A fuerza de llorar tanto (novela)
Editorial Oscar de León Palacios, Guatemala, 1994

Texto íntegro a continuación


(Texto en contraportada)
A fuerza de llorar tanto de Manuel Corleto es: Erotismo o pornografía. Ficción o realidad. La cultura oficial al desnudo. Los quinientos años de infamia al descubrimiento. Campaña ecológica: "Guatemalteco, tu pájaro está en peligro". Maximón es Señor de Guatemala. Una historia de amor y un bolero. Los tartarisordorum ¿una nueva secta en "Libre encuentro"? Teoría de la Literatura Mínima. La sicología del escándalo, una aproximación. La Menchú y su Premio Nobel de la Paz. El huevo y la pirámide. Dramaturgia de Calderón Achichivitiz y Abelino Pop triunfa en Europa. La pintura de Elmar René Rojas ¿buena o mala? Manuscrito de Carlos Menkos-Deká inédito. Información, actualidad, cultura, conocimiento, opinión, debate, denuncia, orientación, tribuna, tecnología, vanguardia, liderazgo, actualidad.


Premio Guatemalteco de Novela 1993

© 1994: Manuel Corleto

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A fuerza de llorar tanto
Manuel Corleto

LIBRO I


UNO
EL LOS PRÓXIMOS minutos mi boca, mi lengua, mis dientes podrán colmar mis ansias en esa mujer. Apenas la conozco y ya la pienso mucho. Sin embargo, siempre he tenido problemas para empezar una relación. Tal vez eso no signifique nada, pero —y lo que sigue está en el orden de mi memoria y nada tiene que ver con la cronología de los hechos—, es difícil ver a los ojos a alguien sin que empiece a sentirme incómodo y a ponerme en guardia. No me cabe la menor duda que es en los ojos, en el  fondo de los ojos, donde se refleja el interior de una persona, por mucho que ya habiéndose dado cuenta, intente ponerse un disfraz —mero jugo del estafador y del actor—, y  nos semaforice, nos dé luz roja o verde para el siguiente paso.
   Los sentidos. Todo en nuestra vida gira alrededor de los impulsos que nuestro cerebro recibe y estimulan las corrientes eléctricas, fluidos, torrentes que se diseminan por el organismo y que, sin la conjunción copulativa ni, provocan el orga-smo, esa explosión que culmina en el acto con su petite morte e inicia la existencia en complicidad con el óvulo. Maduro higo, en el árbol del bien y el mal de las fábulas. Esos sentidos a los que mi abuela daba tanta importancia en sus peroratas de las cinco de la tarde y que nos colocan en la escala inferior de los que se dicen poseen un sexto.
   Brutal o sutil. Lo que nuestros sentidos perciben está allí, frente a nosotros, a nuestras espaldas, del otro lado del hilo telefónico, en el apretón de manos, en las papilas de nuestra lengua. Trato de recorrer rápidamente la espiral de los sentidos para explicar lo que me ocurre cuando estoy a punto de empezar una relación, como hoy que sintiéndome lleno y a la vez tan vacío poco importa si duele la memoria y si viejas heridas que creí sanadas vuelven a abrirse de par en par como vulva húmeda, cálida y jugosa que excita a meterse profundo en pos del primigenio lugar donde sabemos que hemos estado antes pero que no podemos recordar. Casi no importa. Las palabras no alcanzan para decir que no importa. Y sí importa. Eso creo ahora que me encuentro esperándola frente a un calendario que se encoge a mis ansias y las horas y minutos se estiran en contraposición al tiempo, ese elemento que se mide con el reloj del universo para que no olvidemos  que todo se mueve en una forma tan organizada que da miedo pensar en otra cosa que no sea ese gigantesco mecanismo electromagnético y supradinámico que algunos osan llamar voluntad divina y que otros afirman no es más que materia y éter en constante evolución. Las palabras nos llevan al significado y nos arrastran al caos de las imágenes en los planos antagónicos del ser o no ser.
    —Hola, es la voz de María, ya se enfrió tu café.
    —Me gusta frío.
   Mentira. Lo bebo de un trago. Detesto el café.
   María. Cinco letras, una por cada sentido. Hago mentalmente un acróstico con su nombre. M, metérsela. A, apretárselas. R, regodearnos. I, impúdicos. A, acabar pronto. Ella sonríe y pregunta en qué pienso y yo le digo que en ella y es verdad. Se sienta frente a mí. La miro. Nos miramos sin decir nada. Observo los rasgos básicos de su rostro, sus manos, su cuello, el nacimiento de sus espléndidos senos. Tengo un panorama claro de lo que veo y la dimensión aproximada de hasta dónde pienso y quiero o podríamos llegar.
    —¿Y bien?, es ella urgiéndome detrás de ese tono pausado y casual. ¿Nos vamos?
   Me siento igual que unos días antes en el estrecho ascensor del Ministerio de Cultura que se detiene en el octavo piso con un y un pequeño salto y un grave ronquido del  motor. Con capacidad para siete personas, me pregunto si el exceso de peso que provocamos once nos hará caer de esa altura de más de 25 metros y hacernos pedazos abajo en el foso. Igual me pasa cuando me veo obligado a viajar en avión, especialmente de noche cuando afuera está más oscuro que boca de lobo. La puerta se abre y me toca esperar que se organice la salida. Un señor diputado de apellido Skinner-Klee, lo sé porque he visto su foto en los periódicos, sin importarle que haya señoras, echa un putazo y dice que es una mierda que todavía esté trabajando ese tipo de elevadores. Una señora con planta de licenciada, medio sonríe y una secretaria —tiene que serlo por la estrecha minifalda— mira de reojo a otro hombre que tiene bien pegado a su cola, sin aparente prisa por moverse. El motor emite varios tosidos y maldigo mentalmente por encontrarme en el rincón —entre el diputado y otro señor con aspecto de extranjero—, cuando llega mi turno de salir.
    —Perdón, tengo que ir al baño, me excuso.
   La tremenda opresión en la vejiga y la erección reclaman alivio inmediato. Mientras orino, tengo que presionar con fuerza el miembro hacia abajo para no hacerlo afuera y gano distancia, con mi espalda en la pared contraria, para comprobar la potencia del chorro. La puerta se abre y un señor entra. Se queda inmóvil, con el pie levantado, no sabiendo si dar el paso hacia adelante o para atrás. La ridícula pose y lo absurdo de la situación me hacen soltar una carcajada. El hombre retrocede horrorizado, cerrando rápidamente la puerta. El chorro, a causa de las contracciones abdominales, parece un surtidor de agua de riego y eso me provoca un ataque de risa incontenible. Mojo os pantalones y mis zapatos. Cuando me veo en el espejo, la vejiga está relajada y mi miembro, sujetado fuertemente entre mi mano, ha recobrado la flaccidez normal. Cuando salgo, todavía con lágrimas en los ojos, María me mira con expresión distante, limpiando con una servilleta los vidrios de sus lentes.
   Pago la cuenta. El sucio billete del cambio me hace recordar otro que tengo guardado desde hace meses porque alguien escribió en una de sus caras con rudimentaria letra de molde Maña en la tarde me ire conto amorcito lindo. Durante las últimas elecciones presidenciales, un partido opositor uso la estrategia de desacreditar a su adversario sellando en los billetes de menor denominación, afirmaciones ofensivas sobre el candidato. Circularon por cientos de miles. Y no es extraño encontrar firmas, refranes, operaciones matemáticas, fechas conmemorativas, obscenidades de vez en cuando. Pero volviendo al que conservo, trato de imaginar la verdadera historia que gira alrededor de ese mensaje que la amada deslizó en las manos de su caballero, a falta de otro medio más ortodoxo de comunicación.
    —Andá a traer las tortillas, Juanita.
   En la esquina, ya sin uniforme, Cecilio ronda desde su atalaya. El billete cae a los pies del centinela, mientras Juanita cruza presurosa a su mandado.
   Mañana en la tarde me iré contigo, amorcito lindo. La mano temblorosa de la colegiala, el corazón agitado por la excitación, abrevia el mensaje comiéndose algunas letras en sus ansias.
    —Vas a llegar tarde al colegio, hija.
    —Ya voy, mama.
   Y el verde billete, color de la esperanza, llega a manos del galán en un descuido de la madre y frente a sus narices, en plena parada de bus.
   Es sólo un billete que está diseñado para pasar de mano en mano en frías transacciones comerciales o en la pasión de un acto delictivo. Es sólo un pedazo rectangular de papel, impreso en ambas caras con las insignias, sellos, fechas y denominaciones de ley. Es el poderoso don dinero, capaz de comprar cuerpos y conciencias, vida y muerte.
      Me hace recordar otro papel que recibí una vez:
   “Has penetrado aceleradamente en el espacio ahora redimido de mi vida toda. Perturbando la absurda paz que nunca fue. Has dado un giro de 360 grados a mi existencia. Miradas furtivas, palabras, vibraciones.
   He agitado encuentros, besos, caricias imaginarias. He quedado sin voz, sin palabra, sin gesto.
      Y lo he tenido todo con vos, sin embargo.
   Hoy me siento como si el cielo estuviera pegado a la tierra, y yo entre los dos, respirando por el ojo de una aguja.
   Yo no tengo poesía ni palabras hermosas. Esto que sigue lo escribí para ti hace algún tiempo. No te doy el original porque mis manos y mis labios lo han gastado. De cualquier manera en las páginas de tus libros van besos, caricias, pensamientos míos. Gracias por Joyce, por Pessoa, gracias por el cine. Te besa,”
    Y en el reverso el poema titulado Para ti:
    “Quiero ser tumba y guardarte
    Ser pozo que recibe tu simiente
    Ser perfecta en el acto sublime de la cama
    Recibirte entero
    Acogerte en mis entrañas cálidas
    Todo lo mío te reclama
    Mi boca
    Mi sexo
    Mis senos
    Mis pensamientos todos
    Mis manos
    Mi mediocre inteligencia
    Quiero guardarte mío
    Y retenerte siempre
    En el instante perfecto
    Donde nace la vida”.
—¿Nos vamos, Manuel José?, insiste suavemente María, colocándose los lentes. Veo sus ojos amplificados por el cristal.
    —Son muy hermosos.
    —¿Qué?
    —Tus ojos.
   Ella ríe francamente, mostrando su roja lengua que se contrae y extiende deliciosamente cuando se humedece los labios.
    —Y tu boca.
   Hubo una época en que no me podía resistir ante algunos anuncios en la televisión. Me volvía loco cuando la bella  mujer en la pantalla unía sus labios, estirándolos para exhalar el aire en la última sílaba de shampoo. Ese movimiento de la boca, tal vez sumado a la u del sonido, me producía un estado tal, parecido al de los perros que van babeando atrás de la hembra en brama; un relajamiento delicioso, acompañado de mareos y esas cosas. Fui al médico y me dijo que era simple mi problema, que dejara de estar viendo esas babosadas y que comiera dulces, chocolates. Se me quitaron los mareos cuando me subió el nivel de azúcar en mi organismo, pero igualmente seguí en mi calidad de voyeur, por el placer que eso proporciona.
    —Vamos, mi amor, dije, cediéndole el paso y pegándome a su trasero como perro.



NO ES LA primera vez que Manuel José se encuentra en ese edificio, que desde arriba debe mostrar la forma de una letra vé, por sus dos alas, de ocho pisos cada una, en ángulo de cuarenta y cinco grados, orientadas Norte-Sur. Al salir del ascensor, el ala izquierda, lado norte, son los despachos ministeriales. Aquello está topado de gente, grupos que, como él, esperan. Otros pasan, vuelven, circulan con gran pericia en ese espacio reducido. Hay cuatro secretarias que no se dan abasto entre llamadas telefónicas, consultas de visitantes, órdenes superiores. Una de ellas, la privada, se acerca.
    —La señora Ministra no te va a poder recibir. Tiene que irse volando a la Junta de Gabinete en Palacio.
   En los setentas, Manuel José pasaba horas —que no por largas se extendían más allá de sesenta minutos de sesenta segundos cada uno— en los interminables corredores de Televisa, esperando entrevistarse con algún productor mejicano para ver si había un papel para él en una telenovela o si le encargaban un guión para Ernesto Alonso Presenta o el programa de Silvia Pinal.
    —La francmariconería, le decía, descolgando el amplio mentón, su amigo Carlos Mencos. Hay tartamudos y tartasordos, pero lo peores son los tartajotos. Ellos controlan la industria en los más altos y en los niveles medios.
    —Es probable, respondía Manuel José, pero a la larga deberá imponerse la calidad, ¿no creés?
    —Laca-lidad es igual a laca-motora, hacía juegos de palabras Carlos, si no le echás carbón a laca-ldera, no hay fuego y nada camina.
    —Ahora son diesel.
    —Pero igual les tenés que enchufar la manguera.
   Gran verdad, pensaba Manuel José. Siendo muy joven, en plena sexta avenida, fue abordado por un señor que le preguntó ¿tú eres actor? Se sintió orgulloso de que se le notara. Estudiaba en la Escuela de Teatro y no se apeaba la bufanda —aún en verano—, sello inconfundible, para él en ese tiempo, de la bohemia y el arte.
    -Soy, y aquí le dijo un nombre muy mejicano seguido del apellido Lechuga, productor y director de cine. Soy, lo que se dice, un descubridor de talentos, de estrellas. Ahora mismo trabajo en una película y me interesa hacerte unas pruebas. Hotel París, mañana a las 8 de la noche en punto.
   Garrapateó algo en una tarjeta, se la entregó y siguió su camino. Manuel José se quedó clavado en medio de la banqueta sin saber qué hacer. ¿Cine?, pensaba, México. La fama, fortuna, amor. El sueño de todo artista. Triunfar.
    —Bueno, m'hijo, le dijo su madre; pero tené cuidado. Será mejor que no vayás solo. Mirá si te puede acompañar Julio.
   Ocho de la noche. Hotel París. Habitación 37. El tal señor Lechuga lo invita a pasar. Aquello es como cualquier habitación de paso, con todo a medio colocar en las semiabiertas maletas, la toalla mojada en la cama, papeles y cosas regados por aquí y por allá, una cámara fotográfica en sus manos.
    —Te voy a hacer unas placas. A ver. Ponte allá. Así. Ajústate más el pantalón. En esta forma. Para que se vea, tú sabes. A las chicas les gustan los chicos bien dotados.
   Imprimía una tras otra las fotos. Manuel José estaba completamente incómodo por la verborrea y los flashazos.
    —Una de las escenas para las que te estoy pensando es cuando él se asoma por la ventana para ver lo que pasa. Y lo que pasa es que su hermana está haciendo el amor, totalmente desnudos, con el profesor de gimnasia de la toma anterior. La cámara, en ese momento estará enfocada en tu rostro, pero irá bajando lentamente hasta tus verijas para mostrar que te estás masturbando detrás de un árbol. La madre te encuentra, y ya puedes imaginarte.
   Manuel José sintió náuseas. Apenas escuchaba cuando el otro le decía ahora quítate el pantalón para hacer otras más atrevidas. No te preocupes. Eso queda entre nosotros. Piensa en el cine. No se tiene nada por nada en la vida.
   Ya afuera, tomó la 12 calle y se metió en la noche. Cerca de su casa, encontró a Herbert, sentado en el descanso de una puerta.
    —¿Querés?, le ofreció la colilla.
    —Está bueno, vos. ¿Y con qué se me quita el efecto si no me gusta?
    —Te tomás un vaso de agua y ya.
    —¿Quieres que te haga otra cita con la señora Ministra?, es la secretaria privada.
    —Ah, sí, por favor.
   Ya en la calle, libre del riesgo del ascensor y a merced de los autobuses y ruleteros de la Terminal que aceleran en ese crucero, trata de hacer un plan mental para llenar el vacío que esa cita fallida le ha dejado. Podría ir a la Embajada de España o tal vez a la oficina del ex-presidente de la República que ha prometido ayudar sustancialmente a la producción; pero es un poco tarde para lo primero y temprano para lo otro. O tal vez convenga que vaya con Beatriz —ha estado posponiendo esa reunión— para organizar con ella la publicidad de la obra y la venta de funciones para la temporada de estudiantes y todo público. O, en el peor de los casos, ir al Teatro Nacional para hablar con el director del Centro Cultural y reconfirmar las fechas de las representaciones.
   En la última cuadra recorrida se ha topado con dos hombres que orinan desahogadamente en plena vía pública. Es cuando se percata que siente una gran presión en la vejiga. Debe ser el frío, se dice, o el café que le hace tanto daño. Camina presuroso en busca de un metedero que se encuentra a la vuelta de la esquina y entra directamente al servicio sanitario. Después pide un café, para justificar lo de la meada, se sienta y pretende revisar su agenda. Pero en realidad piensa que la ciudad de Guatemala es un mingitorio público. Cuando los niños ya avisan que quieren hacer pipí, la madre los pone a la orilla de la banqueta y muy diligentemente, a la vista de todos, les saca el pajarito. Con las niñas es un tanto diferente, los padres las toman de los muslos y ellas, suspendidas en el aire como en un columpio, sueltan el chorro con la misma fuerza y alcance de sus congéneres masculinos. Las niñas, por razones de pudor principalmente, van abandonando esa práctica conforme crecen. Los varones, por el contrario, parecen reafirmar la necesidad de exponer el  miembro, más o menos descaradamente, por aquello de que tiene mayor valor el pájaro en mano que cien volando.
   La camarera le lleva una taza de café. Le pregunta si se le ofrece alguna otra cosita. El, mirando esos labios carnosos y esa lengua sibilante y jugosa, podría responder, gracias, linda, ¿qué tal una buena mamada?, si no tenés inconveniente.
    —No gracias, señorita. Espero a alguien, miente Manuel José.
   La visión de ese par de estupendas nalgas que se alejan, le produce una punzada en  el bajo vientre. Manotea al aire para apartar la idea y trata de concentrarse en el pensamiento anterior. Es un problema social, un problema cultural, se dice. La migración de gentes del interior del país, que no cuentan con letrinas en sus comunidades. La proliferación de negocios de barrio que venden cerveza y licor —sin el debido permiso y sin, naturalmente, las facilidades sanitarias para que los parroquianos puedan vaciar la vejiga—, la falta de servicios públicos, el poco imperio de la ley -ya que es común, inclusive, ver a policías uniformados orinando en la calle-. O tal vez, llevado a un estadio superlativo, porque el ave nacional es, precisamente, un pájaro.
    —¿Qué tal, vos? Desde que te hiciste famoso ya no te acordás de los amigos.
   No tiene que levantar la vista para saber que las proféticas palabras de Carlos Mencos en México, se están cumpliendo a casi diez años de su muerte.
    —Nuestro país es una cagada de mosca en el mapamundi de la cultura. ¿A quién le importa? Se cuenta con  espacios para llenar y nadie juega el aprietacanuto por joder. Hay respeto por tu trabajo, preocupación porque te salga bien, camaradería. Nuestros gobiernos represivos y genocidas, como no entienden ni jota de arte y les interesa un comino, nos dejan hacer y deshacer a nuestro antojo. ¡Hasta contamos con un Premio Nobel en Literatura! Algo que ni México ha logrado. Somos un pueblón subdesarrollado donde todavía imperan la inocencia, la ingenuidad. Pero quizás lo mejor de todo, es ese sentido de pertenencia tan local, esa conciencia de cada quien a lo suyo, de zapatero a tus zapatos. Yo te respeto, porque tenés talento. No serás licenciado como yo, con la erudición del profesional universitario, pero naciste para eso, Manuel José, lo tuyo es el arte.
    —¿Preparando algún nuevo complot literario?, es la voz otra vez.
    Manuel José levanta la vista. La sola presencia de ese hombre le molesta. Su voz atiplada, la agitada respiración tan común en los obesos, sus demasiado pequeñas manos, la brillante calva, su grasiento rostro que esconde unos desorbitados ojos detrás de los lentes, los dientes grandes y separados, la boca obscena y babeante. Un personaje, en fin, con el que no se podría encontrar comodidad sino a través de los barrotes del pagador de un banco o detrás del cristal de una caja para exhibir ofidios.
    —El interés actual está centrado, enfatizaba Carlos entre el denso humo de su pipa, en la explotación de los recursos naturales. La cultura, el arte no son negocio en ninguna parte del mundo, excepto para los burócratas del arte y la cultura, para los mediocres, para los oportunistas que encuentran siempre la manera de aparecer en la foto, de ascender sobre los cadáveres de sus vilipendiados, de codearse con la flor y nata del establishment, que no es otra cosa que la misma argamasa conformada por los poderosos de turno, los viejos y los nuevos ricos, las cúpulas del ejército y la iglesia, y las peperechas de la high life.
    —¡M. Flores! Te invito a tomar algo.
    Manuel José pide otro café. M. Flores está sentado, esbozando esa sonrisa de encargado de relaciones públicas que tanto le ha costado acuñar.
    —Esta conversación va a ser entre vos y yo.
    Dos horas después seguían  hablando. No había otra alma en el lugar, a no ser por la exuberante mesera que no les quitaba el ojo en espera de que consumieran algo más, que para eso existen los negocios.


EL ESTADO VERSUS la cultura. En un país donde la multietnia, la polilengua y la florifundia son patrimonio indiscutible y la riqueza sobre la que se sustenta sus bases el futuro de la patria, nos enfrentamos al reto más grande de todos los tiempos. Trataré de ilustrar brevemente los factores que me hacen confirmar tal extremo, para que todos juntos, usted y yo, mano con mano, corazón sincronizado y pulso firme y certero, demos en el blanco por el bien común.
    Para llegar a la comprensión total de los hechos y de lo que hay por hacer, dejemos la palabra a la ilustre lingüista doctora Luz Méndez de la Vega:
    LMDELAV Empecemos por el principio, mi querido Manuel José. Vayamos al origen de los tiempos. Situémonos en la prehistoria de la historia. Según la Real Academia, historia —y no confundirla con histeria, del latín hystería, del griego hystería, matriz; aunque abundaremos en detalles más adelante—, historia, decía, es la narración y exposición verdadera de los acontecimientos pasados y cosas memorables. Prehistoria, por el contrario, es la ciencia que estudia al hombre, anterior a documentos orales o escritos. Para dejar esto sin dudas, porque a mí me gustan las cosas claras y el chocolate espeso, acordemos que si nos situamos en los asegures, la prehistoria nos queda como anillo al dedo, porque aunque ésta se basa en documentos arqueológicos y etnográficos, y por aquello de “traduttore, traditore”, mejor dejemos las cosas como están —porque yo a las pruebas me remito  y que nadie me toque la lengua porque es sagrada. Además no estoy de humor para hablar de Subhistoria o Protohistoria—. Quedémonos, pues, con la historia.
    MJ De acuerdo, Luzita. De una manera informal estamos hablando de la Biblia y del Popol Vuh.
    LMDELAV Lo que quieras, pero a mi me dejan con mi Diccionario de la Real Academia de la Lengua bajo el brazo.
    MJ Por supuesto. Pero volviendo a esos documentos, me decías que sin civilización humana no se puede, en orden al espacio y al tiempo, hablar de universalidad y de tradición.
    LMDELAV Se necesita de ese ingrediente para decir que la cultura existe. Generalizando una cosa se hace universal. Comunicando esa cosa antigua que viene de padres a hijos se hace tradición. La expresión jurídicopolitica, por otro lado, de una comunidad humana constituida para cumplir fines de carácter trascendental superiores a los individuos que la componen y de carácter permanente, define al Estado.
    MJ Pero volviendo a los libros…
    LMDELAV Sí, sí. De acuerdo. Tú ganas. “Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo.” Me resisto un poco a declamar esa parte —aunque tú sabes que en mis tiempos se me dio por el teatro y esas cosas—. Y me resisto porque se ha abusado sobremanera de ese texto, usándose como slogan —anglicismo, para que veas que también doy al César lo que es de César— propagandístico hasta la saciedad. “En el principio Dios creó el cielo y la tierra.” Eso es del libro de libros. Aunque habría que hacer una pequeña enmienda, si me permites, agregándole y el Diccionario de la Real Academia de la Lengua (RÍE DIVERTIDA).
    MJ Tú siempre con ese sentido del humor tan especial, Luzita. Pero volviendo al tema de nuestra charla El estado versus la cultura, ¿qué opinas de esa confrontación?
    LMDELAV Para serte franca, es Mario Alberto (SE REFIERE AL LIC. CARRERA), a quien su trabajito le está costando ver si le dan un hueso en le Ministerio de Cultura y Deporte —no Deportes, con ese, sino Deporte— y a quien le corresponde, por derecho y conveniencia, hablar de eso. Yo prefiero hacer un análisis semiológico, lingüístico y romántico —que no por vieja he dejado de tener mi corazoncito—.
    MJ Ah, que Luz más divertida.
    LMDELAV ¿Qué otra cosa nos queda sino reírnos de nosotros mismos? Pero decía análisis romántico por la idea de, sin el poder en la mano como estamos, querer cambiar las cosas establecidas.
    MJ Te tengo reservada una sorpresa para más adelante. Pero ahora sigamos con el tema.
    LMDELAV Si a una mujer común y corriente le dices lo que me acabas de decir, la liquidas. No puede dejar de pensar en algo que no sea la sorpresa, tronándose los dedos, preguntándose qué será, Dios mío y esas cosas. Conmigo es diferente. Soy una roca megalítica.
    MJ Conocemos sobre tu trabajo en pro de la liberación femenina. Eso, en gran parte, es una manifestación cultural, ¿no es cierto?
    LMDELAV Cultura es todo. Aún los incultos tienen cultura. Es algo inherente al individuo —desde que se superó la etapa de la creación, por supuesto, porque entonces aquello estaba sin un alma, como tú sabes—. Bueno, ya en serio —aunque no por eso deba creerse que no lo soy— me sorprende enormemente -y debo usar el superlativo- que a estas alturas haya una preocupación del Estado por liquidar la cultura.
    MJ Yo no he dicho eso.
    LMDELAV Está claro que detrás de la confrontación, porque has usado la palabra latina versus, lo que en nuestra lengua sería verso y que se emplea también en sentido colectivo, por contraposición a prosa, hay algún tipo de violencia.
    MJ Contigo siempre se aprende algo, Luzita.
    LMDELAV Es casi tan antiguo como la creación, Meme Chepe. Con eso de versus, tenemos material para colmar muchas conversaciones, aquí y en la catedral.
    MJ Clara alusión a la obra de Vargas Llosa.
    LMDELAV Aunque preferiría no entrar en detalles. ¿Sabes? Lo que me pasa es que estoy llena de los clásicos. Ellos significan todo para mí. Entre los contemporáneos, hhhmmmmmmmmmmmmm. Pocos son dignos de mención. Entre los nuestros, uno que otro. ¿Has leído a Mario Alberto?
    MJ Claro, su columna…
    LMDELAV Su novelística. Aquí entre nos, lo lees una vez y ya no puedes dejarlo. Pero  no quiero que esto parezca un comercial —aunque bien valdría la pena para que se le reconozcan sus méritos y se le coloque, de una vez por todas, en el sitial que se merece—.
    MJ Claro, claro. Pero volvamos a eso del verso.
    LMDELAV Verso. Palabra o conjunto de palabras sujetas a medida y cadencia, según reglas fijas y determinadas. Compañía de verso, compañía de declamación. Verso acataléctico, verso griego o latino que tiene cabales todos sus pies. Verso adónico, verso usado por los griegos y romanos, que consta de un dáctilo y un espondeo. Verso alejandrino, el de catorce sílabas, dividido en dos hemistiquios. Verso anapéstico, en la poesía griega y latina, verso compuesto de anapestos. Verso blanco, verso sin rima, verso suelto. Verso coriámbico, verso que consta de dos coriambos. Verso de arte mayor, el de doce sílabas. Verso de redondilla mayor, el de ocho sílabas. Verso de redondilla menor, el de seis sílabas. Verso heroico, el que en cada idioma se usa generalmente en poesía heroica. Verso hexámetro, verso griego y latino que consta de seis pies. Verso libre. Verso agudo, el que termina en palabra aguda. Verso esdrújulo, el que termina con voz esdrújula. Verso llano, el que termina en palabra llana o grave. Verso quebrado, el de cuatro sílabas cuando alterna con otros más largos. Verso sáfico, el de once sílabas distribuidas en cinco pies. Verso suelto, el que no forma con otro rima perfecta ni imperfecta. Verso yámbico, el compuesto por yambos. Versos fescinios, los satíricos y obscenos inventados en la ciudad de Fescenio, en la antigua Roma. Versos apareados, lo que van unidos y aconsonantados como los dos últimos de la octava.
    MJ ¡Bravo, qué memoria!
    LMDELAV En efecto. No he olvidado que mencionaste algo de una sorpresa que tenías reservada para mí.
    MJ Lo prometido es deuda. Preparémonos a recibir a Mario Alberto en este coloquio.



DOS
SON LAS DOCE en punto del mediodía y el sol, en vez de estar en el cenit como se supone debe estar a esa hora, se encuentra colgando en un ángulo de 45 grados a mi derecha. No es producto de mi imaginación, del décalage que ocasiona el reloj biológico esa diferencia de siete horas adelante. Es ni más ni menos a causa del alejamiento del Ecuador, aunque no se sepa exactamente lo que eso signifique. Lo cierto es que el sol del trópico de donde yo vengo quema y calienta —aún en diciembre— y no como éste que apenas alcanza a producir cierta luminosidad brumosa y una tibieza gélida, a pesar de que todavía no nieva.
    Jean-Yves Peñafiel señala hacia la catedral de Estrasburgo. Puta, pienso, se impone la mole esa, apunta hacia el cielo como un dardo y se pierde uno observando los innumerables altorelieves que cuentan la historia del cristianismo con su estilizada presencia. No sé por qué pienso en Fulcanelli y en Carpentier. También en Monteforte Toledo, aunque reparo a tiempo que su obra más reciente es sobre el barroco. Vuelvo a Fulcanelli, quien propone que el arte gótico mostrado en los monumentales edificios de la Edad Media son, en realidad, libros de piedra que enseñan la ciencia de la alquimia, conteniendo la misma verdad y fondo científico que las pirámides de Egipto, los templos de Grecia, las catacumbas romanas y las basílicas bizantinas. Recuerdo haber leído men alguna parte la semejanza que parece existir entre el arte gótico y el goético o mágico. Y otros más acuciosos han encontrado que gótico tiene su raíz en argótico. El argot, que en resumen es un lenguaje particular de grupos de individuos. Un idioma hermético, posiblemente en hablado en la Torre de Babel. Un lenguaje, en suma, sagrado.
    Gótico, goético, art goth, argotiers, argo-nautas, la nave Argos. Un libro abierto para los poseedores de la clave. Una  mole de piedra para mí. Hermosa, sí, pero cerrada a los profanos. Tuve que conformarme, como la mayoría, a admirar su arquitectura y el increíble reloj astronómico en la nave interior. Construido en 1842 -aunque el primero del que se tiene noticia data de 1352, reemplazado por otro en 1547 en el mismísimo lugar del actual-. Todos los días a las 12:30 horas, los doce apóstoles desfilan afrente al Señor. La muerte, cada cuarto de hora hace sonar una campana, mientras pasan figurillas alegóricas de las cuatro edades de la vida: el infante, el adolescente, el guerrero y el viejo. En la parte baja desfilan los días de la semana, representados por los dioses Apolo el domingo, Diana el lunes, Marte el martes, Mercurio el miércoles, Júpiter el jueves, Venus el viernes y Saturno el sábado. El gallo, que mide un metro de altura, canta tres veces y bate sus alas al paso de los apóstoles. El reloj contiene un calendario perpetuo, calcula las fases de la luna, los eclipses de sol, la salida y metida del sol; sobre una esfera están pintadas las estrellas que se ven cada noche en el cielo de Estrasburgo. Todos los años, de la noche del 31 de diciembre a la mañana del primero de enero, se ajusta automáticamente a la hora exacta. Cuenta los años bisiestos y coloca las fiestas móviles en su respectivo lugar.
    Es obvio que a lo largo de la historia de la humanidad, el hombre ha querido dejar testimonio de su paso. Esa extrema necesidad de transmitir algo, de trascender la materia, de querer trasmutarse en la conciencia de los que vienen, es la que yo siento mientras miro hacia arriba el pico de aguja de la torre de la catedral. Y me siento grande y pequeño al mismo tiempo. Y me dan ganas de morir allí mismo y de vivir eternamente.
    Jean-Yves me invita a almorzar. Esa noche tendremos la última representación del espectáculo que nos ha llevado de gira por Europa y los días se han ido con la urgencia del que quiere que el tiempo se pase volando para regresar a la querencia del terruño.
    Tenemos tiempo todavía de cruzar el puente sobre el Rhin y llegar a una pequeña ciudad alemana llamada Kehl am Rheim. En el puesto fronterizo se nota inmediatamente un cambio. Como vamos la troupe completa, compuesta por latinoamericanos de piel tostada, ojos y cabellos negros y facciones indias, los guardias extreman las medidas migratorias. Siendo el encargado del grupo, me toca convencerlos de que solo se trata de unos miserables tercermundistas guatemaltecos, con el estigma de artistas para más señas, que quieren tener el gusto de pisar la tierra de Goethe, Beethoven y Hitler, antes de morir. Ya en la ribera del lado francés habíamos visto los innumerables monumentos a los miembros de la resistencia, sacrificados en nombre del Tercer Reich, vivo testimonio de que el fascismo —con sus patéticos ejemplos en Chile, Argentina, Nicaragua y la Cuba pre-revolucionaria— sigue siendo el apetecido jugo de los dictadores americanos. Aunque entonces no se había dado la reunificación de Alemania, con la posterior caía del muro de Berlín se rescribía la historia para decir al mundo que Mein Kampf está más vigente que nunca en nuestros días.
    Esa  noche, en el Maillon, Centre Cultural de Strasbourg, estaba por cumplirse la última fecha de A sangre y a fuego, pieza que describe el choque de dos civilizaciones en el momento de la conquista. La administradora del teatro se acercó a mí para mostrarme la fotocopia de una  noticia que había aparecido en todos los periódicos de Europa ese día. Masacre en Santiago Atitlán, decía el titular, y había una descripción de cómo el ejército de mi país había disparado contra la población inerme, matando a muchos indígenas, especialmente a mujeres y niños. En la distancia, a siete mil kilómetros de la masacre, el hecho se magnificaba por la memoria de otros tantos. La vergüenza manchaba mi piel, la hacía abominable a la vista de los demás. La rabia, la impotencia, se ahogaban en el propio mecanismo de autodefensa que funciona, a chorros de adrenalina, para evitar un colapso irreparable. ¿Qué hago yo, pensaba, embarcado en una aventura cultural, mientras en mi país el genocidio continúa? ¿Cuándo va a terminar ese baño de sangre? Durante la última representación de la pieza, cuando mi espada atravesó el corazón del valiente cacique Tecún Umán —en la escena donde dice la leyenda que el salvaje hiere al caballo del conquistador creyendo que hombre y bestia son lo mismo, mientras el quetzal revolotea hasta posarse sobre el cuerpo herido y convulso, manchando el ave de sangre su propio pecho, que por eso y desde entonces es rojo como la grana— tuve finalmente la certeza que a quinientos años de la invasión española nada ha cambiado realmente, que el metal extranjero de las armas sigue diezmando a un pueblo que se resiste a declarar perdido su derecho, el lugar que le corresponde en el contexto de su nacionalidad; un pueblo valiente que sigue en espera del momento en que pueda constituirse dueño y señor de su destino. Como antes.


LA HEMBRA MUERDE la oreja del macho y éste le lame el cuello, el brazo, el pecho. Las dos criaturas están enredadas en un abrazo felino, moviéndose rápidamente de un lado a otro, como en un combate, hincando suavemente los dientes, lamiendo, arañando. En un momento el macho está encima, en el otro la hembra. Llevan así varios minutos y ninguno parece cansarse del juego. El humo del local  molesta los ojos y el le?o chisporrotea cuando la tortillera aviva el fuego. Dos comadres chismorrean distraídamente, una con el ojo puesto en los gatitos que en uno de sus virajes han caído al suelo, y la otra en las manos hábiles de la mujer que pellizca un poco de masa, la convierte en bolita, la aplana golpeándola con ambas palmas hasta convertirla en un disco perfecto que hace un pequeño arco antes de caer sobre el comal.
    —¿Se enteró de lo de don Manuel José, comadrita?, dice una.
    —No, comadrita, ¿qué pasó?, responde la otra.
    —¿Cuánto va a querer, doña Lupita?, es la tortillera.
    —Dos quetzales, por favor.
    —Cuénteme, comadrita, ¿desaparecido?
    —Desde el primer momento preguntaron en hospitales, cárceles, con las amistades, y nada.
    —¿Cómo es posible, Dios Santo?, si el hombre no se metía con nadie.
    —Páseme la servilleta, pues, doña Lupita, es la tortillera.
    —Ay, disculpe, doñita, pero la noticia de la desaparición de don Manuel José me puso muy nerviosa. ¿Usté no sabe nada?
    —Nada, doña Lupita. ¿Y usté cuánto va a querer, doña Rosita?
    —A mí déme lo de siempre, doña Bartola. Gracias.
    —Es todo lo que sé, comadrita. Si averigua algo sobre él, avísele a su señora, que está como loca la pobre de la angustia.
    —Claro que sí, doña Lupita. Buenas tardes.
    —Buenas tardes y buen provecho.
    Doña Lupita sale del oscuro local, Afuera es la una de la tarde y el sol está pegando fuerte. Cruza la calle y pasa estirando el pescuezo frente a la casa del desaparecido, para ver u oír algo, si puede. Nada. No hay gente, se dice, y sigue su camino.
    La casa del desaparecido, como se le ha dado en llamar desde que tres noches atrás no llegara a dormir, está situada en uno de los Arcos de Jardines de la Asunción, en la populosa zona 5 de la capital. Hace casi treinta años, aquí se encontraba el Mayan Golf Club. Barranco de por medio con el fuerte militar Matamoros, reverdecía como una isla desierta rodeada por la Limonada, las Vacas, la Chácara con sus casitas de lámina y cartón arañando las pendientes de los barrancos que, como cinturón telúrico, rodean el valle donde se asienta la ciudad desde que se abandonara la Antigua, a causa de los frecuentes y devastadores terremotos, dos siglos atrás. Manuel José, como la mayoría de los primitivos colonizadores de la Asunción, viví en el barrio de Gerona, al otro lado en la zona 1. Julio Roldán, compañero de escuela y amigo de la niñez, tenía su vivienda en una barriada colindante con el Mayan Golf Club. Una manera de llegar hasta su casa desde el centro, era subir a una destartalada camioneta número 3, dar un rodeo por la doce avenida sur, pasando por el relleno del Estadio Olímpico y entrar por la Palmita —antiguo feudo del dictador Estrada Cabrera—. Otra, menos ortodoxa, era tomar por la 15 calle adentrándose en el barranco, una aventura no exenta de emociones y peligros, porque los habitantes de la Limonada tenían merecida fama de puyar con caña y de robarle a uno los calcetines sin quitarle los zapatos.
    Julio provenía de una familia de obreros. Su padre, de nombre Arturo, mecánico de profesión y tocador de serrucho por afición tenía más hijos de los que podía mantener. Con la aparente rudeza que lo caracterizaba, con sus manos y ropa manchadas de grasa, con algunos tragos entre pecho y espalda siempre, era dueño de una sensibilidad poco común. Fabricaba, diligentemente, réplicas en miniatura de las carabelas de Colón, obras maestras en madera, tela, hilo, que él y sus hijos, Julio entre ellos, salían a vender de puerta en puerta o en los negocios de souvenirs para los turistas, por unos míseros centavos para la comida del día. Y vivir al día, dependiendo de la venta de la Niña, la Pinta y la Santa María, los obligaba a subvaluar su trabajo y a rematar la mercancía, en última instancia, por menos de lo conveniente. Llegaba al extremo esta familia, como muchas otras, de subsistir con hierbas silvestres arrancadas al barranco para hacer sopas e infusiones, y de la caza de algunos pequeños mamíferos que proliferaban en el lugar.
El único pecado del pobre es ser pobre. La única fealdad del pobre está ligada a la falta de justicia social. El agua, la electricidad, la salud, los servicios públicos están diseñados para favorecer a las capas poderosas. El pobre sigue siendo carne de cañón, mano de obra, objeto de explotación, incluyendo la sexual. La lluvia, el polvo, los contaminantes entran por sus frágiles viviendas, están a las puertas de sus casas, minan su salud y su conciencia. Reservados a la servidumbre, a la carga, al asedio, al hambre, venden por un techo, por un pan, por un trago de licor a sus hijas. Una nueva forma de esclavitud que la iglesia, el ejército, el Estado apañan y propician por convenir a sus intereses mezquinos. Ser pobre, en conclusión, es sor todo y nada.
    —Yo entiendo, decía don Arturo, que a ustedes les guste el arte; pero vos, Julio, me colgás en la pared de la sala tu título primero y después te dedicás a lo que se te dé la gana.
    Y, casi sin transición, tomaba su arco de violín y un impecable serrucho que reservaba sólo para eso, y colocándolo sobre uno de sus muslos y bajo del otro, hacía vibrato moviendo las piernas mientras con una mano tomaba el extremo entre pulgar e índice, para producir las ondulaciones en el metal y así sacarle ese sonido rascando con el arco hábilmente. Manuel José disfrutaba en verdad del concierto dominical. Y don Arturo, entre cerveza y cerveza, iba prodigando su música con un virtuosismo cada vez más etílico, pero  no por eso menos armonioso y sensacional.
    Julio, para darle gusto a su viejo, colgó el título de Perito Contador, debidamente enmarcado, en la pared de la sala, al lado de la foto mal iluminada a mano de la boda de sus padres.


