porque dicen que los crucificados no mueren de las heridas sino de asfixia como yo estoy a punto de perecer ahora que me siento como un pez fuera del agua dando bocanadas que de pronto se vuelven feroces dentelladas que arrancan orejas narices labios trozos de carne de los más cercanos a mí en ese aprietacanuto absurdo pero la treta parece dar resultado y la presión empieza a ceder procurando el espacio necesario para llenar los pulmones y recuperar el aliento perdido mientras la gente se repliega en una actitud de sobreactuada cortesía y amanerados modales que me hacen recelar como nos hace desconfiar el perro que retrocede unos pasos con la cola metida entre las patas y la cabeza gacha pero que sabemos nos puede saltar al cuello en cualquier momento y destrozarnos viciosamente la yugular pero las gentes ahora han dejado de moverse y me miran fijamente con una atención excesiva con una fuerza que parece salirles no de los ojos sino de las mismas entrañas y siento miedo por eso con tanta historia de ocultas artes de sortilegios y encantamientos de horror y de misterio ¿qué esperan? es a mí al que miran ¿qué quieren de mí? ahora que los veo mejor reconozco a casi todos los rostros de mi niñez de mi juventud de mis buenos y malos ratos de mis rencores y cariños de mis triunfos y frustraciones vivos y muertos agrupados por familias por rango clase o relación y eso me llena de inquietud porque ¿para qué están aquí sino para enjuiciarme para cuestionar mis actos y para condenarlos? barro con la vista el lugar buscando una posible salida pero todo está cubierto dejándome sin otra posibilidad que la de tratar de ser un espectador anónimo más entre ellos y poder fundirme de alguna manera con la masa y formar parte de ella apropiándome al mismo tiempo de su esperanza pero un murmullo me indica que algo está próximo a acontecer y que seré sacrificado para lavar con mi sangre los pecados propios y los ajenos para limpiarse conmigo el trasero y todos en paz y contentos y si te vi no me acuerdo pero el murmullo es seguido por  unas  voces  de  niño  que  reconozco  porque  la  mía destaca de entre todas con ese arrastrar característico de las erres que tantas burlas y jodederas me ocasionaba en la escuela y también por el otro lado me permitía robarle un beso a las patojas porque les decía que ese era un problema que tenía en los labios nada contagioso que solamente se curaba aplicando los de ellas en los míos durante treinta segundos por lo menos reloj en mano ¡qué divertido era entonces! pero la realidad la pintan los de afuera los que dictan las leyes reglamentos últimos gritos de la moda ¡sí señor! ya no sabía qué hacer descontada la posibilidad de huir del lugar así que tomé la decisión de enfrentar a ese monstruo de mil cabezas que se alzaba en mi contra y combatirlo con sus propias armas pero no fue necesario al menos momentáneamente porque alguien hizo la presentación de mi persona y con cada palabra que decía los concurrentes aplaudían a rabiar que yo era esto aplausos que yo era aquello aplausos que yo era lo otro aplausos que yo era lo de más allá aplausos y más aplausos de manera que terminada dicha introducción me tocó tomar la palabra y lo hice de inmediato empezando con algún tipo de justificación que aunque yo sabía que no debía disculparme por nada resultaba muy apropiado para ganar tiempo y conocer el terreno que estaba pisando que era un campo minado cuando decía tal cosa y un valle florido cuando tal otra sin embargo seguía en babia al ignorar la razón por la que realmente se me había llevado frente a ese auditorio que representaba ni más ni menos una fragmentaria historia de mi vida con rostros y voces que la hacían extraordinariamente aterrorizadora cuanto más fascinante y única experiencia donde si decía blanco asentían si decía negro negaban si decía aquí levantaban los hombros si decía allá reían permitiéndome poco a poco relajar los músculos de la mandíbula y decir con mayor fluidez el discurso día tras día noche tras noche sin descanso durante semanas o tal vez meses porque en ese punto ya había perdido la noción del tiempo y la única cosa que podía notar era que algunos de los oyentes salían para dar su lugar a otros nuevos aunque algunos no volvían más y eso me inquietaba porque era la señal de que estaba acercándome con paso firme y a pesar mío al ineludible final que me aguardaba a la vuelta de la esquina como ocurría con mis amigos cuando decidíamos poner de cabeza al barrio o irnos de capiuza o conseguirnos unos culitos y todas esas cosas que uno hace de patojo y todavía sigue haciendo de viejo sin que por eso se le considere un idiota irresponsable inmaduro y demás calificativos sino porque está en la naturaleza del hombre digo yo y no sé por qué cuando dije algo parecido la mitad de la gente ya no estaba allí o quizá se habían marchado antes y yo no me había dado cuenta entusiasmado como estaba en recordar todas esas cosas extraordinarias que ocurrieron y donde yo era la estrella central el indiscutido protagonista como todos los son cuando se trata de su vida ni modo ¿a dónde iríamos a parar si no? aquí viene una parte confusa pero que seguramente corresponde a esa insistente mención acerca de los perros que debemos matar o que debemos expulsar más bien de nuestras vidas y que no significan otra cosa que las pasiones pero ¿qué sería de nosotros sin ellas? cuerpos sin alma zombis remedos de hombre máquinas o en el peor de los casos gallinas ¡sí señor! nos gastamos la vista quemamos neuronas atendemos símbolos levantamos teorías leemos libros pero la viga sigue tapando la visión de nuestros ojos ¿qué dijo? ¿cómo lo dijo? ¿por qué lo dijo? dijo eso pero quería decir otra cosa y las respuestas se acumulan levantando los muros de nuestro propio laberinto donde el Minotauro espera impasible rascándose los huevos de hombre sin sospechar siquiera que Teseo le cortará de un certero machetazo la testa de tauro ¿hombre o Minotauro? tal vez haya demasiada palabrería en todo esto pero cuando levanté la vista —y la había bajado sólo un instante— la sala estaba casi vacía a excepción de algunos animales que no había notado antes y entre los que recuerdo un bufante toro con un par de criadillas de campeonato un gato gordo y perezoso relamiéndose del gusto un perro sarnoso y famélico que tenía la fama de atacar a los niños hasta que de pronto y en otro parpadeo se habían marchado quedando únicamente  ese  espacio  abierto  que  lo  abarcaba  todo  mientras  las  notas de la canción con la melodiosa voz de una niña virgen llenaba por completo los sentidos brindándole por primera vez en su vida una indescriptible sensación a nada.