MARÍA ME MIRA fijamente a los ojos. Su semblante es claro, tranquilo, sin gota de pasión, sin trazo de lascivia siquiera. Me es fácil perderme en su mirada, por lo que hago un esfuerzo sobrehumano por conservar la mente clara y la conciencia de mi fragilidad frente a esos ojos. Sus dedos tamborean lentamente sobre la pierna, hundiendo a ratos las uñas en su piel. El pecho se mueve acompasadamente al ritmo de una respiración que, por el contrario, parece acrecentar su agitación. Desde donde estoy, es la Maja de Goya, Mona Lisa. Siento que va a desplomarse en cualquier  momento para brindarme la imagen de La muerte de la virgen de Caravaggio. Pero no. Se yergue más y desliza su mano entre los apretados muslos. Empieza a cantar una canción obscena jugueteando con los vellos de su pubis. Hace un  movimiento giratorio con el dedo formando anillos y espirales. En un instante, el dedo desaparece totalmente. Luego otro. Y otro. ¡Y la mano! Parece hurgar en busca de algo. Su expresión no ha cambiado. Las piernas están ahora ligeramente abiertas. Su canto se estaciona en un agudo falsete oscilante que molesta mis oídos y hace explotar el cristal de un vaso de vino sobre la mesa de noche. La mano reaparece, esta vez sujetando un estertóreo pez por las agallas. Lentamente lo pone sobre la cama. El pez abre y cierra la boca en busca del líquido elemento. Para mí que lucha por sobrevivir, a bocanadas. Desesperadamente repta sobre las sábanas en dirección a mi pene. Se lo introduce en esa  bocaza y empieza a tragárselo con avidez. Soy incapaz de moverme, el terror me ha inmovilizado de la cintura para abajo, pero también hay curiosidad y novedad en ese acto. Nunca,  ni siquiera en las fantasías eróticas más descabelladas lo había imaginado con un pez. En los Trópicos, Miller se masturba con una manzana. Durrell, en el Cuarteto, relata lo del pato cuya cabeza es cortada en el preciso momento de la eyaculación. Pero con un pez. Empiezo a reír y eso parece disgustar a María, quien lanza un brutal manotazo, arrancando al pez con violencia. Siento un frío inmenso entre las piernas, un mareo, estoy a punto de perder la conciencia, pero su risa lo llena todo, con ecos que multiplican el carcajeo, con reverberancia que lo hace intolerable, con una saturación total donde no hay lugar para el silencio. Blande el pez, el brazo levantado, en clara señal de victoria, belleza alada de Samotracia. Lo viejo y lo nuevo se funden en ese gesto triunfal de la hembra, en ese grito que no sale de la garganta, ni del pecho, ni siquiera de las entrañas; que llega, no se sabe de dónde, desde los orígenes, desde antes cuando era costilla, semen, polvo, humus, nebulosa, estrella. Trato de proteger los genitales en un supremo esfuerzo por permanecer despierto y mis manos tocan nada. Me desmayo. María me mira fijamente. Lo sé porque conozco su mirada. No me atrevo a  abrir los ojos, a moverme siquiera. Siento su mano sobre la frente. Rozan sus labios mi mejilla. Me dice palabras de cuna. Me arrulla con su acento. Habla de cosas que estaban olvidadas, perdidas en el límite del tiempo. Cuando abro los ojos, me ofrece su pecho para saciar mi sed. Estoy mamando entre la tibieza de sus senos, la leche llega a borbotones, ahogándome. Quiero separarme, tomar aire, pero sus brazos me aprisionan con fuerza, impidiéndolo. Muerdo fuertemente en la desesperación y ya no es leche, sino sangre, lo que se traba en mi garganta. Pierdo de nuevo la conciencia. Cuando despierto, los sé porque he abierto los ojos, todo está completamente oscuro. Concentro mi atención en el sonido y no hay alguno. Ni siquiera el de mi respiración. Pienso en el tiempo que debí pasar desangrándome, pero todo está seco, sin la viscosidad característica del rojo líquido. Intento un movimiento, luego otro. No hay dolor, solamente una opresión entre mis piernas. ¡Una erección!, pienso, siento. Estoy salvado. Todo ha sido producto de mi imaginación. Estoy completo. Pero, ¿qué se hizo María? La necesito ahora para reafirmar que soy un hombre. ¿Dónde estás, mujer? Ni un sonido. Ni siquiera  mi voz, porque reparo en que todo ocurre a nivel de mi mente. No digo. Pienso. Pienso que digo. ¿Dónde estás, castradora, perra, objeto de mi deseo? Mueve el culo lascivamente como siempre. Déjame penetrarte una vez más. Prometo olvidar lo del pez. Lograste aterrorizarme por un instante, pero me gustó. Te juro que me gustó. Nada. No responde a mi urgencia. La cama está tibia y pondré la música que le gusta. Y después la dejaré que duerma sobre mi pecho, apacible, los labios entreabiertos, con un hilillo de saliva entre sus blancos dientes. Después iremos a ver una película. Y a comer esas golosinas que le gustan. Todo será como antes. Y le compraré una inmensa pecera. Y tendremos un perro y un gato como todo el mundo. E iremos los domingos de paseo y a visitar a los parientes. ¿Qué día es hoy? ¿Lunes? Día de Diana Cazadora. ¿Recuerdas su estatua en el Louvre? Esa vez que estábamos tan cansados y nos sentamos en un rincón al pie de la escalinata y te quedaste dormida con la cabeza en mis piernas, y que la gente al pasar, en vista de nuestra inmovilidad, creía que éramos de cera, parte de la decoración del museo o algo así. ¡Cómo reímos entonces! Me dio mucho miedo su risa de hace poco. Y ese gesto desafiante. ¿Por qué me haces eso? De acuerdo, prometí olvidarlo. Aquí no ha pasado nada. Enciende la luz. Acércate. No hay respuesta. Empiezo a creer que me estoy volviendo loco, porque mi mano se estrella con la nada. ¿Puede algo estrellarse contra nada? ¿Cómo es posible si lo siento entre mis piernas, erecto, con su cabeza ciclópea y cuerpo de ofidio? En alguna parte leí que existen los dolores reflejos. Personas a las que se les ha amputado un miembro, siguen teniendo sensaciones mucho tiempo después. ¿Y si esta pesadilla que vivo no fuera un sueño sino la realidad? Mi cabeza está que arde. Tengo pensamientos horribles de eunucos y mutilados, de Pichula Cuellar en Los cachorros y el Ku Klux Klan, de la nota roja en los periódicos y la Santa Inquisición, de venganzas espantosas de cornudos y la agonía del éxtasis religioso. Y de desviados, aberrados sexuales, que se lo han cortado intencionalmente para, según ellos, reparar el error de la naturaleza. Todo eso suena hueco a  mis oídos. No estamos hablando de literatura o de historia, no se trata de un frío cadáver en la losa de disección, ni siquiera del deudo que se está llorando en el velorio; se trata de mí. Cuando digo que pasa lo que está pasando, digo que me está pasando a mí. Estoy marcado, sumido en la vergüenza, condenado de por vida a no tener sexo. Y sin sexo, ¿dónde está mi identidad? Y sin identidad no existo. Extraño sofisma. Ruido. Lo demás es silencio, me digo. Es  mi muerte. De pronto un leve resplandor. Se hace la luz tenue y difusa. Empiezo a reconocer el perfil de las cosas que me rodean. Estoy en la cama. Sí. Y frente a mí una odalisca mora juguetea con los velos que cubren su cuerpo. La parte baja de su cuerpo, más  bien, que no logro distinguir entre los pliegues. El lugar se satura de un fuerte olor marino, escucho las olas y un viento salado golpea mis sienes con fuerza. Ella canta. ¿Por qué el canto está siempre ligado al marinero? Su voz trasciende  los límites de mi inconsciencia. Empieza a quitarse los velos uno a uno, en un striptease desprovisto de sensualidad. La falta de luminosidad molesta mis ojos y trato, en un movimiento copiado al diafragma del lente de una cámara fotográfica, de dilatar la pupila para facilitar el paso de la luz. Ella canta. Una sola nota sostenida. Llana y cristalina. La densidad del sonido me cubre totalmente, creando una nueva piel sobre la vieja. El encantamiento se produce cuando puedo distinguir con cierta claridad sus piernas, lo que debieran ser sus piernas y ahora son una escamosa cola de pez. De golpe comprendo a Odisea. El canto de sirena me arrastra vertiginosamente por regiones abismales. María, que es ella, ahora la reconozco, hace el amor con una criatura mitad pez, mitad hombre. Las piernecillas del hombre, seguidas del descomunal cuerpo del pez, se prenden a la cola de María. Estoy en el vórtice de un ciclón. Giro hundiéndome, ascendiendo, no lo sé. María-sirena y hombre-pez son apenas un borroso punto en la distancia. Todo se hace negro otra vez. Estoy prensado entre cielo y tierra. Debe ser el lugar al que van los suicidas, los ateos, los incompletos.


—LLEGARON DEL MAR, dice con profunda decepción Manuel José. Siempre creí que habían venido de las estrellas.
    —Vos sos el que no termina por bajar de la luna, le responde su amigo Julio, ahora un aventajado alumno en la carrera de Arqueología en la Universidad y propietario del taller de enderezado y pintura de autos donde se desarrolla la conversación, entre los ires y venires propios de ese tipo de negocio. Te lo dije, prosigue, y te lo repito, ¿qué estás haciendo en este país? Nadie es profetas en su tierra. Mirame a mí a la vejez viruelas. Tarde, pero encontré mi camino. No es que diga que no lo has encontrado. Los dos sabemos que sí, pero tu reino no es de este mundo, como dicen las palabras de Aquel que te conté. El lugar te queda estrecho. O no crecés más y te conformás con la mediocridad del medio, o te olvidás de tanta huecada y la metés cuadrada en los Estados Unidos o en Europa. Ya ves, para darme la razón , que el pendejo del Embajador de España está moviendo cielo y tierra para que A sangre y fuego no se vaya de gira al viejo continente, que el Patronato de Bellas Artes no quiere meter las manos porque ya sabemos que a ellos solo les gusta traer espectáculos enlatados para una función en el Teatro Nacional a precios estratosféricos, que el Ministerio de Cultura dice que no tiene pisto y que mejor siempre no. Aprovechate de la ayuda internacional, pero para sacarle el jugo vos mismo. No digo que eso sea lo que debe moverte, pero poné los pies sobre la tierra Manuel José, a nadie le conviene que se haga la obra porque la cultura no es negocio. Estamos en 1989. Dedicate al lavado de dólares, al narcotráfico, a la trata de blancas, conseguite un hueso en el gobierno y estoy seguro que vas a tener el apoyo de los poderosos e influyentes. De lo contrario vas a terminar con un balazo entre los omóplatos, desaparecido, quién sabe cómo.
    —Estás hablando como mi madre. No vine aquí a escuchar un sermón, no jodás, protesta Manuel José. Claro que conozco la realidad, pero el problema al que me refería era del tipo metafísico. Me importa un huevo lo que el Embajador de la Iglesia, el Patronato, el Ministerio digan o hagan. Ellos, con el perdón de su madre —si es que algún día la tuvieron—, van a pasar sin pena ni gloria. Yo, con la venia de la mía que sí la tengo —y con un par de cojones bien rayados como pocos— permaneceré en la memoria del pueblo a través de mi obra. Dejá esa mierda y poneme atención un minuto, hombre, que hay más tiempo que vida para lijar, soldar, martillar y apretar tuercas; permaneceré, decía, porque alguien tiene que dar pelea. El Instituto de Cooperación Iberoamericana nos prometió una ayuda que finalmente fue negada por la recomendación del Embajador. Es claro que la temática de la conquista —porque no vinieron con flores y risas— es lo más inadecuado para la imagen de corderos que están queriendo mostrar en su celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Pero  mi simple respuesta a eso, es que pueden meterse en el culo la ayuda porque, de cualquier manera y quiéranlo o no, estaremos en España presentando la obra cuando nos dé la gana. Con el Patronato, siento pena por ellos. Me acerqué a pedir algo, ofreciendo algo a cambio: la oportunidad de justificar una labor que no desarrollan, dándoles un plato casi cocinado. Está claro, como dijiste, que no les interesas tocarle los huevos al tigre; porque hay que tocárselos si queremos terminar con una cultura complaciente y elitista. Con el Ministerio, el problema es más complejo; ausencia total de políticas culturales, de planificación presupuestaria, de exceso de desmadres, aquelarres, despeputes y desgobierno. La cosa pública pasa a ser propiedad de los titulares y sus achichincles.
    —Vamos por partes, dice Julio, encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro. En primer lugar, no veo lo metafísico por ningún lado. A no ser por la conciencia de la que hablás, que no es otra que la del conocimiento del ser y sus principios primeros. ¿Qué es lo que te molesta realmente? El Embajador de España, el Patronato de Bellas Artes, el Ministerio de Cultura y Deportes, por mencionar ricamente a los que nos hemos referido antes, defienden el status, la cosa nostra. El uno, su postura colonialista e imperialista frente a las eternamente-codiciadas riquezas del nuevo mundo. Con una lengua común, después de medio milenio de zampársela a la fuerza, es ahora más fácil entenderse para los negocios. El otro, el derecho de la alta burguesía, carente de valores propios como siempre —a no ser por el común denominador del pisto y el poder— de saludar con sombrero ajeno. Se autonombras Mecenas de las artes y no son más que depredadores de la cultura. Se reúnen en mesas redondas, entrega de premios, inauguración de exposiciones, presentación de libros, actividades de la “cultura oficial”, así entre comillas, que no atenten con las buenas costumbres, la rancia moral, los preceptos religiosos con las variantes de moda; es decir, la hipocresía del cheek to cheek, del acartonado mundillo de una sociedad decadente, del tête-à-tête con los “pobrecitos artistas muertos de hambre” pero que visten bien sus paredes, sus estantes, sus reuniones; que llenan sus horas de tedio en café-teatros o el Auditorio de la Cámara de Industria.
    Apaga el cigarrillo, triturándolo fuertemente en el piso con el zapato, mira a su alrededor, da un par de órdenes a los obreros, escupe, le mienta la madre a uno de ellos y vuelve a concentrarse en lo que estaba.
    —No te vayás todavía, Manuel José, que ya termino con esta jodedera. Me das cuerda, así que aguantate. En segundo lugar, volviendo a nuestro asunto, solo en la mente calenturienta de Asturias —porque estoy seguro que la arrancaste de El Señor Presidente, cuando el poderoso reta al más valiente de los cadetes de la Escuela Militar para que se meta en la jaula de la fiera— pudo haber cabida a esa fuerte imagen de los contenidos que manejan los dominantes. Es claro que si un vil mortal como nosotros les da pelea, hace tambalear los cimientos de la estructura que los soporta, deberá igualmente la ira del que no conoce otro lenguaje que el de la violencia.
    Se hace un silencio, roto apenas por el sonido de la lija de agua sobre el metal, de la herramienta en la cabeza de la tuerca, del paño con el pulidor de pintura, del silbido de uno de los mecánicos. Manuel José le tiende la mano.
    —Sos, lo que se dice, especialista en subirle el ánimo a uno, vos Julio.
    —El hombre de hoy no vale un centavo.
    —Tenés razón. Tal vez sería distinto si hubieran venido de las estrellas.
    —Pero llegaron del mar, vos lo dijiste.






TRES
LLEGÓ A SUS manos por pura carambola de la vida. Sin número de registro y en malas condiciones. La mira desviada y un ligero juego en el tambor. Las cachas rajadas y óxido en varias partes. Robada, lo más probable. Requisada, es posible. Con la presencia que infunde respeto e invita a la reflexión. Hermosa y letal, fría y solemne. Negociada a un ex jefe de policía sin factura y sin responsabilidades. Trato de conocidos. Sin preguntas ni respuestas. Un arma es para lo que es y cualquier explicación sale sobrando. Al menos que se vea involucrada en un hecho de sangre.
    —Lo importante es que esté limpia, le había dicho.
    Y eso en el argot del bajo mundo significa que no la usaron para matar a un cristiano.
    Los contrasentidos de la vida. Se nos educa con la firme convicción de que las armas no son para jugar y se nos obsequia para navidad un revólver calibre 44 —de plástico, por supuesto— para que nos matemos entre pieles rojas y vaqueros, o con réplicas realistas de sofisticadas y modernas ametralladoras y otros artefactos. Se ha dado mucha publicidad a las guerras —la historia está llena de gestas sangrientas que nos meten en la escuela— y, aunque el quinto mandamiento sea determinante con el no matarás y las leyes de los hombres igualmente lo promulguen, se justifica el asesinato, el genocidio, si es en nombre de la patria, de la libertad, del honor, de la democracia, de Dios.
    Manuel José toma el arma, coloca un tiro en la recámara, apunta cuidadosamente y dispara en dirección al platanar del patio trasero de su casa. La explosión golpea sus oídos y los deja zumbando. La excitación se hace presa de él y recuerda otra ocasión no muy lejana cuando se vio forzado a disparar. Fue durante las representaciones de una obra de Monteforte Toledo en el Teatro de Cámara. Un muchacho entra corriendo al cuarto donde se encuentra una mujer en la penumbra. El hombre se acerca a la ventana y mira si lo están siguiendo. La joven no parece alterarse y se establece una extraña comunicación. Ella no le teme, a pesar de ser un desconocido que irrumpe armado en su apartamento. Hablan de la vida, de las circunstancias, del destino, de lo que podría ser para gente como ellos si las cosas no fueran como son. El descubre que ella es ciega en el preciso momento que se escuchan golpes en la puerta y voces de los que dicen ser autoridad. Él saca el revólver y apunta a la puerta. Hay luces intermitentes y sirenas de patrullas. Él los reta a entrar si se atreven y dispara. Una, dos, tres veces. Hay un grito que no está en el libreto, detrás de la puerta. Manuel José con el humeante revólver en la mano está clavado en el centro de la escena. En la puerta del decorado hay tres agujeros, que tampoco están marcados en el libreto. Cae el telón. Uno de los tramoyistas tiene astillas de madera en un ojo. Técnicos y actores se arremolinan para comprobar la magnitud del accidente. Días antes, el mismo Manuel José, por consejo de un experto, quitó el plomo a las balas y lo sustituyó con cera, dejando la pólvora adentro. De esa manera se prepararon suficientes balas de salva para las representaciones. La cera, solidificada, salió con la fuerza de un proyectil y atravesó la delgada pared de madera de la puerta del decorado. Uno de los tramoyistas que era el encargado de golpear, estuvo a punto de recibir de lleno los impactos en pleno rostro. Durante las últimas funciones se siguió usando las mismas balas, pero se reforzó la puerta. Era todo un espectáculo para Manuel José ver, como en los efectos especiales de las películas gringas, con cada disparo un nuevo agujero.
    Más recientemente, contratado por una compañía farmacéutica para dirigir una obra que debía presentarse en las celebraciones del 25 aniversario de la firma, tuvo otra experiencia con un arma que se dispararía en escena. Los personajes, interpretados por ejecutivos de ventas de la misma compañía, se reúnen para enjuiciar a una vieja que, con el nombre de Frustradora de Talentos, se las ingenia para hacer de los jóvenes, activos visitadores médicos, unos rutinizados vendedores. El juez, un fiscal, un defensor, un testigo, un relator y la propia Vieja Rutina completan el reparto. Al final, cuando la frustradora, contrariamente a lo que se esperaba, es absuelta, el fiscal saca un revólver y dice que hará justicia por propia mano. Se arma una tremenda balacera y termina la obra. El salón del hotel donde se llevó a cabo el debut y despedida, se llenó inmediatamente de gas lacrimógeno y tanto elenco como invitados lloraron un buen rato hasta que, con la ayuda del sistema de ventilación, se pudo clarear el ambiente.
    —En los países desarrollados, con fuerte tradición teatral, dice Manuel José, no es muy probable que ocurre ese tipo de accidentes. Pero aquí, el mismo día del estreno se está clavando, pintando, cosiendo el vestuario y, por supuesto, se consigue prestada el arma que va a utilizarse. Nuestro problema no es falta de planificación. Los presupuestos están en su momento, se sabe lo que se necesita y cuando, pero como el dinero no termina por llegar, hay que lanzarse a la improvisación con desastrosos resultados.
    En la producción de A sangre y a fuego eran necesarias varias armas para el enfrentamiento de españoles e indios. Las espadas y dagas de los conquistadores, las lanzas y macanas de los caciques. Por fortuna escasearon los accidentes, pero Arturo D'Arcy, uno de los actores del campo español recibió un lanzazo entre la frente y el peluquín y tuvo que ser reparado con seis puntos. Dos de los rudos conquistadores, en otra escena y ocasión, tienen un altercado por la posesión de una joven india que cae en su campamento. Cruzan aceros y uno de ellos, Joam Solo el moro, recibe un golpe en el pulgar con la recia hoja del puñal del otro. Un clavo de metal y la abultada cuenta del sanatorio son la secuela. En otra, de muchas más que no recuerdo en este momento, habiéndose reparado provisionalmente la quebrada hoja de la espada con alambre de amarre, ésta salió disparada como dardo, en un brusco movimiento del actor, y pasó a centímetros de la cabeza del meditabundo jefe español capitán Alvarado.
El Smith & Wesson calibre .38 se acopla perfectamente a la mano de Manuel José. Es como una mujer, piensa, sonriendo por la analogía, allí está, perfecta en su esbeltez, frágil y a la vez con esa solidez que te intimida, delicada e inofensiva cuando está vacía. Pero si la cargas, si introduces la bala en su recámara y disparas, puede volarte la cabeza en un pum. Es como una potranca, y a estas alturas ya ríe por la idea, como una yegua. Se establece la misma comunicación que entre jinete y cabalgadura. La mano firme en las riendas, los talones en los ijares. Montar e hincar las espuelas. Se dispara e igualmente puedes romperte el alma en el intento.
    Manuel José entrega el arma a Cochito Mejía, el actor que va a usarla en la  nueva producción teatral En los montes de Ixcán. Empieza apenas la cuenta regresiva en el reloj de los eventos por venir.


COCHITO MEJÍA TIENE la vista perdida en el fondo del vaso vacío. Le zumban los oídos y el acre sabor de la resaca —que empieza a serlo a pesar de la todavía evidente borrachera—, lo hace escupir con asco. A su lado Tatú duerme la mona tendido sobre las hojas de pino regadas en el piso del lugar. A lo lejos se escuchan, entremezclados con las voces de los gallos, ecos de explosiones y disparos. Cochito manotea en el aire para disipar los vapores de la cusha e intenta pararse. Le duele todo, particularmente los pies, y estira las piernas observando la aguda punta de metal de sus botas tejanas, manchadas de lodo y vómito. Todo da vueltas a su alrededor y está lleno de una euforia que poco tiene que ver con el alcohol. ¿Cuánto fue? Recuerda, mientras pasa sobre los cuerpos de indios y ladinos que duermen en el piso de esa cantina de pueblo, que el alcalde les dio una cálida recepción a su llegada, que la marimba del lugar no dejaba de tocar, que hubo comida y guaro hasta para tirar, que luego se fueron para el salón de actos de la escuela y allí, donde no cabía un alfiler más, empezaron la representación a un público que, a fuerza de llorar tanto, había olvidado la risa. Los hombres a un lado. Las mujeres en el otro. Como en algunas iglesias. Para ellos la castilla, la lengua de blancos y mestizos, es casi desconocida. Durante la obra, a pesar de los esfuerzos de Cochito, Tatú y todo el elenco, no lograban arrancarles siquiera una sonrisa. Parecía más bien que los exacerbaban. Comenzó a darles miedo la fría expresión de sus rostros, la presencia de los corvos, pero envalentonados como estaban por los tragos que traían entre pecho y espalda, siguieron adelante con las rutinas. Uno de los hombres se puso de pie. Parecí ser el principal de esas gentes. Dijo algo en lengua, levantando el brazo que sostenía el machete envainado. Otros le siguieron. En un momento los airados gritos de los lugareños opacaron por completo la voz de barítono de Cochito. La rápida intervención del alcalde y otras autoridades que estaban en el lugar, incluyendo al comisionado militar y su esposa, impidió que las cosas pasaran a más. El desalojo se produjo ordenadamente, y las autoridades, para limpiar el buen nombre del pueblo, les pidieron que terminaran la representación para ellos, que por lo menos eran leidos y escribidos.
    —Y dígame, señor alcalde, se animó Cochito, poniendo una mano sobre el hombro del poseedor de la vara edilicia, ¿por qué reaccionó de esa manera la gente?
    —No les haga caso, don Cochito, correspondió a la confianza éste, sobándose la abultada barriga. Lo que pasa es que creen que ustedes vienen de parte del gobierno. ¿Qué van a entender ellos de higiene, planificación familiar, vacunación, analfabetismo? Yo porque me eduqué en Xela primero y después en la capital. Además, la guerra los tiene molestos, porque ya los desalojaron de su aldea. Los combates están fuertes allá arriba, del otro lado del cerro. Si hacemos silencio un momentito vamos a oír el sonido de la metralla y las explosiones. Para mí que el mensaje que ustedes dan para que usen letrinas, se laven los dientes, se prevengan contra el cólera y esas cosas, es bueno pero no se pueden cambiar en un ratito las costumbres de siglos.
    Sí, piensa Cochito, siglos. Era una cultura fuerte, grandiosa. Nuestras pirámides llegaban hasta el cielo. Poseíamos la ciencia, el culto, la tierra heredada de nuestros abuelos. El espíritu de la montaña, del dios del trueno y los terremotos, de nuestros antepasados, velaban en los cuatro puntos cardinales.
    —Nos consideran sirvientes de los invasores, proseguía el alcalde, sus emisarios. Lo que viene de fuera siempre les ha ocasionado problemas. Yo, como usted ve, tuve que aprender el español, sacar una carrera, meterme en la cabeza y el corazón del blanco. Para entenderlo. Para que eso, de alguna manera, pudiera servir a mi pueblo.
    Mentira, piensa Cochito. Para meterte en la cartera del blanco, en la tibieza de sus blancas sábanas, en el tiro al blanco de sus pasiones. Para regresar a tu pueblo con el poder blanco enfundado en tu piel cobriza. Piel de oveja para los insaciables lobos.
    —No es mi caso, es el comisionado militar. La disciplina es necesaria, el orden, el cumplimiento de la ley, la vigilancia de la paz. Me tocó estar en el oriente bajo las órdenes del coronel Arana —más tarde general y Presidente Constitucional de la República— y comprobé que ricamente el ejército es capaz de garantizar la seguridad ciudadana. La esposa asiente con excesiva firmeza y el comisionado, con el apoyo de su cónyuge, se acerca confidente a Cochito. Esto que pasa ahora al otro lado del cerro son fuegos artificiales comparados a aquella campaña de finales de los setentas en Zacapa. No olvidar que todavía teníamos a Vietnam y eso de los derechos humanos  a nadie le importaba realmente. Lo que pasa, con el perdón de las señoras, es que nadie tiene ahora los huevos para acabar con las huecadas esas de la dignificación indígena, de los refugiados, de la repartición de tierra, de los quinientos años de resistencia. Hay que repartir verga parejo, sin distingos de tamaño y sexo. Hay que cortar cabezas, incendiarlo todo, para que de las cenizas surjan la paz y el progreso.
    —Usté va a terminar de diputado, mi querido comisionado militar, le dice el alcalde.
    —A donde me reclame la patria, allí estaré como un soldado en cumplimiento del deber, mi querido señor alcalde, que a usté no le faltan méritos tampoco.
    Ni ganas, piensa Cochito. Los dos hombres se han enfrascado ahora en una conversación que degenera en alabanzas del uno para el otro. Cochito empieza a aburrirse, bosteza largamente, golpea el piso de tierra apelmazada con el tacó de su bota. Mira en derredor, tratando de localizar a Tatú, a Chinche, cualquier otra cara conocida, pero lo único que encuentra son los inquisidores ojos de la esposa del comisionado militar que se desvían desaprobatoriamente hacia un Abi que vomita con desenfado en el centro de la estancia. Cochito sonríe al recordar otra imagen parecida en Valreas, en Provence, un par de años atrás. Abi estaba entonces, sin el penacho de plumas del cacique, pero con  su hermoso físico quiché que lo caracteriza, echando las tripas detrás de una máquina de video musical en ese bar del sur de Francia. La troupe se divertía en esa moderna versión de la rockola de los años cincuentas, en la cual se introduce una moneda, se selecciona la canción y aparece en la pantalla una monumental modelo haciendo el más provocativo acto de desnudismo. La Cony, la Paty, la Renata, la Mayra y la Janet, únicas mujeres del elenco, con su mentalidad sexo-represiva, no sabían si reír o hacerse las disimuladas, pero un par de parroquianos franceses, contagiados por las ardientes expresiones de los macho-latinos, terminaron por provocar la hilaridad general. Abi, mientras tanto, se había apoderado del único servicio sanitario del lugar. Cuando alguien quería entrar, se detuve ante la imagen imponente del cacique Tecún Umán sentado en el trono, semi desnudo y profundamente dormido.
    Cochito fue al rescate y lo tomó del brazo sacándolo ante las aprobatorias miradas de la esposa del comisionado militar y la esposa del alcalde. El frío viento de la madrugada les golpeó en el rostro. Ambos estaban casi nariz con nariz, como si fuera la primera vez que sus ojos se encontraran.
    —Vos, Cochito, sé lo que estás pensando.
    —Vos no sabés ni mierda, Abi.
    —Que no deberíamos estar aquí.
    —¿Y dónde si no?
    —Del otro lado del cerro
    —¿Y vos te creés Tecún Umán o qué jodidos?
    —En serio, Cochito.
    —Estás bolo.
    —Bolo, pero no imbécil.
    —¿Qué querés? ¿Qué te quiebren el culo?
    —¿Te acordás de Valreas?
    —¿De la amarrada de sope?
    —No. Me refiero al afiche. ¿Te acordás?
    —Shó afiche. ¿Y?
    —¿Te dice algo?
    —¿Qué me va a decir?
    —Algo.
    —¡Puta! Con repetir como loro no vamos a ningún lado.
    —Por lo menos, nos acercamos al punto donde quiero llegar.
    —¿Y a dónde querés llegar?
    —Al afiche.
    —De acuerdo. Con tu imagen reproducida en toda la ciudad.
    —No mía. De Tecún.
    —Tuya, en el papel de Tecún.
    —¡Shó! Escuchame. Hay dos sentimientos que de tan topados se dan verga. Uno, ver tu maldita realidad, el irrespeto de la gente frente a tu trabajo como artista. Digo aquí en nuestro país.
    —Estás inventando el agua azucarada, vos, cerote.
    —No me interrumpás, Cochito. Entonces te preguntás si vale la pena tanta mierda.
    —Respondete vos mismo. Y co-mé-te-la.
    —El otro sentimiento es más cabrón. Lo tuve allá y lo tengo aquí, ahora. ¡Qué de a huevo! Nosotros haciendo teatro, mientras que del otro lado del cerro pasa lo que pasa.
    —Vos no podés remediarlo, ¿o sí, Abi? El que nació para macetero no pasa del corredor.
    —Sé que es bueno, un grano de arena en la lucha; pero ni siquiera ganamos lo suficiente para dedicarnos de lleno al arte.
    —¿Quién tiene la culpa?
    —Vos. Yo. Todos tenemos la culpa, Cochito.
    —Salite del afiche, pues, y a echar verga.



A FUERZA DE llorar tanto. Vaya título para un bolero, pienso, mientras espero que el semáforo cambie luz. María tiene los ojos entrecerrados y escucha la tonadita y letra que, a fuerza de tanto oír, se nos pega como chicle.
    Casi no te conozco, Manuel José, y en unos minutos te creerás dueño de mi cuerpo y de mis ganas. Después querrás apoderarte de mi mente también.
    A fuerza de llorar tanto,
    he olvidado la risa.
    He olvidado mi nombre,
    pero me sé de memoria
    cada curva de tu cuerpo.
    Cada curva de tu cuerpo. Alguien toca la bocina atrás. No me di cuenta que hay luz verde. Trato de concentrarme en el camino. Por aquí han cambiado el sentido de las calles últimamente y no quiero que todo se vaya al traste por un descuido.
    Soy un objeto de tu deseo. Una vez saciado, volverás la cabeza a la pared y fingirás dormir para que no te pregunte. Tal vez sea mejor así.
    A fuerza de amarte tanto
    ya no sé si es día o noche.
    Para mí siempre es de día,
    para mí siempre es de noche,
    porque los veo en tus ojos.
    Luego un estribillo. Y se repite una estrofa. Después la otra. ¡Cuidado! Un perro se cruza en el camino. Trato de no pensar en la canción, pero el requinto, las maracas, la melosa primera voz me arrastran. Termino por abandonarme y dejar que me lleve a donde quiera.
    A fuerza de llorar tanto. ¿A quién se le ocurrió un título así? Manuel José está nervioso. Debería apagar el radio. Casi atropella a la viejita.
    —¿Estás bien?
    —¿Mmmmm? Sí, María. ¿Decías algo?
    —No. Escucho la canción. Y pienso.
    ¿En qué piensa una mujer como ella? Posee muna coquetería natural, nada rebuscada, diría yo. Su preocupación no está, evidentemente, en las joyas o el maquillaje. Su cabello, sin fleco —¿por qué me disgustará tanto? Prefiero una frente amplia—, cae libre sobre los hombros. Su vestido, sus zapatos tienen gusto y sobriedad. Los lentes imprimen en ella un aire intelectual genuino. Está al corriente de las novedades literarias y de los clásicos, del teatro y el cine y los conciertos. No es una devoradora de hombres aunque, por la forma en que cruza las piernas, en que se mueve, denota una liberalidad deliciosa.
    Debe estar pensando que soy una puta, como todas las mujeres que ha conocido. Su mente puesta en mi vagina, en mis pechos, en mi trasero. Lo he visto desnudarme con la mirada, pero también cierta delicadeza femenina en sus gestos me hace dudar si no se trata de un pervertido. No tengo nada en contra de los desviados, siempre que no sean de los que hacen daño físico. Nunca se sabe hasta que ocurre. Y puede ser demasiado tarde.
    —Es la tercera vez que pasas por el mismo lugar.
    —¿Sí? No me di cuenta.
    Además, es muy segura de sí misma esta mujer. Oía un periodista decir durante una entrevista en televisión que se generó en Miami que,  como mujer latina, es liberada del cuello para arriba. Que para ella es más importante lo que está ubicado entre sus orejas y no lo que tiene entre las piernas. Hablando de mitades, uno de los entrevistados, un cantante de pequeña estatura muy famoso llamado Manzanero, dijo que él, nacido bajo el signo de Sagitario, tenía una de hombre y una de caballo. Cuando le preguntaron cuál mitad era qué, respondió que la de abajo era de animal y todos celebraron el doble sentido.
    —¿De qué te ríes?
    —¿Eres liberada?
    —A fuerza de llorar tanto, seguramente.
    —Creo que hice una pregunta estúpida.
    ¿En qué piensa realmente este hombre? Sé quien es porque he visto su trabajo. Tiene la sensibilidad necesaria para crear una obra de arte. Pero yo no soy ni lienzo ni barro ni página en blanco.
    —No. Puedes preguntar, si quieres.
    —Es injusto. Responderé primero a la tuya. Me reí de una especie de debate que se formó sobre el tema de la liberación femenina.
    —¿Estás interesado en saber si me voy fácilmente a la cama con cualquiera?
    No me interesa. De verdad, María. Total, todo es wash & wear en estos tiempos. Cada quien puede hacer de su culo un candelero, como decía mi abuela.
    —¿Lo haces?
    Desde los catorce años. Fui violada por el hermano de mi padre. Mi padre pagó el aborto  y me mandó a El Salvador con unas monjas. Hasta los dieciséis años estuve alejada de todo mal y tentación, pero una hermana religiosa de nombre Paula me hizo su amante. Con ella aprendí a llamar a las cosas por su nombre. Volví a los dieciocho años. Me atraía el mundo exterior. Desde entonces no me he detenido en ningún lugar.
    —Todo el tiempo.
    —¿Quieres hablar de eso?
    Hablar. Hablar. Hablar. Hace media hora que estoy dando vueltas como un trompo en el mismo lugar. ¿Por qué me intimida esta mujer? No hay mucho que decir, supongo. No ahora, cuando la música del bolero nos envuelve todavía y hay tanto que se puede dejar a la imaginación.
    —¿O prefieres que entremos?
    —Entremos, Manuel José. Esta tarde me siento de catorce años otra vez. ¿Quieres que te diga un secreto? Vas a matarte de la risa, pero te pareces cantidades a mi tío.



COMO LO PROMETIDO es deuda, estamos después del corte comercial para seguir este interesante coloquio El estado vrs. la cultura. Luzita y yo hemos tenido un ménage anteriormente. Con la llegada de nuestro querido Mario Alberto se convierte en a trois.
    MAC Gracias por la oportunidad, Manuel José. Tu sabés que cuando se trata de poner el dedo sobre la llaga, Luz y yo no escatimamos esfuerzo.
    LMDELAV Sobre todo si se trata de defender causas nobles o de enmendar entuertos, nuestras columnas salomónicas en los diarios están prestas. Déjame mencionar los Premios Opus para las artes, con el afán de clarificar el punto. Yo le dije a Mario Alberto, Mario Alberto, no te lo van a dar —y es que estaba nominado por su obra de teatro magistralmente adaptada por Hugo Carrillo— Y le dije, aquí hay que hacer algo, el que pega primero pega mejor. Mario Alberto me agarró la onda y preparó unos artículos estupendos, enfocando el tema de los premios desde diferentes ángulos. El primero, sobre la incapacidad de los jurados. Es decir, la pobreza intelectual y espiritual de esas gentes para calificar una obra de arte. El segundo, sobre los antecedentes del premio, con pruebas que demostraban fehacientemente que la mayoría de adjudicaciones han sido equivocadas. El tercero, sobre —y aquí la cosa se ponía pesada— las escasa y pobres repercusiones del Opus a nivel profesional y técnico. Era un soberbio ensayo sobre el tema y le pedí que lo guardara para mejor ocasión. El último, el número cuatro, su posición de literato frente a la dudosa labor de esas gentes, no solo en relación al premio sino al escaso impacto que puede tener la labor del patronato en el contexto del movimiento cultural y artístico del país. Como en este pueblón todo se sabe, llegó rápidamente el chisme a Miguel Flores. Miguel se comunicó con Mario Alberto y se encerraron en el estudio del segundo. No se me pregunte lo que hablaron, lo cierto es que el merecido premio se lo dieron y él, en reciprocidad, le obsequió a Miguel los artículos y publicó otros nuevos a la medida de las circunstancias.
    MJ Yo también he sostenido algunas pláticas privadas con Miguel, pero es evidente que por carecer de columna propia —aunque la vertebral está en su sitio y en buenas condiciones, según creo—, no tuve artículos para intercambio.
    MAC Tú lo has dicho. El cuarto poder. Ha hecho caer imperios. Nixon y su Watergate, Somoza, Collor en Brasil y así innumerables ejemplos. En la actualidad no es posible que el escritor, como es mi caso, se encierre en su estudio a teclear como loco, a esperar que editen su libro, que lo compren y se tomen la molestia de leerlo. La literatura del presente se está escribiendo en las páginas de los diarios. Tu columna de cada día es un capítulo más de esa obra maestra que, cuando Editorial Piedra Santa repita el acertado experimento —que ojalá no sea después de mi muerte—, quedará en forma de libro para la posteridad.
    MJ Diario de un escribiente, dos volúmenes. Valga la publicidad para Irene Piedra Santa.
    LMDELAV Yo se lo dije a Irene Le dije Irene, está bien que tu editorial publique a Asturias, Cardoza, Monteforte y otros, pero no olvides que tu colección de literatura clásica contemporánea no estará completa si no agregas algunos nombres de selectos escritores. Y aquí se los di. Por razones obvias no puedo repetirlos, pero ustedes ya sabrá de quienes se trata, por supuesto.
    MJ Por supuesto, Luzita. Vaya estampada mi firma en el pliego de peticiones.
    MAC La mía se las debo, porque no se puede ser juez y parte (RÍE)
    MJ (RÍE TAMBIÉN) Pero volviendo al tema que nos trajo aquí, ¿qué piensas, Mario Alberto, del enfrentamiento que en la actualidad se está dando entre el Estado y la cultura?
    MAC Para empezar, creo que el Estado, como ente director de las políticas, planificación y ejecución culturales, no tiene la capacidad física y moral para dar la cara al reto que representa la preservación de los valores de nacionalidad, por un lado, y de universalidad por el otro. No se puede pedir peras al olmo, y con esa premisa los que estamos en la lucha permanente casi no tenemos argumentos para vencer al demonio de la incultura. Pero si no se puede pedir peras al olmo, hay que pedírselas al peral. Y para poder pedírselas al peral, el peral debe, como el dinosaurio de Tito Monterroso, estar ahí antes. La fórmula es simple. ¿Quién va a preservar la cultura? El educado. ¿Quién va a dirigir las políticas? Es estudiado. ¿Quién va a planificar y a ejecutar? El talentoso. Pitágoras me daría la razón. Kant y Hesse besarían mi frente. Las Musas del Olimpo ceñirían la corona de laurel en mis sienes. Dante volvería de los infiernos para darme la mano y decirme estoy contigo, como también estoy con Papini y García Márquez y Carrillo —quien, dicho sea de paso, está siguiendo los buenos ejemplos y ya tiene su columnita—. El enfrentamiento que en la actualidad se está dando entre el Estado y la cultura, nos llevará irremediablemente al caos si no tomamos cartas en el asunto y le ponemos remedio. Quiero, como un nuevo Arquímedes, pedir un punto de apoyo para mi palanca. Tengo los músculos. Tengo el cerebro.
    MJ Me perdían poco al final de tu discurso. ¿Quieres decir que conoces la solución al problema planteado?
    MAC Aunque aquila non capit muscas, estaría dispuesto a dejar mi sacrosanto santuario de creación y de docencia para enfrentar a los lobos y hienas de la administración pública. Yo y mis amigos, los que pensamos igual, estamos dispuestos a sobarnos las pepitas, a robarle tiempo al reposo, a no dar tregua ni medida, para sacar adelante el proyecto cultural.
    MJ Dijiste para empezar, cuando comenzamos. Sabes lo terrible que es el tiempo en estos medios de comunicación. ¿Qué dirías para terminar?
    MAC Tora-tora.




CUATRO
LOS COMPRE EN la Lagunilla, dijo Carlos Mencos quitándose los lentes con un movimiento pausado y cuidadoso, mostrándoselos a Manuel José. Como ves, los cristales no está sujetos por medio del tradicional aro, sino que el puente de la nariz y las flexibles patas, finamente labrados en plata, se encuentran atornillados directamente a los lentes. Son de principios de siglo. Me enamoré de ellos a primera vista. Y los colocó dentro de su sólido estuche metálico original, cerrando la tapa abisagrada con una ligera presión de los dedos índice y pulgar.
    Haciendo un amplio arco con el brazo, tomó su pipa favorita, la rellenó de tabaco y la encendió produciendo involuntariamente cantidad de volutas que se ensartaban unas dentro de las otras y que terminaron por llenar de humo aromático el estudio de su apartamento de la cuarta avenida, a pocos pasos de la Biblioteca Nacional. De detrás de unos libros sacó una botella de vino, y empezó a descorcharla.
    —Es Bordeaux Rouge, dijo chasqueando la lengua. Los dioses sabían lo que estaban diciendo cuando inventaron el vino. La del buen tabaco, sin embargo, quedó reservada a los mortales.
    Lo puso en la mesita, frente a Manuel José, junto con dos vasos. Después se dirigió resueltamente a su escritorio. La máquina de escribir emitió un quejido cuando Carlos arrancó la hoja de papel de un tirón.
    —Cuando escribís un poema, le dijo a Manuel José, entregándole la hoja y sirviendo el vino, es como cuando hacés música. Te colocás en el podio del director y tu poema es la media luna de los músicos y sus instrumentos. Puede ser un estudio, una sonata, un concierto, una sinfonía coral. Puede ser otra cosa, pero la música debe estar allí, con sus silencios, inundándolo todo.
    Levantó su vaso en un brindis.
    —Por los poetas, dijo Manuel José.
    —Por ellos. El verso es la forma más perfecta de intentar literatura. Verlaine, Goethe, Frost lo sabían cuando escribieron sus obras. Es el rey indiscutible de la expresión humana. Ser poeta es una gracia divina exigida por muchos, pero concedida a muy pocos. Es, en suma, la consagración de la palabra y el verbo.
    Quedó en silencio, pensativo. Manuel José se arrellanó en el sillón. Le gustaba ese lugar en el cuarto y último piso del viejo edificio, con su amplio ventanal que daba a un patio hábilmente transformado en jardín por Annabelle, la esposa.
    Al nomás entrar se sentía la presencia de ella. Las paredes rebosantes con sus multicolores cuadros. El arreglo floral, los objetos sobre la mesa de centro a la par de libros de pintura y catálogos de arte, los cojines y alfombras y cortinas con sus detalles de encaje y bordados. Cadenas, faroles, llaves, candados, objetos diversos en las esquinas y sobre los muebles y en los rincones y pendiendo del cielo raso.
    La recia personalidad de Carlos quedaba manifiesta con la panoplia erizada de espadas, sables, dagas y otras armas blancas, algunas de ellas de utilería, usadas en las múltiples producciones que hicieron historia en el Teatro de Arte Universitario del que era director. Con su colección de pipas, recolectadas en diferentes partes del mundo durante sus viajes. Y con sus libreros saturados de ediciones antiguas y modernas.
    —Cuando escribí un poema, le dijo a Manuel José, sentándose de nuevo en su silla, frente a él, para que no se perdiera una de sus palabras, es como cuando hacés el amor. Y para hacer el amor debés estar en armonía con cielo y tierra, con fuego y agua, con vida y muerte. Debés despojarte de ropajes y ataduras, de dudas y temores, de culpas y remordimientos. Puede ser con ternura, con delicadeza, con arrebato, con furia, con loco frenesí. Puede ser como querrás que sea, pero si no se da el acoplamiento, la conjunción, el eclipse, dejará de ser el acto más perfecto de la creación y todo se perderá en el intento.
    Sus palabras fluían suavemente, entremezclándose con los vapores del vino y el humo de la pipa.
    —Y, finalmente, es como cuando no hacés nada. La negación del no. La dialéctica de la pasividad, de la contemplación, del sueño, del despertar. Cuando hacés nada, todo te es dado en correspondencia. Sos uno con el dios del universo.
    Manuel José, con el eco de las últimas palabras atravesado en los oídos, bajó la vista. En la blanca hoja de papel que tenía en las manos, Carlos solo había escrito parece ser.


GUATEMALA: EDITORES DE Miguel Ángel Asturias rechazan su obra. GUATEMALA/EFE. El Premio Nobel de Literatura fue rechazado por sus propios editores, tras un experimento llevado a cabo por el suplemento cultural del periódico Siglo XXI. Firmado con un nombre imaginario, un miembro no identificado de la redacción del diario envió entre el 11 de junio y el 18 de agosto pasados, un libro “nuevo” a tres editores que han publicado la obra de Asturias. El manuscrito dedicado a “Asturias que nunca lo supo”, era en realidad una de las obras del escritor, con un título diferente, En los montes de Ixcán, y con unos personajes a los que simplemente se había cambiado el nombre. El libro estaba firmado por un perfecto desconocido del mundo literario. Las tres editoriales, del Ejército, de la Universidad y Cultural rechazaron cortésmente la demanda de publicación con cartas redactadas en los términos habituales. Las cartas afirmaban que en una época de crisis, la dirección solo podía aceptar textos de “una gran calidad”. En uno de los casos, la editorial llegaba incluso a reclamar el dinero que cuesta la devolución del texto a su autor. De esta forma, fue rechazado”un libro que anteriormente fuera publicado, que está en venta y que figura en las colecciones más prestigiosas”, al lado de Proust, Borges y Kafka, afirma el autor del experimento que subraya no haber intentado, con ello, cuestionar la obra de Miguel Ángel Asturias. “El relato de la superchería que publicamos afecta al escritor, pero también podríamos haber elegido otra víctima”, apunta el diario que reproduce toda la correspondencia.
M. Flores, detrás de su escritorio de fina madera labrada, sobre su mullido sillón ejecutivo de piel color miel, al lado del ventilador de tres velocidades funcionando en la máxima, frente a un rimero de papeles, deja el periódico y toma el teléfono. Marca un número de seis cifras y espera. Del otro lado alguien contesta.
    —Están tratando de echarnos mierda encima, bufa sudoroso. Acabo de leer el periódico.
    Escucha cuidadosamente y toma notas en un block de papel. Asiente con la cabeza. Se rasca la calva con el borrador del lápiz. Seca el sudor de su frente con el dorso de la mano.
    —De acuerdo, de acuerdo. Carraspea y corta. Hace una nueva llamada. Y otra. Y otra más. Todas muy breves y en los mismos términos. Cuelga y mira a su alrededor con inquietud, sudando copiosamente.
    M. Flores sabe quién puede ser el autor del “experimento” diseñado para hacerlos quedar en ridículo a él y a los miembros de los consejos editoriales involucrados. En los últimos tiempos ha habido demasiadas críticas a la política de publicaciones. Se dice que es pequeño grupo de gente que controla títulos y autores ejerce, más que una labor de selección en base a calidad y cualidades, el papel de simples censores oficiales. No es fácil complacer a todo el  mundo desde la posición de encargado cultural de un banco, de un patronato, de una asociación. Tiembla de rabia e impotencia. ¡Hacerle eso a él que ha dedicado tiempo, energía, ganas a la difícil labor de promocionar y difundir la actividad cultural del país! ¿Cómo se pudieron dejar atrapar de esa forma? ¿Estará involucrado el director de la sección cultural del periódico? Lo más seguro es que sí. Nunca le he tenido confianza a ese hombre, y aunque chucho no come chucho, tal vez hasta ande detrás de alguno de sus huesos. Le duele la cabeza, le palpita, parece crecerle, inflarse como un globo. La sujeta con ambas manos en un movimiento instintivo para evitar que explote. Suena el timbre del teléfono.
    —M. Flores, es la voz del otro lado, ¿te enteraste del artículo?
    —Sí, vos. Nos agarraron de babosos.
    —No te preocupés, hombre, se trata de una obra poco conocida de Asturias. ¿Cómo íbamos a saber?
    —Decímelo a mí. Lo entiendo, responde M. Flores; pero, como consejo editorial, somos responsables. Hemos quedado como toda nuestra cara.
    —Tranquilo. Si esto hubiera pasado en los Estados Unidos o en Parí, estaríamos más que liquidados. Pero aquí a quién le importa. Se hablará un poco, servirá para el chismorreo en inauguraciones y cafés, se harán chistes a nuestras costillas por un tiempo, pero todo seguirá igual que antes. Son las ventajas del subdesarrollo.
    —No te riás, cabrón. Me van a echar del banco.
    —No te van a echar. Te van a condecorar, puedo garantizarlo. Tu chamba en la Editorial Militar está asegurada. Ellos serán los primeros en agradecerte que Asturias, Cardoza, Monteforte y muchos otros no se publiquen en Guatemala. En cuanto a la Universitaria y la Cultural, también bailan al son que les toque el Estado Mayor del Ejército. Poné los pies sobre la tierra, hombre, y decime si tengo razón. Vos hacé tu trabajo, que para eso te pagan. Seguile el rumbo a la gente, como hasta ahora. No te metás en honduras con proyectos que a nadie le importan. Vos, yo y todos los demás pertenecemos a la cultura oficial, a la cultura culta, a la única que permite el equilibrio entre el poder establecido, al que sabemos le importa un rábano si hay desarrollo cultural o no, y el artista, al que se puede controlar fácilmente si tiene la barriga llena y el corazón contento. Agarrá la onda, M. Florecitas y tranquilo. Te propongo algo para que nos quitemos el mal sabor de la boca. Vámonos de parranda esta noche. Llegaron unos amigos de México y se mueren de las ganas de conocer el “Pandora's Box”. ¿Qué decís?
    Dice que sí. ¿Por qué no? También tiene su corazoncito y un poco de diversión no le hace mal a nadie. Cuelga el auricular, desparramándose sobre el sillón ejecutivo de piel color miel. Una mosca, a pesar de la fuerte corriente de aire creada por el ventilador, se las arregla para permanecer en curso e insiste tenazmente en pararse sobre su nariz. Manotea para apartarla. Seca el sudor de su cuello y frente. ¡Puta, qué calor!, piensa. Este maldito banco debiera tener aire acondicionado. Anota en su agenda para no olvidarse. Afuera es octubre y se supone que en octubre ya no debe hacer tanto calor. Mira por el ventanal su paisaje cotidiano, el fuerte contraste de una ciudad que crece desordenadamente cada día, erizándose de feos edificios, acabando con los pocos lunares verdes que aún subsisten entre las masas de concreto, hierro y vidrio; con la siemprechata concepción de las antañonas casas pueblerinas de adobe y teja —ahora muchas con techos de lámina galvanizada— que sobreviven como por milagro frente al bien ponderado progreso y el fiero empuje de constantes terremotos, llenas de inmigrantes indios del Quiché y otras zonas en conflicto; con las covachas de cartón, increíbles fabelas, donde se hacinan los absolutamente desposeídos de la tierra. Todo anárquicamente mezclado. Opulencia acuñada en la miseria, sin otra pared de por medio que el alambre de púas y los perros comehombres, sin otras fronteras que las vías del tren —vehículo actualmente en proceso de extinción— y los barrancos, convertidos en botaderos de ripio y basura ante la indiferente mirada de las autoridades del gobierno central y municipal, recién electas por el pueblo.
    M. Flores desvía la cansada vista y la detiene en un cuadro que engalana la pared que enfrenta a la puerta. No sabe por qué le chocó desde la primera vez esa pintura. Firmada por Elmar Rojas, de su serie Espantapájaros, le parece horrible, algo que hasta un niño podría hacer mejor. Una vez, sin que nadie lo observara y no sin asegurarse que la puerta estuviera cerrada con doble llave, quiso descolgarlo para darle vuelta. Como era muy pesado, desistió en el intento y prefirió ponerse a ras del suelo, para un lado y para el otro, tratando de darle diferente orientación. Nada. Se quiso parar totalmente de cabeza —recordaba unos ejercicios yoga que había practicado alguna vez—, pero un fuerte dolor en la nuca y la consecuente tortícolis le hicieron desistir y aborrecer más la tela. Unos golpes en la puerta lo estremecen. Olvidó tomar su pastilla para los nervios. Se abre. Es el Sr. Towsend.
    Solo eso me faltaba, piensa M. Flores. Meses atrás, cuando trabajaba para la Agencia Norteamericana, lo había conocido. Llegó de pronto y casi sin anunciarse, como era su costumbre.
    —Mucho gusto, don M. Iré directamente al grano, le dijo sin preámbulo en esa ocasión el Sr. Towsend. Mi banco patrocina una Fundación. Nos interesa la pintura. Por la plusvalía. Un cheque al portador. Algo que puede negociarse en tiempos de crisis. Sé que su fuerte no es la plástica. Promocionaremos actividades culturales diversas. También sé que su actual trabajo en la Agencia de los Estados Unidos es bueno. Tampoco ignoro que su brillante carrera la empezó desde abajo, como tiene que ser. Subir es importante. Escalar posiciones es el premio al talento y al esfuerzo. De eso quiero hablarle.
    M. Flores escuchó durante los siguientes minutos con atención. Más que interesarle realmente, sentía curiosidad. Estaba cansado de tanta vieja nov, tanto aburrido hombre de negocios. Gente acostumbrada al rigor de las transacciones comerciales viviendo en exclusivas y apartadas zonas residenciales, rodeada de un lujo insultante; bañada en pisto, sí, pero sin la menor pizca de sensibilidad social.
    —Don Florecitas —cómo le disgustaba ese diminutivo—, veo que tiene el periódico sobre su escritorio y —cómo le molestaba la forma en que é se movía en “su” oficina—, en la página justa —cómo le repateaba que él se sentara en “su” sillón ejecutivo de piel color miel y husmeara entre sus papeles, revolviéndolo todo con el dedo índice—. Este tipo de publicidad nos es inconveniente —no abriría la boca hasta dejarlo que descargara la andanada de palabras que lo trajo—, particularmente ahora que estamos postulados para el Premio Opus para las Artes.
    —Si me permite, don Enrique —odiaba no poder decirle mirá Kike, dejate de babosadas, la cosa no es para tanto, olvidémonos del asunto—, para empezar nos acogeremos al derecho de respuesta en el diario —pero antes, como escarmiento, usá tus influencias para que manden a la chingada a ese redactor—. Los demandaremos, si es necesario —para qué estar tocándolo todo y poneme atención cuando te hablo—. Hay maledicencia, calumnia e inexactitud en la nota —apartá tu sucio culo de mi sillón y, de paso, llevate ese asqueroso cuadro de aquí—. Lo que sí puedo asegurarle, es que no volverá a ocurrir, Sr. Towsend —y la próxima vez si no tenés ni mierda qué hacer, andá a hacerlo a otra parte—. ¿Se le ofrece alguna otra cosa, Sr. Towsend?
    Ya a solas, parado en el centro de la estancia, con los nudillos blancos de tan apretados los puños, sudando y colorado como un camarón, llama a su secretaria.
    —Tráigame un vaso de agua, deme dos minutos para tomarme mis pastillas y comuníqueme con el jefe de la sección cultural de Siglo XXI.



LA CASA DEL desaparecido, como dije que suelen llamarla desde que, hace una semana, Manuel José se ausentara sin aviso y sin motivo aparente, se encuentra llena de gente que sale y entra, reporteros en el jardín y la puerta de la verja, autos con vidrios polarizados y sus pistoludos tripulantes en las inmediaciones, vecinos y curiosos. Los rumores que corrieron insistentemente, estaban relacionados con un testigo que dijo haber visto el posible secuestro en una de las esquinas de la zona 5, que él estaba comprando cigarros con un chiclero y que Manuel José —sabe de él porque lo conoce desde hace tiempo— esperaba la camioneta. Un carro blanco paró violentamente. Se bajaron tres o cuatro individuos bien armados. Lo obligaron a meterse a la fuerza. Se perdieron con dirección sur. Eso se supo después. Mientras tanto, familiares y amigos preguntaron en cárceles y hospitales, se interpuso un habeas corpus, se pidió la intervención del Procurador de los Derechos Humanos, del Arzobispo Metropolitano, del Comisionado de las Naciones Unidas, de la Embajada gringa. Se decía que el carro blanco usado en el probable plagio tenía placa confidencial de cuatro cifras que corresponde a la serie asignada a inteligencia militar, pero las fuerzas armadas negaron categóricamente tal posibilidad. La única evidencia la constituí unos lentes Ray Ban que, se decía, Manuel José dejó tirados en el lugar. Cuando se creían perdidas las esperanzas de que apareciera con vida, llegaron anónimos a los medios de comunicación, acompañados de un video que exigían fuera mostrado al pueblo en sus pantallas de televisión.
    El video mostraba un Manuel José demacrado y ojeroso, con un ligero temblor en el ojo izquierdo, hablando mecánicamente, recitando un texto que empezaba con un saludo a la familia y que estaba bien, que no se preocuparan. Que la razón de su desaparición no era otra que la de renunciar a la doble vida que llevaba desde hacía años como miembro de la subversión armada. Que estaba cansado y deseaba acogerse a la amnistía ofrecida por el gobierno. Que se había retirado esos días para tener el suficiente tiempo de meditar y tomar la decisión correcta. Que no había sido secuestrado, intimidado o forzado de manera alguna. Que deseaba vivir en paz y dejar la estéril lucha que tanto daño y muerte y lágrimas había causado a la familia guatemalteca en las últimas décadas. Que el gobierno le había dado garantías para él y su familia. Que confiaba en Dios y la democracia para sacar adelante al país. Que invitaba a los que estuvieran indecisos, a que como él abandonaran las filas de la delincuencia subversiva y se integraran al proyecto nacional del presidente.
    Su esposa, hijos, familiares y amigos cercanos, pudieron abrazarlo en las oficinas del arzobispado, frente a la mirada de miembros de la curia, del gobierno, del ejército y de reporteros nacionales e internacionales. Aseguró que no iba a abandonar el país, que todo estaba bien, que agradecía las muestras de preocupación y solidaridad. El embajador gringo estrechó su mano, el Procurador de los Derechos Humanos le guiñó un ojo, el comisionado de la ONU le entregó discretamente un sobre rectangular, el arzobispo besó tiernamente su frente y algunas personas, aprovechando el emotivo momento, obtuvieron su firma autógrafa. No sin alguna dificultad, por el mundo de gente que ocupaba el lugar y los alrededores, abordaron un gran auto negro, dejaron el arzobispado bajo la protección diplomática y partieron con rumbo ignorado.
    En la casa, los reporteros trataban de entrevistar a los vecinos. Doña Bartola, la tortillera, resistía los embates del periodista y huía del micrófono como se dice que el diablo de la cruz, ocultándose detrás de las comadres.
    —Si eso no come, doña Bartola, le decía muerta de la risa doña Lupita.
    —¿No quiere salir en Tele Prensa, pues?, preguntaba doña Rosita.
    —Cinco-mentarios, corregía el reportero. Somos del canal 5, Cultural y Educativo del Ejército.
    —Peor, respondía la tortillera, sumiéndose en un mutismo, tan propio del indio frente al ladino, del que nadie la pudo sacar.
    —A ver, usté, urgía el entrevistador a doña Rosita.
    —Bueno, ¿qué quiere que le diga?
    —¿Conoce bien a Manuel José?, preguntaba ya en cámara, acercándole el micrófono.
    —Lo que se dice bien, no; pero tengo años de verlo, respondía doña Rosita, sin quitar el ojo del lente de la videocámara.
    —Quién iba a pensar que estuviera metido en la guerrilla, exclamaba doña Lupita.
    —No nos consta, comadrita, advertía doña Rosita.
    —¿Y acaso no lo confesó él mismo, comadrita?
    —Para mí que hay gato encerrado, afirmaba muy seria doña Rosita.
    —¿Qué quiere decir?, le acercaba más el micrófono el reportero.
    —¡Ay, Dios, doña Rosita, que está metiendo la patita!, enfatizaba doña Lupita.
    —¿Por qué, comadrita? Si es lo que pienso. ¿Vivimos en democracia, sí o no?
    —Sí, pero no lo diga frente a los micrófonos del ejército, chulita.
    —¿Por qué no? Ahora que ganamos el Nobel de la Paz, ¿quién va a tocarnos impunemente?, se envalentonaba doña Rosita, colocando sus manos en la cintura en actitud de reto. Los ojos del mundo entero están puestos sobre nosotros. Nuestra vos, es la voz de los indios y mestizos que ha sido silenciada por la fuerza los últimos quinientos años. Rigoberta nos ha devuelto nuestra dignidad. Nosotros…
    La esposa e hijos de Manuel José abandonan su casa en esos momentos. Los reporteros se arremolinan a su alrededor. El de Cinco-mentarios no sabe qué hacer, si seguir grabando las explosivas declaraciones de la tal doña Rosita, o si ir con ellos. Doña Lupita aprovecha ese instante de vacilación y, con la ayuda de doña Bartola, arrastra a su comadre a la tortillería.
    —…gracias a Rigoberta, se escuchaba todavía la airada voz de doña Rosita, vamos a recuperar lo que es nuestro, lo que nos ha sido robado, lo que…
    La voz de la comadre se pierde entre vivas y putazos y mentadas de madre y mueras. La esposa e hijos de Manuel José suben a un vehículo con placas diplomáticas y parten, seguidos por el otro de vidrios polarizados y sus pistoludos tripulantes. Poco a poco se van retirando reporteros, vecinos y curiosos. En un rato, la callecita de la casa de Manuel José en Jardines de la Asunción vuelve a ser la misma de siempre.
    Don Tucur, desde la casa de enfrente, no se ha perdido detalle de lo que pasó esta última semana. En la puerta de su negocio, una tienda de granos básicos y artículos de primera necesidad, simple galera construida con madera y lámina en lo que fuera el jardín de la tortillería y que le rentaran para tal propósito cinco años atrás, se la pasa interminables horas al día controlando a sus empleados, despachando, conversando con los clientes y tomando nota de todo lo que pasa al otro lado de la calle, principalmente.
    Don Tucur, en la actualidad de unos treinta y tantos años de edad, llegó de su natal Quiché, después de un servicio militar forzoso y de integrar las patrullas de autodefensa civil. Fue enrolado por la G2 —inteligencia del ejército— para labores de oreja. Lo ubicaron cerca del Mercado de la Terminal —nido de drogadictos, delincuentes, prostitutas y soplones—, con la pantalla de despachador en un depósito de frijol y maíz. Allí aprendió el abc del negocio. Este tipo de comercio manejado por un indio de, usa y abusa de las formas tradicionales de esclavitud. Los empleados, indígenas de sexo masculino por lo general, empiezan la jornada a las cuatro y media de la mañana y finalizan al filo de las once de la  noche. De lunes a domingo. Comiendo, durmiendo, defecando, cogiendo, orinando y vomitando en el lugar —donde no existe dormitorio, comedor o servicio sanitario—. Los tres o cuatro empleados se hacinan entre mostradores, costales y envases de aguas y cervezas. Tienen medio día de permiso dos veces al mes y ganan un salario de hambre. Roban, eso sí, lo que pueden al explotador al patrón y van ahorrando sus centavos para cumplir el sueño de su vida: ser patrones de su propio negocio y así, en la rueda sin fin de los katunes —como expresaba Carlos Mencos—, hasta que llegue el anunciado final de los tiempos.
    Una noche, no se sabe si por motivos de robo o a causa de alguna venganza personal, alguien le acertó un balazo en el hombro, un poquito arriba del corazón. Y, al día siguiente, allí estaba como si nada. Vendado, con cabestrillo, pero al pie del cañón. Otra vez, se supo que un hermano, que lo ayudaba en los menesteres de la tienda, había sido asesinado a puñaladas —por líos de maricones, dijeron—, en el interior de un bar. Lo cierto es que las vecinas no ven con buenos ojos los juegos que tanto don Tucur como sus empleados acostumbran jugar, tocándose las nalgas y los genitales,  y de los que más de un cliente suele participar también. Algunas de ellas, afirman haberse encontrado a uno cogiéndose a otro detrás del mostrador, a pleno sol. Les dicen shucos, coches, degenerados, pero ellos solo se ríen y siguen en las mismas. Y no es problema de homosexualismo aparente, se extrañan algunos, porque los jóvenes tienen sus traidas —inditas que trabajan como sirvientas en el barrio— y don Tucur está felizmente casado y con dos hijos. Más, afirman los que dicen saber de estas cosas, es el resultado de la promiscuidad en que viven y porque, siendo seres humanos menos complicados y más primitivos, si ven un agujero con pelos ya la quieren meter toda sin más trámite.
    Don Tucur, como todos los indios y ladinos, se echa sus tragos y agarra furia en ocasiones. Si no se aparece por el negocio, es porque anda en crisis y la ahoga con alcohol. Cuando la producción teatral de Manuel José En los montes de Ixcán iba a ser estrenada, aceptó cortésmente la invitación que éste le hiciera, pero no asistió a ninguna de las representaciones. Dijeron que porque no atinaba de bolo. Tal vez lo hizo a propósito. A sangre y fuego sí la vio un par de veces. El único comentario que tuvo fue así éramos  nosotros, ¿verdá? Y lo dijo en un tono de tristeza tal, que Manuel José, desde su óptica del lado de los conquistadores, se sintió culpable del exterminio, la dominación, la esclavitud, el despojo del que fueron víctimas. Quizá, sabiendo que la nueva obra se basaba en las masacres que el ejército perpetraba en el triángulo Ixil, prefirió no presenciar la recreación del genocidio que le había tocado vivir. Además, todo apuntaba a creer que, por la extraña coincidencia de empezar su negocio en ese lugar al poco tiempo de que Manuel José se fuera a vivir a la colonia, su vigilancia y posterior desaparición podían estar relacionadas con ese quiché que se había visto obligado a dejar su condición de campesino, para aprender a manejar un arma, a usarla en contra de los otros indios que, como él, sentían igualmente el peso de los quinientos años de infamia.


(INFORME DE TARTASORDOS)
FUI INVITADO A disertar en una mesa redonda de tartasordos. Cuando recibí la cartulina, no sabía si se trataba de una broma. Ya antes me la habían hecho con una conferencia sobre promudos y tartaciegos, que no resultó otra cosa que un debate de los candidatos presidenciales en la televisión. Con ese antecedente, dejé a un lado la misiva y seguí con lo mío, que en ese tiempo era un historial del teatro guatemalteco marginal. Para que se me comprenda plenamente, debo tratar de explicar en pocas palabras —por aquello de que al entendido por señas— el contenido y finalidad de dicho historial. Primero, debo clarificar los términos dialécticos. Es decir, el ordenamiento de la serie de verdades y teoremas que, según Hegel, absorbe todo el pensamiento filosófico. Dialécticamente, lógicamente hablando, llegaré a establecer principios diferentes a los del razonamiento científico. Al alejarme así de las corrientes tradicionales, oficiales, autorizadas, tengo el riesgo de caer en el profundo vacío de la no sustentación de las bases de mis ideas, pero —y aquí estarán de acuerdo los colegas que me han precedido en la palabra—, ¿cómo se pudo llegar a la invención, al descubrimiento, a la conquista de lo increíble, de lo imposible, sino a través del rompimiento sistemático y profundo del dogma? Temeraria empresa, por cierto, que ha costado la vida a más de un iluminado, pero que ha marcado el hito a seguir a lo largo de los tiempos. Por otro lado, mi referencia directa a lo marginal, término que sugiere la ausencia de contenido a derecha o izquierda de la página que escribimos, se aplica estrictamente en ese sentido a lo que me ocupa y preocupa del teatro en nuestro país. La expresión marginal de unos muchos que no es tomada en cuenta por unos pocos. En la conferencia sobre promudos y tartaciegos que mencioné antes, se planteó una interrogante a los candidatos y ninguno fue capaz de establecer el punto. Como yo no estaba jugando para presidente, en mi calidad de oyente solo les puedo trasladar mis impresiones. Uno dijo que lo que el pueblo necesita es revalorizar los principios fundamentales de su pertenencia en un contexto de nacionalidad. Afirmaba que ego sum qui sum, pero a mí se me hace que equivocó la cita. Tal vez quería referirse a al inicio del monólogo de Hamlet to be or not to be.  No importa. Después, dijo algo así como que el peso de la conciencia es igual a la suma de una parte de realidad con otra parte de ficción, dividida entre el radio de la circunferencia del globo y la teoría de la relatividad. No se discutió la ecuación. Otro más concreto dijo que la  noción de nacionalidad está relacionada estrictamente al lugar donde uno dejó enterrado el ombligo. Un tercero, después de consultar sus notas dijo, a manera de excusa, que había tomado por equivocación la lista de víveres del supermercado. El siguiente hizo una síntesis —más o menos coherente— de las principales causas y efectos del mal llamado choque de dos mundos. Argumentaba que la  multietnia, la plurilengua y la florifundia —¿dónde oí antes eso?— exigen un plan plurimulticultural. Algo distrajo mi atención a partir de ese momento y ya no me enteré de más, hasta que lo leí en los periódicos. Es extraña la sensación de vacío que tengo. Ya decía el Führer del Tercer Reich en 1926 son tres los grupos en que se podría dividir el público lector. Uno, los crédulos, que admiten todo lo que leen. Dos, aquellos que ya no creen en nada. Y tres, los espíritus críticos que analizan lo leído y saben juzgar. Ustedes dirán en que grupo caen, y que les aproveche. En mi historial, parto de la manifestación teatral de la que nadie se ocupa y que, por mismas razones, no aparece registrada en los canales respectivos. Un teatro con la magnificencia de un Calderón Achichivitz y la preciosura y genio de un Abelino Pop. El primero, oriundo de San Ignacio Los Encuentros, escribe en Q'anjob'al, uno de los veinte idiomas mayas que actualmente se hablan en la República. No fue fácil para mí el acceso a la localidad, perdida entre las montañas huehuetecas. Calderón Achichivitz no conoce el español. Pude entenderme con él gracias a su hijo Mekel quien, sin que su padre lo supiera, había trabajado en secreto varios años en la traducción de sus obras completas. Así llegó a mis manos el manuscrito de A sangre y a fuego. Abelino Pop, un quiché vecino de Santa María Las Cumbres, fue durante cuarenta años miembro de la Banda Filarmónica de las Fuerzas Armadas. Ganador de muchos certámenes como compositor de marchas, se le recuerda más por su A los hijos de la tierra, rebautizada popularmente después como Himno de la Quinta Zona Militar. Con él pude hablar directamente y escuchar sus interesantes anécdotas. De entre sus varias obras del género músicoteatral, a la par de incontables pentagramas, surgió el manuscrito de En los montes de Ixcán. Pero no quiero perderme en consideraciones que a nadie interesan y vuelvo a lo que me trajo. Resultó que no era broma. Fui contactado inmediatamente por el director de Libre Encuentro, nombrado Dionisio en honor al recordado tirano de Siracusa que esclavizó a Platón y quien, dicho sea de paso, cumple aquella ley que afirma eres, en esencia, lo que comes. No me dijo que sí ni que no cuando le pregunté si él era tartasordo. Agregó que no iba a poder estar en la mesa redonda, porque andaban metidos en un terrible lío de superproducción de pollitos y debía estar presente en el ahogamiento de los mismos para certificar el acta. Yo había leído algo de un pollo gringo que inundaba el mercado local y que los polleros, para presionar al gobierno, iban a tomar medidas drásticas si no se retiraba la concesión. Como suelo ser vegetariano, lo del pollo me vino flojo, pero días después cuando vi en la tele la ejecución de millares de pollitos, no me cupo la menor duda de que el pensamiento de Hitler, trasladado a los seres vivientes no importa su especie, estaba aquí tan vigente como entonces en la Alemania nazi. Acepté, más por curiosidad que por otra cosa. Y me puse a investigar a fondo sobre los tartasordos. Es un movimiento que tuvo su origen en la antigua Roma y con el nombre de tartadisordorum derivó de los primeros cristianos de las catacumbas. El grupo original, usaba las profundidades de la tierra para pasar inadvertido y así preservar sus vidas y credo. Los tartarisordorum, por el contrario, decidieron salir a las calles y confundirse entre los ciudadanos. De esta manera, aunque seguían conservando veladamente su culto y preferencias nadie lo notaba. Amalgamados entre la masa amorfa, iban ganando posiciones, consolidándolas, expandiendo sus dominios. Así si echamos una mirada a la historia más reciente, se sabe de ellos en la revolución francesa y, ya en el siglo veinte, durante la segunda guerra mundial. Los tartasordos solo pueden ser reconocidos por otros tartasordos. No se amputan una falange como los Yakuza o se circuncidan como los judíos o se tatúan como en África y Australia. Ningún rasgo físico los hace diferentes. No tienen un idioma propio o un color de piel y de cabello y de ojos determinado o una religión o partido político comunes. Se han mimetizado tan perfectamente que puede tratarse de mis vecinos o de los suyos. Las fuentes que consulté son vagas y llenas de contradicciones, pero todas coinciden en que tratándose de una secta hermética, donde la ley del silencio impera, es casi imposible trazarlos. Se mencionan nombres famosos e ilustres entre sus miembros, pero todos corresponden a personajes muertos, de anteriores épocas. Se especula sobre los contemporáneos, ya que lo poco que sabemos de ellos ha llegado hasta nuestros días en forma oral y, posiblemente, distorsionado. Con semejantes antecedentes releí la cartulina una vez más. Había algo que no encajaba. Decía una mesa redonda de tartasordos. ¿Y si los tartasordos, los antiguos tartarisordorum estaban, por fin, dispuestos a dejar el anonimato, a salir de la clandestinidad, a mostrar su cara al mundo? ¿Por qué iban a hacer semejante cosa? Demasiadas preguntas para tan pocas respuestas. Algo parecido me ocurrió antes en el DF, México. Aunque no tiene relación lo uno con lo otro, escuché hablar de la francmariconería  en un pequeño restaurante de la Zona Rosa. Al principio creí que era un término peyorativo acuñado con el fin de criticar -siendo mis interlocutores todos artistas- a quienes tenían en sus manos el control del medio; para decir que el precio que debía pagarse para figurar y triunfar se relacionaba en primera instancia con la cama. Los escuché decir, maldecir, comentar, pero el tema carecía de total interés para mí, hasta que uno de ellos mencionó lo que parecí ser una estructura organizativa más formal. Me quedé con la inquietud y comencé a investigar, tarea nada fácil si se toma en consideración que el mejicano presume de un machismo a toda prueba. La francmariconería parece tener su origen en los primeros tiempos. Los antropólogos coincidirán conmigo cuando afirmo que la estructura social de la mayoría de los pueblos antiguos parte de una clara visión cosmogónica basada en la trilogía hombre-naturaleza-universo. Dicho de otra manera, el hombre, el mundo y el inframundo. Se creaba la casta sacerdotal, encargada de establecer la comunicación entre las fuerzas positivas y negativas, entre el bien y el mal, entre el odio y el amor, entre la armonía y el caos. La mujer, reservada para los menesteres de la procreación y los trabajos domésticos, no tenía cabida dentro de una estructura fundamentalmente masculina. Trascendiendo los límites de la relación física, los elegidos, los imanes, los agoreros, los adivinadores, los sabios, formaban su propia liga con el fin de protegerse contra los profanos y así preservar los principios fundamentales del poder. A diferencia de los tartasordos, los francmaricones sí tienen un sello característico, aunque al igual que aquellos aglutinan en su seno las más variadas etnias, religiones, sectas, profesiones y castas. A partir de ese día, empecé a poner atención a los signos exteriores de esas gentes y tratar de comprender los códigos visuales de que se valen para establecer una comunicación. Por ejemplo, cuando conocen a alguien, arrugan levemente la nariz. Si no obtienen respuesta —que consiste en la misma maniobra de parte del otro— pretextan una repentina alergia o un incipiente catarro. Se lanzan al siguiente paso, que puede ser un guiño de ojo, un golpecito en el piso con el tacón del zapato o pasarse la lengua para humedecer sus labios. Si todavía no hay respuesta —que los hay lentos en sus reacciones o distraídos—, la excusa girará alrededor de una basurita en el ojo, un insecto que se ha machacado o las inclemencias del clima. El postrero paso puede consistir en un prolongado suspiro, un roce con el dorso de la mano en la del otro o, si fuera necesario, fingiendo un ligero desvanecimiento. Si a estas alturas no hay respuesta, tendrán que desistir o lanzar un reto verbal más directo. Permítanme, después de esta digresión, volver al tema de mi historia del teatro guatemalteco marginal. Ya antes establecí la orientación de mis escritos, por lo que será más fácil comprender por qué he basado mi estudio en los textos de Achichivitz y Pop. En esta tierra ha habido excelentes dramaturgos. Gente con ingenio, imaginación, oficio, dominio de la técnica, talento y con muchas cosas qué decir. Nuestro pasado indio, nuestro presente mestizo. La invasión española, la gesta independentista, la anexión a México, la pérdida de Belice, la United Fruti Co., los mercenarios de Castillo Armas y la CIA, los tiranos y golpes de estado, la represión y las masacres, la corrupción y la impunidad. Pocos pueblos tienen una historia tan rica en traiciones, genocidio, exterminio. Ha sido el caldo de cultivo para forjar nuestra identidad, nuestra permanencia en las memorias de la humanidad. ¿Qué ha pasado entonces? Nada. Eso es lo que ha pasado. ¿Por qué? Porque estamos llenos de francmaricones y tartasordos. Abra un diario en la página que se le pegue la gana y encontrará la respuesta. Vea la televisión, vaya a un restaurante, al cine o a bailar. Recorra la ciudad a cualquier hora del día o de la noche. Intente tocar los huevos al tigre y su cadáver aparecerá en una cuneta, abierto en canal y con el familiar agujero en la cabeza. Somos sirvientes de sirvientes. Descastados. Zombis en un mundo de plástico y lentejuelas. Todo es desechable y provisional. De eso quiero hablar, porque me diento vivo entre los muertos, puro entre la inmundicia, completo entre los castrados, hombre entre los títeres de esta absurda mascarada. Yo no quería venir. Pero debía poner mi huella en esta página. Por eso lo hice. Para decir a ustedes que (INTERFERENCIA)     que (INTERFERENCIA) que (INTERFERENCIA) que (INTERFERENCIA) que
(INTER
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CINCO
LE PEDI QUE lo hiciera frente a mí. A media luz. Tomé asiento en el sofá. Desde allí podía disfrutar de una triple visión. A sus espaldas, a un lado de la cama, un gran espejo de pared. Arriba, en el cielo raso del techo, otro. Ella, colocada en el centro. Sonaba una música instrumental por el altavoz. Podía ver también, reflejada en el espejo, la pantalla del gran televisor a color, sintonizado en un canal triple equis, una pareja bebe una copa en el reservado del restaurante, entre su imagen de frente y la otra —no por ser una ilusión menos real— de espaldas. Le pedí que lo hiciera como en la intimidad de su dormitorio, cuando se prepara a darse una ducha y sabe que nadie la está mirando. Se sentó al borde de la cama, cruzó una pierna sobre la otra para quitarse un zapato. Luego el otro y los alejó con un movimiento de los pies. La mujer, con el pie descalzo, acaricia la entrepierna del hombre. Metió los dedos —como dos rastrillos— entre sus cabellos, elevándolos con un movimiento rápido y dejándolos caer con gracias y soltura sobre los hombros. Se puso nuevamente de pie, quitándose los lentes y colocándolos sobre la mesita de noche. Hizo lo mismo con el reloj y su anillo de piedra blanca y brillante. La erección del hombre es visible a través del pantalón. Lentamente, con movimientos casuales, empezó a desabotonar su blusa, revelando poco a poco unos senos que parecían querer desbordarse. Ya son dos los pies que se mueven rítmicamente sobre el bulto del hombre. La blusa cayó al suelo, flotando como hoja a merced del viento, dejando a la vista una bella espalda -partidas en dos por el soporte del sostén- y unos pechos que —vistos desde arriba—, semejaban jugosos melones con la textura del melocotón. Se me hizo agua la boca con la imagen. Ella, deslizándose de su silla, se mete bajo la mesa y busca acomodo entre las piernas del hombre. Pareció vacilar, los brazos caídos en sus costados y la cabeza ligeramente levantada en un gesto de cansancio o de impotencia —no pude determinarlo—; pero llevó sus manos al cierre de la y lo desabotonó, dejándola caer, resbalándola a lo largo de sus piernas, con un sensual movimiento de caderas. La experta mano de la mujer abre la bragueta y hurga adentro. La mano del hombre la toma de los cabellos. Giró, indecisa; me miró por primera vez. Y se quitó resueltamente las medias. La mujer ha logrado sacar el erecto pene y lo tiene fuertemente aprisionado en su mano. Lame y chupa el pulgar del hombre. Llevó sus manos atrás para desabrocharse el sostén. Me miró por segunda vez. Ella acaricia el miembro del hombre y empieza a mover la mano, masturbándolo. Pude ver la espalda completa, con la ligera marca del soporte del sostén en la piel, pero éste no terminaba de caer, porque sus manos lo mantenían sobre los senos en actitud recatada y provocativa a la vez. Llega la mesera y se sorprende al ver la escena del hombre que gime de placer y la mujer que mama su miembro y lo lame y lo acaricia. Cayó el sostén. Allí estaba, en el centro de la habitación, con un pequeño bikini por toda prenda. Sus pulgares engancharon el encaje por la parte superior y, empujando hacia abajo, empezó a deslizarlo por sus caderas. La mesera se sube a la mesa, sentándose frente al hombre con las piernas separadas, evidenciando que no lleva ropa debajo. El pequeño calzón se detuvo en los tobillos. Con un par de movimientos de las piernas lo liberó, quedando plena en su desnudez. Giró para enfrentar su figura reflejada en el espejo de la pared. Miró hacia arriba. Miró hacia la pantalla del televisor. El hombre mete la cabeza entre las piernas de la mesera y empieza a besar su vulva, mientras la otra sigue chupando acorazadamente debajo de la mesa. El sonido de la música instrumental se entremezcla con los gemidos del hombre y la mesera del video. Me miró por tercera vez. Yo estaba inmóvil, arrobado frente a la triple imagen, recorriendo con la vista milímetro  a milímetro esa piel, esos vellos, esas protuberancias y depresiones acentuadas por el efecto de claroscuro de la luz. El hombre se pone de pie y penetra a la mesera que lo recibe sentada frente a él. La imagen de espaldas se alejaba. La imagen frontal se aproximaba. La imagen de arriba desaparecía. Ella había caminado y estaba frente a mí. La mujer ha salido de debajo y colocándose de bruces sobre la mesa, expone su desnudo trasero quien, sin dejar de metérsela a la mesera, le introduce el dedo en el ano. Tendió sus manos, invitándome a ponerme de pie. Obedecí dócilmente. Me llevó al centro de la estancia. Empezó por quitarme el saco. Desabotonó mi camisa y tiró hacia arriba, sacándola del pantalón. Sus manos desabrochaban el cinturón y abrían mi bragueta. El hombre se la saca a la mesera y, con el erecto miembro en una mano, separa las nalgas de la mujer con la otra, introduciéndoselo por atrás y empujando con fuerza. Había quedado desnudo frente a ella. Miré las imágenes en el espejo. Ella tomando mi mano y posándola sobre su seno. La mesera, con rápido y ágil movimiento, se coloca sobre las espaldas se la mujer, ofreciéndole también lascivamente el trasero al hombre. Su erecto pezón sobre la palma de la mano me producía un delicioso cosquilleo. Mis dedos apenas abarcaban la plenitud de ese pecho. El hombre saca el miembro del ano de la mujer y, casi sin transición, lo introduce en el de la mesera. Ahora eran mis dos manos las que acariciaban los rotundos senos. Ella me dejó hacer entrecerrando los ojos. Después de varios violentos puyones a la mesera, vuelve a introducirlo en el culo de la mujer. Acaricié sus hombros, su cuello, sus costados, su vientre, su cintura, sus nalgas. El hombre, ahora con un movimiento de sube y baja, se la mete a una y a otra indiscriminadamente. La atraje hacia mí. La tibieza de ese cuerpo me proporcionaba una deliciosa sensación de mareo, la casi pérdida de los sentidos y, sin embargo, la total conciencia de la plenitud de estar vivo. Ahora la mujer y la mesera se encuentran hincadas frente al hombre, disputándose el pene, lamiéndolo, acariciándolo, chupándolo en loco frenesí. Estaba a punto de colmar mis ansias en esa mujer que apenas conocía. Sentía la urgencia de penetrarla, de acomodarme entre sus entrañas, de poseerla, de dejar mi huella de saliva, sudor, semen en cada pliegue de su piel, en cada orificio de su cuerpo, en la totalidad de su ser. La música del altavoz crecía, los gemidos del hombre y las dos  mujeres de la televisión se agigantaban llenándolo todo. No se sabía cuál imagen era en realidad el reflejo de la otra. Cuál sonido verdadero o producto de la imaginación. Todo parecí moverse, cambiar de lugar, vibrar al unísono. Era como estar en el centro mismo de una explosión. El hombre eyacula. La serie de contracciones del pene expulsan el semen a chorros como un surtidor de agua que baña los labios, los rostros, los cabellos, las manos de las mujeres que  no paran de lamer, chupar, acariciar el todavía palpitante  miembro del hombre.
    —Mi reino por tus pensamientos, es la voz de María.
    Manuel José se sobresalta, mirándola, Ella ríe con ganas, poniéndole una mano sobre el hombro.
    —Por si sufres de amnesia, nos encontramos en un motel. Acabas de estacionar el auto y se supone que debemos subir en cualquier momento.
    —Lo siento, María, se excusa. No sé en qué estaba pensando.
    —Seguiré siendo reina, entonces.
    —Puedes estar segura, María. Voy a regalártelos todos. Ven. Subamos.



COCHITO MEJÍA TIENE un especial sentido del humor. Cada vez que orina, dice, riega agua del manantial que bañaba el pueblo de sus antepasados. Cada vez que caga, dice, esparce abono para que los granos de maíz y frijol crezcan igual que en el patio de la casa de sus abuelos. Cada vez que sangra, dice, derrama la memoria genética del Xequijel, río que se tiñó de rojo con las masacres del cruel invasor español. Cada vez que suda, dice, que llora, moja los pañuelos de las viudas y los huérfanos con la brisa marina que llega de la costa sur. Cada vez que eyacula, dice, pega centro para crear una descendencia que no olvide sus raíces.
    —Y cada vez que abrís la boca, dice Abi, es para decir muladas. Te echás un trago y ya no podés amarrar la lengua de trapo que tenés.
    —Te doy la razón, Abi. Vos, por el contrario, amarrás zope con mucha facilidad.
    —Para limpiar el organismo de toxinas, macho.
    —Que no sea mucho, vos cara de cucurucho.
    —Mirá, Cochito, ya me estás cansando con tanta huecada. Comportate que no estás en el monte. Estas son las Europas, por si no te acordás.
    Europa, piensa Cochito. Madrid. París. Ciudades por las que el criollo suspira y que quiere ver antes de morir. Dado el mestizaje, es posible que en los genes del americano de hoy —que tiene por antepasados más o menos próximos al rústico barbudo conquistador y a la violentada virgen india— haya alguna memoria de los Alpes, el Mediterráneo, el Atlántico norte. Estar allí es de alguna manera también estar en la tierra de los tatarabuelos de los abuelos. En las sierras, en las apartadas comunidades todavía hay sangre india pura. Pero, cada vez más, el proceso de mestizaje se cumple en los pueblos y ciudades más importantes. Particularmente por las migraciones a los centros de trabajo y el cada vez más fuerte despojo que el indio sufre ante los sempiternos insaciables terratenientes y los ambiciosos y corruptos altos oficiales del ejército que, con el pretexto de la lucha armada anti subversiva, se están adueñando de lo poco que les queda. Cochito piensa que cada día son más los indios que tienen un porcentaje de sangre europea en las venas. Una de las principales causas es la discriminación. Los rasgos y características de la raza se van lavando, desvaneciendo, mimetizando —con la ayuda de la mezcla con otras como la negra y la amarilla— para cumplir con el principio de supervivencia.
    —Lo que pasa es que leés muchas babosadas, Cochito. Europa es la madre de América.
    Malamadre, piensa Cochito. Desde que recuerda, sabe que todos sus sufrimientos y los de su pueblo, vinieron del otro lado del mar. No es fácil estar allí y pasar por alto los mal llamados descubrimiento y conquista. Tampoco la distinción que se hace de nuevo y viejo continentes. A sangre y a fuego, le ha dado la oportunidad de encarnar a un cacique de la corte del rey Quikab, de llevar la vestimenta común a las gentes de esos tiempos, de enfrentar con su lanza de pedernal —en el escenario— a los crueles invasores. Pero también le ha permitido aproximarse a ese mundo, a esas gentes; y encararlos —en su propio terruño— para reivindicar su nombre y apellido. No el Mejía, homónimo del rival del don Juan Tenorio de Zorrilla, sino el otro, el original, sólo conocido por él y sus antepasados.
    —España es la puta madre que parió a todos los españoles, responde Cochito.
    De cara al mar en la Costa de la Luz, mirando hacia occidente, Cochito y Abi están parados en el mismo lugar donde Colón saliera en su segundo viaje el 25 de septiembre de 1493. Cádiz es la sede del Festival de Teatro Iberoamericano. La troupe está llena de frustración, porque el ménage se ha quedado trabado en la aduana del aeropuerto de Barajas de Madrid. Esa noche, en el Teatro Andalucía se ha programado el estreno de A sangre y a fuego, y escenografía, instrumentos, armas y utilería no podrá llegar a tiempo a Jerez de la Frontera. Los organizadores del festival mueven sus influencias y nada. Se les pide correr la fecha de la representación y nada. Que deberá ser esa noche o nunca, que no puede tocarse la programación, responden, excusándose.
    Ya en Guatemala, durante los preparativos del viaje, se había evidenciado un complot para evitar que la obra llegara a España. El propio embajador Juan Pablo de la Iglesia había llamado al presidente de la república para solicitarle que retirara su apoyo a la producción, que no era conveniente que esa pieza que ridiculizaba a los conquistadores se fuera de gira, que las recién reestrenadas relaciones entre ambos países eran todavía frágiles después de lo de la quema de la Embajada de España, que los quinientos años eran para estrechar lazos de amistad y no para abrir viejas heridas. El presidente Cerezo, muy diplomáticamente, hizo caso omiso a las sugerencias y puso a la compañía en un avión rumbo a Cádiz. La suerte estaba echada pero, inexplicablemente, el equipaje, salvo después de llenar varios ridículos trámites burocráticos, no podía salir de la aduana de Madrid. Probablemente el embajador había jugado muy bien una importante carta.
    Pero la partida no estaba perdida del todo. El telón debía levantarse a las diez de la noche. Había menos de doce horas para improvisar los elementos necesarios de escenografía, utilería y música. Si en el aeropuerto de Guatemala no se hubiera tomado la precaución de que cada actor llevara en su equipaje el vestuario de su personaje —lo que provocó una nota exótica y colorida dentro del avión porque, a pesar de las regulaciones de seguridad internacionales, no hubo más remedio transportar los penachos, cascos y tocados en la mano—, hubiera sido imposible intentar la empresa. La presencia del dramaturgo Achichivitz en la gira hizo posible crear algunos instrumentos de madera y de metal, lanzas y escudos para el lado quiché. Se consiguieron espadas de utilería, floretes y vejestorios para suplir las armas del campo conquistador. Bastidores de tela y cortinajes, así como la improvisada escalinata que sugería un templo maya, fueron colocados con la ayuda de los tramoyistas del teatro. A las nueve y media de la noche, se daban los últimos toques y se realizaba un ensayo técnico de sonido y luces, para calcular los movimientos en ese ridículo escenario. A las diez y cuarto empezaba la función.
    El Andalucía es un viejo teatro de zarzuela de unos ocho metros de embocadura. El Falla es un remozado teatro tipo la Scala de Milán, con un inmenso escenario. A sangre y a fuego es una obra con 25 personajes que en varios momentos se encuentran simultáneamente en escena. Se solicitó el cambio, dado que en el Teatro Falla estaba programado para esa misma noche un grupo argentino con una obra de tres personajes y sin elementos escenográficos, a lo Brecha. La negativa hizo sospechar que cabía la posibilidad de que el embajador en Guatemala, a través de su Cancillería en Madrid y con la anuencia de los organizadores del festival, tuviera también que ver en el asunto.
    A sangre y a fuego fue una experiencia de sudor y lágrimas para el elenco. Hubo incidentes y accidentes qué recordar. El sacerdote quiché, desde lo alto de la frágil pirámide, estuvo a punto de caer repetidas veces. El caballo del conquistador —bella pieza escultórica de dos metros de altura de Iraida Cano—, se encabritó y lanzó al recio capitán de bruces contra el piso, cuando uno de sus rodos se trabó entre las rendijas del apolillado escenario. La espada de madera, en el combate ritual entre los soldados, se incendió totalmente y hubo que zapatear sobre ella para apagar las llamas y evitar un siniestro de mayores proporciones. En el combate final entre quichés y españoles, las armas y escudos se hacían añicos a la menor provocación. La Santísima Virgen María dejó su manto y corona trabados entre los clavos de un lateral.
    —Vámonos a la mierda de este país, urgía Cochito.
    —Vos tranquilo, mano, le decía Abi. Aprovechá que tenés los gastos pagados y no le pongás coco al asunto. Total, ¿a quién le gusta que le digan sus verdades en la cara?
    Diez días después, con toda la carga recuperada y en tierra francesa, A sangre y a fuego abría una exitosa temporada en París, en el Teatro de la Hiedra.


—EL JUEGO DE pelota, afirmaba Julio, contrariamente a lo que quieren hacerlo parecer en la actualidad -comparándolo al fútbol, por ejemplo-, no era un deporte. Allí, como en un campo de honor, se llevaban a cabo duelos. Como en un juzgado, se cumplía la ley. Como en un templo, se iba uno al cielo o al infierno. El mundo y el inframundo en constante confrontación. El premio no era la corona de laurel o la medalla olímpica. El ganador vivía, el perdedor iba a reunirse con sus antepasados.
    Hablaba así, casi sepultado por las montañas de papeles y libros, tecleando eufóricamente en su computadora personal, señalando aquí y allá en la pantalla.
    —La arqueología no es únicamente e lo que fue, representada por los monumentos antiguos y las manifestaciones artísticas de los pueblos enterrados por el tiempo, sino la transmutación de esos conocimientos, en conjunción con los astros y los elementos del cosmos, para leer en el pasado la historia del porvenir.
    Benjamín, su pequeño hijo de dos años, sube con dificultad los peldaños de la escalera que conduce a una abertura en el cielorraso y da al tapanco. Manuel José piensa que puede caer y romperse la cabeza. Julio lo mira y sonríe.
    —Estoy entrenando a ese patojo para que cuando crezca escale las pirámides conmigo.
    —Querrás decir, le dice Manuel José, que para entonces ya te estarás besando el ombligo e viejo y tendrá que subirte a memeches.
    —Aquí donde me ves, tengo casi cincuenta años —uno menos que vos— y me subo los templos como si nada. Cuando vamos  a hacer trabajo de campo con los compañeros arqueólogos o con los estudiantes, hace una pausa viendo al pequeño Benjamín que cuelga peligrosamente de la escalera, algunos se burlan de mí porque no dejo mi gran mochila ni en los pasos más difíciles. ¿Pero qué saben esos mulas de supervivencia? No pueden encender un fuego, no se cocinan una sopa o un par de huevos, no llevan ni linterna ni fósforos ni un pequeño botiquín de primeros auxilios con antídoto contra las picaduras de serpiente ni brújula. ¿Qué harían de extraviarse en la selva? Morirían, mira hacia arriba donde el pequeño Benjamín ya desapareció por la abertura del tapanco, sin gota de agua potable o tabletas de quinina o un libro para leer.
    Teclea los códigos de la máquina y señala en la pantalla.
    —Esta es mi tesis profesional. Sobre el juego de pelota. Este otro archivo, contiene material de mi libro sobre las profecías de Nostradamus. Este otro, es un trabajo de ficción que se relaciona con mis experiencias en el mundo maya.
    Manuel José sonríe al recordar la primera vez que lo oyó hablar de Nostradamus. Fue en Los Angeles, California, a principios de los años setentas. Recién llegado a los Estados Unidos, trabajaba en una gasolinera self service en Hollywood. En una cabina blindada, vendiendo tokens a los clientes para que los introdujeran en las bombas de gasolina y se sirvieran ellos mismos. Estaba distraído, cuando vio cruzar frente a él a un hombre de pequeña estatura con un gran lunar en la mejilla izquierda y un maletín en la mano. Pensó que estaba viendo babosadas -después de estar metido varias horas en esa caja de vidrio, puede ocurrirle a cualquiera-. Pero no. Era él, no le quedó la menor duda después de alcanzarlo y darle un fuerte abrazo. Julio iba con unas cervezas entre pecho y espalda y se le fue la zoca del susto. Había ocurrido algo que la ley de probabilidades estima casi imposible. Encontrarse con un conocido en esa monstruosa ciudad, en un bario no latino, a altas horas de la noche, era un milagro. Años después, en el metro de París, le ocurrió algo parecido con otro guatemalteco que vivía en Francia. Allí estaba Mario González, con la sonrisa de siempre, en el mismo vagón. Lo dicho. Una en un millón.
Al encontrarse en California después de tanto tiempo —Julio residía allá con esposa y dos hijos—, rejuveneció la vieja amistad. Fue cuando le mostró el libro de Nostradamus y le comentó sobre sus investigaciones e inquietudes.
    —No leo francés, le dijo, pero no sé qué me pasa. Entiendo casi todo. Y lo demás lo deduzco, que para eso sirve la cabeza, ¿o no?
    Tenía cientos de apuntes, con esa letra menuda y apretada. Manuel José le escuchaba, leía, hacía comentarios, el tema le parecía interesante, pero su mente estaba en otro lugar, a muchos cientos de kilómetros, en otra época, cuando juntos estudiaban en la escuela. Fue allí donde le puso el apodo de Mosca —obviamente por el lunar en la cara—, donde ambos se hermanaron por sus preferencias artísticas, donde hicieron el pacto de dedicarse a la pintura.
    —Y ya me ves, aquí enderezando y pintando carros en los estéits.
    —No te preocupés, Moscadamus, le dijo Manuel José, haciendo un agregado al sobrenombre. Yo tampoco pude cumplir. Aquí me ves, vendiendo gasolina.
    El pequeño Benjamín asomaba la cabeza por el agujero en el cielorraso. Julio seguí tecleando y dando una demostración a Manuel José de las bondades del aparato.
    —Deberías comprarte una. ¿Todavía tenés tu vieja Olivetti? Nostradamus. Aquí está todo sobre él, mirá, señalaba en la pantalla.  Michel de Nostre-Dame, cuyo nombre latinizado es Miguel Nostradamus. Célebre médico y astrólogo francés, nacido en 1503 y muerto en 1566. Realizó investigaciones sobre enfermedades e hizo pronósticos y predicciones con el título de Centurias (en 1558). Algunas de sus predicciones se cumplieron, como aquella de la muerte de Enrique II en un torneo, lo que le valió grandísima fama en su tiempo y en los primeros siglos sucesivos. ¿Te has puesto a pensar alguna vez en la cantidad de palabras que forman una página promedio y en la cantidad de éstas que se necesitan para rellenar un libro de unas doscientas páginas? Tecleaba y aparecía un listado en la pantalla. Un promedio de once palabras por línea y veintiocho líneas por página, son trescientas ocho palabras por página. Trescientas ocho palabras por doscientas páginas, dan sesenta y un mil seiscientas palabras. El pequeño Benjamín ya mostraba medio cuerpo desafiando la ley de gravedad. Puede variar ligeramente por los blancos en las líneas y los espacios de sangría y los márgenes capitulares, pero no será significativo. Es un cálculo cuantitativo y no cualitativo. Los críticos se encargarán de determinar lo segundo, en todo caso. Pero sea como sea, si la cantidad de palabras se traduce al tiempo que un escritor necesita, y tecleaba de nuevo, vemos que promediando una hora por página escrita —tomando en cuenta la pensada, la mecanografiada, la corregida, etcéteras— y que se escriban ocho o diez páginas diarias, quedan catorce de las veinticuatro. A esa debemos restar ocho horas de sueño y quedan seis horas, le restamos tres más para las comidas, nos dan tres, le restamos otras dos que necesita para transportarse, queda una. Le restamos otra hora que pierde en colas, embotellamientos, salas de espera, se cumple el día completo. Como el escritor promedio no es famoso ni vive de sus rentas ni lo mantiene nadie, debe trabajar en otra cosa para ganar el sustento diario. Eso quiere decir que —como el día no puede estirarse más allá de las veinticuatro horas que tiene—, el escritor debe robar tiempo al sueño, al alimento, al descanso. El pequeño Benjamín iniciaba el descenso desde tres metros de altura. Esto otro, por ejemplo, le mostraba, es sobre el juego de pelota maya. Mi tesis sostiene que la pelota no debía pasar por el agujero del marcador como se cree y afirman, sino que se debía quedar trabada en el mismo para anotar. ¿Te das cuenta? No como un vulgar juego de básquetbol donde la pelota pasa por el aro. Por otro lado, como las dimensiones de la mayoría de campos de juego de pelota conocidos no van más allá de los veinte metros de largo por siete u ocho de ancho, es de suponer que los jugadores no eran muchos por equipo. El Popol Vuh nos habla de los gemelos contra los dioses de Xibalbá. Sin embargo, tengo conocimiento de un enorme campo en El Petén de un kilómetro de largo, el cual siempre se creyó que era una calzada. ¿Te imaginás los ejércitos que se necesitaban para llenar ese estadio? Un golpe los hizo ver para arriba. El pequeño Benjamín colgaba de la escalera, de cabeza, con un pie trabado en el travesaño. Julio tomó del brazo a Manuel José para que no se levantara a ayudarlo.
    —De peores ha salido, ya lo verás. Si no escala pirámides, va a ser volatín el jodido.
    —Si se parte el coco, vas a tener un retrasado mental o un vegetal en vez de hijo, le respondió Manuel José tomando por las muñecas al pequeño quien, en agradecimiento, le mordió la mano.
    —Olvidaba decirte que no le gusta que lo ayuden, le contaba Julio distraídamente, volviendo a lo suyo.
    —O tal vez su vocación sea la antropofagia, movió negativamente la cabeza Manuel José. Creo que es hora de irme.
    —Esperá. Venía ver, decía señalando en la pantalla. He descubierto algo que tiene que ver directamente con lo que he dado en llamar la geografía del escrito. Observá la página con sus líneas de texto alineadas a derecha e izquierda. ¿Notás algo en particular? El pequeño Benjamín reptaba —más que deslizarse— por la escalera, hasta aterrizar de cara en el piso. Los blancos son más o menos uniformes en la horizontal, salvo algunos más gruesos en el doble interlineado o en los del texto que termina en algún lugar intermedio para pasar a la siguiente línea. Ahora, en el sentido vertical, los blancos muestran surcos —entre palabra y palabra y entre línea y línea— que marcan una extraña configuración a la página. A eso llamo geografía del escrito con sus barrancos, ríos, depresiones, picos, lagos. Y esos blancos caminos son los que dan carácter al texto, influyendo de alguna manera sobre el lector. Así si el rastro es ondulado, suave, casi vertical —en el predominio de la visual—, el lector tendrá una sensación de calma. Si, por el contrario, el rastro es quebrado, inclinado, demasiado irregular, éste tendrá una inexplicable sensación de desasosiego.
    Julio no se ha dado cuenta que Manuel José terminó por marcharse,  mientras el pequeño Benjamín duerme plácidamente al pie de la escalera, en el suelo de esa cocina, ahora convertida en estudio.




SEIS
LOGO MONÓTONO TRES. Cámara negra. Dos sillas.
    A usted debo decírselo, no porque sienta algún temor a la condenación por fuego eterno o al castigo reservado a los impuros, los apóstatas, los infieles, los suicidas, sino por el respeto que me merece. Puede creerlo —si es que todavía hay algo en la vida que valga la pena— o no —para mí significa exactamente lo mismo—. Puede absolverme o condenarme, en el supuesto caso que se tratara de un juicio o, si lo prefiere, puede simplemente doblar la página, cerrar el libro y pretender que duerme plácidamente mientras su pensamiento vaga detrás del incontable paso de ovejas —una por cada crimen cometido, una por cada perdón a ese crimen— que van directamente al despeñadero de los sueños que nunca podrán ser realidad. Sentaremos las bases de esta confesión. Lo que diga no será necesariamente la verdad que usted quiere escuchar, lo que no significa por supuesto que sea una mentira a sus oídos. Los nombres de las personas y los lugares están cambiados, las fechas trastocadas, los incidentes, en aislado y en conjunto, no seguirá un orden cronológico ni una lógica cartesiana. La que escucha no es mi voz, sino la suya propia que nace en el cóncavo hueco de su cerebro. Aclarado ese punto, me siento frente a usted, le tomo de la mano y le digo que ese día, sin proponérmelo, de la manera como ocurren las cosas que están prefijadas en nuestra existencia, me encontraba aburrido, sin ni mierda qué hacer, solo en mi casa, cuando se me ocurrió una idea que de inmediato me traté de sacudir. No porque fuera mala, sino por hueva, por abulia. Pero no pude. Cuanto más pretendía deshacerme de ella, más cobraba presencia. No sé si alguna vez le ha pasado, cuando uno dice que tiene la mente en blanco es cuando más babosadas hay en la cabeza. Pensamos que no vamos a pensar en nada. Y al pensar en nada estamos pensando en algo. Tal vez haya que morirse para dejar de pensar. O tal vez resulta que uno piensa que se muere, que no es lo  mismo, pero es igual. Como decía, trataba de luchar contra esa idea que se iba agigantando, al grado que creí que iba a materializarse frente a mí en cualquier momento. Y empecé a sentir miedo. El miedo es algo que nos produce un escalofrío, que nos hace volver la cabeza rápidamente, que nos inmoviliza todo oídos, que nos hace sudar helado, que nos produce taquicardia, que nos reseca la boca y afloja las piernas. Puede abrirnos el esfínter o paralizarnos el corazón o hacernos perder la razón. Todo junto o por separado. Hice nada. Lo que es decir que no hice algo —nuestro idioma es imperfecto para eso—. Decimos no había nadie, cuando debiéramos decir había nadie o  no había alguien. No me importa nada, cuando debiera ser no me importa algo o me importa nada. En fin, concretémonos a la idea. Decidí no luchar más, lo que equivale a decir que todavía estaba oponiendo resistencia a mi mente, qué más da. Nobody's perfect but me, como suelen afirmar los que a fuerza de mamar tanto, piensan que ya tienen comprado el boleto de primera clase a la inmortalidad. Creen haber logrado el non plus del conocimiento humano, la cima en la escala de la evolución, la maestría en las artes, la santidad en la religión, la posesión de la verdad absoluta. La memoria de los pueblos está plagada de esos nombres, sobrenombres y apellidos. Lobos con piel de oveja. Sicarios de las tinieblas, del oscurantismo, comedioses-cagadiablos, Mitad humano, mitad bestia. Ni la más espantosa pesadilla se compara a la flagrante realidad. Decidí no luchar más, decía, contra la idea que, más que venir de adentro hacia fuera -como se supone son generadas por el cerebro-, llegaba de afuera y me engullía por completo. Eso rompe todos los esquemas a los que estamos acostumbrados. Déjeme contarle la leyenda del pájaro serpiente y el gavilán de Extremadura. Hace quinientos años estaba por cumplirse la profecía. El eco del volcán y de piedras arrastradas por el río se confundían con pasos y jadeos y juramentos, frío choque de armaduras y estandartes. Un cruel presentimiento. Un negro signo anunciaba al pueblo su hora final. Olía a lava, a muerte, a rapiña. El vasto imperio mejicano caía y sus principales eran muertos en la fe del extranjero que tenía un poderoso rey en otras tierras, que era aguerrido y no se detenía ante nada, que llevaba a una mujer como estandarte y una cruz en el pecho. Se decía que tenían cuatro patas, la piel llena de escamas y que escupían fuego por la boca. También que brillaban como el sol y que se miraba el cielo en sus ojos. Estaba escrito en los anales del tiempo que habrían de quemarlos carne y huesos, que la sangre correría a torrentes. ¡Fatalidad! Los ríos se teñían de rojo, las llamas devoraban ciudades, los perros disputaban su presa a los buitres. ¿Dónde había quedado el verde de los valles y montes, el verde de las plumas del pájaro quetzal, serpiente emplumada, Gukumatz, Kukulkán, Quetzalcoatl? El fragor del combate retumbaba en los cerros y ambos ejércitos cumplieron su cita entre el verdor de los llanos del altiplano. El pájaro serpiente revoloteaba sobre sus cabezas. Embestía al caballo del invasor. El cacique tampoco había visto antes a un centauro y hundió su lanza en el pecho del bestia-hombre, ocasión que aprovechó el español para herirlo. Cuando Tecún Umán cayó bañado en sangre, el ave se posó sobre el cacique muerto y lo cubrió con sus alas. Dicen que desde entonces el quetzal tiene el pecho rojo. Ante la mirada del capitán conquistador, hombre y pájaro, en un abrazo eterno, remontaron el vuelo juntos. Como el peso de la armadura no le permitía elevarse, el invasor se despojó de ella. Los que lo vieron dispararse como una flecha al cielo, afirman que tenía el cuerpo completamente negro. Desde entonces, concluye la leyenda, el quetzal y el zopilote se disputan el honor de aparecer en el escudo de armas de la patria mestiza. Como me la contaron se la digo. Lo demás es historia. Puede escucharme o no, el privilegio es suyo, como suya es la vergüenza que comparto. La idea seguía allí, como decía, masticándome, engulléndome, dirigiéndome, defecándome. Todo en menos del tiempo que tardo en contárselo. Y todo en un lapso de tiempo sin principio ni final. Déjeme que le explique. Pienso algo. En este momento ya no pienso lo que pensé voy adelante del pensamiento anterior. Por consiguiente, cuando digo lo que pienso ya estoy pensando en otra cosa. Así de simple. Tome usted un objeto cualquiera. Un plato de china, por ejemplo. Lo tiene en la mano y lo estrella contra la pared del comedor. Cuando usted piensa que lo tiene en la mano, ya va en el aire. Cuando usted piensa que se estrella en la pared, ya sus pedazos están en el suelo. No coincido con los que creen que el pensamiento es una ciencia exacta y se dan lujos de fijar reglas. No sé si me explico con suficiente claridad. Me llevó mucho tiempo comprender que todo lo que se relaciona al pensamiento carece de ese estado dimensional que se lama presente. Generalizo cuando yo pienso, pero si pienso en ti, tú acabas de vivir en mi mente. Toda acción del pensamiento corresponde al pasado —inmediato, si se quiere, pero que ya no es—. Pensar es entonces uno de los pocos —si no el único— verbo que no puede ser conjugado en el tiempo presente. Aclarado ese punto —y puede creerme a ojos cerrados—, me dejé seducir por la idea y así se lo dije en la primera oportunidad a María. Y cuando le digo que se lo dije a María, es lo mismo que contárselo a Juan para que lo entienda Pedro. María no se sorprendió en absoluto. Lo tomó de la manera más natural del mundo. Me dio unos golpecitos en el lomo y me dijo que me tranquilizara, que era producto de mi ansiedad, que también el hombre pasa por una etapa parecida a la menopausia femenina, que me olvidara de todo y que me fuera de vacaciones a alguna parte. Yo le respondí que hay dos maneras de enfrentar la vida. Una, mostrando el rostro y capeando tempestades. Otra, dejándola pasar de lado. Se rió en mi cara y me respondió que hay una tercera forma—que me abstengo de mencionar por considerarla irrelevante—. Discutimos durante horas y días sin ponernos de acuerdo. No importa. Cuando se me mete una idea entre ceja y ceja, se jodió la cosa. No sé si a usted le pase lo mismo y se haya apasionado por algo. Yo, por los artefactos voladores. Con el perdón de aquellos que creen en la levitación, el desdoblamiento astral, la teletransportación y todas esas pamplinas, estoy con Peyrce, William James y los otros que encuentran en la eficacia de las cosas el criterio de la verdad. Como Santo Tomás. Como me da la gana. Siempre quise volar. He volado, de hecho, en diversos aparatos. Subirme a un aeroplano, escuchar el sonido de la aceleración de los motores y la vibración cuando rueda en la pista, sentir el jalón hacia arriba que desata un nudo en el estómago, ascender ante la visión de personas y cosas que se van encogiendo de tamaño, navegar sobre un colchón de nubes, descubrir la geografía desde lo alto; no hay nada que se le compare. Algo de cierto habrá en la afirmación de que venimos de las estrellas, ¿si no por qué esa necesidad de subir cada vez más alto? Jamás lo he intentado con alas de cera, de plumas o de cualquier otra especie. Lo hicieron los precursores Leonardo, Verne, Wilbur y Orville. ¿Cómo, si no llegó al planeta el primer polvo cósmico, la primera semilla, el primer antepasado? ¿Por qué si no todas las religiones prometen un viaje al infinito? Orson Welles sabía de lo que estaba hablando cuando puso de punta los pelos de un auditorio de millones. A Darwin le falló la perspectiva. Para él lo más alto estaba en la copa de los árboles. Lo único que ángeles y demonios, hadas y dragones, brujas y pegazos tienen en común, es la facultad de volar. Fueron enseñados por los dioses buenos y malos, de la luz y las tinieblas, de la vida y de la muerte. Tal vez en un principio todos los humanos nacían con alas. Quizá hicieron mal uso de ese poder y les fuera negado a las futuras generaciones, o se olvidaron de cómo volar y se les atrofiaron y terminaron por desaparecer en las oscuridades de las edades. Lo único que queda es el registro genético. Nadie lo conoce, nadie lo puede ver, nadie lo puede tocar, pero allí está agazapado, mostrándose en los sueños que pensamos soñamos y que no son otra cosa que la memoria de nuestro pasado. Puede usted creerlo o no, para el caso es lo mismo. No trato de venderle algo. Si usted quiere comprar está con la persona equivocada. De cualquier manera, todavía no abandona el libro. Sigue conmigo, sin saber a dónde voy a llevarlo, sin imaginar de dónde vengo, sin importarle un rábano siquiera. Sólo para picar un poco más su curiosidad, diré que me siento obligado a darle explicaciones. No porque me las esté pidiendo, sino porque se las merece. La tercera forma de enfrentar la vida, se relaciona directamente con el principio de la no oposición de fuerzas. Cuando yo la recibo de frente, el choque es brutal. Los cementerios, hospitales, cárceles está llenos de esos seres. Cuando de lado, la parto en dos para dejarla pasar. De esta manera casi no hay choque, únicamente una sensación de vacío, de frío y calor a la vez por la fricción. Los mediocres sabrá muy bien a lo que me refiero. La tercera, como decía, es la no oposición —que podría equivocadamente confundirse con la pasividad—, la integración armónica con el todo para estar aquí y allá al mismo tiempo, receptor y emisor en constante comunión. Millones de héroes anónimos, de víctimas inocentes, de desvelados artistas, de madres desamparadas, de excéntricos científicos, de niños de la calle, de famélicos obreros,  de mustios campesinos, de parias y desposeídos son el prototipo de esos hombres, niños y mujeres que viven en armonía con el universo. ¿Le suena a bla-blá? Olvídese por un momento de sus prósperos negocios, autos último modelo, esposa de buena familia y mejor dote, hijos estudiando en el extranjero para ser como usted, querida esperándolo en el penthouse del nidito de amor, tarjetas de crédito y todas esas cosas que lo hacen ser como es. O usted, señora, abandone marido e hijos, teléfono y baño sauna, alhajas y cosméticos, cholera indígena, al poodle y todas esas cosas que le significan tanto. Despojarse del lastre es la consigna. Me siento un poco cansado. Más que cansado, sin ganas de pensar. Me ocurre con frecuencia en esta época del año. Octubre es un mes que me deprime. Nunca he estado en París en primavera.


—HACE TIEMPO DIJE voy a escribir una historia, le dijo Carlos Mencos a Manuel José, encendiendo la pipa e inundándolo todo de humo en un instante. La idea me daba vueltas en la cabeza desde hacía rato. Ya la había intentado en poesía, pero no me cuadraba la métrica y la rima para eso; ni siquiera el verso libre. Probé el cuento, pero se me fue de las manos y se extendía peligrosamente con visos de novela. La novela, por otro lado, quedaba muy grande para mis ansias. Abandoné el teatro al acercarme al final del segundo acto, porque se estaba poniendo pesada con tanto diálogo y tan poca acción. Había agotado en las jornadas anteriores todas las posibles formas, según yo, de decir la historia.
    Carlos se puso de pie, tomando un pesado rimero de papeles. Se los mostró a  Manuel José, sosteniéndolo con una mano.
    —Aquí está todo, sin que diga nada de lo que quería decir. Cien mil palabras por lo menos, unas detrás de las otras, de un poema, un cuento, una novela, y una pieza de teatro inconclusos. He estado tentado de avivar el fuego de la chimenea con ellas, pero el papel se consume tan rápido que ni eso valdría la pena.
    Manuel José extendió los brazos. Carlos estaba indeciso. De un lado, los leños chisporroteaban en el hogar, con las fauces y lenguas de fuego. Por el otro, los brazos, las manos de Manuel José exigían en el gesto que se los entregara. Hubo una pausa interminable para ambos. Finalmente, Carlos se encogió de hombros y se lo dio a su amigo.
    —El fuego lo purifica todo.
    —¿Qué sería de Kafka en la actualidad de no haber confiado en un amigo?
    —El amigo hizo lo contrario.
    —Hizo lo correcto, afirmaba Manuel José con la total convicción.



    CAMINÉ EN LÍNEA recta
    Mojando mis pies en algo rojo
    Dejando
    La huella indeleble de mi canto
    Para que no se perdiera el caminante
    Dejando
    Tiras de papel en el sendero
    Dejando lo que dejan los que pasan
    Cayado en mano, callando
    Por no decir que enmudeciendo
    Por no decir que silenciando
    Por no decir que sin nada que decir

    Caminé en línea recta
    Antes ya había fracasado en el intento
    Se me iba la huella para un lado
    Se me iba la huella para el otro
    Se me atascaba un pie entre las rocas
    Se me hundía un pie en el pantano
    Y de tira en tira
    Despellejando
    Por no decir que sin epidermis
    Por no decir que sin dermis
    Por  no decir que sin nada que vestir

    Caminé en línea recta
    Así parecía al menos
    Un pie delante del otro
    El otro atrás del primero
    Con la mirada pegada en el sendero
    Dejando
    Pedazos de músculo y cartílago
    Dejando lo que dejan los que pasan
    Callando
    Despellejando
    Caminando hacia el sitio donde
    —Todo
    Y
    Nada—
    Se dan cita
    Los amantes de la muerte



CAMINÓ EN LÍNEA recta. Alguien había dicho una vez que era la distancia más corta entre dos puntos. Pasó revista mentalmente a su equipaje y, satisfecho, comprobó que nada le faltaba. Iba silbando el Aria en Re Menor de Bach. La cadencia de esa música le hacía el efecto de varios whiskys dobles. Era una constante en su vida. Siempre que iba a emprender algo, se llenaba de dudas y objeciones. Que si era el momento oportuno. Que si valí la pena el intentarlo. Que qué iba a pensar fulanito. Que qué iba a decirle fulanita. Que si. Que qué. El sonido dubitativo semejaba el balbuceo de un  niño, el canto de un ave, quesi-quequé quesi-quequé el sonido del tren que escuchara siempre de niño en los patios del ferrocarril del barrio donde vivía, el cuchicheo de las mujeres indias frente al oculto altar a sus dioses y, en la vecina cama de sus padres, el chirrido de los resortes en el clímax del amor físico.
    Enfiló hacia el norte —en las historias de aventuras todo el mundo toma esa dirección— brújula en mano, deteniéndose frente a un barranco, el primer obstáculo natural que se le presentaba. Con la ayuda de una cuerda y sus recias botas de alpinista, el descenso fue relativamente fácil. En el fondo, un río de aguas negras de unos tres metros de ancho, cortaba su paso. Rectificó la dirección y todo estaba bien, por allí debía pasar si quería seguir en dirección al polo magnético. Poniéndose la mochila sobre la cabeza, se introdujo en el río. Con la mierda casi hasta el cuello, le llevó un par de minutos cruzarlo. El ascenso al otro lado del barranco fue más penoso. La viscosa humedad de la  ropa y el nauseabundo olor le provocaban vómitos constantes. Ya arriba, una benéfica llovizna lo recibió calándole hasta los huesos, limpiándolo de miasmas y lodo.
    Se quedó de pie largo rato dejándose bañar por la lluvia, la mirada perdida en el horizonte lejano de su destino. Empezaba a echar de menos la tibieza de su cama, la estrechez vaginal de su mujer —rara avis entre las que había conocido—, al caliente café con leche de sus desayunos, el beso de despedida de sus hijos rumbo al colegio, su trabajo en la universidad, las tertulias de la hora de la refacción; las miles de cosas que conformaban la rutina a la que estaba habituado. Pero no había forma de echarse para atrás. En el barrio le habían hecho una fiesta de despedida. Los vecinos contribuyeron para ofrecerle un buffet inolvidable, con mariachis y todo. El hambre empezaba a morderle el estómago con el recuerdo de esos platillos y bebidas exquisitos.
    En línea recta caminó los siguientes días, desviándose apenas cuando detectaba una patrulla militar —por aquello de lo conspicuo de su apariencia— y algún poblado. Por las noches dormía a campo abierto o en las ramas de un árbol, comiendo hierbas y bebiendo el agua de turbias pozas, el jugo de frutas silvestres, la savia de algunas plantas. Comía raíces y uno que otro pequeño roedor que caía en sus trampas, semi crudos, por el temor a que el humo delatara su presencia.
    La barba le crecía, al igual que el cabello. La ropa se deshacía en jirones y sus botas estaban gastadas y rotas de tanto caminar. Tenía llagas en manos y pies, grietas en la piel, escamas en el rostro producidas por el sol y el viento. Los dientes, flojos en las encías inflamadas, parecían querer caérsele en cualquier momento. Ya no decía palabra, como al principio cuando hablaba y maldecía por todo. Ahora solo sonidos guturales y gruñidos irrumpían de su garganta. La burla se quedó perdida en algún cañaveral de los muchos que había pasado, y su única forma de orientación estaba confiada a la estrella Polar. La mochila, entre todo, parecí  no sufrir daño, permaneciendo intocada. Sucia por fuera pero intacta en sus cierres, estaba sobre su espalda a toda hora, convirtiéndose casi en parte del hombre, joroba, caparazón y lastre a la vez.
    Sus uñas de manos y pies crecían fuertes y encorvadas, dando la apariencia de garras que contrastaban con unos ojos color miel y esa piel seca y tostada. Algunas lunas atrás había tenido necesidad de usarlas. Se encontraba en una cueva, cuando algo lo despertó. La oscuridad era cerrada y los sonidos habituales de la noche se habían silenciado inexplicablemente. Todo oídos, escuchó una leve respiración, casi un ronroneo, muy cerca de él. No se atrevía a mover un pelo. Habituándose poco a poco a la oscuridad y gracias al reflejo que entraba apenas por la abertura de la cueva —afuera había luna nueva—, vio un bulto como a un metro de distancia y un par de ojos que parecían brillar cada vez más entre las sombras. Con tantas historias de ánimas y aparecidos y seres sobrenaturales en la cabeza, pensó en el Cadejo y en la Siguanaba cuando el bulto saltó sobre él. Sintió que algo rasgaba su piel y se hundí en su carne. Los gruñidos de la fiera —tenía que serlo por el fuerte olor tan parecido al suyo— hicieron que se helara la sangre en sus venas. Odiaba la idea de morir en ese sitio y servir de alimento a la rapiña. Sin saber cómo, por instinto de conservación acaso, reaccionó brutalmente, hundiendo uñas y dientes, golpeando con manos y pies, atrayendo contra su pecho el cuello de la criatura en un violento abrazo. Perdió el conocimiento.
   Al volver en sí, bañado en sangre, todavía sujetaba fuertemente a la bestia. No sentí sus miembros entumecidos, millones de agujas en forma de calambres se ensañaban en ellos. No sentía el cuerpo de tanto que sentía. Nomás pudo desembarazarse de la criatura, se arrastró trabajosamente al exterior de la cueva, rodó por una pendiente y se sumergió en el agua de una sucia poza hasta casi ahogarse.
   No supo cuanto tiempo había transcurrido desde el ataque de la fiera, tendido allí, semi hundido en el agua, sufriendo de espantosos dolores y calambres, sintiendo el inmisericorde asedio de moscardones y mosquitos. Y ese vacío en el estómago que le producía náusea y le hacía vomitar bilis. Todavía era de día, cuando con gran dificultad volvió a la cueva. Las heridas le supuraban y sólo moverse era una tortura para él. Recuperando el aliento, levantó la cabeza para ver a su atacante. No se trataba de una fiera salvaje como había imaginado, tampoco de un aparecido. Era un hombre el que yacía muerto a la par de su mochila. Un vistazo a los rudimentarios objetos en la cueva, le hizo comprender de golpe todo. Había invadido, sin querer, es espacio de esa criatura.
   Sintió, más que nunca, las necesidad de poner tierra de por medio. Según sus cálculos, debía estar a mitad de su destino. Las heridas empezaban a cicatrizar —algunas de ellas las había raspado con piedra pómez y se había aplicado hierbas y emplastos— pero no se le quitaba la amargura que le producía el saber que había matado. En defensa propia, sí, pero todavía sentía en sus uñas y dientes el calor de ese cuerpo y el acre dulzón sabor de la sangre. Se decía que iba a ser más cuidadoso la próxima vez.
   Las criaturas de la selva huían despavoridas ante su presencia. Estaba completamente desnudo, la mochila en su espalda encorvando exageradamente el cuerpo, una rama a manera de bastón para conservar su equilibrio. La barba y cabellos habían crecido tanto, que apenas dejaba visibles un par de ojillos amarillentos y algunos dientes en esa abertura que debía ser la boca. El cuerpo flaco y nudoso semejaba el tronco de una buganvilla color ébano. Seguía caminando en línea recta, dirección norte, se lo decí la estrella, pero había olvidado a dónde iba.


(FRAGMENTO, FINAL SEGUNDO acto)
UN HOMBRE: Iba al trabajo. Tomé una camioneta como siempre y me puse a leer el periódico de la mañana. Una fotografía llamó mi atención en la nota roja. El extraño hombre yacía en el polvo del camino. Parecía un salvaje arrancado de las historias de De Foe y Verne. Tenía la cabeza de larga cabellera recostada sobre una mochila. Se le veía una profunda y sangrante herida en el desnudo pecho. El titular destacaba: “Comandante Gonzalo cae en enfrentamiento”.
   OTRO HOMBRE: Sí, recuerdo el caso. ¿No era el catedrático universitario que lo dejó todo para irse a la montaña?
   UN HOMBRE: El mismo. Yo lo conocí allá por los setentas. Estaba casado con la cuñada de un mi primo. Inteligente, deportista —le gustaba el alpinismo y había subido al Kilimanjaro, entre otros—, con muchas ganas de vivir, de hacer cosas.
      OTRO HOMBRE: Leí muchas cosas historias sobre él.
      UN HOMBRE: ¿De veras?
   OTRO HOMBRE: Sí. Frecuentaba el Café Literario, según dicen. Se la pasaba frente a una taza vacía y con el eterno cigarrillo en los labios, siguiendo con la vista las evoluciones del humo.
    UN HOMBRE: Y con la infaltable mochila a sus pies.
    OTRO HOMBRE: A propósito, ¿se sabe lo que contenía esa famosa mochila?
    UN HOMBRE: Me parece que sí. El ejército la incautó y…
   (Los sonidos de motores de vehículos y sirenas de ambulancias no permiten escuchar el resto).


DON ABELINO POP estaba muy entusiasmado con la idea. Manuel José se lo manifestó una tarde de lluvia en su humilde casa de Santa María Las Cumbres, su amado Quiché.
    —Pero, le había respondido, una cosas es ser músico filarmónico y compositor, y otra es participar como actor en mi obra.
    —Olvida mencionar sus maravillosos inventos.
    —No es nada, don Manuel José. Se trata únicamente del desarrollo de una teoría del sonido, de la experimentación de la acústica partiendo de elementos naturales inspirados en los códices precolombinos.
   La primera vez que Manuel José tuvo conocimiento de la teoría del sonido y la acústica de Pop, fue en forma accidental. Se encontraba un par de meses atrás, en ese mismo lugar, conversando con don Abelino sobre En los montes de Ixcán, el maravilloso Teatro-Ópera que estaba interesado en producir, cuando escuchó unos extraños sonidos que parecían venir del patio trasero de la casa. Don belino levantó una ceja y, con cierto nerviosismo, distrajo su atención de un pasaje de la obra donde tres mujeres indias, entre lamentos y sonidos guturales y cantos, relatan al hombre ladino —un revolucionario—, la forma en que el ejército llegó a su aldea, disparando sobre la población indefensa. Manuel José lo escuchaba con un oído, y con el otro percibía esos hermosos y extraños sonidos. No se pudo contener más.
    —Maestro Pop, ¿de dónde llega esa música?
   Don Abelino estaba visiblemente turbado. Lo miró un momento y, tomándolo del brazo, le pidió que lo acompañara. En el patio, entre coches, chuchos y gallinas, mientras la madre molía maíz en la piedra, el nieto del maestro corría entre los árboles del lugar, golpeando con baquetas de marimba los diversos objetos que colgaban de ellos y que estaban diseminados por doquier.
    —Es lo más hermoso que he escuchado en mi vida, le dijo Manuel José, profundamente emocionado.
   Por eso, ahora que trataba de convencerlo, no podía apartar de su memoria el sonido de esos instrumentos de caña, de barro, de madera, de tecomate, con cuerdas y resonadores y formas diversas, producto del ingenio y la inventiva de ese hombre.
    —Está bien, le había dicho finalmente el maestro Pop, pero con una condición.
    —La que sea, le respondió rápidamente Manuel José, no queriendo dejar pasar la oportunidad.
    —Mi nieto Adán tiene doce años. Sabe tanto como yo de esto. Me ha ayudado desde pequeñito y nadie como é puede hacerlos sonar. Quiero que también esté en la obra, si es posible.
   Manuel José sabía de lo que estaba hablando el maestro Pop. Había conversado con el nieto y notaba la pasión que éste sentía por la música.
    —Después de comernos el caldo de tortuga, ponemos a secar las caparazones, le decía Adán, y no las usamos para las Posadas de Navidad como todo el  mundo —aunque algunas, las defectuosas, las vendemos para eso—. Le mostraba lleno de entusiasmo. Estas, por ejemplo, son las tortuluna. No se tocan únicamente golpeando con la baqueta, sino que se frotan con un movimiento circular del brazo.
   Y le hacía una demostración, provocando una cascada de sonidos, más o menos rápido, continuo o con pausas. Le mostraba cañas de varios grosores y largos pendiendo de un lazo.
    —Estas son las cañarimbas. Se pueden tocar golpeando directamente sobre ellas, como en cualquier instrumento de percusión, o haciendo trinos con esta varilla de metal, entre una y otra; o en su abertura de abajo, como quien toca una campana.
    Uno a uno, varios a la vez, le mostró los instrumentos de nombres sonoros y mágicos. Lunarimba, soltun, jícaramaraca, jicarín, trompecaracol, carasol, y otra infinidad de combinaciones en relación a la forma, el material, el sonido.
    —Encantado, maestro. Tenemos un trato, le dijo Manuel José estrechando fuertemente su mano.
   Después, se agregaron el cuñado del maestro, flautista y experto con la chirimía y otro músico del lugar, marimbero para más señas. Quedaba de esta manera integrado el grupo de músicos indios que, en escena y con esos peculiares instrumentos y otros tradicionales —incluyendo una guitarra para la parte del soldado que canta un corrido a la luna—, estrenó el Teatro-Ópera de Abelino Pop En los montes de Ixcán, junto con actores y cantantes ladinos.




SIETE
PERDONA QUE TE escriba estas líneas para decirte que siempre te he recordado. El sábado te fui a ver —tú ni te enteraste porque yo estaba de público y tú en el escenario—, vinieron a mi memoria muy gratos momentos que no he olvidado. Nos conocimos ya hace como veinte y tantos años. Recuerdo que cuando nos despedíamos yo te decía corazón de madera, por unas iniciales que tenías en el sweater. Eso fue cuando estudiamos en la Universidad Popular. Es por eso que te felicito por los triunfos obtenidos y que siempre logres todos tus objetivos. Si algún día me quieres saludar, aquí te mando mi número de teléfono. Lucy, la romántica, como tú me decías. Ya ves que no he cambiado. Te besa tu recordada amiga.
   Lucy, la romántica. Corazón de madera. Gratos momentos. Manuel José se exprimía los sesos para tratar de recordar a esa mujer que así quería entrar de nuevo a su  vida después de tanto tiempo. Y nada. Ni un solo indicio. Ni un solo ramalazo de memoria. Hizo la cartulina a un lado —la tarjeta tenía un motivo de flores y pájaros— y trató de pasar revista a las jóvenes que conoció en esa época. Carmely. Cerró los ojos para recrear la escena. Se presentaba una obra de teatro en la Universidad Popular y la cartelera tenía fotos de los actores. Afuera llovía a cántaros. Una chica se acercó y con la punta mojada de su sombrilla, dibujó un corazón en la fotografía de Manuel José. Nacía así una relación que rara vez se da entre hombre y mujer. Ambos se gustaban, estaban enamorados, se decían que se querían, pero no podían ir más allá de las palabras. La confianza y amistad eran tales, que podían hablar de cualquier cosa sin ruborizarse —y sin que hubiera una segunda intención detrás del tema—. La mamá de Carmely solo la dejaba salir a las fiestas con Manuel José —no olvidar que era quinceañera y virgen—. Allí, previo arreglo, se reunía con su novio Wer. Y Manuel José pasaba a recogerla para llevarla de vuelta a su casa a media noche —hora de princesas, calabazas y ratones—. La amistad duró varios años, hasta que se casaron —no el uno con la otra: ella con Wer y él con Marina— y tomaron rumbos distintos en la vida. Años después se reportó desde Mazatenango, donde estaba casada —en segundas nupcias— con un médico del lugar, pero no se volvieron a ver.
   Gladis. Extraña mujer. Enfermera de profesión, se había vuelto adicta a las drogas —por las tensiones de su trabajo y el fácil acceso a los fármacos—. Estuvo internada en un sanatorio, en Nicaragua, donde perdió todos los dientes al golpearse con el tubo de la cabecera de su cama en las crisis. Manuel José la miraba decaída a veces, sin ánimo para nada. Y al poco tiempo se aparecía eufórica y parlanchina. Durante las giras a los departamentos que solían hacer con el grupo de teatro, la veía alisarse la falda con una mano y pincharse el muslo con la otra. Nunca supo si dejó la adicción, pero tiempo después andaba estrenando marido —calvo y motorizado— y se les veía pasar raudos y felices por las calles de la ciudad.
   Silvia. Otra joven fuera de serie. Trabajaba como modelo en la clase de desnudo artístico de las Escuela de Artes Plásticas. Miope a morir, de pequeña estatura, pero con un cuerpo bastante bien proporcionado y unos senos de pezones erectos y rosados. Los estudiantes ya la habían dibujado desde todos los ángulos y posiciones posibles, y en muchas de sus fantasías sexuales ella eras el delicioso objeto de su placer. Una noche, Manuel José se había quedado el último en el gran salón rectangular del segundo piso, dando unos toques a su pastel de naturaleza muerta cuando, de súbito, ella se sentó sobre sus piernas y se prendió vorazmente a su boca. Él, sorprendido, no supo otra cosa qué hacer sino ponerse rápidamente de pie. Se colgaba a su cuello, le mordía los labios, se frotaba lascivamente en su cuerpo, intentaba desnudarlo. No sin dificultad, se desembarazó de ella y, durante muchos años se sintió orgulloso de no haberse dejado seducir por esa bella y ardiente mujer, hasta que ya de viejo pensaba mula, antes despreciaste lo que se te prodigaba de tan buena gana y ahora anhelas lo que no se te da ni a patadas.
   Sonreía recordándolas a todas, menos a Lucy. Con la idea de sacarse el clavo, tomó el teléfono, marcó el número y ella le respondió al otro lado.
    —Creí que nunca ibas a hacerlo, corazón de madera.
    La voz sonaba totalmente desconocida, un poco áspera.
    —Lucy, le dijo, me gustaría verte.
   Mintió. Le parecía ridículo lo que estaba haciendo. Tuvo el impulso de colgar el auricular, pero ya era demasiado tarde.
    —De acuerdo, decía ella. Mañana a las ocho de la noche en el restaurate del Hotel Panamerican.
   No tenía remedio, pensó. Había metido la pata. Y puesto que no podía recordarla, trataba de imaginarla siquiera. Caía, inevitablemente, en los lugares comunes, en las trampas que le ponía su mente con todas esas formas idealizantes de la belleza femenina —del concepto de belleza femenina que varía según el país y la época, de acuerdo a los cánones establecidos por el constante bombardeo de la publicidad, en referencia a lo que cada quien gusta y desea—. Hay quienes prefieren de un ligero a un acentuado estrabismo en la pareja. Hay otros que se excitan ante la vista de una deformidad física. Otro, con los vellos del cuerpo o la ausencia total de éstos. Otros más con el olor del sudor o de los genitales. Se podría escribir un tratado aparte sobre eso.
   Marina. ¡Cómo había cambiado su vida esa mujer desde el principio! No estaba seguro de si por ella se enamoró del teatro, o al revés. La verdad es que la pintura pasó a segundo plano para Manuel José cuando la conoció. Con ella aprendió a hacer el amor. En el oscuro portón de su casa la desvirgó, de pie, entre los olanes de sus amplios y enyuquillados fustanes rocanroleros. Cuando llegó a su casa tenía la bragueta de sus pantalones celestes de casimir m anchada de sangre. En ese momento supo lo que había pasado. Hacían el amor donde podían, en la sala de su casa —en un descuido de la madre—, en el asiento trasero de un viejo Oldsmobile que estaba en el zaguán de su antañona casa —demolida años después, cuando el terremoto del 76— propiedad de su padrastro —un mecánico alcohólico que ya había tratado de violarla un par de veces, y que en una de sus borracheras lo había destrozado contra el tren y lo reparaba en sus momentos de descanso y sobriedad—, en el Cerrito del Carmen, en el confesionario de la Iglesia de Santo Domingo, en pensiones de mala muerte, entre los bastidores en el escenario. Le dijo que estaba embarazada. Recibir esa noticia a los dieciocho años es algo parecido al fin del mundo. Matrimonio civil y religioso, dos hijos, un divorcio después de cinco años, era la secuela.
   Lucy no tenía rostro ni cuerpo. Había un par de muchachas, sí, que no recordaba muy bien. Una de ellas, morena y muy guapa, se prestaba al toqueteo y al sobijeo con gran naturalidad. La otra, regordeta, andaba detrás de él, pero él la evitaba y trataba de tomarlo todo a chiste. Podía ser cualquiera de ellas, pensaba. O ninguna. Tendría que esperar hasta la cita para saberlo. O si no le interesaba saberlo realmente, podía dejarla plantada y se acabó.
    —Estaba segura de que no ibas a venir.
    —¿Por qué?, preguntó él.
    —La verdad, ha pasado tanto tiempo que
    —¿Desilusionado?
    —De ninguna manera, Lucy, yo
    —No tienes por qué sentirte mal. A lo mejor no dije toda la verdad.



PARA ALGUNOS EL honor es como un colador, dice Cochito Mejía. Con tantos agujeros para que no se sepa por dónde se escapa.
    —Vos estás como el chiste aquél del diablo y el hombre que no quería perder su alma, responde muerto de la risa Chinche. El hombre se sentó en una silla de petatíllo y le dijo al diablo si adivinás por cual agujero sale el pedo, te llevás mi alma. El diablo, muy confiado, aceptó el reto. El hombre se pedorreó y el diablo señalaba un agujero en el asiento de la silla. No, le decía el hombre. El diablo señalaba otro. No, le decía otra vez. Señalaba otro y otro y otro. No y no y no. Finalmente, bañado en sudor y rojo por la cólera, el diablo se dio por vencido. El hombre, apuntando a su propio culo, le dijo salió por este, y así salvó su alma.
   Tatú, Chinche y Abi, sin camisa, sudorosos, limpian los escombros y el ripio. Cochito, desde la estatura que le san sus botas tejanas, con un palillo entre los dientes, parece la encarnación de un tótem, de una estela de Quiriguá, de un tropical Buda de piel achocolatada.
    —Estoy hablando en serio, Chinche, no jodás. ¡Palabra que da pena!, mueve la cabeza negativamente Cochito.
    —Dejá de hablar babosadas y vení a ayudarnos con esto, le urge Tatú, empinándose para parecer más alto.
    —Shó todo el mundo, exclama Abi. Y vos, Cochito, vení a darnos una mano. Desde que hiciste el papel de Policía rústico en el Teatro-Ópera, ya te quedó la pinta y el estilo.
    —Y el cohete, le responde Cochito, levantándose la chaqueta y mostrándole la .38 que lleva en la cintura.
    —Te van a quebrar el culo por andar cargando esa chingadera. En vez de andar jugando a policías y ladrones, devolvela, protesta Abi.
    Cochito se quita la chaqueta, doblándola cuidadosamente y colocándola sobre unas lozas, saca el revólver, lo  mira, lo besa, y lo oculta entre los pliegues de la chaqueta. Se arremanga la camisa.
    —¿Has visto el juego ese de los guacales y la pelotita?, pregunta Abi. Vos sabés que está ahí y no está ahí. La mano del cuate es tan rápida, que cuando levanta el guacalito la pelota desapareció. Con el poder ocurre igual. Un momento lo tenés y al siguiente ya no.
    —¿Vos qué fumaste hoy, Cochito?, protesta Tatú.
    —Nada. Me extraña, Tatú, que siendo tan enano y teniendo la cabeza tan cerca del suelo, no te des cuenta.
    —¿De qué?
    —De lo que quiero decir.
    —Vos hablás muchas pendejadas.
    —Una noche, antes de la función, iba yo por el pasillo hacia los camerinos del teatro. Debía atravesar el escenario, así que lo hice. En la puerta del otro lado, había unas personas y  no sé por qué, desenfundé el arma. Se cagaron en los calzones, apartándose horrorizadas para dejarme pasar. Y yo, con el cohete en la mano caminé despacio, percibiendo, olfateando, casi tocando el miedo de esas gentes.
    —Estás enfermo, Cochito.
    —No, en serio. Piensen bien en lo que digo. ¿Por qué estamos tan jodidos en este país? Porque las armas están en poder de unos cuantos.
   Tatú, Chinche, Abi, lo observaban sorprendidos. Cochito está parado sobre un montículo de tierra y, con las manos en la cabeza, ajusta la cola de su larga cabellera. Abi se sienta, secándose el sudor con el dorso de la mano. Tatú enciende un cigarrillo. Chinche orina con desenfado enfrente de ellos.
    —Debías usar sombrero. El sol te está calentando demasiado la cabeza.
    —Me muero por una fría, comenta Chinche.
    —Voy a invitarlos a las cervezas que quieran, pero antes déjenme decirles lo que tengo trabado en la garganta, como hueso de pollo, desde hace ratos, dice Cochito, sentándose a la par de Abi. Estamos tan jodidos en este país, porque el honor y la palabra empeñada no valen un centavo. Y no es culpa nuestra, lo hemos mamado. Desde pequeños, y para que no nos metamos en babosadas, se nos enseña a mentir, a decir una cosa por otra, a prometer con el fin de postergar, de ganar tiempo. Por eso digo que el honor tiene tantos hoyos como un colador.
    —Estás descubriendo el agua azucarada, es Chinche. A eso se le llama supervivencia.
    —Es parte de la educación, de la cultura, apunta Abi. ¿Qué tiene que ver con las armas?
    —Una cosa lleva a la otra. La mentira y el engaño son conocidos por todos y fácilmente rebatibles. Para que tengan una base sólida —a pesar del repudio general—, se necesita del poder de las armas. Nadie, con sus cuatro dedos de frente contradice a un hombre armado. En eso se sustenta el poder de un  estado como el nuestro, por ejemplo.
    —Disparate las cerbatanas, vos Cochito, y seguimos hablando allá, se le hacía agua la boca a Chinche.
    —Mejor terminemos de limpiar esto, proponía Abi. Ya no tarda en venir el camión por el ripio.
   Hacía varios meses que Abi andaba buscando un local para habilitar un espacio que le permitiera mantener una actividad teatral permanente, una sala propia. Había pensado en algún cine —ahora que los empresarios se daban cuenta que no podían competir con la televisión y el cable, trataban de convertirlos en salas teatrales o en asambleas de Dios—, pero más se inclinaba por uno de bolsillo —doscientos cincuenta a trescientos espectadores, a lo sumo—. En Europa, durante las giras que hicieran con A sangre y a fuego primero y En los montes de Ixcán después, había echado el ojo a los diversos lugares donde se presentaron o a donde fueron a ver algún espectáculo. En España, por ejemplo, vio que algunas antiguas fábricas se convertían en salas de teatro con sólo el auxilio de una mano de pintura, iluminación y butacas, o como grandes y pequeñas bodegas eran acondicionadas en forma sencilla e ingeniosa para tal fin. También en Francia y en Italia. En Guatemala, se decía, cualquiera pensaba en construir un teatro convencional, pero se quedaba frío ante el inflado presupuesto de costos. Había algunas salas construidas especialmente para la escena, pero proliferaban los entarimados en bares y restaurantes, muy de moda, llamados café-teatros.
   Por otro lado, los sitios que había visto, o tenían una renta muy alta o estaban ubicados en zonas periféricas de difícil acceso o no se adaptaba a las exigencias mínimas de tamaño y distribución de áreas. Contaba con algunos miles de dólares que había ganado como actor en una película documental sobre los derechos humanos en las comunidades indígenas, producida y dirigida por un sueco y trataba de interesar a potenciales inversionistas para el equipamiento y los gastos de funcionamiento del teatro los primeros meses. Sin embargo, desesperaba porque no conseguía el sitio y los posibles socios no se animaban a embarcarse en una inversión con tan pocos visos de rentabilidad.
   Casualmente, hablando de lo fea y chata que era esta ciudad, donde se demolían sin miramientos centenarios edificios para dar paso a adefesios comerciales o a playas de estacionamiento de vehículos, alguien le mencionó una que estaba en ruinas y que había albergado hasta hacía no mucho la Pensión París, famoso antro del vicio y la prostitución. Se interesó y fue a verla. Los vecinos le informaron que los propietarios de la casona del Callejón Delfino la tenían abandonada y que no sabían si venderla o botarla.
   Se puso en contacto con ellos. No sin grandes esfuerzos, acordó la renta y obtuvo el permiso para hacerle las modificaciones arquitectónicas necesarias. Sólo tenía que descombrarla, tumbar un par de paredes, darle una mano de gato, levantar el escenario y poner bancas para el público. Los planes incluían una sala de exposiciones y una cafetería.
    —Cuando se vaya el camión con toda esta mierda, prometía Abi, iremos a echarnos las cheves a mi cuenta.
    —Yo trabajo con las manos y no con la trompa, protesta Cochito a Chinche. Puedo seguir hablando de lo que estaba hablando sin dejar de trabajar. Y encarándose a Abi, sigamos echando punta.
    —Estamos arando, le dijo la pulga al buey, corrige Chinche.
    —Vos, Chinche, será mejor que te quedés en tu petate. Estoy hablando con el dueño del circo y no con los animales.
    —Animales, será mi huevo, interviene Tatú.
    —¿Pues sí, vos, Abi?, ignora Cochito a los otros dos, estábamos en que el poder se centra en las armas.
    —De acuerdo. Te lo voy a decir. Cansa estar del lado de los que bajan la cabeza y dicen que sí a todo. Yo no lo sabía, ni siquiera había notado la diferencia, hasta que tuve el cohete en la mano.
    —A falta de pistolita propia, ríe Tatú.
    —¡Tu madre!, se enfurece Cochito. Aquí en Guatemala se divide en dos la gente. De un lado, los que maman la pistolita.
    —Del otro, los que se la meten en el culo, interviene Chinche.
    —No seás prosaico, vos, Chinche. Hablo en serio. Del otro lado están los que tienen el poder. Así de simple. ¿Dónde quieren estar?
    —Yo en la cantina de al lado. Me muero de sed.
   Y poniéndose la camisa, sale Chinche seguido por Tatú. Abi se rasca la cabeza. Cochito escupe.


—LA INSTITUCIÓN ARMADA es totalmente ajena al secuestro del que fuera víctima el subversivo Manuel José. La información emanada de nuestras fuentes, indica que inteligencia militar había detectado, hace mucho tiempo, patrones irregulares en su conducta y se ejercía vigilancia permanente sobre él. El día de los hechos, el ministro echa una rápida hojeada a sus apuntes, el vehículo con placas confidenciales del ejército donde testigos dicen que fuera introducido a la fuerza y llevado con rumbo ignorado, estaba cumpliendo en esos momentos una misión humanitaria en Playa Grande, Quiché. Es obvio que, o se trata de una malintencionada maniobra para involucrar a militares en hechos delictivos o, simplemente, los que dicen haber visto no vieron bien y creyeron haber visto lo que dicen que vieron.
    Toma aire. Mira a su alrededor. No le gusta tener tanta gente cerca, con sus cámaras, micrófonos y grabadoras. Si por él fuera, no se prestaría a las llamadas conferencias de prensa. A puro boletín se las arreglaría. Pero ni modo. De tripas, corazón. Sus altas responsabilidades así lo exigían y él era un soldado antes que nada.
    —Desde hace mucho tiempo, prosigue, se pretende involucrar al ejército en hechos reñidos con la ley. Campañas de desinformación financiadas por la subversión internacional, con el apoyo de la iglesia, misiones diplomáticas y malos guatemaltecos, pretenden desestabilizar al gobierno, lanzando falsas acusaciones contra los militares. Pero nuestra unidad es granítica. Nuestros cuadros superiores, medios y subalternos sólo obedecen a un objetivo, una consigna, un credo. La disciplina es el cimiento, la obediencia es la pared, el honor es el techo. Ya lo dijo el poeta —para que vean que también, al igual que los civiles, tenemos nuestro corazoncito—, la patria es una casa. Y si esa casa no se sustenta sobre un  terreno firme, caerá en cualquier momento, ante la menor provocación, en perjuicio del país y sus ciudadanos.
   Hay una pausa. Los reporteros piden la palabra. El ministro levanta una ceja para dar su venia.
    —Señor ministro, Siglo XXI. Dos preguntas. ¿Sostiene que estaba bajo vigilancia las veinticuatro horas del día? Si es así, ¿por qué las fuerzas de seguridad que tenían  a su cargo esa misión no intervinieron para evitar el secuestro? Segunda. ¿Afirma que Manuel José, quien en el comunicado aparece como Comandante Gonzalo, se entregó voluntariamente al cuartel general del ejército?
    —La segunda primero, sonríe fríamente el general. No lo decimos nosotros, fue el propio señor Procurador de los Derechos Humanos quien lo acompañó y lo entregó para que se acogiera  a la amnistía. En cuanto a lo de la vigilancia, no puedo responder por ahora sin poner en peligro la efectividad de futuras operaciones.
    —Mientras estuvo secuestrado, interviene una reportera de la televisión española, Manuel José afirma haber escuchado sonidos de maniobras militares, motores de vehículos pesados y helicópteros, voces de los que mandan y de los mandados. Ante tal aseveración, ¿niega usted que estuviera en un cuartel o cualquiera otra instalación de dominio militar?
   El ministro pasa la lengua por sus labios, apretándolos fuertemente. Mira fijamente a la reportera de la TV española, mira al del Siglo XXI que le hiciera las preguntas anteriores. Barre con la mirada a ese enjambre de gente de prensa. Su mente está llena de imágenes de la inquisición, el potro vil, las pinzas para sacar los dientes y uñas, la hoguera. Los mira a ambos y a todos los demás que se atreven a importunarlo con preguntas y acusaciones estúpidas, achicharrándose, consumiéndose entre las llamas purificadoras. Piensa en Nerón, en Hitler, en Gengis-Kan, en los que le han precedido y lamenta tener que seguir ese mal llamado juego democrático con la sarta de sandeces sobre los derechos humanos y todas esas cosas que sólo entorpecen la acción de la justicia. Sueña despierto y recuerda sus tiempos de cadete en la escuela militar, sus cursos de Kaibil, sus estudios especializados en contrainsurgencia en Panamá y Texas. Recién graduado se las había visto a palitos en la selva, luchando contra la guerrilla, irrumpiendo en poblados a sangre y fuego para dar un escarmiento a los comunistas, con el arma casi al rojo vivo de tanto disparar, de tanto matar. En nombre de la patria. En nombre de la libertad.
    —Durante treinta años hemos estado en guerra. Es poco tiempo si tomamos en cuenta que ustedes lucharon más de quinientos años contra los moros, responde muy despacio, para que no se pierda una sola de sus palabras. La nuestra es una fuerza defensiva. La constitución nos obliga, nos faculta para defender a la patria de la agresión extranjera. Los sonidos que afirma ese hombre haber oído durante su cautiverio forzoso, son los ruidos que venimos oyendo los guatemaltecos desde hace treinta años, por causa de los mal nacidos que nos vemos obligados a combatir. ¿Qué otro sonido se espera que escuchemos en estas circunstancias?
    —Prensa Latina, señor ministro. El comandante Gonzalo ha denunciado ante las Naciones Unidas haber sido secuestrado por los militares y obligado, bajo amenazas de muerte contra él y su familia, a leer un comunicado en la televisión. ¿Cree usted en la posibilidad que grupos de militares, fuera de control —los autollamados oficiales de la montaña, por ejemplo—, estén haciéndolo a espaldas del alto mando del ejército?
    —Quien traiciona a su patria, quien subvierte el orden constitucional, quien toma las armas contra el gobierno, no tiene la calidad moral para hacer señalamientos.
    —Nosotros, en foros internacionales, hemos denunciado el apoyo de Cuba a los grupos de delincuentes terroristas, y nadie nos ha escuchado. ¿Por qué a ellos sí?
    Su edecán se acerca al micrófono y anuncia que responderá a la última pregunta. Un conocido comentarista de una importante cadena hispana en Miami levanta la mano.
    —Ese, i, ene. General, en el mundo cambiante de hoy, sin muro de Berlín ni Unión Soviética, ¿no cree usted que el magro presupuesto de su nación —gran porcentaje del cual se va en defensa, contrainsurgencia y esas cosas—, ya no justifica el tamaño de su ejército? Perdón, déjeme ampliar la pregunta antes de responder. Gracias. ¿El uso de esos recursos en salud, educación, trabajo, no ayudarían acaso, más que las armas y el ruido que usted ha descrito tan bien, a la consecución de la paz tan anhelada?
    —El mundo cambia gracias a los acontecimientos. Los acontecimientos son provocados por los hombres, no se hizo el mundo en un instante. Todo es producto de la evolución. El ejército de Guatemala está formado por hombres y mujeres que aman a la patria. A veces, en nombre de ese amor, los padres tienen que ser duros con los hijos. Cuando niños, no lo entienden y sólo les parece un castigo injusto; pero cuando crecen lo comprenden e idolatran a sus padres y les agradecen lo que hicieron por ellos. Los hombres que cambian el mundo tienen las armas en la mano para defenderlo contra los locos, los irresponsables, los maniáticos. Con las armas, el ejército puede garantizar la paz. Y con esa paz, se darán las condiciones para la salud, educación, trabajo y todo lo que ustedes quieran. Buenas tardes, concluye el general José Domingo Samayoa.



MONSEÑOR BESA LA cruz, como todas las mañanas al despertar y dice sus oraciones. Ese día trae presagios de tormenta. Tiene cita con el ministro de la defensa a las ocho. Con el procurador de los derechos humanos a las diez. Con el nuncio apostólico a la hora del almuerzo. Conferencia de prensa a las cinco de la tarde. Y finalmente por la  noche, en el salón de los espejos del palacio nacional, está invitado a la imposición de la Orden del Quetzal a un ilustre desconocido que ha desarrollado una impactante campaña para la preservación del hábitat del ave nacional con el sugestivo título de Guatemalteco, tu pájaro está en peligro.
   Mira el reloj. Las siete ya van a dar. Le hubiera gustado quedarse un rato más en la cama. Cuando su asistente lo despertó, soñaba con ángeles y querubines, una imagen que venía repitiéndose constantemente en las últimas semanas. Debía ser, se decía, por un libro que había leído, escrito por monseñor Cavalcanti en 1827, en edición de Monsieur Lavalle 1886, París. Estuvo en  el Índice de la Iglesia hasta 1984 cuando fuera liberado. Claro que él ya lo había leído, ocultamente, durante sus tiempos de seminarista y después, olvidado entre sus cosas, redescubierto en uno de los baúles no hacía mucho. Angelorum angelicarum, sostiene que los ángeles y querubines son una proyección de la mente hacia el ideal que todo cristiano tiene por la elevación hasta los estratos celestiales. Algo muy atrevido para la época en que fuera escrito, pero ahora —gracias a la encíclica de Juan XXIII Sancto sanctorum— podía considerarse como un hecho científico nada reñido con la fe. Sin embargo, hay un pasaje en particular del libro que siempre lo impresionó. Cuando dormís, estáis en los brazos de Dios, rodeado por ángeles y querubines. Pero al despertar, vuestro cuerpo y vuestra alma son acosados por los demonios salvajes. Por eso se resiste a despertar, por eso se le hace tan pesado volver al mundo de los vivos —porque en sueños no hay vida y muerte, realmente— y enfrentar a los demonios salvajes de la maldad cotidiana.
   Finalizada la conferencia de prensa, se retiró a sus habitaciones para descansar un poco y comer algo. Después debía prepararse para lo de la Orden del Quetzal. Le daba curiosidad, sobre todo, porque en los últimos días se había armado una gritería en torno a la campaña. El ecologista Thor Janson —que esa noche iba a ser condecorado—, se aprovechaba del doble sentido de la frase, conmoviendo a la opinión pública. Inundó de la noche a la mañana los medios de comunicación, empleando cuanto recurso tuvo a mano. Desde el jingle —letra de Celso Lara, música de Ernesto Monzón y con las voces de Sergio Iván y Gloria Marina—, pasando por el videoclip —montado en Miami con un salsero de moda y con  el patrocinio de Coca-Cola, agregando a su slogan “sensación sin igual” un alto contenido erótico, porque en el momento final todos llevaban sus manos a los genitales—, aprovechando la onda de Manolo Gallardo que pintara una serie de desnudos femeninos —donde el quetzal, en los más atrevidos de ellos, les hace el amor a lo Leda y el cisne—, sin faltar los bumper-stickers con la discutida frase a la par de otra no menos polémica que dice Maximón es Señor de Guatemala —campaña un tanto fallida que pretendí anular la tradicional de Jesús—, desplegados de prensa, vallas en las carreteras, pintas en las paredes, un anuncio en las páginas amarillas y otros que se hace prolijo enumerar.
   Inmediatamente se armaron dos bandos. Los que estaban a favor y creían en la necesidad de cuidar el pájaro, y los que estaban en contra, que consideraban una blasfemia la insinuación. Acisclo Valladares, el jefe del ministerio público, abría causa judicial en contra del gringo —que para colmo de males, decía, era extranjero—, mientras que los de la organización Greenpeace se olvidaba momentáneamente del barco japonés que transportaba plutonio y que corrí el riesgo de contaminar al mundo en caso de accidente, para pronunciarse a favor de Guatemalteco, tu pájaro está en peligro —destacando que el quetzal también es verde—. Mientras los unos insultaban, amenazaban, pedían no solamente que se le diera la ciudadanía guatemalteca, sino la ciudadanía del mundo por su valioso aporte a la nación que había escogido como segundo hogar.
   El gobierno, mientras tanto, obedeciendo a las nada sutiles presiones del departamento de estado de los Estados Unidos —por aquello de qué vale más, si pájaro en mano que cien volando—, pretendía unirse al clamor popular homenajeando al estudioso de la flora y fauna del país. Se decía que era una campaña financiada por la CIA, que era pagada por Amnistía Internacional, que el propio rey Juan Carlos de España habí donado unos cuantos cientos de miles de dólares, que era una forma de lavado de dinero del narcotráfico, que Rigoberta Menchú había cedido gran parte del efectivo de su Premio Nobel de la Paz para la misma. Nada se sabía con certeza.
   A monseñor Penados todo eso lo tenía sin cuidado. Le parecí una deliciosa irreverencia porque el pájaro quetzal, al igual que los ángeles y querubines de sus sueños recurrentes, también tenía alas.




LIBRO II



OCHO
ESTABA PREVISTO QUE el tren recorriera la distancia entre Estrasburgo y París en cuatro horas. La troupe, después de casi dos meses de gira, se bebía los vientos por volver a la tierra, con la familia, al trabajo, a la promesa cotidiana de una vida mejor, con mayores oportunidades. A excepción de uno o dos, ninguno había estado antes en Europa. Algunos, inclusive, era la primera vez que salían de su país. Los más encontrados sentimientos, las más increíbles sensaciones que, de ser posibles de medir con la escala de Guisseppe Mercalli, mostrarían la gráfica de un violento movimiento sísmico, seguido de pequeñas y medianas réplicas y otro choque mayor en algún momento.
   Guatemala, en el cinturón de América, muestra las cicatrices de innumerables montañas en su geografía. El primer sonido que escucha el indio —junto con el ladrido de perros famélicos y el llanto de viudas y huérfanos—, es el rugido de algunos de los volcanes que escupen rocas  arena para que no se olviden de la presencia de los sempiternos dioses del inframundo. El último sonido que el indio escucha —aunque es posible que haya un presonido, un eco que perciben en el vientre de la madre los nonatos—, es el de metralla y bombas incendiarias lanzadas por las hordas de demonios terrenales enfundados en verdes uniformes de campaña. Tal vez de allí venga el culto a la barbarie que aún persiste —con cenotes sagrados, vírgenes y niños sacrificados y corazones palpitantes fuera del pecho—. El azufre y la pólvora huelen parecido. La dinamita de Alfredo Nobel que en ataques arteros a aldeas y poblados ha desmembrado a hijos, padres, abuelos sirve después, paradójicamente, para unir sus pedazos y tratar de sanar sus heridas desde Oslo, Noruega, en la figura de una india quiché y en claro repudio y desafío al genocida gobierno de turno y a su ejército.
   Mucho de eso está en la mente de los hombres y mujeres que, en un vuelo comercial de American Airlines, con escala en Houston o Dallas, enfundados en trajes y con armas y consignas de una época pretérita pero aún vigente, fueron a la romántica conquista de la Europa con la producción teatral A sangre y a fuego. Con el sonido del volcán atravesado en los oídos y confundido con  el de las turbinas del avión a reacción, apretando los puños y los dientes hasta doler, con mariposas en los estómagos y grillos en la cabeza, sólo piensan en el objeto de su empresa. Ver mundo, conocer gentes y ciudades, visitar museos y sitios arqueológicos, y volver con algunas baratijas de recuerdo. Saber si los de aquel lado tienen algunas diferencias con los de éste -memoria genética de cuentos y leyendas desde antes que llegaran del otro lado del mar, con sus resplandecientes corazas, con palos que escupían fuego y sobre bestias enormes y bufantes-. Reencontrar sus raíces —diluidas en el tiempo y la distancia, pero palpitantes en sus venas mestizas—. Representar a su país, fijarlo de una vez por todas en el mapa de la cultura del mundo —no únicamente a través de la promoción turística que se enfoca en su paisaje y la policromía de los trajes y artesanías indígenas, sino partiendo de la magia y tradiciones para enfrentar un arte contemporáneo—, donde lo antiguo y nuevo se trastocan, donde lo viejo adquiere novedad y lo actual se nutre con la esencia de los antepasados.
   El tren rueda sobre las vías a más de doscientos kilómetros por hora. Algunos descansan en los coches-cama, otros beben en el coche-restaurante, pero nadie puede dormir. La excitación es grande y la ansiedad crece con las horas. En Gare d'Austerlitz son recogidos por el bus, muy de mañana, y llevados a un albergue para pasar su último día en París.
   Última noche en París. Cuando hay novedad, cuando las ganas son frescas y el horizonte lejano, el tiempo parece no correr con la suficiente celeridad. Hay muchas cosas por delante. Ciudades, hoteles, teatros, autobuses, aviones, trenes. Y sobre todo un mundo de gente nueva que se conoce y trata. Un calendario por seguir, un recorrido por hacer. Horarios, itinerarios, llegadas, salidas. Maletas y baúles. Todo es de paso, al paso, hoy diferente a mañana y a ayer y así hasta que llega el momento de volver. Palabra que encierra toda la magia de los reencuentros. Cuando las ganas son viejas y el horizonte se topa con nuestras narices, el tiempo pasa volando. Se llega antes de iniciar el retorno. Todo se encoge, todo está al alcance de la mano. Parece que la querencia limita nuestras ansias. Por eso hay gente solitaria aparentemente dedicada a la circunspección, pero en realidad concentrada en las fuerzas que gobiernan a universo, en constante transmisión y recepción tan necesarias para las grandes empresas y arriesgadas conquistas. Cuando hay querencia, el miedo a perderlo todo coarta la espontaneidad, cierra los canales y hace que se extremen las precauciones. El amor, la familia, la sociedad son pararrayos del ingenio y la experimentación. Las leyes, normas, reglamentos no benefician —en este corrupto sistema— sino a la cúpula de poder, en detrimento de la gran mayoría indigente. La democracia no existe, porque el pueblo no tiene ninguna influencia real sobre las decisiones de los que gobiernan. Y los que gobiernan se nutren con los dineros y la sangre de los gobernados. Extraña paradoja.
   Última noche en París. Esta frase encierra un alto contenido emotivo, cuyo significado no alcanza a expresar a cabalidad el estado de ánimo de esas gentes que llegaban al final del camino. Al día siguiente, todo sería ricamente un recuerdo. Algo para el álbum de fotografías y las pláticas de sobremesa. Para llevar más como lastre que como alas impulsadotas de una realización plena futura. Debían prepararse para ese agotador vuelo trasatlántico, donde la fobia a volar, sumada al reencuentro con una no muy halagüeña realidad en su país, invitaba a disipar las penas con alcohol y a emborracharse para no pensar en nada más. Dos meses antes —que para la mayoría parecían dos años en la distancia—, la compañía salía de la Terminal Aérea de la ciudad de Guatemala con un mal presagio. El cargo con el ménage de teatro —escenografía, armas, instrumentos musicales, vestuario— no podría irse en el vuelo contratado —los de la compañía aérea española argumentaban razones de espacio, pero era parte de la maniobra del embajador para tratar de impedir, en un último intento en Guatemala, que la pieza se presentara en su país, como se pudo comprobar más tarde—, lo que había obligado a abrir las cajas y apretujar en otras más reducidas y entre el equipaje de la casi treintena de actores y técnicos los innumerables objetos, para que cupieran en el pequeño avión de American Airlines. El complot español había quedado de manifiesto días antes. La producción de la obra había hecho un convenio con Iberia, consistente en la apertura de una cuenta donde los patrocinadores depositarían sus contribuciones para cubrir el costo de los boletos aéreos de los integrantes de la compañía de teatro. Durante meses llegaron los aportes, pero realmente no era necesario que se reuniera la cantidad total, porque la presidencia de la República había ofrecido dar el resto. Unos días antes del viaje, la compañía aérea española requirió el pago al gobierno —por aquello de que pisto en mano, culo en cama—, consistente en un restante cuarenta por ciento del valor de los boletos. El gobierno solicitó como es usual en estas operaciones, un plazo de treinta días para cancelarlo. La compañía no aceptó —y aquí las piezas del complot empiezan a ajustar con mayor facilidad—. Para no cansar con la historia, el gobierno compró los boletos a otra línea aérea que sí concedió el crédito solicitado. Pero las dificultades parecían no terminar, porque con el cambio de ruta y dada la premura del tiempo, obligados ahora a hacer una escala en los Estados Unidos, se exigía visa. La mayoría carecía de ella y no había tiempo para hacer la solicitud. La única salida fue pagar un impuesto para permitirles el paso sin visa —confinados en una sala del aeropuerto de Texas como vulgares indeseables— y así poder cumplir con la conexión que habría de llevarlos hasta Madrid.
   Todo había llegado a su fin. La amarga experiencia española quedaba atrás, diluida por el tiempo y la magnífica acogida que tuvieran en Francia. A sangre y a fuego de Calderón Achichivitz era ya historia. El tiempo empezaba a correr para Abelino Pop y su En los montes de Ixcán.


POR LA PLUMA se conoce al pájaro. La vida de un hombre se construye con los ladrillos de sus actos. Los fallidos, inconclusos, irreverentes, amorales, impíos, tanto como los grandiosos, humanitarios, heroicos, sublimes. Un paso detrás del otro forman la línea. Camino recto o quebrado, línea continua o interrumpida. Cada uno se para sobre los talones de su propia escala de evolución.
   Manuel José aparta la vista del libro y espanta de un manotazo al zancudo que pasa zumbante desde hace rato, haciendo atrevidas zambullidas —de ellos aprendieron los Stuka sus suicidas picadas sobre Londres—. En esa época del año, con la entrada de las lluvias, los insectos se alborotan y atacan solos y en escuadrilla sin descanso. Las paredes y techo de su dormitorio están tapizados con cadáveres de sangrantes y aplastadas moscas —otra plaga antediluviana, junto con las cucarachas y los tiburones, aunque a estos últimos sea más que improbable encontrarlos en una habitación—. El calor es insoportable en esa casa diseñada para liliputienses y pagada con medida de gigantes, con sus reducidas habitaciones, estrechos pasillos y bajos techos de concreto. Hace tiempo que le cuesta dormir. La lectura le procura momentos de distracción, pero su concentración es frágil y errática en esos días. Mira a su lado la enmarañada cabellera negra de su esposa y esa fina nariz que emerge —como snorkel de un submarino entre las inquietas aguas del océano de los sueños—. Ella respira apaciblemente, produciendo un sube y baja de sus espléndidos senos. Manuel José olvida mosquitos, calor, lluvia, dolor, pena, cualquier cosa ante la visión de esos pechos. Recuerda la primera vez. Ella llevaba un vestido celeste —¿o verde claro?—, vaporoso, escotado, dejando al descubierto la unión de esas deliciosas redondeces cuando movía los brazos o se inclinaba hacia delante. Manuel José tuvo entonces la misma sensación de vértigo que sentía ahora. Se llenó de una urgencia animal de poseerla, de hundir su rostro en esa cavidad tibia y tersa entre sus pechos. Ella, como presintiendo, emite un suspiro y gira para darle la espalda. Manuel José deja a un lado el libro y se acerca hasta encajar perfectamente en ese cuerpo tibio —que poco a poco va adquiriendo la posición fetal—. Intenta penetrarla por atrás, pero ella emite un sonido de protesta y se retira. Él, con gran excitación, trata de darle vuelta y de subirse sobre ella, pero la esposa —ahora más consciente y dueña de sí misma— dice que tiene mucho sueño, que tienen que dormir para poder levantarse temprano y todas esas cosas que se dicen para decir que no. Manuel José enciende un cigarrillo y trata de volver a la lectura, pero desiste después de un momento. Va al baño y orina. Siente una gran opresión en los testículos —le ha ocurrido antes cuando, como esta vez, ha sido rechazado— y se sienta en el inodoro a fumar y a pensar.
   Mañana en la tarde me iré contó, amorcito lindo. Así había ocurrido. Su hermana rogaba, no te vayás con ese hombre, hermana. Su abuela sentenciaba sos muy patoja, m'hija, disfrutá un poco de la vida primero. Su mamá preguntaba ¿qué te puedo decir, hija? Su papá instruía es un paso muy serio en la vida, pensalo. Y ella repetía lo amo y con esa inocencia de los diecisiete años se subió a la moto —ese ingrediente que excitaba más su joven corazón y la hacía sentir como la novia raptada a caballo de las historias de antes— y juntos se perdieron en la intimidad de los primeros encuentros. Y así habían vivido felices.
   Después de masturbarse, vuelve a la cama. Su esposa duerme y en su semblante no hay señal de enfado o inquietud. Al día siguiente despertará con ella enroscada en su cuerpo, le dará los buenos días con un beso y aquí no ha pasado nada, mi amor. Después de dar mil vueltas en la cama y maldecir entre dientes la puta que la parió, se duerme. Y sueña con plumas y pájaros, con ladrillos y caminos. Se yergue sobre unos talones descomunales y se caga en la evolución.


NO ES LO mismo en pelota juego que el juego de pelota, dice Julio con esa peculiar sonrisa que se dibuja a través de su incisivo superior derecho fracturado en la horizontal exactamente por mitad.
    —Tampoco es lo mismo me las juegas, responde Manuel José, no jodás.
    —De acuerdo Pongámonos serios, pues. ¿En dónde estábamos?
   —Con Edmond Bordeaux Szekely. Íbamos en que ese filólogo e historiador descubrió que, invariablemente, en las pirámides de mesoamérica siempre se encuentran los símbolos de la serpiente emplumada y del jaguar.
    —Correcto. Le muestra el libro. Los toltecas simbolizaron la vida a través de Quetzalcoatl, representado por la serpiente emplumada. Texcatlipoca, el principio opuesto, representaba la muerte a través del jaguar o tigre.
    —¿Pero qué tiene que ver eso con el juego de pelota?
    —Las pirámides no fueron, como sostienen muchos, simples templos o tumbas.
    —Eso cualquiera lo sabe. Pregunto sobre tu tesis, no sobre lo que ese tal Szekely dice.
    —Para lo otro debemos llegar por lo uno. Tené paciencia, Manuel José. Mirá, casi le mete el libro en las narices. Estas estructuras fueron usadas como escenario para la ejecución de rituales cósmicos diseñados para enseñar el conocimiento profundo y la verdad. Las pirámides fueron símbolo del triunfo de la levitación sobre la gravitación, de la ascensión del hombre del reino de Tezcatlipoca, del oscuro inframundo de la muerte, paso a paso, hacia la luz y la sabiduría de Quetzalcoatl, la estrella del anochecer sobre el cielo de la Tierra, donde el espíritu finalmente es liberado de la materia. Los rituales eran conducidos sobre los escalones de la pirámide, combinando los conocimientos antiguos de la filosofía, astronomía, psicología y organización social. Eran representados por sacerdotes enmascarados y vestidos con hermosos trajes, tomando los roles de las diferentes fuerzas que se encuentran en la naturaleza. El pueblo permanecía alrededor de la base de la pirámide durante la sesión. Los escalones estaban compuestos de un tablero de cuadros. Toma un papel y lo raya con gran excitación mientras habla. Once cuadros por nueve y sus múltiplos. Se reunían dos equipos de diez. Uno compuesto por los sacerdotes de Tezcatlipoca ocupando los peldaños superiores, intentando forzar al hombre hacia abajo; mientras que los sacerdotes de Quetzalcoatl, en los escalones inferiores, empujaban para llevar al hombre más arriba.
    —Una especie de ajedrez piramidal.
    —Fuerzas positivas y negativas en oposición.
    —Y el hombre en el centro como un emparedado de jamón y queso.
    —Sólo mirá cuáles eran las piezas que se movían en cada mundo. Usando el brazo, Julio hace espacio sobre la mesa, entre tazas de café, volcando sobre el papel que acababa de cuadricular su contenido consistente en tornillos, tuercas y roldanas de diversas formas y tamaños. Aquí, en el centro de los escalones, dice a Manuel José poniendo un largo tornillo, está Tla, el hombre, el jamón y queso de tu historia, quien podía elegir entre luchar para abrirse paso hacia arriba y alcanzar la cima, teniendo acceso a la estrella del anochecer, o a ser sobrepasado por las fuerzas del odio, el ocio, la avaricia, la violencia y la ignorancia, y caer cada vez más bajo en los peldaños hasta terminar en la muerte.
   Le hizo una extensa relación de ambos mundos en conflicto. El de Quetzalcoatl, en los peldaños inferiores, cuyo primer jugador era Malinalli, que es la voz Azteca para pasto. El pasto crece año tras año y es la interfase entre los vitales elementos del aire, agua, suelo y luz solar, simbolizando las siempre renovadas fuerzas de la naturaleza. Opuesto a Malinalli estaba Miquiztli, el esqueleto, representado por la muerte. El siguiente jugador colocado en los peldaños era el mismo Quetzalcoatl, la serpiente emplumada y opuesto a é estaba Cipactli, el cocodrilo, simbolizando la ociosidad, lo contrario a la creatividad.
    —Y alineados en los escalones siguientes, proseguía Julio, colocando tuercas y tornillos para indicar su identidad y posición, estaban el preservador Calli, casa de adobe. Xochitl, gozo, flor. Izcuintli, perro, amor. Mazatl, venado, paz. Hollín, movimiento y poder, sol. Cuetzpallin, lagartija, fertilidad. Cuauttli, águila, aire y sabiduría. Atl, agua, fuente de vida. En la parte superior de los escalones de la ,pirámide, el  mundo de Tezcatlipoca, con Cozcaquautli, buitre, dañador. Acatl, tul, vacío. Ocelotl, odiador. Ozomatli, mono, hombre inferior. Tochtli, conejo, debilidad. Tecpatl, perdernal, esterilidad. Ehecatl, tormenta de viento, ignorancia y violencia. Quiahuitl, tormenta de lluvia, violencia y destrucción. Este ritual cósmico servía para instruir a la población acerca de la ley de causa y efecto, y se representaba de una manera donde incluso los niños podían comprender que el hombre vive en un universo gobernado por una ley absoluta. Se cosecha lo que se siembra. Enseñaba que haciendo el bien, el individuo podía elevarse hasta el infinito, pero que si hacía el mal, era invariablemente empujado hacia la oscuridad del inframundo.
   Para que no quedara alguna duda, insistió en presentar un diagrama claro de la posición de cada uno en el tablero, asignando números a los cuadros y letras a los participantes. Numeró de uno a nueve las casillas verticales y de uno a once, de abajo hacia arriba, las horizontales. Estaban fijadas así las coordenadas. Asignó letras mayúsculas a los del mundo de Quetzalcoatl y minúsculas a los de Tezcatlipoca.Se esta manera, A=Malinalli, B=Quetzalcoatl, C=Calli, D=Xochitl, E=Izquintli, F=Mazatl, G=Ollin, H=Cuetzpallin, J=Cuauttli, K=Atl, M=Hombre. En contraposición, a=Miquiztli, b=Cipactli, c=Cozcaquautli, d=Acatl, e=Ocelotl, f=Ozomatli, g=Tochtli, h=Tecpatl, j=Ehecatl, k=Quiahuitl. Para determinar la posición de cada personaje en las gradas, recurrió a la siguiente fórmula. 5 vertical-2 horizontal, A. 6 v-3 h, B. 4 v-3 h, C. 7 v-4 h, D. 5 v-4 h, E. 3 v-4 h, F. 8 v-5 h, G. 6 v-5 h, H. 4 v-5 h, J. 2 v-5 h, K. 5 v-6 h, M. Quedaba así =completada la posición de los jugadores del mundo de Quetzalcoatl con el hombre al frente. 5 vertical-11 horizontal, a. 6 v-10 h, b. 4 v-10 h, c. 7 v-9 h, d. 5 v-9 h, e. 3 v-9 h, f. 8 v-8 h, g. 6 v-8 h, h. 4 v-8 h, j. 2 v-8 h, k, alineaban a los personajes del mundo de Tezcatlipoca.
    —Más tarde, el ritual fue transferido a la superficie plana de una cancha de pelota, degenerando gradualmente en una mera muestra de habilidad física y sangriento sacrificio, concluía Julio, cerrando el libro con un clap.
   Por un instante no se escuchó ni el zumbido de una mosca. Ambos amigos estaban frente a frente, los ojos clavados en el tablero erizado con tornillos, tuercas y roldanas colocadas en algunas casillas de éste.
    —Te podrías hacer millonario comercializando el juego a la manera del Scrabble, Monopolio, damas chinas, dice Manuel José con un suspiro de aburrimiento.
    —En lo que estás vos, dice Julio, yendo a un rincón y sacando una gran caja rectangular de cartón que pone sobre la mesa con gran ceremonia. He desarrollado el juego que volverá locos a niños y adultos. Tiene los ingredientes necesarios para ser un éxito. En primer lugar, las fuerzas del bien y del mal que no deben faltar para hacerlo interesante. La victoria significa vida. La derrota, muerte. Diez jugadores por campo y el hombre en el centro, entre las dos fuerzas, inerme y desprotegido.
   Abre la caja y muestra lo que parece ser un tablero inclinado -a la manera de trípode o caballete de pintor-. A primera vista parece la fachada de un templo. Es la estilizada escalinata de un templo maya, con suficiente espacio para colocar las piezas delicadamente talladas en madera fina que le fue mostrando con orgullo.
    —Con predominio de rojo, decía Julio, las fuerzas del inframundo. Con iridiscencias de verde, las de la serpiente emplumada. Y el hombre en palo blanco, como debe ser, por el maíz.
   Fue poniendo cada pieza en la grada y cuadro que le correspondía para el inicio del juego. Le explicó las reglas y le mostró la forma en que debían moverse.
    —¿Y la pelota, dónde está?, preguntó Manuel José con impaciencia, no porque le interesara, sino porque veía aparecer la compacta figura del pequeño Benjamín en la ;puerta y eso significaba problemas.
    —¿Quién es el sacrificado, el explotado, el que va y viene en los vaivenes de las pasiones del poder?, preguntó a su vez Mosca. Venga, hijo, le dice a su retoño. Dígale al tío Manuel José cuál es la pelota del juego.
   El pequeño Benjamín mira a Manuel José, camina hasta él y le dice algo inaudible. Manuel José se inclina para oír mejor y acerca su oreja a los labios del  niño.
    —Ecce homo, cree escucharlo decir.
   Pero ya no puede preguntarle, porque el, pequeño Benjamín ha desaparecido por la misma puerta como una exhalación. Julio hace un gesto complaciente, encogiendo los hombros. Manuel José mira a su alrededor como buscando algo que ha perdido y que no sabe exactamente qué es.


ELLA SECA SUS lágrimas y trata de cerrar ese surtidor sentimental recordando las palabras de su siquiatra. No hay llanto, le decía, son catarros. Cuando dejas salir las lágrimas, tus mucosas actúan como un disparador y se acabó el problema. Ojalá fuera así de fácil, se repite cada vez que llora. Abrir las llaves de la cañería y dejar que fluya el catarro confundido con el sentimiento que la ahoga y oprime su pecho y le hace doler hasta el alma. Mira otra vez la nota que estruja en la mano. La pone sobre su muslo y la alisa suavemente primero y después con fuerza, con desesperación. No puede contener un  nuevo torrente mientras se repite catarros que son llanto.
   Se mira al espejo. En ella es un hábito que ha cultivado desde siempre. Cuenta su mamá que siendo muy pequeña, cuando rompía a llorar lo único que lograba calmarla era ver su propia imagen reflejada. En vez de sonajero, tuvo un espejito que su padre le confeccionó con un pequeño disco de metal bruñido, guardado por un ingenioso soporte de hule. En vez de ositos de peluche, cajitas de música con bailarinas, payasitos, animales que giraban al abrirse las tapas con espejo, donde podía ver su imagen reflejada a la par de la de los simpáticos personajes que se movían al compás de la variada música, mientras escuchaba su cuento preferido de la bruja con el espejito, espejito. Su dormitorio estaba tapizado con espejos, incluyendo uno en el cielorraso. Y dondequiera que miraba, su imagen la reconfortaba. O la reñía, porque también notaba en ella expresiones desaprobatorias cuando los malos pensamientos cruzaban su mente. Al legar a la edad escolar, sus padres empezaron a preocuparse por ese culto desmedido a la imagen. Trataron de dar marcha atrás —también por salud mental, porque ellos, al mismo tiempo, estaban sumergidos en ese mundo de reflejos de su hija que les negaba intimidad y los mantenía al borde de la histeria— y empezaron a hacer perdidizos los espejos uno a uno. La niña se dio cuenta de inmediato y el llanto multiplicado, amplificado ahora por la edad y el raciocinio, sólo pudo ser contenido con la inmediata devolución de los espejos confiscados y la promesa de otros más para desagraviarla. Hija única, acostumbrada a jugar sola, sostenía largos diálogos con su imagen reflejada en los espejos. A tantas imágenes, tantos compañeros de juego. Papá y mamá, declarándose incompetentes para sacar la pata, consultaron a especialistas, pero nada parecía cambiar hasta que de pronto, al llegar a la pubertad, la niña hizo algo insólito. Pidió que sacaran los espejos de su dormitorio. Todos, menos uno, el que cubría la superficie completa de la puerta del baño, pero que por la disposición de la habitación, únicamente era visible al pararse frente a él. Papás y especialistas respiraron aliviados. Era un buen principio, se decían y se quedaron a la espera de que igualmente fueran siendo quitados los otros de la casa. Pero el tiempo pasaba y la colección de espejos crecí junto con ella, apoderándose de los rincones, paredes, muebles de las habitaciones, excepto en el dormitorio desde entonces.
   Cuando cumplió quince años, se veía una joven normal y saludable, feliz y muy desarrollada para su edad. Había tenido algunos novios, pero los despedí en el momento en que deslizaban la mano por las caderas. Dejó el colegio a pesar de la oposición de papá y mamá decidió estudiar teatro. La abuela puso el grito en el cielo, diciéndole que todos los que se dedicaban a eso eran huecos o putas. Su mamá se encogió de hombros y le dijo al papá que dejara a la nena que estudiara lo que quisiera, pero que no le quitara el ojo de encima. El papá con tal comisión, la llevaba y traía en su moto, alejando a los pretendientes que esperaban la salida para probar suerte y ver si le quebraban las tenazas —eufemismo usado para decir que la desflorarían—. Así, para ella, transcurría el tiempo entre sus clases de historia del teatro, actuación, expresión corporal, maquillaje. Estas dos últimas eran las que más le gustaban. La primera, porque el salón donde trabajaban estaba llenos de espejos. Y maquillaje, por razones igualmente obvias. Cuando estaba en segundo año, el director la llamó para hacer un papel en una obra que iba a ser estrenada en el Festival de Teatro Guatemalteco. Eso iba a cambiar su vida de algún modo. Ya tenía dieciséis años pero parecía mayor con ese cuerpo llenito y ese busto grande y firme. Después de una de las funciones, reflejada en el espejo frente al que se desmaquillaba, vio la imagen de un hombre que entraba en ese momento para saludar a las actrices. El hombre dijo algo para todas y se fue rápidamente. Ella nunca lo había visto más que en fotografía, pero sabía bien quién era. Le parecía el hombre más apuesto del mundo, pero al mismo tiempo el más inaccesible. Sin embargo, al verlo por primera vez, al sentirlo cerca, al tener su imagen tan a la par de la suya, supo que él tenía que ser el amor de su vida.
   Pasado el mediodía, ella lo veía cruzar con su maletín en la mano y lo seguí algunas calles hasta que era tragado por la puerta del gimnasio. Y así muchos días, durante varias semanas, sin que él pareciera darse cuenta siquiera de su presencia. Pero nunca lo veía de frente. Aprovechaba la imagen  reflejada en la  vidriera de una tienda que pretendía observar, o por el espejo retrovisor de algún auto parqueado en el lugar. Pero por una feliz coincidencia, el destino los iba a poner frente a frente muy pronto. El encuentro se daría en las escaleras que conducían al segundo piso de esa oficina. Él le diría hola, me gustó tu trabajo en la obra tal. Ella respondería ¿de veras?, no sabía que la hubieras visto —también lo tuteaba de entrada—. ¿Qué haces en este lugar? Aquí trabaja mi tía. ¿Aceptarías un café? Encantada. Y en la cafetería, él le diría que le gustaba mucho. Y ella le respondería que también Y hablarían y reirían hasta que llegara el momento de separarse por la primera vez.
   A esas alturas de su vida, papá —no se sabe si por la sicosis de los espejos o porque se encontró a otra mujer en su camino— estaba separado de ellas. Mamá, con el cuerpo lleno de ronchas —alguna alergia decían, producto de la crisis nerviosa que atravesaba frente al abandono del marido—, odiaba cada vez más su imagen reflejada en los múltiples espejos de la nena, y empezó a quebrarlos uno a uno en accesos de cólera y desesperación, hasta que se la llevaron al hospital con las venas de las muñecas abiertas —las malas lenguas decían que se las había cortado en un intento de suicidio—. La joven, en el hospital, mientras esperaba ver a su madre, permanecía arrobada frente a su imagen reflejada en la vidriera del intensivo, pensando en las delicias que la esperaban en compañía de ese hombre ideal. La madre salió de la crisis y volvió a la casa. La joven, sorprendentemente, ni siquiera se inmutó ante la vista de los espejos rotos. Siete años de mala suerte multiplicados por tantos, pensó, para su madre. En cuanto a ella, se concretó a limpiar el lugar y a tirar los pedazos a la basura. De cualquier manera ya no sentía suya esa casa. Deseaba tener su propio lugar junto a ese hombre.
   Todo estaba decidido. Se iría con él. Su abuela le suplicaba m'hija, es veinte años mayor, divorciado, con hijos. Podría ser tu padre. No importa, le decía, lo amo. Disfrutá la juventud, estudiá una carrera, esperá a que llegue el momento. ¿A qué se debe tanta prisa por querer vivir la vida? Mi mundo de espejos se ha roto, abuela. Cuando me veo en los ojos de ese hombre, sé que no necesito nada más. Sufrirás. No. Te lamentarás. No. Te abandonará como lo hizo tu padre con tu madre. No. No.
   Se fue con él un Jueves Santo Para muchos podría parecer una herejía pasarse el Viernes Santo haciendo el amor, entregados al placer de la carne, al conocimiento novedoso de esos cuerpos ávidos el uno del otro. Aunque virgen, no sangró la primera vez. Nada extraño, porque en su familia la mayoría de mujeres habían nacido sin himen o con uno muy delgado, que se rasgaba a la menor provocación. Sin embargo, su joven corazón bombeaba esa fuerza para hacer de cada encuentro, de cada caricia, de cada acto una mezcla de descubrimiento y de renovada experiencia a la vez. Se brindó entera para él. Nunca lo había hecho en ningún sentido con nadie, ni siquiera con sus papás. Era una sensación nueva que quería saborear, prolongar y eternizar de ser posible. Dormían estrechamente abrazados. A veces él la penetraba por atrás y así, sin moverse, dormían hasta el alba el uno dentro de la otra. Ella, muchas noches, se prendí del pene del hombre como de un biberón y así se dormía, soñando con lo hermoso que es pertenecer y darse por entero. Como algo curioso que ambos comentaron con mucha hilaridad, no había espejo en el apartamento. Cuando él lo llevó, después de una de las raras separaciones esos días, lo puso sobre el lavamanos, en el baño, para poder verse la cara mientras se afeitaba y al lavarse los dientes. Ella dijo está bonito y no le dio mayor importancia, pero en el fondo sentía miedo de mirarse como lo hacía antes de conocerlo. Era otra ahora y, sin embargo, seguía siendo la misma. ¿Cómo explicárselo? Si hay cielo, si hay infierno, tiene que ser aquí y ahora, quemándose en las llamas de la pasión y flotando en las nubes del éxtasis, se decía. Si las eternidad es una manera posible en la dimensión  humana, tiene que estar comprendida entre el momento en que lo había conocido y ahora, en cada instante que le tocaba vivir plenamente a su lado.
   Cinco años después, muchas cosas habían cambiado. Vivían en una casa más grande y tenían dos hijos; pero su relación seguía tan estrecha y fuerte como el primer día. Se podía creer que habían nacido el uno para el otro, desafiando las predicciones y echando al traste las estadísticas. Ella conocí la felicidad. Sabía que existía más allá de las novelas rosa y de las películas hollywoodenses. Más allá de su mundo de espejos y espejismos, con sus imágenes distorsionadas. Más allá de las palabras de su abuela y de los que decían preocuparse por ella y por su bienestar. Personas que, si las miraba detenidamente, mostraban en el rostro las huellas de la soledad, del abandono, de la infelicidad. Con surcos debajo de los ojos de llorar tanto frente al amor que se les había negado en la vida.
   Un día, sin saber por qué, se le llenaron los ojos de agua salada —echando de menos tal vez las playas del trópico que habían colmado su horizonte en la niñez— y empezó a faltarle aire en los pulmones. Cumplía veinticinco años, y veintiséis, y veintisiete. Cambió la lisa y pulida superficie de los espejos por las opacas hojas de calendarios que empezaron a proliferar en las paredes, llenos de marcas y anotaciones en sus números y márgenes. ¿Acaso con el aparecimientos de las primeras arrugas y canas, de la incipiente adiposidad y flaccidez de sus tejidos, del primer dolor de muelas, del continuado tratamiento de respetable señora que recibe en vez del sibilante guapa señorita de antes, empezaba una nueva etapa en su vida, algo que la hacía parecerse peligrosamente a las mujeres mustias e insatisfechas? Su madre era el espejo en el que no quería verse. Mal había superado su crisis nerviosa y vivía en un mundo de fobias, cuchicheos, intrigas domésticas. En el caldo de una infelicidad que formaba una capa gruesa de sebo en el sensitivo corazón de su hija.
   Una manzana podrida echa a perder las otras del saco. La persistencia de la gota de agua que cae sobre la roca termina por horadarla. Una micra de podredumbre contramina el agua cristalina de la poza. No se puede, en este tipo de sociedad, mantenerse al margen de las corrientes alucinantes y mitificadotas, de las oscuras fuerzas del consumismo y la bonanza, del exaltado culto a la belleza y la eterna juventud, del último grito de la moda. Los postulados de la Carta Magna, inclusive, adquieren confuso significado en las tendenciosas y malintencionadas interpretaciones de los medios de comunicación masiva, para favorecer la política de grupos de poder. En este sistema, diseñado para beneficiar a la cúpula dominante, no hay cabida para el bien común —entendiéndose como parte fundamental de éste al amor y a la paz—. Dentro del contexto, con las presiones del medio imperante, ella empieza a bajar sus defensas, a dejarse arrastrar por la corriente. De momento no puede explicarse qué le pasa. Son las lágrimas, la languidez, una fuerte opresión en el pecho, cierta irascibilidad, la inapetencia los síntomas. Va perdiendo peso y las ganas de reír. Se aburre y deja que su imaginación la lleve a donde quiera.
   La esposa de Manuel José seca sus lágrimas. Catarros que son llanto, repite. Relee la nota. Decide cerrar la llave de ese surtidor sentimental y se prepara, con renovados bríos, para irse a comprar un par de espejos.




NUEVE
LUCY LA ROMÁNTICA entornó los ojos —es decir los trabó en los párpados— y quedaron titilando —aparentemente colgados entre el negro y pastoso maquillaje de las pestañas—, en un rictus entre dolor y placer tan común en las películas sadomasoquistas de los años sesenta. Se pasó la carnosa lengua por los labios, preparándose a hacerle lo que llamó la confesión de su vida.
    —Tú no te acuerdas de mí, Manuel José. Me conociste, pero yo era bastante diferente de cómo me ves ahora.
   Manuel José sintió deseos de levantarse, ir al baño y desde allí, hacerse el camino hacia la calle. Pero ella lo tomaba del brazo vehementemente.
    —No te vayas sin antes escucharme, por favor.
   Pudo decir no, pero no pudo. Había algo raro en esa mujer, algo que no cuadraba exactamente. Le resultaba extraña y familiar al mismo tiempo. Picado en su curiosidad, miró esos ojos estrábicos que se le prendían del alma —por no decir que parecían un par de tizones encendidos— y decidió escuchar lo que ella tuviera que decir.
    —Cuando te envié la nota, me arrepentí de inmediato, pero siempre he sido impulsiva y ya era demasiado tarde. Luego, cuando me llamaste por teléfono, estuve a punto de colgar o de decirte no está aquí o no trabaja aquí o no existe. Nunca había llegado tan lejos.
   Ahora era ella la que parecía buscar con la vista un lugar seguro para correr, huir y esconderse. Manuel José sintió pena.
    —Disculpa, Lucy. También yo debo darte una explicación. Nunca he sido bueno para hacer amistades, para iniciar relaciones nuevas. Al recibir tu nota, pensé inmediatamente en la posibilidad de una aventura. Todos, alguna vez, andamos en busca de eso que parecía sobrarte. Después, tuve durante semanas la nota sobre mi mesa. Estuve a punto de tirarla a la basura y olvidarme pero, de alguna manera, tú parecías ligada a ese lejano pasado que nos hace sentirnos nostálgicos a veces. Por eso te llamé. No recuerdo quién eres ni nada que pueda relacionarnos con esa época. Esperaba, al verte, tener la imagen presente de un sueño pasado.
    Lucy hurgó en el bolso y sacó una fotografía.
    —¿Recuerdas a Nery?
   Manuel José tomó la vieja fotografía, reconociendo en la imagen a un muchacho retraído y solitario, compañero en la escuela de teatro. La miró a ella. Habí rasgos familiares en ambos.
    —Sí claro que lo recuerdo. ¿Hermano tuyo?
    —No exactamente. ¿Quieres conocer la historia? Eso ocurrió en Río Hondo, Zacapa.
   Manuel José la escuchó durante más de media hora sin interrumpir. Y mientras ella hablaba, mientras le contaba la historia, todo se fue clareando en su mente. Nery, se decía, todos pensábamos que era un poco raro, es cierto. Hasta creímos que podía ser marica, pero no. Aunque retraído, era como los demás. Pudimos comprobarlo durante las constantes giras teatrales de la compañía de la academia al interior de la república. Lucy sufría ante los ojos de Manuel José una transformación real, una transfiguración en el tiempo. Su voz se tornaba cada vez más grave, sus modales menos femeninos, rejuvenecía, cambiaba de sexo, botaba la gruesa capa de maquillaje y aparecían los verdosos troncos de su poblada barba.
    —Cuando nació esa criatura, empezaba balbuceante y con gran excitación Lucy, la familia celebró la llegada de la primera niña —entre ocho hijos hombres que ya eran—. Le pusieron Lucía y cuando la bautizaron, el alcalde del pueblo y su esposa fueron los felices y orgullosos padrinos. Lucí tuvo una infancia normal hasta que, jugando en el patio, se dio un fuerte golpe entre las piernas. Las monjas de la escuelita la revisaron para ver qué le había pasado y se toparon con un pene y testículos perfectamente desarrollados. Los papás de la niña fueron llamados a la escuelita y allí entre sollozos, confesaron que su mayor frustración había sido tener un hijo varón más y que por eso pretendieron, con la complicidad de la partera, que era niña. Desde esa desafortunado golpe, la dulce Lucía dejó de existir oficialmente. Su padrino, el alcalde, montó en cólera y casi mete al bote a papás y partera, pero se concretó en hacer una enmienda manuscrita en los papeles y así, ya sin padrinos y ante la sorpresa general, nació Nery en el registro civil. Sus castaños y largos cabellos rizados y graciosamente enrollados en canelones fueron tijereteados a la manera militar, sus finos vestidos de encaje, moños y amplios vuelos fueron sustituidos por rústicos pantalones de gabardina y lona y camisas de manta. Sus brillantes zapatillas de charol dieron paso a zapatones altos hasta los tobillos y con gruesas y claveteadas suelas. Sus muñecas y delicados juguetes desaparecieron de pronto, al igual que sus colchas y sábanas y cojines con delicados colores y estampados femeninos. Se dio una purga total, hasta que no quedó vestigio de su vida anterior. Cuando tuvo quince años se fue a vivir a la capital con unos tíos. Estudió en el Instituto Central para Varones y ya no se graduó porque en ese tiempo se le metió estudiar teatro. Sus tíos pegaron el grito en el cielo y notificaron a los papás. Los papás le pusieron un ultimátum o estudiaba una carrera o se olvidaba de la pensión. Él mandó al rayo pensión y carrera y se fue a vivir con unos amigos. A los dieciocho años, también había abandonado el teatro y decidió irse de mojado a trabajar a los Estados Unidos. Allí, por primera vez desde ese terrible trauma de la niñez, pudo encontrarse a sí mismo. Descubrió, con miedo primero y gran deleite después, su afición a ponerse ropa interior femenina. Lo hacía sentirse bien. Luego empezó a probarse vestidos y zapatos, a maquillarse, a usar pelucas con diferentes cortes y colores. Llevaba, a esas alturas, una doble vida. Estaba casado y tenía dos hijos. Trabajaba como obrero en una fábrica ensambladora de aparatos eléctricos y todo transcurría normalmente hasta el viernes cuando, sin que nadie más que él lo supiera, se iba a un pequeño apartamento que había rentado para tal fin y buscaba entre los atestados closets la ropa que usaría esa noche. Se duchaba y bañaba su cuerpo con lociones y perfumes de delicadas fragancias. Arreglaba cuidadosamente sus uñas. Y según el ánimo que tuviera esa tarde, se maquillaba discreta o vulgarmente, seleccionando un vestido sobrio o llamativo. Debo decirte que Nery no es bisexual o algo que se le parezca. Que su secreto placer radica en la impresión que causa a os hombres. Ser admirada, deseada, escuchar palabras insinuantes, eso es todo. Los Angeles es una ciudad donde podría decirse que nadie se fija en nadie, pero una hermosa mujer al volante de su auto, en el barrio preciso a la hora precisa no pasa inadvertida. Nery, en su rol de mujer, no frecuentaba bares o lugares donde pudieras ser abordado fácilmente y meterse en problemas. Como te decía, escogía cuidadosamente el tipo de maquillaje, peluca, vestido que iba a llevar. Si quería pasar por una mujer de mundo, manejaba por los  barrios elegantes. Si quería ser la ejecutiva de una importante firma, cerca de algún centro financiero. Si ama de casa y madre, rondando los supermercados y centros comerciales. Y en cada uno de los casos, rentaba un auto que estuviera acorde a la personalidad de la mujer del momento.
   El mesero del Hotel Panamerican, con rasgos marcadamente indígenas y vestido con el traje típico de Chichicastenango se acercó a preguntar si querían más café comer algo. Ellos aceptaron lo primero. Lucy seguía hablando con esa  voz pausada y susurrante del que hace confidencias que no deben ser escuchadas por nadie más. Manuel José tenía a ratos dificultad de oírla, porque además alguien atacaba el piano de media cola del lugar con temas musicales sacados de películas, arpegiando de más, provocando una dulzona cadena de sonidos entremezclados y saturantes. Ella acercaba sus labios al oído de Manuel José para que no se perdiera una sola de sus palabras.
    Nery vivió en los Estados Unidos por veinte años. Y cada viernes, cada fin de semana, en cada oportunidad que se le presentaba iba a su pequeño apartamento para dar rienda suelta a sus fantasías. No tienes idea de los líos en que se metió, de los problemas con su esposa e hijos que, al final, terminaron por enterarse de su vicio secreto y lo abandonaron. Nery fue marcado por la  vida.
   No había mucho más por decir. Las preguntas salían sobrando. Se despidieron como dos viejos amigos. Manuel José la vio partir. Pensó en Lucía, en su delicada apariencia y sus rizos dorados. Pensó en el Nery de entonces, obligado a asumir una personalidad totalmente opuesta a partir de los doce años. Pensó en Lucy la romántica, con un pie en cada mundo, entre lo que era y lo que habían pretendido que fuera. Sintió pena por los tres, por todas las criaturas víctimas de la injusticia. Hurgó entre sus cosas y sacó la  nota, releyéndola. Encendió un fósforo y la dejó consumir por las llamas, ante las sorprendidas miradas de los meseros y comensales. Cuando salió del lugar, los empalagosos arpegios no se apartaban de su cerebro, enhebrando otras fantasías que sólo la realidad, con su crudo rigor, es capaz de superar.


(INFORME DE TARTASORDOS)
HAY DOS CLASES de tartasordos. Imagine una pirámide y sitúese en la cúspide. Piense ahora en un pato que pone un huevo ahí donde usted está. ¿Hacia qué lado rueda el huevo? Empezaremos hablando de la ley de las probabilidades. Tres lados de la pirámide. Tres alternativas. Usted juega una contra dos. Antes de entrar en consideraciones de hacia qué lado sopla el viento, de si el huevo es puesto de punta o de lado —en el último caso dependerá de hacia dónde está orientado el  norte del huevo en relación a las aristas de la pirámide—, de si es un huevo regular o irregular —que también los hay—, de si se rompe en el intento y los pedazos y líquidos se desparraman por todos lados, o de si el pato pierde el centro y lo pone con tendencia hacia un lado o el otro. En fin, antes de responder, entran en juego otros elementos de juicio. El tamaño de la pirámide. El tamaño del pato. La una en relación con el otro. Y luego el tamaño del huevo —elemento armónico entre ambos—. Y no debe olvidarse, sobre todo, la hora y el clima imperante. De noche, pato y observador pueden perder el sentido de ubicación. Bajo la lluvia, el huevo tendrá tendencia a resbalar hacia uno de los lados de diferente manera que en la temporada seca. El material con el que está construida la pirámide —damos por descontado que todos sabemos como está constituido un pato—, porque los resultados serán diferentes si el huevo debe rodar en superficie lisa o rugosa, seca o grasosa. También si la pirámide está perfectamente nivelada en el terreno es importante. Cualquier pequeño desnivel podría inclinar la balanza hacia un lado, el otro o el tercero. Las consideraciones metafísicas tampoco son despreciables. Convendría averiguar bajo qué signo astrológico ha nacido el pato. La influencia del experimentador. Es decir, la conjunción de elementos que pueden incidir, afectar la estructura de pirámide-pato-huevo. Sin olvidar si se trata de un huevo fecundado o de sombra. De cualquier manera, la respuesta será siempre por ninguno. No es un pato sino una pata la que pone huevos. Imagine una pirámide y sitúese en la cúspide. Piense ahora en una pata que pone un huevo ahí donde usted está. Empezaremos hablando de la ley de las probabilidades. Cuatro lados de la pirámide. Cuatro alternativas. Usted juega una contra tres. Antes de entrar en consideraciones generales, ubiquémonos en la posición del observador.  Para poder emitir un juicio debemos conocer la edad, sexo, estado civil, nacionalidad, escolaridad, grado de inteligencia, habilidades extracurriculares, estado de salud física y mental —entre otros que mencionaré más adelante— del que va a emitir el informe. Una vez determinado ese extremo —el cual, sin embargo, no tiene nada que ver con el asunto, porque pueden entrar en acción otros factores como la adivinación y la suerte— fijaremos la distancia a la que el observador se encuentra de pirámide y pata —y aquí otra vez depende de si es de día o de noche, invierno o verano, etcéteras—. Finalmente, como es la voluntad del sujeto la que manda, éste puede negarse —con todo derecho— a participar en cosa más idiota y punto. Pasemos a otro asunto. Hay dos clases de tartasordos. Sin lugar a dudas y dejando a un lado las apreciaciones meramente subjetivas, el período más importante en la  vida de un ser humano es la vejez. Para empezar, cuando se llega a viejo se ha logrado superar, bien que mal, con mayor o menor éxito, las etapas críticas de la  niñez, la juventud, la madurez. Hablaremos en otra ocasión de ellas. La vejez se manifiesta con lo que han dado en llamar sabiduría y que no es otra cosa que la relación armónica con el todo universal. No puede hablarse de un niño sabio, de un joven sabio, de un adulto sabio. ¿Por qué? Porque es exclusivo de esta condición de viejo junto con el deterioro físico y mental. Pérdida de la memoria, de la vista, de los dientes y el cabello, de la aptitud para la carrera y el salto —incluyendo el conocido de cama—, entre otras manifestaciones de todo tipo e igualmente importantes para el ser humano. Ahora bien, con la pérdida de todo eso y el paulatino enfriamiento de pasiones —altas, medias y bajas—, principia en sentido inverso un conocimiento intuitivo de las leyes que gobiernan a la creación. Lo que antes estaba vedado por el excesivo flujo, influjo y reflujo de sensaciones y, sobre todo, de impaciencias —que empiezan en el seno materno con pataditas y codazos y esas ganas de ser escupido a la vida, siguiendo con balbuceos que quieren transformarse en palabras, pasos vacilantes que deben concretarse con el andar; de pequeño por llegar a  niño, de niño por ser joven cuanto antes, de joven por ser adulto, con todas las implicaciones de poder y poder y poder—, aparece con la vejez. Ya no se puede, en el sentido estricto de la palabra. Cuando las impaciencias terminan, comienza la sabiduría. Allí radica la razón, la importancia de la vejez. Cabe preguntarse si es suficiente nacer, crecer, llegar a sabio y morir. Negar la posibilidad de una vida anterior y ulterior, con sus estratos de ánima, espíritu, esencia, entidad, fantasma, energía, duende, gas, sonará a herejía y dejará sin empleo a millones. Por el contrario, la aceptación, la afirmación incuestionable de ese postulado, proporcionará al conglomerado la fuerza para seguir explotando el morbo en relación a la vida y a la muerte. Dicho de otra manera, en la parábola del pato y la pirámide hay dos planos. Uno, el encubierto, el engaño, la trampa. Otro, a partir del descubrimiento del engaño, la hipótesis valedera. No confundir el huevo con  la gallina. Imagine una pirámide y sitúese en la cúspide. Piense ahora en su vida anterior. En sus vidas anteriores. Pero no caiga en la celada que le tenderá su imaginación. Imaginar no es recordar. La imaginación va adelante del pensamiento y el recuerdo atrás. El primero es libre y el segundo subordinado. Tampoco piense en la pirámide. Es absolutamente circunstancial. Lo mismo podría decirse si se encontrara en la punta del Empire State. La regresión gradual en la memoria proporciona un ordenamiento cronológico necesario para no perderse en los vericuetos de la invención. Buceando de adelante hacia atrás, el primer lugar será el vientre materno, esperma y óvulo, molécula y gene. A partir de entonces, a la anterior muerte y vida y así, cuantas veces sea necesario para formar la raíz genealógica de las reencarnaciones. No está muy claro, en la escala de la evolución, eso de si se pudo ser animal o cosa; pero asumiremos que no —solamente para dejar bien sentado el punto— y dejaremos abierta la ventana en relación a sexo y raza. Tengo una teoría sobre la posible causa de la homosexualidad. Francmaricones y tartarisordorum van de la mano. La homosexualidad, como el cáncer, está latente en el individuo. Lo que determina la conducta, en todo caso, es la proximidad de vidas anteriores con el sexo opuesto al actual. Alguien que en sus dos o tres vidas pasadas ha sido hombre —como en la presente—, tiene esa memoria que se ha reafirmado en cada una. Alguien, por el contrario, la mujer que en sus anteriores vidas fuera hombre, tendrá un comportamiento masculino. Y así, en mayor o menor grado, según el número de vidas anteriores y el sexo que tuviera en las mismas. Con las razas ocurriría algo parecido. La expresión un negro con alma blanca o un blanco con alma negra, por ejemplo, confirma la regla. Una vez se obtenga el conocimiento de la o las vidas anteriores, hay que hacer como hacen los hipnotizadores, contando de diez a cero y ordenando al sujeto que olvide todo. Nadie podría vivir con plena conciencia de su anterior existencia. Imagine la pirámide y sitúes en la cúspide. Piense ahora en su vida futura después de su muerte. Pero también evite caer en la trampa que le tenderá su propia imaginación. Imaginar no es recordar. Y para vivir una vida posterior —o muchas— hay que echar mano de los recuerdos del futuro. Como antes efectuó una regresión cronológica, ha llegado a un punto de los recuerdos del pasado se ligan con los recuerdos del futuro. Esa dimensión desconocida en el tiempo y en el espacio —percibida por Einstein y otros como él—, sin principio ni fin, es lo más parecido que existe —como concepto— a la vida eterna. Dentro de ese ciclo interminable de seres y conciencias, se debaten el bien y el mal, los polos catárticos que sostienen a la frágil humanidad. La conciencia del ser y el estar, del aquí y de ahora, del hoy, el ayer y el mañana obedece a la ley de la relatividad, con sus complejidades semánticas. Mi vida actual, en el plano dimensional del espacio, podrí corresponder a la vida pasada de otro en un paralelo. O a la vida futura de alguien más. Entendiéndose esto como parte del ciclo que no tiene principio ni fin. Que es para siempre. O, al menos, hasta el fin de los tiempos.


LOS COMANDANTES GENERALES del ejército presentan su informe al ministro de la defensa. El ministro de la defensa lo comunica al presidente de la república. Este lo comenta con el vicepresidente. El vicepresidente llama a la ministra de cultura. La ministra de cultura habla con el productor. Este lo comenta al director, al autor, al elenco.
    —Señor ministro, nuestros servicios de inteligencia han detectado una posible conexión entre las comunidades de resistencia indígena y un grupo subversivo que opera bajo la pantalla de una compañía de teatro. Nuestros infiltrados en el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, lugar donde se reúnen
    —Señor presidente, los comandantes generales me han informado sobre las actividades de un grupo de teatro-ópera que pretende estrenar en nuestro país y llevar al extranjero una obra que atenta contra el buen nombre de la institución armada. Miramos con preocupación
    —Señor vicepresidente, como en  estos momentos me encuentro con un pie aquí y el otro en el avión, le pido que se encargue de ese engorroso asunto del teatro-ópera que están presentando en el Teatro Nacional. A mi regreso
    —Señora ministra, la G-2 ha investigado cuidadosamente a los miembros de la compañía. Un extranjero es el director, un conocido líder indígena el autor y el productor es alguien que desde hace tiempo se ha encargado de desprestigiar al gobierno. La recomendación es
    —Señor productor, desde el principio le he brindado mi apoyo. Me gusta la obra, tiene los elementos estéticos y la calidad para ser presentada aquí y en cualquier lugar del mundo, pero dada la situación política del país, no podemos seguir adelante. Usted sabe que el ejército
    —¡Merde!, exclama el director en su lengua materna.
    —Pur ish quiss!, dice el autor y compositor en su lengua vernácula, escupiendo después de la silbante ese final.
    —¡Malditos hijos de perra!, exclama el productor en español, ni modo.
   Durante los siguientes minutos, los insultos y frases de indignación no regatean en ese pequeño salón del Centro Cultural donde se reúnen los integrantes del elenco técnico y artístico del Teatro-Ópera En los montes de Ixcán.
    —Mi opinión, dice Cochito Mejía en su registro de voz más bajo, es que no debemos tomar a la ligera ese tipo de amenazas. La obra es una patada en el culo de todos los militares.
    —Es ridículo, protesta don Abelino Pop. He sido testigo de las masacres cometidas por el ejército contra nuestra gente.
   Él mismo era un sobreviviente de cuando entraron a Santa María Las Cumbres, en su nativo Quiché. La patrulla andaba en busca de subversivos, según dijeron. Ya los helicópteros se habían encargado de ametrallar y lanzar bombas incendiarias sobre los aterrorizados moradores de un caserío vecino y buscaban a los que habían logrado escapar. El maestro Pop se hizo sospechoso de inmediato por la cantidad de partituras y extraños artefactos musicales que proliferaban por la residencia. Revolvieron todo, señalando los papeles como propaganda subversiva y los instrumentos como posibles artefactos terroristas para confeccionar trampas cazabobos —tan populares durante la guerra de Vietnam— y bombas quitapie de los guerrilleros. Don Abelino les explicaba que no eran sino cosas musicales y se salvó de una muerte segura cuando les demostró que era miembro jubilado de la Banda Filarmónica del Ejército y autor del Himno de la Quinta Zona Militar que cantó al teniente que los comandaba, quien se cuadró respetuosamente al reconocerlo. Lo dejaron asustado y con todo revuelto y quebrado, pero sin un rasguño para él y su familia.
    —Además, proseguía el Maestro Pop, es una democracia, ¿o no?
    —Democracia, mi huevo, tronaba Cochito. Estoy dispuesto a echar verga, si es necesario. No les conviene a esos hijos de puta hacer nada contra nosotros ahora que los ojos del mundo están sobre Rigoberta. Tenemos fuerza.
    —La Menchú y la carabina de Ambrosio vienen siendo lo mismo, protesta Tatú. Aquí no pasa nada. Eso es política. Nosotros somos cultura. ¿A quién le interesa?
    —A nosotros, dice Manuel José. El Premio Nobel de la Paz es una bofetada para militares y gobierno. Eso los tiene como putas en cuaresma, muy nerviosos. También el asunto del fin de la guerra en El Salvador y las reducciones de las fuerzas armadas en Honduras y en Nicaragua. Van a dar el piojo, pro mientras tanto pelearán con lo que tienen a mano y de la única forma brutal e irracional que ellos conocen. Hay una seria amenaza contra nosotros. Si seguimos con la temporada del Teatro-Ópera En los montes de Ixcán, es posible que nos desaparezcan y nos maten. Si la suspendemos, todo el esfuerzo de meses servirá para nada. O para casi nada. En mayor o menor grado, todos estamos en esto. Es un trabajo de equipo. Que el grupo decida.
   Las opiniones estaban divididas sobre si debían continuar o no, pero en lo que todos coincidían era sobre la peligrosidad de esa gente armada y con tanto poder. Además, con la escalada de violencia que se estaba dando últimamente, podrían pagar justos por pecadores.
    —Entonces, ¿ya no contamos con el apoyo de la ministra Lima?, preguntó Jean-Yves, el director.
    —Obviamente, no, respondió Manuel José.
    —No hay más qué decir, puntualizó el francés. Sometámoslo a votación.



EL CADÁVER ESTABA envuelto en una raída sábana de hilo crudo, colores verde y blanco, donde se leía en una esquina —bordado a mano y con letra irregular de carta— “Emergencia Hospital General San Juan de Dios”. La menuda figura se dibujaba entre los pliegues de su mortaja y el último, en un ángulo, perfecto, cubría completamente el rostro de esa mujer bienamada. Manuel José miró a su alrededor. En camillas metálicas con rodos había otros cuerpos. La puerta entreabierta dejaba ver el escritorio del encargado de la morgue, quien se encontraba escribiendo en un libro grande —que contenía los nombres, números y demás señas particulares que identificaron en vida a esos seres que ahora se convertían en estadística— el certificado de defunción para entregar el cuerpo a los deudos. Alguien a quien no alcanzaba a ver lloraba en la improvisada sala de espera con bancas a lo largo de la pared y un altar con lemas cristianos, imágenes y cuatro soportes donde descansaba el rústico ataúd. A lo lejos se escuchaba una canción de moda que provenía, seguramente, de un cuarto contiguo al escritorio y que debía servir de habitación al velador del lugar. Manuel José cerró los ojos un instante, apretando los puños con desesperación. Hubiera dado su brazo derecho, su corazón, su cabeza, lo que le pidieran, por ocupar el lugar de ella en ese mismo instante y hacerla vivir para siempre. Movió la cabeza de un lado a otro, en un lento voltear oscilatorio, sin fuerzas, como para sacudirse la pena y adormecer el sentimiento. Miró su reloj. Las siete y cuarto de la noche. Apenas tres horas antes esa mujer respiraba, sentía dolor y frío, amor y odio. Tenía conciencia. Estaba viva. Un sonido llamó su atención. La enfermera empujaba una camilla —donde en el centro flotaba un bulto envuelto en tela blanca y que debía corresponder, por su pequeñez, a los despojos de un niño—, dejándola en un rincón con ese aire profesional que da la constante cercanía y manipuleo de los cuerpos, y retirándose con unos pasitos cortos de zapatillas blancas que desaparecieron tan rápido como habían llegado. Casi sin pensarlo más, como quien se prepara a abrir la tapa de un libro que sabe estará obligado a leer algún día, porque así suelen ser la vida y la muerte, tomó el pliegue de la sábana, descubriendo el, rostro apacible de esa anciana, un tanto transfigurado por la rigidez pero aún ella en su envoltura corporal que durante casi setenta y ocho años, en sus diferentes estados de hija, hermana, esposa, madre, abuela, bisabuela, le tocó llevar a cuestas con dignidad y entereza. Posó su mano en la frente de su madre, ahuecando la palma, como ella solía hacer cuando él tenía fiebre de niño, arregló sus blancos cabellos y le dijo una frase cuyo significado iba más allá de las palabras, más allá del sentimiento, como queriendo devolverle con su aliento esa parte de vida, esa esencia que ella le diera en su concepción, en su alumbramiento, en su vida toda. Empezaba, con ese acto, a leer las páginas de lo vivido y, al mismo tiempo, se obligaba a escribir su propio epitafio —en el eterno acto de tributar a la tierra, esa madre naturaleza que permite la existencia pero que también exige le sean devueltos los despojos—. El voluminoso libro, escrito no con palabras sino con sudor, lágrimas y sangre, es la bitácora de los actos meditados e inflexivos, fríos y apasionados, trascendentes y banales, simples y complicados, únicos y cotidianos, nobles y mezquinos, solitarios y colectivos, oscuros —en fin— e iluminados, el registro día a día, paso a paso, del ser y el estar. La memoria genética, biológica, antediluviana. Ese lapso entre el insuflo de vida y la inevitable cita con la muerte. Manuel José cubrió el rostro venerado de su madre y decidió enfrentar la fría noche que prometía ser interminable.
   Se cumplían nueve, noventa, novecientos días de esa muerte. Podrían pasar otros nueve mil y seguiría siendo lo mismo. Porque el hombre pretende ganarle al tiempo y cada día se pierde en la ruleta de la vida. Empezando por la familia, ese grupo social concebido para garantizar el bienestar, seguridad y felicidad de sus miembros. Algo que rara vez se cumple frente a la desmedida ambición y egoísmo del ser humano. Siguiendo con el estado, ese ente rector del ciudadano que, particularmente en este país, sólo ha servido para enriquecer a unos cuantos a costa de las grandes mayorías. Manuel José estaba seguro de que su madre había sido siempre una víctima de las circunstancias. Abandonada a los cinco años por su padre al tutelaje de una tía solterona —porque su madre había muerto y él contraía nuevas nupcias—, experimentó un cambio que iba a ser decisivo en su vida. Era trasplantada de la provincia —la hacienda de sus antepasados, con las promesas del campo y todo lo que tiene aquel que vive y trabaja cerca de la tierra—, a la inhóspita ciudad que, aunque lejos del frente de batalla europeo, resentía la primera gran guerra. La pequeña, desde entonces, iba a padecer una especie de orfandad crónica, que la acompañaría hasta sus últimos días. La tía, aunque sus ingresos estaban limitados a las rentas de una finca y lo que le mandaba su hermano, llevaba una vida social muy activa y costosa. Eso la obligó a ella y sus dos hermanas, a alternar con las innumerables visitas —entre las que se contaban, además de los hombres y mujeres de la más rancia aristocracia, escritores de la talla de Miguel Ángel Asturias, Mario Monteforte Toledo, Rafael Arévalo Martínez, José Rodríguez Cerna—. Cuando la joven creció, empezó a tener lo que se llama buenos partidos entre los habituales comensales, y todo apuntaba a pensar que, como sus hermanas, se casaría bien —lo que significa con un hombre de dinero—. Pero la vida le tenía reservada otra suerte. En San Antonio Suchitepéquez, donde solía pasar vacaciones con una amiga de la casa, conoció a un pariente de ésta. Fue amor a primera vista. Hombre joven, bien parecido, pero sin oficio  ni beneficio. Se casaron —en contra del deseo de la familia— y se fueron a vivir a la costa sur. Obrero, él trabajaba en esa época en una compañía perforadora de pozos, lo que los obligaba a estar, precisamente, en lugares donde se debí encontrar agua. Los siguientes siete años se la pasaron de un pueblo a otro —siempre en la costa—, en compañía de la malaria, dengue, diarreas y otras enfermedades endémicas. El fracaso fue inevitable. Entre otras cosas porque el hombre, un irresponsable, la dejó irse de vuelta a la capital, con una niña de brazos y muy enferma. Volvió a la casa de la tía, esta vez con tres pequeños a cuestas. Allí, los médicos, la desahuciaron, los curas le administraron los santos óleos y la familia en pleno se preparó para el inevitable funeral. Manuel José tenía vagos recuerdos. Un cuarto vacío con una gran cama al centro y un ataúd en una esquina. Como no le permitían estar allí, se deslizaba a hurtadillas y se escondía debajo de la cama o dentro del ataúd. Tiempo después le contaron que el cuñado de su madre, contador de profesión y doctor por afición —quien no había podido terminar la carera de medicina—, decidió hacer el último intento para salvarla. Acababa de aparecer en el mercado, como secuela de los adelantos tecnológicos y científicos de las postrimerías de la segunda gran guerra, una medicina milagrosa que llamaban penicilina. En el cementerio, mientras los albañiles colocaban cemento y ladrillos para clausurar la abertura del nicho en el que reposarían los restos de su madre, Manuel José vio el nombre en la lápida de la derecha. Allí estaba enterrado el mismo hombre que, casi medio siglo antes, se dio a la tarea de tratarla durante varios días y noches. El esposo de su hermana, como un ángel guardián —porque la dosis debía ser inyectada entre lapsos de tiempo muy cortos—, logró devolverla con su empeño a sus hijos y a la vida. Paradójicamente, ella misma se lo agradecería ahora —por esas cosas del destino, siendo el único lugar disponible para sepultarla—, reposando a su lado. La vida es así de extraña, pensó Manuel José. Y la muerte.
   Tenía treinta y pico de años. Pudiendo rehacer su vida, conocer a otro hombre, ver por su propio bienestar y felicidad —aunque tal vez esperaba el regreso del marido pródigo—, decidió salir adelante sola y con sus tres hijos. Nunca más supo de él. Nadie, ni su propia familia estaba enterada de a donde se había ido. Fue así como Manuel José y sus hermanas crecieron sin un padre y ella envejeció y se marchitó sin un esposo. El abandono fue total e inexplicable. Como total e inexplicable suele ser la misma vida. Y la muerte.
   Manuel José pensó en la cadena de infortunios y privaciones que habían sufrido. Pensó en su abuelo, en su padre, en la ti de su madre y en todas las personas que les habían, con su actitud egoísta, negado una mejor calidad de vida. No había un sentimiento de odio sino de pena. Su abuelo, rico terrateniente, había amasado una fortuna que nadie pudo disfrutar —porque después se perdió con invasiones campesinas, conflictos fronterizos y la guerra—. Murió como había vivido, atascado en las arenas movedizas de su ambición material. Primero había enviado a sus tres hijas con su hermana. Después, al enviudar de nuevo, a sus dos hijos menores. Los cinco hermanos crecieron juntos, pero el anciano —aferrado al machismo tan propio de los ricos, por aquello de no favorecer económicamente a los maridos de las hijas—, fue indiferente con la suerte de esta mujer —las otras dos tenían marido que las sostenía— y de sus tres hijos abandonados. Mientras a los varones se les pagaban los estudios profesionales, viajes, asegurándoles un porvenir, a la mamá de Manuel José la condenaba —con una magra e irregular pensión— a estar de arrimada o alquilando cuartuchos —no se admiten niños y perros, solían decirle—, malviviendo humillada por propios y extraños. Su tía abuela, apuntalando una casa en ruinas —donde sólo escuchaba los ecos de tertulias pasadas—, a los ochenta y pico de años moría soltera y virgen, como suelen hacerlo las santas y las alucinadas. Sus manos, tan ágiles sobre las cuentas del rosario, eran torpes esbozando una caricia. Sus labios tan prestos al rezo y a la conversación, no sabían de besos ni promesas. Sin fortuna y casi sola, expiró  de noche y se fue sin descendencia.
   Finalmente, Manuel José pensó en su padre, el más extraño y desconocido de todos. Sus únicas fotografías tenían medio siglo. Se sabe que vivió y que no fue una ilusión, porque muchos lo conocieron y trataron en esa época. Pero de allí en adelante, al igual que con el misterio del triángulo de las Bermudas, cruzó a otra dimensión y se hizo humo. Como si hubiera muerto. Peor que eso, porque se sabe que vagó por mucho tiempo —nunca faltó quien dijera que lo había visto en tal lugar, que andaba por allí, que estaba en equis parte— y se perdió el rastro para siempre.
   Manuel José, frente al cadáver de su madre, frente a la dolorosa realidad de esa muerte, recordó con una sonrisa sus últimas palabras, dichas entre espasmos de dolor, pero con voz clara y pausada.
    —M'hijo, cerrá bien la puerta, por favor, para que no se salga la chuchita.





DIEZ
CUALQUIERA CON DOS dedos de frente, se podría haber dado cuenta, dice doña Lupita, tocándose la cabeza para ilustrarlo mejor.
    —Ay, comadre, responde doña Rosita. Caras vemos y corazones no sabemos.
    —¿Cuánto va a querer ahora?, es doña Bartola con un rimero de humeantes tortillas en la palma de la mano.
    —Como hoy es domingo, vienen mis hijos con sus mujeres o respectivos maridos y niños. El doble, por favor, doña Bartola.
    —¿Y cuántos son, pues?, pregunta la comadre.
    —Ya perdí la cuenta, comadrita. Vamos a ver. Tres y dos y cuatro y tres son doce. Más los papás otros ocho. Quince, doña Lupita.
    —¡Quién iba a decirlo! Esté se ve re joven. Yo hace tiempo que no tengo esa suerte. Como todos se me fueron para los Estados Unidos. Hasta mi marido, que en paz descanse, pasó  sus últimos años allá. Y yo aquí, casi sola. Pero así es la vida, comadrita.
    —Aquí tiene, doña Rosita, le entrega sus tortillas la tortillera.
    —Dios se lo pague, doña Bartola. Y usté, comadrita, ¿por qué no se va a almorzar con nosotros?
    —Gracias, comadrita, pero no. Ustedes tendrán sus cosas de qué hablar. Además, a mí no me sacan de la casa ni con tractor, al menos que sea para hacer los mandados.
    —¿Y usté cuánto quiere, doña Lupita?
    —Lo de siempre, doña Bartola. Gracias.
    —Ya sabe. Por si se decide, la estaremos esperando. Hasta mañana, doña Bartola. Adiós, comadrita.
   Doña Rosita sale. El único sonido es el clan-clap de las manos de la tortillera que aplasta la bolita de masa, dándole la forma circular, comprimida a su mínima expresión ahora que el maíz subió de precio al igual que la leña y la cal. Doña Lupita y doña Bartola fijan su atención en el recién llegado. Evidentemente tiene sus buenos tragos entre pecho y espalda y no se ha quitado el sombrero ni los lentes oscuros, a pesar de la penumbra imperante en el lugar.
    —¿Y ahora qué anda celebrando, don Tucur?, le pregunta la comadre.
    —¿Celebrando? Lo que se dice nada, responde el quiché. ¿O acaso hay algo que celebrar?
    —Nada, que yo sepa, responde rápida doña Lupita. ¿Ya salieron mis torcuatas?, pregunta a la tortillera para cambiar la conversación.
    —Todavía no, doña Lupita. Ni que fuera pulpo.
    Don Tucur ríe con toda la boca, sentándose a la par de la comadre en una estrecha banca, y poniéndole la manota sobre el muslo.
    —Quite de ai, hombre, le aparta la mano de un manotazo rápido la comadre. NI que hubiéramos comido en el  mismo plato usté y yo.
    —No es porque no haya querido, pues. La vengo rogando desde hace tiempo, doña Lupita. ¿No es cierto, doña Bartolita?
    —A mí no me metan en sus chirmoles, responde rápida.
    —¿Cuáles chirmoles?, pregunta don Tucur.
    —Además debería darle vergüenza, ataca doña Lupita. Usté es hombre casado. Y a propósito, ¿ya se compuso su mujer?
    —¿Y por qué cree que anda chupando si no?, interviene la tortillera. Otro varón.
    —No sea indiscreta, doña Bartola, protesta don Tucur. Eso es entre usté y yo.
    —¡Qué va a ser! Entre usté y yo no hay nada, ¿qué se está creyendo? Y ahora dígame, ¿va a querer tortillas, o qué? Este no es lugar para perder el tiempo.
    —Claro que voy a querer.
    —Entonces espere su turno, y no le falte el respeto a la señora.
    —Creen que porque una está sola van a poder hacer lo que se les venga en gana, se exalta doña Lupita.
    —Está sola porque quiere.
    —Y así voy a seguir, indio relamido.
    —Aquí están sus tortillas, se apresura doña Bartola.
    —Gracias, dice, tomándolas y saliendo rápida.
    —Así me va a espantar la clientela, usté. ¿Qué le pasa?
    —¿Que qué me pasa?, pregunta don Tucur, escarbándose los dientes con un palillo. ¿Se enteró de lo de don Manuel José?
    —Sí. Me enteré de lo que dicen los noticieros y todo el mundo, trata de hacerse la babosa la tortillera.
    —¿De qué?
    —Bueno. De lo que pasó.
    —¿Y qué fue lo que pasó?
    —Ay, don Tucur, usté trata de confundirme.
    —El confundido soy yo, doña Bartola. Hay cosas que no tengo claras.
    —Y si usté no las tiene claras, ¿cómo quiere que las tenga claras yo?
    —Porque usté lo conocía.
    —Y usté también. A poco no sed la pasaba el día entero volándole lente.
    —Yo trabajando en mi tienda. De casualidad miraba.
    —¿Y qué miraba pues, don Tucur?
    —Ahora es usté la que trata de confundirme.
    —Usté preguntó primero.
    —Sí, doña Bartola. Pero en vez de contestarme se hace la loca y me pregunta lo mismo.
    —Yo sólo tengo ojos para mis tortillas, don Tucur.
    —Pero tiene oídos, doña Bartola.
    —Sólo para lo que me interesa.
    —¿Y qué es lo que le interesa, pues?
    —¿Y a usté qué le importa?
   Del comal salen miles de chispas cuando ella aviva el fuego poniendo otro leño. Él se quita los lentes y la mira con esos ojillos avellanados, un tanto rojos por el desvelo y el humo.
    —¿Cuánto le doy?
    —¿Y quién le dijo que yo quería?
    —-Usté.
    —¿Ah, sí? No me acuerdo.
    —¿Va a querer tortillas o no?
    —Mire, doña Bartola, no tiene por qué enojarse conmigo. ¿Qué le he hecho? Le pago puntual la renta. Le doy fiado en mi tienda.
    —Eso no le da derecho a meterse en mi vida, ¿o sí?
    —Sólo le pregunté por don Manuel José.
    —Si de eso se trata, dudo que yo sepa más que usté sobre él, le dice con intención la tortillera.
    —¿Qué me quiere decir?
    —No se haga el baboso.
   Don Tucur se pone de pie. En ese momento se mira más grande y corpulento. Doña Bartola siente miedo y se voltea. Nadie. Esa tarde de domingo nadie más parece querer tortillas.
    —¿Me está acusando de algo?, escupe con voz pastosa el hombre.
    —Yo vivo de mi trabajo. No me interesa lo que pasa más allá de mi comal. Pero la gente habla. No puedo evitar oírlos, dice como excusa.
    —Voy a serle franco porque la aprecio, doña Bartola. Somos vecinos. Usté ha hecho algo por mí y yo voy a hacer algo por usté.
    —¿Es que pasa algo  malo?, pregunta llena de sospechas la tortillera.
    Don Tucur se aproxima tanto, que ella siente el vaho del aguardiente que le quema el rostro. Un aire gélido corre por su espinazo y sus manos y axilas transpiran copiosamente. Tiene que sentarse para no caer.
    —Todos sabemos que su marido y don Manuel José eran buenos amigos, le dice sentándose a su lado. Eso no quiere decir nada, realmente, porque yo mismo me echaba mis buenas platicadas con él y hasta fui al teatro a ver una de sus obras.
    —Me asusta, don Tucur. ¿Qué tiene que ver mi marido en esto?
    —Como le digo, nada realmente. Pero la cosa está color de hormiga. Hay rumores. El ejército, usté sabe.
    —¿El ejército? Mi marido no
    —Eso lo sabe usté y yo lo sé, pero ellos
    Don Tucur pone una mano sobre el pecho de la tortillera. Ella cierra los ojos, incapaz de moverse. El siente la carne que tiembla y su excitación se acrecienta.
    —Usté no querrá que le pase nada a su marido, ¿verdá? Yo le ofrezco, su mano presiona fuertemente el seno, ayudarla.
    —No, balbucea ella, incapaz de rechazarlo. Don Tucur, por favor.
    —Favor por favor, ¿sí?, le desabrocha la blusa. Yo veré que no le pase nada a su marido. Y usté, se prende al pezón y lo muerde, ¿qué me dice?
   La tortillera abre los ojos por el dolor y los posa con desesperación en una pequeña hacha que se encuentra al alcance de su mano. Es cuestión de vida o muerte, piensa. La vida de su marido y la muerte de ese hombre que pretende mancillar su virtud de madre y esposa. Cierra los ojos de nuevo, tratando de ganar fuerzas. Extiende su temblorosa mano y toca la filuda y fría superficie del metal. Abre los mojos que se encuentran con los del quiché —ninguno siente miedo ni angustia—. Su mano se crispa en la empuñadura del hacha, preparándose a descargar el golpe en nombre de todas las hijas y madres y mujeres del mundo. Un vértigo la hace sumirse en la inconsciencia.


EL ACOMPLAMIENTO SE dio con urgencia animal. Cualquiera que haya observado a un par de gatos en brama en el tejado o a la fila de perros Detrás de una chucha flacucha, sabe que los devaneos sentimentales tienen nada que ver con el amor físico. El acto que, en principio —y al final— no es sino el ajuste más o menos perfecto de dos piezas diseñadas para ser metida una dentro de la otra y justificar así la continuidad de la especie, requiere de la penetración para ser consumado, de la misma manera que un trozo de carne deberá ser introducido en la boca y tragado para que el proceso de alimentarse sea posible. El vocablo amor, conjugado en cualquiera de los tiempos y modos del verbo hacer, representa la manifestación más antigua —si no la primera— de la especie humana. Y, paradójicamente, tiene poco que ver con el propio —aquel idealizado por los bardos y las solteronas—. El vocablo amor, dicho en cualquiera de las lenguas de la tierra, representa la sacralización del acto primigenio de la creación inventado por Dios
    o por dos
    parece más lógico pensar
    cuando los ojos del uno
    se llenaron con la imagen
    del otro
    cuando los oídos percibieron
    la voz
    cuando las manos
    dieron y tomaron
    cuando se olieron
    cuando
    por fin
    las lenguas se encontraron
    para gustar
   fue cuando nació el poema que Neruda condensó en el número XX- y regalado por el dador y quitador en un empaque de lujo y de miseria a la vez. Divino y profano.
   María resultó ser como todas las mujeres, piensa Manuel José. La gata de angora. Aquella que cuando se la meten grita y cuando se la sacan llora. Manuel José es como todos los hombres, piensa María. Pura dinamita pero con la mecha muy chiquita. No estuvo mal para ser la primera vez, piensa Manuel José, alimentando su ego de latin lover hollywoodense. Pudo ser mejor, piensa María, recordando su increíble y nunca más repetido orgasmo a la edad de catorce años en brazos de su tío. Ambos ríen. Ríen las imágenes reflejadas en el espejo del techo -ahora desnudos, desprotegidos, tan indefensos como se miran, cuando antes eran un manojo de músculos y nervios en su máxima tensión-.
    —¿De qué te ríes?
    —¿Y tú?
    —Yo pregunté primero, protesta Manuel José.
    —Recordé un sueño. El hombrecito se golpeaba suavemente la cabeza con un martillo, dice María con aires de seriedad. En su casa, en la calle, en las oficinas, en cualquier parte donde se encontrara, se le veía en la misma actitud, golpeando su cabeza con el martillo. En un principio se creyó que estaba loco y era objeto de preocupación y estudio. Por un lado estaban los que afirmaban que se ocasionaría un irreparable daño cerebral. Por el otro, aquellos que sostenían que, dependiendo del lugar donde se golpeara, estimularía la circulación y mejoraría las funciones de la memoria, del aprendizaje, de la percepción, de la libido —haciendo un paralelismo con la acupuntura china—. Como ocurre en esos casos, se crearon dos bandos: los promartillistas y los antimartillistas. A esas alturas, habiéndose difundido ampliamente por los medios de comunicación escritos y televisivos, empezaron a llenarse los hospitales con traumatismos craneanos, por lo que el Estado se vio en la obligación de reglamentar y advertir sobre esta nueva modalidad. Los fabricantes de martillos empezaron a hacer su agosto, lanzando modelos novísimos. Desde el martillo de bolsillo a precios populares, hasta el martillo en oro sólido y engarzado en diamantes. Los científicos, mientras tanto, se  debatían frente a la amenaza. Legalmente era obligatoria una advertencia en los empaques —este producto puede ser dañino para su salud—, por lo que la tecnología entraba al rescate con innovadores cojinetes para amortiguar el golpe, protectores de hule para salvaguardar el cuero cabelludo y a la masa encefálica, sistemas de alarma cuando el golpe rebasaba en potencia los límites de seguridad, mecanismos automáticos para evitar el agotamiento de la persona. En fin, nombra lo que sea, Manuel José, y eso era incorporado a los artefactos golpeadores. Los antimartillistas, mientras tanto, efectuaban manifestaciones multitudinarias de protesta frente al Palacio Nacional. Sus miembros se protegían ahora con cascos de acero porque se habían dado múltiples casos de “martilleo involuntario” —como se llamaba a las acciones a las que estaban expuestas las víctimas cuando, gracias al entusiasmo, los promartillistas trataban de volverlos adictos al golpeteo craneano—. El colmo se daba a nivel prenatal cuando se sometía a los nonatos al martilleo especializado de ginecólogos con la ayuda de ultramoderno equipo quirúrgico —cámaras de video en la cabeza de los diminutos instrumentos— que introducían vía vaginal en el útero de las madres, existiendo marcadas discrepancias en cuanto a la edad adecuada a la que el feto debería y podía ser sometido a tal estímulo. Antimartillistas y promartillistas llegaban a formar sus propios partidos políticos, ganando las alcaldías, gobernaturas, ministerios, escaños en el congreso, tan necesarios para pasar leyes —tanto en pro como en contra— del martillar.
    —¿Y qué ocurrió al final?, pregunta Manuel José, muerto de la risa.
    —Todavía no he soñado la conclusión, responde María, conteniendo a duras penas la propia. Y tú, ¿de qué te reías?
    —De tu sueño.
    —Antes.
    —¡Ah!, responde Manuel José, tratando de contenerse. De uno que yo tuve. Verás. Este era un hombre parecido al de tu sueño. Sólo que en vez de martillo usaba las paredes para darse de golpes en la cabeza. Estaba desesperado de la vida, a pesar de que obtenía todo lo que quería. Fortuna, salud, éxito en cualquier empresa que se propusiera. Bueno, lo tenía casi todo, menos amor. Es cierto que con sólo chasquear los dedos caían a sus pies las más bellas y deseables mujeres del mundo, pero sentía un vacío imposible de llenar. A la manera de Fausto, decidió a toda costa ponerse en contacto con Lucifer —que si atiendes a la etimología de la palabras, María, ésta significa luz y fierro— y vender su alma —es decir la parte del alma que le quedaba porque las otras ya se las había hipotecado para ser un triunfador—. Cuando el diablo se presentó, el hombre —que acababa de superar una fuerte crisis y se había provocado una fisura en el frontal al no calcular bien y toparse con el marco de una revolucionaria pintura de Efraín Recinos titulada “El amor a la patria”— fue directamente al grano y la transacción quedó hecha con el respectivo contrato firmado con sangre y esas cosas. De inmediato se materializó la imagen del amor que tanto había deseado. Una niña casi, alta, esbelta, rubia, pálida, delgada, con cuello de cisne y ojos azules, vestida con traje de ballerina y zapatillas de punta. El hombre quedó arrobado con la imagen y un sentimiento nunca antes experimentado se apoderó de él. Tiene que ser amor, pensó, sintiéndose extrañamente feliz. La bella criatura se movía en puntillas por todo el lugar, cantando como una sirena, aleteando como una gaviota, oliendo a nardos y a rosas. Su piel tenía la textura de la cera y de la miel. Manuel José observaba la atenta expresión de María reflejada en el espejo y sonríe, trabando los dedos en su espesa y negra cabellera. Durante los primeros días el hombre no pensaba en nada más. Se dejaba arrastrar por esa voz angelical, sentía su aroma que lo llenaba todo, era conducido inevitablemente en un torbellino de placer y ensoñación indescriptible. Después, acaricia el rostro de María y desliza su mano hasta detenerla sobre su seno, su condición de hombre, de macho dominante le iba provocando increíbles sensaciones. Con la primera erección sintió la urgente necesidad de poseerla. Se echó sobre ella y le descubrió el pecho. No había nada. Era lisa como una tabla, como un mancebo. Desliza su mano hasta el vientre de María y de allí hasta su pubis. La desnudó por completo, buscando la vagina para penetrarla. Pero tampoco había nada allí. Su piel era lisa y tersa entre las piernas. Desesperado, desliza las manos hasta las nalgas de María, penseque la tendría por atrás. Y nada. Ni un agujero. María ríe y se pega al cuerpo de Manuel José. El hombre estaba desesperado, a punto de sufrir un colapso.
    —¿Y la boca?, le dice al oído María. ¿Acaso ella tampoco tenía boca?
    —Sí, supongo que sí, responde Manuel José. Pero en mi sueño el hombre no pensaba en esa posibilidad.
    —Continúa, le ruega María, sus labios rozando los de Manuel José, como para beberse todas sus palabras.
    —El hombre, desde entonces, fue más infeliz que nunca. Manuel José se acomoda de espaldas en la cama y la sube a María sobre él. Seguía pegándose de golpes contra las paredes. Caminaba como sonámbulo al compás de los cantos, arabesques, evoluciones de ella. Manuel José la penetra desde esa posición. Finalmente había conocido el amor. Por el amor había vendido su alma al diablo. Eyacula en las entrañas de María por segunda vez esa noche. Y     María experimenta, por segunda vez en su vida, un orgasmo.
    Los dos quedan inmóviles, derrumbada la una sobre el otro.
    —Y murió, le dice Manuel José al oído, ya sin aliento.
    —Sí, susurra María, plena y satisfecha, llenándolo de besos y de mimos. No podía ser de otro  modo.



CUANDO LE DIJERON que lo andaban buscando, se encogió de hombros y bebió de un trago, en la boca de la botella, el resto de la cerveza. Después, caminó unos pasos hasta un arriate en la calle y orinó despreocupadamente para vaciar los litros que llevaba entre pecho y espalda. Se sentía un poco mareado y no atendió las airadas voces de las vecinas que le decían coche, a orinar a otro lado, desvergonzado. Sin importarle los insultos, se sacudió exageradamente el miembro en actitud de reto y miró a sus pies. Las botas tejanas, relucientes como espejos, sufrían algunas salpicaduras. Con un movimiento circular las frotó contra sus pantorrillas para limpiarles los meados. Serían las ocho de la mañana y el día se mostraba neblinoso y frío. Señal de que hoy va a hacer un calor de la chingada, pensó en voz alta.
    —Variaciones en el clima que se dan desde que se supo lo del hoyo en la capa de ozono sobre la antártica y lo de la dañina exposición a los rayos ultravioleta, gritaba a los transeúntes, entre ellos algunas colegialas de uniforme que reían al verlo con el pene de fuera. Ay, sí les decía amariconando el gesto y mirando la prietez de su colgajo. Se me va a joder la piel de muñequita de china que me cargo.
   Le ardían los ojos por el desvelo. Tenía rajados y sangrantes los labios por el frío. Le dolía la garganta y ese sabor metálico le llegaba del hígado, por la bilis y por el miedo. Porque no era la primera vez. Inclusive él mismo se había dado cuenta en repetidas ocasiones de la presencia de hombres extraños en carros con vidrios polarizados y fuertemente armados. Estaba ya acostumbrándose al juego del gato y el ratón y trataba de seguir al pie de la letra las reglas de supervivencia tan necesarias en un país donde lo común es que se dispare primero y se pregunte después. Es cierto que en sus años de institutero, durante el régimen de Méndez Montenegro, había salido a la calle a manifestar, a hacer pintas y servido de enlace para un par de cosas. Pero nunca había militado activamente en algún grupo. Tenía sus ideas sobre el asunto, claro que sí, pero del dicho al hecho hay mucho trecho. Y su hecho correspondía al trecho que alguien debe recorrer cuando se dedica a una actividad que presupone una preocupación porque haya educación, mayor toma de conciencia de las minorías desprotegidas a través de representaciones escénicas, patrocinadas por organismos internacionales con programas de desarrollo dirigidos principalmente a la niñez de las áreas marginales, basureros, villas miseria de la capital y los departamentos. Trecho sinuoso y espinoso si, además, protestaba para sí mismo, se tiene que combinar el juego al escondite con ejército y fuerzas de seguridad.
    —¿Qué se puede perder?, preguntaba con su hermosa voz de barítono. ¿La vida?, reafirmaba la pregunta sin dramatizar, dejándola caer en forma casual y desprovista de emoción. Dígame usted, señor, detuve a uno de corbata y gastado casimir, con toda la pinta de licenciado. ¿Vale la pena?
    —Lo que usté diga, respondía él presurosamente. Pero guárdese esa babosada que hay señoras y niños.
    —Está bien, lo hace, prensándose con el zipper en el intento. Ya me jodí la conciencia por su culpa, saltaba en un pie del dolor.
    —Ojalá eso le enseñe a no ser cochino, le gritaba una vecina que pasó a su lado, levantando la nariz en señal de desprecio y arreando a sus pequeños hijos que lo miraban con curiosidad a hurtadillas
    —¿Cochino? ¡Cochito, que no es lo mismo, si me hace el favor, doñita! Pelé es el rey del fútbol. Cochito es el rey del pele.
    —Pelado y abusivo es lo que usté es, se alejaba la señora como una exhalación, los pequeños por delante, y colocándole unos epítetos que ruborizarían al mismísimo inventor de la soecidad.
   Cochito Mejía la siguió con la vista, sacándole la lengua y haciéndole una seña procaz con el pulgar entre el índice y medio de la mano derecha. Sus ojos se detuvieron en un vehículo estacionado en la esquina y que empezaba a serle familiar. Miró a sus espaldas y nada. El camino estaba despejado. Con determinación, caminó hacia el carro de vidrios polarizados y se detuvo al lado del conductor. El vidrio, que no permitía ver a sus ocupantes, era un perfecto espejo. Sacó el peine —por dentro se moría de la risa pensando en el sobresalto de los orejas frente a ese movimiento que podía haber sido para sacar un arma— y se peinó la cola. Sintió que le temblaban las piernas cuando el vidrio empezó a bajar, descubriendo a dos hombres en su interior. Guardó el peine rápidamente y giró para alejarse.
    —Buen numerito te acabás de echar, escuchó la voz. ¿Se nace con lo payaso o se hace?
   Cochito sintió deseos de correr. Se maldecía por haber sido tan estúpido de provocarlos. Pero no huyó. Giró sobre sus talones y se acercó a los hombres.
    —¿Nos conocemos, acaso?, les preguntó con voz firme, pero en el fondo estaba a punto de mearse en los calzones.
    —Yo te conozco, eso es suficiente, dijo fríamente uno de los hombres.
    —¿Suficiente para qué?, preguntó Cochito con un nudo en la garganta.
    —Para quebrarte el culo, hijo de puta, exclamó el otro hombre.
   Se hizo un silencio. Cochito Mejía quiso tragar saliva, pero su boca estaba completamente seca. Balbuceó algo. Miró a su alrededor como si una cosa se le hubiera perdido. El vidrio polarizado de la ventanilla volvió a subir, dejándolo frente a frente con su propio reflejo. Se vio ridículo, parado allí, tembloroso, conmocionado, como si acabara de sobrevivir una hecatombe nuclear y se hubiera quedado desnudo, sin piel, con las entrañas de fuera. Un ronquido le anunció que el motor del vehículo había sido encendido y las llantas pasaron rozándole las botas tejanas, llevándose rápidamente su imagen.
    —¡Quitate del camino, mula!, le gritó el chofer de un ruletero que casi se lo lleva de corbata.
   Caminó como autómata y un perro famélico y sarnoso le peló los dientes. Sin inmutarse, Cochito se sentó en la banqueta, a su lado.
    —Mucho gusto, soy Cochito, le dijo Mejí tendiéndole la mano.
    El perro gruñó amenazador.
    —Está bien, le dijo retirando rápidamente la diestra, no hay por qué enojarse. Bonito día, ¿no?
   El can dejó de gruñir, conservando una actitud amenazadora de agudos caninos y pelos erizados.
    —Se ve que has tenido una vida de perro. ¿Cómo te llamás?
    El perro lo miró con cierta curiosidad.
    —Chucho.
    El perro volvió a gruñir, como haciendo gárgaras.
    —Tranquilo, perro. A mí no me importa que me llamen Cochito o como se les venga en gana.
    El perro ladró y casi le arranca un pedazo de cachete.
    —¡Quieto, chucho pisado!, le gritó parándose de un salto. Está igual de jodido que los humanos. Bueno, no es cierto. Perdoná. Seguramente la vida te ha tratado muy mal. A mí tampoco me ha ido muy bien que digamos, pero ¿qué le vamos a hacer?
   Los curiosos empezaban a acercarse. El perro, más nervioso por la gente que por Cochito, ladraba desesperadamente tratando de abrirse paso entre ese anillo humano que terminada por cerrarse a su alrededor.
    —Miralos a éstos. No tienen ni mierda qué hacer, pero en cuanto olfatean problemas, salen de las piedras para no perderse la oportunidad de ver mi sangre por si te decidís a morderme, o de disfrutar a tus costillas por si me animo a molerte a patadas. Pero no les vamos a dar gusto, ¿verdad que no, chuchito?
    La gente azuzaba al perro, alentaba a Cochito.
    —Vos y yo somos coyotes de la misma loma. Hermanos en el infortunio. ¿Qué tal si unimos lo último de fuerzas que nos queda para darles en la madre a estos hijos de puta?
   Alguien pateó al perro. Esa fue la señal para que la emprendieran contra ellos. Empujaban a Cochito, lo golpeaban, lo escupían, lo lanzaban al suelo y lo arrastraban entre insultos. El perro no la pasaba mejor, cuando una patrulla frenó espectacularmente y se bajaron los policías con las armas en la mano.
    —¿Qué chingados es lo que pasa aquí?, preguntó a grito pelado y a macanazo limpio el que parecía ser el jefe.
   La mitad corrió en desbandada. La otra mitad señalaba a Cochito y al perro acusadoramente. Al chucho, como los mordió y no lo podían agarrar, le metieron un plomazo allí mismo. El pobre pegó un chillido y estiró la pata, literalmente hablando. Cochito se preparó para lo peor cuando le cayeron encima.
    —Y está armado el muy cerote, blandía triunfalmente la pistola el policía.
   Y sin más trámite y a puro vergazo, fue introducido por la fuerza a la patrulla y llevado entre aullidos de barítono y de sirena entremezclados.




ONCE
LA OTRA VEZ te hablé de la geografía de una página, dice Julio a Manuel José, tecleando como loco en su ordenador. Mis investigaciones y teorías sobre la escritura han llegado más allá, han evolucionado y se han convertido en un verdadero dolor de cabeza para mí, en una obsesión. Vos sos el artista y yo soy el científico, eso es claro, pero para lo que trataré de explicarte, cambiemos los papeles por un momento. Verás, en la pantalla aparece una página de texto. Aquí tenés algo que Carlos Mencos escribiera y que yo me tomé la libertad de mecanografiar en aras del progreso. En la página 198 del manuscrito original de su última novela, le muestra. Bien. Le vamos a pedir a esta maravilla que nos liste todas las primeras palabras de cada línea, presiona unas teclas y aparecen en la pantalla.
    —Cochito el quieto salto perdoná tampoco hacer? Los nervioso tratando cerrarse miralos en perderse morderme molerte no la vos en nos alguien emprendieran lo insultos frenó en ¿que, lee rápidamente Manuel José.
    —Correcto. Ahora le pedimos todas las últimas palabras de cada línea. Lee: gana cachete un cierto mí a más desesperadamente por alrededor pero no a a que chuchito? Cochito hermanos que puta? la golpeaban entre patrulla armas mano a, concluye Julio.
   Hay un momento de silencio. Manuel José se rasca la cabeza. Julio espera algún comentario.
    —¿Eso es todo?, pregunta Manuel José.
    —Por tu cara, el tono de voz y la pregunta, deduzco que no me agarrás la onda.


    —Parece que no tuvieras ni mierda qué hacer.
    —Me está hablando el artista, y ahora sos un respetable científico, nada más.
    —De acuerdo. Tenés un listado de las primeras palabras de cada línea y de las últimas palabras de cada línea de la página 198 del manuscrito de la novela de Carlos Mencos. ¿Dónde la conseguiste?
    —Soy uno de sus personajes, ¿lo has olvidado acaso? Pero sigamos. Le pedimos a esta hermosura que nos liste las dos primeras y las dos últimas palabras de cada línea. Teclea y lee: Cochito o en gana. El perro de cachete. Quieto chucho de un. Salto estás es cierto. Perdoná seguramente a mí. Tampoco me vamos a. Hacer? —esta está solita—. Los curiosos perro más. Nervioso por ladraba desesperadamente. Tratando de terminaba por. Cerrarse a su alrededor. Miralos a hacer pero. En cuanto para no. Perderse la decidís a. Morderme o animo a. Molerte a verdad que. No chuchito? —aquí estas dos quedaron solas—. La gente a Cochito. Vos y loma hermanos. En el fuerzas que. Nos queda de puta? Alguien pateó que la. Emprendieran contra lo golpeaban. Lo escupían arrastraban entre. Insultos el una patrulla. Frenó espectacularmente las armas. En la mano —aquí nos faltó una—. ¿Qué chingados preguntó a.
    Un nuevo silencio.
    —¿Y?, lo rompe Manuel José.
    —Que estamos frente a uno de los inventos más revolucionarios de nuestra época.
    —No lo veo por ningún lado.
    —Si serás mula. Escuchame. ¿Cuál es uno de los más grandes retos del momento? La conservación. Nuestros recursos naturales se están agotando, explica Julio.
    —¿Qué tiene que ver con la literatura? ¿Acaso se trata de que la computadora escriba una novela ecológica?
    —De ninguna manera, yo estoy en el papel del escritor en este momento y me opongo rotundamente.
    —¿Entonces?, pregunta Manuel José al borde de la impaciencia.
    —¿Cuántas páginas tiene el manuscrito? Se lo muestra. Cuatrocientas y pico. Okay, se frota las manos Julio. Es un buen número para lo que nos interesa demostrar. Si promediamos, lo ordenado en la computadora corresponde a un cuarto de las palabras que caben en una página. Eso nos daría un total de cien en vez de cuatrocientas.
    —Eso son matemáticas, no literatura, protesta Manuel José.
    —Bravo, ríe Julio. Habló el científico. Si leemos nuevamente la página, nos damos cuenta de que tiene coherencia, que el espíritu de lo que allí se dice permanece incólume, intocado, con las propias palabras que Carlos Mencos usara al escribirla.
    Manuel José se rasca nuevamente la cabeza. Se ha convertido en una mala costumbre que cada vez que va a visitar a su amigo, éste parece estar fuera de sus cabales.
    —Sé lo que estás pensando, le corta Julio. Ni drogas ni senilidad ni madres. Soy un científico.
    —¿Y no que el científico era yo?
    —Por un momento, y el tiempo casi se te está acabando. Pero dejame seguir con la idea. ¿Cuál es el otro flagelo de la época? El tiempo, precisamente. Nadie parece tenerlo para dedicarlo a la lectura. La televisión lo es todo, el cable, la video. Entonces, tendríamos una sustancial rebaja de tiempo —o ganancia, según se le quiera ver—, para dedicarlo a la lectura de la novela compactada. ¿Qué te parece?
    —Si estoy claro, tu intención es evitar que se gaste tanto papel en la edición de un libro, y de reducir el tiempo de lectura del mismo. ¿Correcto?, pregunta Manuel José triunfalmente.
    —Correcto, responde Julio con gran satisfacción.
    —Mierda.
    —¿Qué?
    —¡Novela compactada! Vos tenés el cerebro conmocionado, no cabe duda.
    —Además. Pero ¿decime si no tengo razón?
    —Estás hablando de un juego, de un pasatiempo, un quitatiempo peligroso, inclusive. Está atentando contra la literatura, le explica Manuel José. Como yo lo veo, cada loco con su tema. Pero si querés publicar algo compactado para hacer la prueba, ¿por qué no usás el texto de tu tesis profesional sobre el patio de pelota maya? Seguro que te ganarías un diez de la terna calificadora. Summa cum laude. Si de ahorrar papel se trata, ¿por qué no usar las primeras tres palabras de cada bloque de cada capítulo para hacerlo más sustancioso? Por ejemplo, veamos el capítulo uno, el cual quedaría condensado de esta forma. Lee en el manuscrito y teclea en la computadora. En los próximos no es la el estado versus, finaliza Manuel José. Veamos el segundo capítulo, sólo por joder: Son las doce la hembra muerde María me mira llegaron del mar. ¿Qué tal; el tercero? Aunque tal vez no sea necesario. A estas alturas, el lector se habrá tragado dos capítulos completos en treinta segundos y la página todavía estaría tan blanca como para llenarla con unos diez capítulos más y la palabra fin, que tendrá que ponerse en caracteres grandes y destacados para convencer a los incrédulos.
    —Te estás burlando de mí, protesta Julio.
    —Vos empezaste con esta historia.
    —Si releés la página 198 compactada, te darás cuenta que —sin que seas necesario llegar a los extremos que has sugerido— Mencos ha dicho lo que tenía que decir. Lo demás queda a la imaginación del lector. Sería maravilloso que, además, el lector hiciera su propia historia de la historia, aunque eso entraña el peligro de querer publicar también y de esa forma el daño sería
   Manuel José sale dando un portazo. El aire frío de la noche lo recibe y conforta. Inspira para llenar sus pulmones, y lo que logra es tragarse el humo que sale de las chimeneas de la fábrica de conservas colindante con la casa de su amigo.



EL TREN PARTIÓ de Cádiz al anochecer rumbo a Madrid. Abi escogió uno de los compartimientos de atrás del vagón y se sentó frente a una joven de largas piernas, con botas y minifalda, que leí con mucho interés un libro. Se arrellanó en su sillón y estiró el cuello para disfrutar mejor de la perspectiva que le ofrecían esos muslos. Sabía que iba a ser una larga e interminable noche de viaje. Ella lo miró por sobre el libro abierto y él pudo observar que se trataba de Le Parfum de Patrick Süskind. “Histoire d'un meurtrier”. Había leído el libro y se impresionó mucho con la historia de ese monstruo de Grenouille que tenía una nariz única en el mundo, capaz de distinguir cualquier olor y —a través de éste—, dominar el corazón de los hombres. Percibió un ligero estremecimiento en la mujer y la vio separar involuntariamente las piernas. Se deleitó con la visión de esa maraña de vellos púbicos rubios que le eran mostrados como para distraer su aburrimiento. Ella cerró rápidamente las piernas y apretó los muslos. Abi sonrió. Pensó que en Francia están los más famosos modistos del mundo con sus creaciones de ropa íntima increíble y que las francesas, por lo que había oído y ahora podía comprobar de primera vista, no usaban. Imaginó también que la mujer se había estremecido con la horripilante narración del pasaje donde la joven virgen es asesinada por Grenouille para robarle su olor. Las ventanillas de su nariz se dilataron. Hasta él llegaba uno característico que conocía muy bien. En Cádiz, a su arribo, por esas cosas que pasan uno no sabe cómo, alguien se le acercó y le ofreció chocolate. Con Marruecos tan cerca, el hachich de excelente calidad le había proporcionado buenos momentos durante su estancia en Cádiz, pero minutos antes del viaje se había deshecho de lo que le quedaba, por temor a que pudiera haber una requisa en el tren y a meter en problemas a la compañía de teatro.
   Su principal foco de atención seguía siendo las increíbles piernas de la chica, pero el olor había despertado en él, a lo Grenouille, el deseo. Volvió la cabeza y localizó a un solitario pasajero que fumaba distraídamente con la vista perdida en el paisaje nocturno que pasaba frente a sus ojos encuadrado en la ventanilla del tren. Se puso de pie, sonriendo a la joven como en señal de disculpa, y avanzó hacia esa parte del vagón, sentándose frente al hombre.
    —Si serás hueco, exclama Chinche. Dejar a un culito así. Tenés que estar mal de la cabeza.
    —Bueno, le dice Abi, lo mismo hubieras hecho vos para echarte un purito.
    —Yo no le hago a esa mierda, bien lo sabés.
    —Yo tampoco, pero en ese momento sí.
    —Ya, dejen de hablar necedades y seguí contando, vos, Abi, ruega Tatú.
    —De acuerdo. Me senté frente al fulano ese, sigue su historia Abi. Le entré con casaca shuca y le hablé de lo aburrido que estaba y un montó de paja sólo para empezar la conversación. De repente me contestó en francés. No le entendí ni jota y él a mí tampoco. Se me iban los ojos por el puro y se dio cuenta. Extendió su brazo para ofrecérmelo. Allí quedó roto el hielo.
    —¿Y la traida, esa que no usaba calzón, podías verla desde donde estabas?, pregunta Chinche.
    —A mí se me olvidó, le explica Abi. Mi onda era otra.
    —Pensaré seriamente en dejarte de considerar mi amigo, protesta Chinche.
    —Dejalo contar, hombre, no jodás, exige Tatú.
    —Tenés que entender, vos, cerote, le dice a Chinche, que en la vida hay tiempo para todo. Tiempo para los culitos. Tiempo para lo que se te dé la gana.
    —Yo solo decía, se excusa. Dale.
    —Bueno, ya  ni me acuerdo dónde putas andaba.
    —En el tren, ¿dónde iba a ser?, dice Tatú.
    —No, mula. En qué parte de la historia me quedé antes de que este  bestia me interrumpiera por centésima vez.
    —Ah, en que te ofreció un puro de mariguana.
   Abi pensaba en lo absurdo de la situación. Encontrarse en un tren de Cádiz a Madrid y no toparse con alguien que hablara el español. Pero igual se echó sus toques y entre señas y una palabra aquí una onomatopeya allá, empezaban a entenderse. El hombre le dijo que era músico, que tocaba la flauta. A Abi se le hizo casi imposible hacerlo comprender que era actor y que estaba de gira por España y que después de eso seguirían para Francia. El hombre le dijo que iba a tomar un avión en Madrid para cumplir un contrato en un festival en Alemania. Abi se hizo bolas tratando de explicarle que la obra en la que estaba actuando era sobre la conquista española. Para explicar lo que era un quiché, le personificó un cacique con lanza y penacho de plumas. El francés que no había comprendido nada, creyó que se trataba de un western norteamericano, hizo el gesto de sacar una pistola e hizo un sonido ululante con los dedos sobre la boca, a la manera de los indios pieles rojas de las películas.
    —Tienen que saber que es de la gran puta hacerse entender con alguien que no habla tu idioma, les comenta Abi.
    —Eso no es nada, dice Tatú. A este cerote, señala a Chinche, que se supone habla la castilla, no lo entiende ni su propia madre.
    —Cuidado pues, Tatú, que voy a utilizar el lenguaje universal de los vergazos para que no te quepa la menor duda de quien es tu padre.
    —¿Y qué pasó, cambia la conversación Tatú.
    —Pues lo que tenía que pasar, dice Abi. Ya bien locos los dos, pareció como si se hubiera descorrido la barrera del idioma. Yo no sé si me entendió. Yo no sé si lo entendía. Pero nos echamos una platicota que para qué les cuento. De pronto dijo rouge. Ahora sé que quiere decir rojo, pero entonces oí rouge y sin entender el francés supe que me estaba diciendo rojo.
    —¿Y a qué se refería?, pregunta cautelosamente Chinche.
    —No lo sé. Pero esa fue la palabra mágica, el abracadabra para que se hiciera la luz en nuestras mentes. Hablamos de la vida, de la muerte. Hablamos del paisaje, aunque afuera estaba más oscuro que boca de lobo.
    —¿De qué más hablaron?, pregunta Tatú.
   Los trenes habían ejercido siempre una gran fascinación sobre él. Los veía pasar en la loma, arrastrándose, como un largo gusano segmentado sobre la hoja del árbol, hasta perderse en el siguiente recodo, reaparecer más adelante en el valle y zambullirse finalmente en una hondonada que precedía al plan donde cuentan que se llevó a cabo la gran batalla entre indios y españoles hace ya casi quinientos años. La primera vez que vio uno de cerca, bufante y escupiendo humo, se abrazó a las piernas de su padre con mucho miedo y gozo al  mismo tiempo. Cuando la máquina a vapor aceleró para agarrar aviada y poder tirar de los vagones llenos de café, banano, ganado —sus ruedas, múltiples como las patas de un ciempiés, patinaban y sacaban chispas por la fricción—, Abi sintió que se le escapaba el corazón  del pecho. Cuando ésta empezó a moverse perezosamente, emitiendo largos silbidos, sonidos de campana y el chaca-chaca de los pistones, Abi soñó con un día poder subirse a uno y ser llevado a tierras lejanas, como solía hacerlo esos hombres que miraba parados en los techos de los vagones y a los que llamaban brequeros. O de fogonero, alimentando con carbón la caldera. O de maquinista, su máxima aspiración, en los controles llenos de manijas, llaves, medidores de presión y la colgante cadena que al tirarla permitía —con toques largos y cortos— ser escuchado a kilómetros de distancia. Sacudió la cabeza. Eso estaba atrás, agazapado en su memoria. Los modernos y silenciosos trenes eléctricos europeos se desplazaban a altas velocidades, acercando los destinos. Acortando los sueños.
    —¿De qué hablaron, pues?, insiste Tatú.
    —¡A la puta, muchá! No me sé las palabras. A mí el francés me sonaba a chino. Pero esa plática iba más allá de lo que se decía. Yo creo que en la comunicación, la esencia es lo que cuenta. Y la esencia radica en lo gestual, en lo inflexivo, en la cadencia misma de las palabras. Si a esto se le suma un par de puros, la percepción es mayor.
   Abi los mira por un instante. Sin transición camina hasta el fondo de la casona del Callejón Delfino y orina sobre los escombros de lo que era la pilona de la residencia.
    —Bueno, continúa desde allá, no importa realmente. Lo que les quería decir es que a duras penas podía mantener los ojos abiertos. Me dormí. Tuve horripilantes pesadillas donde todo era rouge como la sangre. Cuando desperté, el hombre —llamado Jean-Baptiste según él me dijo y, coincidentemente con el mismo apelativo del Grenouille de la macabra historia de los olores, según yo pensé— ya no estaba. Volví la cabeza y ella, la mujer del libro, seguía en el mismo lugar, como una Sarah plena de belleza, pero transformada en estatua de sal.
    —Para mí hubiera estado bueno, dice Chinche. En vez de pasar la noche hablando con ese peludo sin entender ni mierda, hubiera aprovechado la oportunidad para remojar la hilacha.
    —Tal vez tengás razón, Chinche, se aproxima Abi. Cuando llegamos a la estación de Madrid, la chica se puso de pie, me dijo algo —en francés para variar— y me dio el libro.
    —¿Lo ves?, grita Chinche. ¡Mula, mil veces mula! La noche anterior también te hubiera dado el culo.
    —Probablemente.
    —¡A la! ¿Y qué pasó?, se anima también Tatú.
    —Nada. Que la vi irse.
    —¡Ayayayyyyy!, grita Chinche, tocándose los genitales. Hubiera sido mejor verla venirse.
    —Bueno, pero al principio nos dijiste que te había ocurrido algo de película, protesta Tatú. Y lo único de película es que te la pasaste milando, como el chinito y todo rojo, para más joder, por la onda que te cargabas.
    —Tenés razón, Tatú falta el final. Un final inesperado que es, en conclusión, lo que le da sabor a esta puta vida.
    —No lo hagás más largo, ruega Tatú.
    —Ya termino. Nos llevaron al hospedaje y me di cuenta.
    —¿De qué?, preguntan los dos al unísono.
    —De que me habían hueviado, responde gravemente Abi.
    —¿El olor?, pregunta Chinche.
    —No, macho. El pasaporte y la plata.
    —¡Puta! Ahora sí que te la echaste buena, ríe Tatú.
    —Palabra, muchá. No sé si fue él mientras yo dormía, o si fue ella cuando él se bajó en alguna estación anterior o si fueron los dos en contubernio. Lo que sí les puedo asegurar es que la cara del tal Jean-Baptiste las tengo aquí. Señala su sien.
    —¿Y la de ella?, pregunta Tatú.
    —Casi no la miré. Pero les juro que esa raya erizada de vellos rubios, la podría reconocer en cualquier colchón en que se encuentre. Los mira por un instante y da una palmada. Y ya basta de plática, huevones. A trabajar, que tenemos que descombrar esta mierda y ver si abrimos el teatrito a fin de mes.



ES PARTE DE un ensayo que estoy escribiendo sobre la celebridad, le muestra Carlos a Manuel José. ¿A quién le importa?,  podrías preguntarme y me vería forzado a responderte a mí no. Pero eso está fuera de cuestionamiento alguno. ¿No es cierto, Luzita?
   Luz Méndez, acomodando su lacia cabellera negra, aprieta bajo su axila el novísimo ejemplar del Diccionario de la R.A.E. y asiente con la cabeza, sonriendo con un aire de malicia y complicidad a Mario Alberto, quien se encuentra frente a ella, sentado tieso, el pectoral hinchado —como si acabara de tragarse la espada de sus antepasados— y los bíceps rebosando las mangas de esa T-shirt dos números más pequeña.
    —La celebridad es la madre del escándalo —¿o al revés?— dice Mario Alberto. Los griegos lo sabían cuando Platón, en su versículo octavo, derivaba a la conclusión de los estadios del hombre en tal eventualidad: cárcel, hospital, cementerio.
    Annabella, la mujer de Carlos, ríe —con esa risa cristalina que no quiere decir otra cosa que no jodás pero que parece de tácito acuerdo— y pone sobre la mesita de centro un platillo colmado de olivas negras.
    —Mahatma Ghandi, dice M. Flores, metiéndose dos en la obscena bocaza, solía acompañar sus protestas con huelgas de hambre. El actor —¿cómo se llama el actor inglés que se ganó un Oscar por eso?—, golpea con la palma de la mano su brillante calva, intenta decir algo más, pero sólo atina a producir un insistente gorgoteo de cañería vieja, poniéndose rojo como un tomate.
   Todos los miran cuando cambia de color a un azul violáceo. El jefe de la sección cultural de Siglo XXI se coloca rápidamente detrás de él —quien ya se ha puesto de pie y manotea desesperadamente por la falta de oxígeno—, le rodea con los brazos el torso, empuña su mano derecha y la toma firmemente con la izquierda presionando a la altura de la base del esternón —con el nudillo del pulgar— y empujando de abajo hacia arriba con fuerza un par de veces.
    —¡Que ese hombre se nos ahoga!, exclama Luzita.
    —¡Hay que golpearle la espalda!, instruye Hugo Carrillo, quien se encuentra conversando con Luis Domingo en un área más apartada de la sala.
    —¡Este va a llegar al último de los estadios!, comenta Mario Alberto, sin mover más que los músculos necesarios —aquellos del abdomen y la cara—.
   La maniobra de Heimlich da resultado y dos negras olivas salen disparadas de la garganta de M. Flores quien puede, al fin, dar una bocanada y tragarse el humo de la pipa de Carlos, sufriendo un terrible acceso de tos. Hugo pasa del dicho al hecho y le tamborilea la espalda.
    —Estoy bien, alcanza a decir entre golpes de tos M. Flores, desplomándose en su asiento como un pesado fardo de papas.
    Hay una pequeña pausa donde todos parecen adquirir la inmovilidad de una still 8x10”, interrumpida por las palmas de Annabella.
    —Bravo, bravísimo, premia ella efusivamente al jefe de la sección cultural.
    —No es nada, dice él sin pizca de modestia. La otra vez lo hice con alguien que se trabó un hueso de pollo. No sé si lo leyeron en mi columna.
    —Lo leímos. Pero, querido, cuidado con lo que escribes y dices, dice Luz. La otra vez se la hiciste —la maniobra— a alguien. Cuando lo haces con alguien, con es una preposición que se aplica al medio, modo o instrumento que sirve para hacerlo. También es una preposición inseparable que expresa unión, cooperación o agregación. Luego dijiste alguien que se trabó. Y lo correcto sería a quien se le trabó. No olvides que es un verbo transitivo que significa juntar o unir una cosa con otra, para mayor fuerza o resistencia.
    —Quisiera agregar algo, si me lo permiten, pide Mario Alberto, ladeando apenas la cabeza. Trabar es un americanismo que significa entorpecérsele a uno la lengua al hablar. Tartamudear. De allí viene trabalenguas, entre otras cosas.
    —Mis disculpas, doña Luzita, es el jefe de la sección cultural. Tomaré la debida nota, licenciado. Gracias. Lo hace.
    —No, si está bien. Quiero decir que no está bien, pero está bien que pase de vez en cuando y no que se haga una fea costumbre. Todos los días nos topamos en los periódicos, en noticieros y programas de televisión, en la radio con cada barbaridad que para qué les cuento, concluye Luz.
   El jefe de la sección cultural garabatea en su libro de notas. Mario Alberto hincha el pecho y exhala rítmicamente. Annabella retira las olivas negras del alcance de M. Flores con una sonrisa, mientras éste resopla, transpira y seca sus lágrimas. Luz se mete de narices en su diccionario de la R.A.E., cuando Luis Domingo y Hugo se aproximan a Manuel José y a Carlos.
    —Interesante teoría la tuya, Carlos, sobre la celebridad y el escándalo. Me gustaría tener tus comentarios en mi noticiero, le dice el primero.
    —Con gusto, pero se te fue de las manos algo sensacionalista, señala a M. Flores.
    —“Promotor cultural muere con un par de olivas negras trabadas el la garganta”, complementa la idea Hugo.
    —O bien, tercia Mario Alberto sin moverse casi, “Dos negras olivas acaban con promotor”.
    —O, a la manera kafkiana, abre la boca por primera vez esa noche Manuel José, “De verde olivo, un par de negros traban a promotor hasta ahogarlo”.
    —No hagan bromas sobre eso, muchá. Un poco más y entrego el equipo, protesta vehementemente M. Flores.
    —No te preocupés, Florecitas, le dice Hugo. Con lo feo y gastado que se encuentra, nadie te lo va a querer recibir.
    —El comal le dijo a la olla, canturrea M. Flores.
    —Hablo en serio, dice Luis Domingo. ¿Qué nos falta en este maldito país? Malicia. Yo, por ejemplo, tengo un horario para desvelados en la televisión. ¿Y qué es lo que hago? Un soporífero programa. ¿Y por qué lo hago? Porque no me quiero meter a problemas de producción. Además, a la gente le gusta ver reseñas de cómo se hartan los embajadores, cómo se visten las viejas fufurufas, cómo tratan de componer el mundo unos cuantos pendejos en seminarios, congresos y convenciones.
    —Hacés bien, dice M. Flores animándose. ¿De qué vas a vivir si no? Los patrocinadores son tus patrocinadores porque la gente se queda dormida con el televisor encendido y de esa forma, penetran subliminalmente.
    —Además, interviene el jefe de la sección cultural, es buen negocio para la empresa eléctrica.
    —¿Quién ha dicho eso?, pregunta Luz.
    —Yo, responde tímidamente el de Siglo XXI.
    —No. Me refiero a la otra barbaridad.
    —Fui yo, Luzita, dice M. Flores limpiándose el sudor de la calva.
    —No, hombre, entra al rescate Mario Alberto. Luz se refiere a
    —Yo puedo explicar eso con mis propias palabras, lo fulmina con la mirada Luz. Aquí hay dos cosas diferentes. Primero, un valioso tiempo de televisión que se tira a la basura. Y segundo, la utilización inteligente y adecuada del escándalo para alcanzar la celebridad.
    —Yo no lo pude haber expresado mejor, comenta Mario Alberto.
    —Claro que no, m'hijito. Te faltan muchas horas de vuelo y el sentido autocrítico necesario. Pero eso lo hablaremos en casa. Lo importante —y ya que nosotros representamos de alguna manera el movimiento cultural activo del país—, es aprovechar la coyuntura que nos da la teoría de Carlos y el programa de Luis Domingo. Quiero hacer una propuesta.
   Luz se pone de pie, apretando bajo la axila su inseparable diccionario. Mario Alberto, rojo como un tomate, cierra los ojos para tragarse la humillación y recrea en su mente las escenas recurrentes donde Luz es el personaje de su nueva novela psicológica —que ha titulado provisionalmente “Lo blanco y lo negro” como un secreto homenaje a Stendhal— y donde —a la manera de un Edipo moderno y para reverenciar a los dioses del panteón griego— la mata para luego sacarse los ojos.
    —Sin entrar a apreciaciones de por qué la gente mira tu programa y de por qué tus patrocinadores lo patrocinan, continúa Luz, tendrías que darle un giro diferente y radical. En la actualidad —tú  lo dijiste— lanzas un soporífero programa, donde una cámara inestable hace largas y tediosas,  sin audio explicativo, de diferentes tipos de gente. Estás cumpliendo una función social —y ni modo, allí te entran tus lenes— reseñando bodas, quince años, cenas de aniversario y esas cosas. Mi propuesta —si Carlos está dispuesto a compartir esa brillante idea— es reestructurar el programa. Por ejemplo, ¿qué se necesita para llenar una sala de exposiciones, una función de teatro o de ballet, la presentación de un libro? La notoriedad. Alrededor del espectáculo, del autor, del intérprete, hay que tejer una maraña de sucesos que motiven tanto al conocedor, al especulador, al crítico, como al grueso del público que si lo que quiere es mierda, hay que dársela. Si la exposición tal de pintura sobre el tema de la violencia es ya un fuerte ingrediente para llamar la atención, habrá que aderezarla con su dosis de escándalo periférico. Es decir, el pintor -en este caso- se vería envuelto —unos días antes de la apertura— en algún incidente violento. La ficción y la realidad se entremezclarían convenientemente para hacer de la exposición un éxito sin precedentes. En el caso de un estreno teatral con una comedia, se hablaría con suficiente anticipación de la desafortunada vida del autor, de la mala suerte de tal o cual actriz para crear el contraste. Y si se tratara de un drama, por el contrario, algunos incidentes jocosos o atrevidos de los mismos. En principio habría que conseguirse algunos periodistas amigos y pedirles que publicaran entrevistas, chismes, indiscreciones. Más adelante, ya no sería necesario. El periodista está donde está la papa. Si su artículo o entrevista procura lectores —o en el caso tuyo, Luis Domingo, tele espectadores—, su peso se pagaría en oro. De esa forma, y gracias al escándalo, se lograría la notoriedad para ir haciendo estrellas. Luminarias de la pintura, de la danza, del teatro. Con una vida real —que eventualmente podría resultar interesante— y una vida inventada para hacer las delicias del pueblo. Y nótese que digo el pueblo y no el público. El pueblo no podrá pagar la localidad, pero sí apreciar la foto sensacionalista en el periódico o ver la tele. Para llegar a lo anterior, por supuesto, habrá que “mercadear” a los candidatos. Además de su talento —requisito básico—, se tomaría en cuenta su carisma y, sobre todo, su facultad para caer en situaciones embarazosas, sin que —idealmente— llegue a los tres estadios definidos antes por Carlos y que son, para recapitular sobre eso, la cárcel, el hospital y el cementerio —aunque no es condición, porque a veces un pintor, un autor, un compositor vende más muerto que vivo—. La celebridad, llegado el momento, generaría a los mismos medios de comunicación y a las empresas productoras de espectáculos los jugosos dividendos necesarios para que valiera la pena el intento. Pero volviendo a lo medular del asunto, no estaría de más delinear someramente la metodología necesaria a seguir. Por un lado, estarían los cazadores de talentos con sus cámaras y micrófonos. Estos cazadores de talentos formarían equipos de investigación altamente calificados —valga decir psicólogos y culturólogos— que se encargarían de scannear las publicaciones en busca de prospectos —espectáculos, artistas, obras— que ofrecieran las condiciones mínimas de calidad y, partiendo de eso, encontrar los opuestos para establecer los parámetros de factibilidad al escándalo. El equipo de mercadeo haría los estudios pertinentes. El equipo de relaciones públicas efectuaría los contactos personales. El prospecto, en ese momento, recibiría cursos especializados para expresarse en público, para vestir y comer adecuadamente, para hablar otras lenguas —o por lo menos los rudimentos de las mismas—, para actuar —incluyendo el arte de maquillarse y disfrazarse—, etc. Después de un tiempo determinado, se le expondría al público. Su foto aparecería en todas las publicaciones. Su imagen sería vista en todos los programas de televisión. Frecuentaría los lugares multitudinarios donde, previo libreto y comparsas, procuraría hacerse notar por su conducta escandalosa —siendo desnudado por un grupo de chicas, golpeado por un marido despechado, llevado preso por sospechas de narcotráfico, no importa qué—. En ese momento, el prospecto habría dejado de serlo para convertirse en luminaria. Por el otro lado estarían los escribidores, propiamente dichos, con sus afilados lápices, creando los textos de entrevistas, boletines, scripts para televisión. En la primera etapa será este equipo el encargado de poner en tinta y papel todo lo que se publicitara sobre el prospecto —porque se espera que una vez nazca luminaria del firmamento cultural y artístico, periodistas y promotores lo harán en forma espontánea—. Luis Domingo lo dijo. Falta malicia. Carlos lo dijo. La celebridad llega fácilmente a través del escándalo. Uniendo estos dos ingredientes, malicia y escándalo, mezclándolos adecuadamente, llenando de estrellas el firmamento de la patria, habremos salido del subdesarrollo cultural. Para concluir esta ponencia, sólo me queda una pregunta para Luis Domingo. ¿Estarías dispuesto a hacerlo?
   Hay un silencio. Luz mira a su alrededor esperando la respuesta. Annabella se entretiene enseñando a M. Flores cómo deben comerse las olivas negras. Carlos, Hugo y Manuel José discuten por lo bajo sobre los francmaricones y los tartarisordorum. Mario Alberto, recto como una tabla, medita con los ojos cerrados sobre la necesidad de cambiar el final de su novela ligeramente. En vez de sacarse los ojos después de matarla, lo hará con el gato siamés que tiene un doble rol de nahual y alter ego. El jefe de la sección cultural, con su librito de notas colmado, señala hacia el pasillo.
   —Creo que se fue al baño, doña Luzita. Pero, dígame, por favor, ¿qué quiere decir scannear?



CALDERÓN ACHICHIVITZ TIENE unos sesenta años. El sol, el viento, el frío de las montañas de su natal San Ignacio Los Encuentros, en Huehuetenango, han curtido sus carnes. Casi completamente sholco, el único incisivo superior hace milagrosos equilibrios en sus encías cuando habla, al extremo que el interlocutor no puede dejar de observarlo y esperar el momento cuando salga disparado o se le vaya a la garganta. Su esposa, tan magra y vieja como él, jamás abre la igualmente desdentada boca. Cuando el maestro Achichivitz le habla, ella gruñe un sí o un no, según la entonación. Su hijo Mekel andará por los veinticinco años, pero no los aparenta. Parece un jugador de pelota arrancado de un mural de Bonampak o esculpido tardíamente por Galeotti Torres. Musculoso, sí pero no vasto. Un tanto estilizado y más alto que el promedio de su raza. Presenta las características físicas de sus antecesores —brazos cortos, lampiño, ojos negros y de forma avellanada, mancha mongólica— y un profundo respeto por sus costumbres y religión. Todavía menor de edad —acababa de cumplir los dieciséis— había sido reclutado por el ejército. Venía de una aldea vecina, un domingo por la tarde. Acababa de llover y el olor a tierra mojada llenaba sus pulmones, a la par del recuerdo de ese otro olor, de aceite de zapuyul que su amada se echaba en la cabeza para tener un cabello más negro y brillante. De pronto notó que en la orilla de la carretera, aparentemente atascado en el lodo, estaba un camión de los grandes, cubierto con una lona. No se veía gente por los alrededores. Conforme se acercaba tuvo un presentimiento, pero no pudo reaccionar a tiempo. Le cayeron encima, sacándole el aire de un culatazo y lanzándolo al suelo, donde lo manearon como había visto hacerlo a las reses en el jaripeo. Aterrizó sobre otros cuerpos en el interior del camión, sin poder ver nada. Escuchó algunos quejidos y el fuerte olor a meados y excrementos le revolvió el estómago hasta hacerlo vomitar de asco y de miedo. Dos años y medio después lo soltaron. Había cumplido su servicio. Se había distinguido, llegando a cabo. Con apenas dieciocho años, acostumbrado a la vida del cuartel y a la disciplina militar, a tener un arma entre las manos en vez del machete y del arado, familiarizado con el olor de la sangre, de la pólvora y de la chamusquina, no sabía qué hacer. Sus dos hermanos mayores habían sido muertos en enfrentamientos con el ejército. Dijeron que eran guerrilleros y él trató de entenderlo, pero su padre le afirmaba que no, que habían sido asesinados por el comisionado militar y sus secuaces en una cantina, por líos de mujeres, y que los habían ido a tirar después a un barranco. Durante su ausencia, la novia se había casado con otro. Ella, al principio, lo visitó un par de veces en el cuartel de la capital. Y él la había visto en otra ocasión cuando lo trasladaron a un destacamento de El Petén y pudo viajar a su pueblo estando de franco. Pero en la distancia y en el tiempo las relaciones se enfriaron al grado que no le importó mucho la noticia. Le preocupaba, eso sí, que su padre estuviera viejo y cansado. Cada vez le costaba más la siembra y la cosecha del maíz, del frijol, produciendo apenas lo necesario para la subsistencia propia y de su mujer. De sus dos hermanas, la mayor se había ido a la capital y estaba empleada en el servicio doméstico. La otra, la menor, había muerto no hacía mucho de disentería —aunque las malas lenguas dijeron que se había desangrado al abortar el producto de su violación por uno de los hijos del influyente terrateniente de la zona—. Su padre, además, se comportaba de manera extraña. Se la pasaba escribiendo a la luz del candil hasta altas horas de la noche y a la mañana siguiente, sin haber casi dormido, se iba a la milpa como si nada. Mekel Achichivitz, en esa época, se metió a la insurgencia. Una mañana le anunció a  su padre que se iba a la montaña. Calderón Achichivitz no dijo nada, le puso en la mano un amuleto —del que nunca antes se había desprendido— y se fue a la vega del río. Mekel, al mirar la encorvada espalda de su padre y el involuntario movimiento de sus hombros mientras se alejaba, supo que lloraba de alegría. Sintió pena por él, por su madre, pero se iba a luchar contra la explotación, contra la injusticia, para hacer valer los derechos de su raza. Ya había estado de un lado. Ahora se encontraba en el otro.
   Pero a pesar de que el sonido de la metralla era parecido, que los olores y visiones se repetían, supo que no era igual. Le hacía cosquillas la conciencia. Fue herido en combate meses después. Una esquirla de granada le dañó severamente la pierna. En la montaña, sin mayor asistencia médica, creyeron que iba a perderla, pero su fortaleza física y su juventud le hicieron salir adelante. Sin embargo, nunca más podría estar en el frente. En su pueblo, gracias a sus antecedentes como soldado, creyeron su versión de que había sido atacado por contrabandistas de madera en la frontera, y la cosa había quedado así. Pero estaba condenado a  no poder ir más a la montaña. Y como Mahoma, pensaba, era la montaña la que tendría que llegar a él, tarde o temprano.
   Acostumbrado a la acción y a la vida errática, se aburría como ostra en su nueva condición. Cuando llegaban pequeños grupos de compañeros, la excitación se apoderaba de él; pero una vez éstos se iban, volvía a sumirse en un estado depresivo del que nadie lo podía sacar. En una de tantas, conoció a una pequeña india del altiplano llamada Martina. Fue amor a primera vista. Cuando se vive tan cerca de la  muerte, no hay tiempo que sobre ni promesas que se lleve el viento. Hicieron el amor desde la primera vez y así, tantas veces como visitas hacía la columna guerrillera a San Ignacio Los Encuentros. Se sentía otro, dedicándose a tareas locales de indoctrinador, de correo, de activista con renovados bríos. Se infiltró en la patrulla de autodefensa civil para tener acceso a información sobre los pasos del señor ejército, como lo solían llamar los campesinos, quedando circunscrito su campo de acción al pueblo y sus alrededores. Ayudaba a su padre en la siembra y recolección de granos, lo que le permitía estar más tiempo con él y adentrarse en el corazón de ese hombre y su pasión secreta. Se le abrió de esta manera una ventana al mundo que cambiaría su vida.
   Martina estaba embarazada. Durante el sexto mes despidió a la columna y se quedó con Mekel. Ambos, por primera vez, podrían descubrir lo que significaba una vida en común, la familia, los hijos. Tenían miedo por lo que se les vendría encima, pero se amaban y eso hacía parecer todo más fácil.
   Calderón Achichivitz no hablaba la Castilla. Había aprendido los números y las letras y algunas palabras, pero pensaba y se expresaba en su lengua. Cuando llegó el primer nieto, Calderón lo llamó aparte y le habló sobre su trabajo y le permitió leer sus escritos. Los siguientes meses Mekel parecía un alucinado, al punto que sus padres y Martina pensaron que había perdido la razón. Con motivo de la fiesta patronal del pueblo, Mekel organizó la presentación de El Convite, primera obra de su padre. Con elementos inspirados en el Popol Vuh y en el Rabinal Achí, el maestro Achichivitz mostraba una visión nueva y antigua al mismo tiempo sobre el problema indio de la tierra. Ahora bien, Achichivitz no culpaba al extranjero invasor, tampoco se congraciaba con él haciendo una concesión amorfa. Llegaba a la médula del problema y le decía al indio que había legado el momento de devolver a la tierra lo que se le había robado. Ponía, de esa manera, todo en el plano del compromiso hacia la madre naturaleza —con el sentido ecológico que manejan las mentes primitivas y que ha querido ser trasplantado sin éxito a la mentalidad occidental— y hacia la preservación de los valores intrínsecos de la raza. En la obra, interpretada por campesinos como él, la acción ocurría en el marco de una reunión de los principales de todas las comarcas del país. Cada uno levaba en sus arcones la más preciada pertenencia de su pueblo. Los arcones se abrían el día de mercado en la plaza, y de ellos empezaban a salir, como de cientos de cajas de Pandora, las más increíbles cosas que uno pueda imaginar. Aquello se volvía una fiesta donde músicos y danzarines se mezclaban con personajes mitad hombre mitad animal, mitad agua mitad fuego, mitad vivos mitad muertos, mitad reales y mitad inventados. Los principales iban reconociendo en el contenido del arcón de los otros lo que codiciaban y empezaba el regateo. Ofrecían sus casas, sus pertenencias, a sus hijas, a su misma descendencia a cambio. Así, durante días y noches, lunas y años, hasta que poco a poco iban olvidando el por qué de su afán. La obra cerraba cuando los principales se preparaban a volver a sus comarcas y trataban de llenar sus arcones con el producto de su avaricia. Cuando todos se iban, la tierra quedaba yerma. No había señal de vida en el planeta.
   El Convite se convirtió en un éxito sin precedentes. Calderón Achichivitz era invitado a lo largo y ancho del país. Las comunidades indígenas empezaron a solicitar sus nuevas obras. Mekel, ante esa inesperada demanda, viajaba constantemente y preparaba los montajes de las obras de su padre, hasta que se planteó la necesidad de llegar a las comunidades ladinas. Habló con su padre y éste no estuvo de acuerdo en que Mekel tradujera las obras al español. Los sonidos del bosque le pertenecen, le había dicho. La naturaleza de las cosas produce su forma y color. Nada será igual fuera de su ambiente, porque así está hecho y así deberá quedarse.
   Sin embargo, ocultamente, Mekel se dio a la tarea de traducir la obra completa de su padre porque sentía la necesidad de que trascendiera la barrera de la lengua y de la raza. Además, quería conocer el impacto que ésta tendría sobre el mestizo y el ladino. En esa época todavía no conocía a Manuel José, pero sabía de su trabajo. Visiones del Popol Vuh, con el que habían efectuado giras por el mundo en los sesentas, El palo volador en los setentas y, más recientemente, Las indias españolas. Trataba de imaginar cómo sería recibida la obra de su padre en los teatros de las cabeceras departamentales, de la capital y de otros países.
   El encuentro se dio durante las Festividades de Rabín Ahau —la Hija del Rey— en Cobán. Un hombre se le acercó y le dijo, después de presentarse, que necesitaba hablar con el maestro Achichivitz. Manuel José no le gustó a Mekel. Había algo en ese fulano que no encajaba, pero no sabía exactamente lo que era. Le dijo que su padre no hablaba castellano y que podía explicarle a él de qué se trataba.
   Manuel José le dijo en pocas palabras sobre su proyecto. Quería, después de ver múltiples representaciones en diferentes lugares de la obra de Calderón Achichivitz, montar una con motivo de las celebraciones del Quinto Centenario del Descubrimiento de América. En ese momento supo por qué no le gustaba ese hombre. Porque era un ladino. Por eso. Porque pensaba en el Quinto Centenario como una celebración. Algo que para él no significaba otra cosa que la rapiña, el estupro, la miseria, la esclavitud, la muerte. ¿Cómo podría la obra de su padre, dentro de ese contexto, no ser considerada una traición a su pueblo? ¿Acaso no conocía él mismo las dos caras de la moneda, habiendo luchado en ambos lados? ¿Acaso ignoraba la forma continuada, ininterrumpida, de genocidio contra su raza?
   Sin embargo, Manuel José y Mekel tenían algo que los hacía parecerse. Ambos estaban locos. En un país donde las prioridades son salud, educación, trabajo, seguridad —o al menos así debería considerarse—, se juega a la cultura con ojos de burgués trasnochado, de promotor de las artes para las minorías, de Mecenas de página social de los periódicos. Ambos tenían, además, los suficientes huevos para enfrentar a los militares, a la iglesia, a los corruptos de siempre.
   Después de la tercera entrevista, Mekel estaba convencido. Aceptó hablar con su padre. Calderón Achichivitz —tal como lo había hecho antes con el amuleto—, puso en las manos de su hijo un fajo de papeles manuscritos.
   —Te has ganado el derecho a decidir, le dijo. Hacé lo que creás conveniente.
   A sangre y a fuego quemaba las manos de Mekel. Apretó los papeles contra su pecho y agradeció a su padre desde el fondo de su corazón esa con fianza.


LA RATA SE me quedó mirando con esos ojillos acerados y brillantes. Si es verdad lo de la memoria genética, esos mismos ojillos, en el principio de los tiempos, contemplaron el Edén. Fueron testigos del pecado original y de la furia del Creador. Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, debe referirse a que el antepasado de este pequeño roedor, sobrevivió los climas y las edades, los hielos y las conflagraciones, el embate de los elementos y las caídas de las lunas. Viviendo en las entrañas de la tierra, en subterráneos, cloacas, hoyos, basureros, este pequeño animal de hocico aguzado, abdomen y trasero prominentes, larguísima cola, disputa al tiburón y a la cucaracha el pedigree de primigenio morador y devorador del globo —y quizá del universo—.
   Se me quedó mirando con cierta curiosidad, moviendo sus largos bigotes y bien pegada a la tierra, como preparándose para el salto o para dispararse a la menor provocación. Minutos antes, las mujeres habían armado un gran revuelo, con gritos y alaridos, correteando al animal con escobas trapeadores y cuanto objeto apto para el golpe a distancia tuvieran a mano. Ninguna, en realidad, se hubiera atrevido a despanzurrar al animal. Trataban, más bien, de obligarla a huir hacia las vecindades o a la tienda de don Tucur —al otro lado de la calle— de donde, sin lugar a dudas, provenía. La animala corría como loca de un cuarto al otro, rozando las piernas de la una, esquivando el golpe de la de más allá, provocando el caos a su paso donde floreros, macetas, muebles eran dañados o pulverizados. Finalmente se quedó quieta en un rincón, mirándolas con ojos de yo no hice nada, no jodan, he vivido aquí desde hace mucho y es la primera vez que me controlan porque he tenido que ser más atrevida a causa de la situación que se hace cada día más difícil con la comida escasa y de tan mala calidad que ustedes se mandan últimamente.
   Cuando llegué, no habían podido atraparla, pero aseguraban tenerla sitiada en mi estudio. Se me comisionó rastrearla, localizarla y proceder a su ejecución sin más trámite.
   Al mirarla en ese rincón, inmóvil, temblorosa, con la vida pendiendo de un hilo, recordé que muchos años atrás, en la casa de mi abuelo, mi tío Tono y yo teníamos atrapado a un roedor de estos. Mientras yo alumbraba con la linterna de baterías, mi tío le disparó desde muy cerca dos veces con una escuadra calibre 22. El humo se disipó y la rata ya no estaba allí. Buscamos en los alrededores y ningún rastro de sangre, ningún cadáver, ningún agujero de bala. Nada. Durante mucho tiempo conjeturamos, que si los tiros estaban defectuosos, que si el animal había huido herido para ir a morir en su oscura madriguera, que si habíamos imaginado todo, pero se quedó en el misterio.
   Mi esposa, que se encontraba a mis espaldas junto con las otras mujeres, pareció leerme el pensamiento porque me rogó que le pegara un tiro a la rata. Le respondí que era peligroso por el rebote de la bala y esas cosas, pero la verdad fue que no me quería arriesgar de nuevo a otra experiencia de tipo paranormal con uno de esos animalejos.
   Mi estudio, eufemismo empleado para nombrar el cuarto en esa casa de colonia proletaria, sin luz ni ventilación, atiborrado de libros y papeles donde trabajo. Cuando busco un papel, me topo con la fotografía donde Miguel Ángel Asturias, Gabriel García Márquez y yo estamos en la Puerta del Sol, Madrid, y que creí perdida. Cuando busco la fotografía, encuentro esa rara moneda —no se trata de una colección, pero me gusta guardarlas, especialmente cuando viajo a países o me las obsequian como recuerdo de algún evento— con un velero de tres palos en una cara y en la otra, una extraña caligrafía que me hace pensar, inevitablemente, en la Alejandría de Durrell. Cuando busco la bendita moneda, se me materializa un boleto usado en el metro de París —en el que me transportaba y fue blanco terrorista en el 68—. Cuando  busco el  boleto, allí está ese botó  para solapa con la efigie de Lenin y que me fuera impuesto en Polonia, durante el Congreso Internacional Socialista de Estudiantes en 1959. Y así, en ese desorden ordenado como suelo llamarlo, donde no sería extraño que un día me topara con un ornitorrinco mientras busco el close-up de la lengua de mi suegra.
   Allí, además de la rústica mesa que hace de escritorio hay una cama. En ella, cuando mi estudio se transforma provisionalmente en cuarto de huéspedes, han dormido personajes de toda calaña. Ecólogos, prófugos de la justicia, mujeres de buena y mala conducta, extranjeros indeseables, maoístas, huérfanos, mi ex-esposa, algún actor trasnochado, algún literato etilizado y, en una ocasión, el mismísimo secretario de la curia. Mientras escribo esto, me preparo a recibir a un voluntario japonés, experto en artes marciales, que va a colaborar conmigo en la puesta en escena de Cyrano de Bergerac, especialmente en lo relativo a los combates.
   Cuando volví la cabeza, la rata ya no estaba. Los gritos de las mujeres me hicieron suponer que la habían visto correr, pero no. Mi mujer me tachó de inútil y me dijo que iba a buscar a Bartolo, empleado de don Tucur y especialista, según ella, en deshacerse de estas molestas plagas.
   Bartolo llegó armado de una vara terminada en doble pica. Allí le decía una de ellas y Bartolo, diligentemente, vara en ristre, picaba. Allá, le decía otra, y se repetía. Me empezaba a sentir molesto de que mi sacrosanto recinto fuera violado en tan extraña cacería. Más allá, repetían. De pronto oímos uno de los más horribles chillidos. Bartolo, con la lengua de fuera por el esfuerzo, picaba una y otra vez. Jadeaba. Allá, y un piquetazo en otra dirección hizo explotar la pantalla de mi viejo televisor Philco a color que esperaba, desde hacía varios años, ser reparado.
   Bartolo, la vara en una mano y la cola de la rata muerta entre los dedos de la otra, se despidió con un movimiento de cabeza. Las mujeres iban detrás de él, cacareando, como gallinas cluecas. Quedé un rato en silencio, observando la cama deshecha y medio patas arriba, los papeles revueltos, el televisor roto, los libros tumbados y descuadernados. No puede ser, pensé, lleno de espanto. Si se la acaban de llevar bien muerta. Yo lo vi.
   En el rincón, la rata me estaba mirando con esos ojillos aplomados como diciéndome yo no hice nada, no jodás, todo lo que quiero es un sitio donde pueda roer a gusto. ¿Acaso es pedir demasiado?


MARÍA EXTIENDE EL brazo y toca nada. Gira para ver la mitad del lecho vacío. La almohada todavía conserva la cóncava huella de la cabeza del hombre. Usando los dedos como un par de rastrillos, los mete entre su cabellera y extiende los brazos para hacerlos flotar y dejarlos caer sobre los hombros. Mira el reloj, sin ver la hora. Se despereza lánguidamente. Deber poner más cuidado, piensa. Nunca antes le había ocurrido con ningún hombre, con ninguna mujer, en ninguna relación. Excepto cuando se quedaba dormida en brazos de su tío Paquito, el medio hermano de su madre. ¡Y cómo se le parecía el que minutos antes la había hecho sentir tan  mujer, tan plena! No en lo físico, sino en la forma de mirar, la manera de decir las cosas, buscando cuidadosamente las palabras adecuadas, precisas, exactas y, sin embargo, llamando todo por su nombre, sin rodeos, francamente.
   El tío Paquito siempre había estado muy cerca de ella. En sus cumpleaños, en navidad, con cualquier pretexto, se presentaba con el regalo más grande y más costoso, el pastel más delicioso y lleno de chocolate que había visto en su vida, los zapatos más lindos y brillantes que se pudiera imaginar. Los domingos la llevaba al zoológico, a comer helados, a ver la película de las diez de la mañana. Se amaban como padre e hija, como el padre —si no hubiera muerto antes de ella nacer— la hubiera amado y ella a él.
   Eran muy cercanos. Cuando una noche despertó sangrando, corrió al cuarto del tío Paquito y éste, como cualquier padre hubiera hecho, la tranquilizó y le explicó sobre su primera regla y su transición de niña a mujer. María empezó a notar los cambios en su cuerpo. Sus caderas se redondeaban, sus senos crecían y los rosados pezones eran tan sensibles que apenas soportaba el roce de la blusa. Esta vez fue su madre quien la llevó a un almacén y le compró su primer sostén.
   Con la pubertad empezó a notar cambios en el comportamiento de su madre y del tío Paquito. Los oía discutir sobre cosas tan triviales como reglamentar el uso del baño, no andar semidesnudos por la casa, llamar a la puerta del cuarto del otro antes de entrar y todas esas cosas que le parecían absurdas y que nunca antes se habían siquiera mencionado. Desde pequeña, su tío Paquito la había bañado, la había vestido, la había acariciado como un león a su cachorro y de pronto, leí en los ojos de su madre la desaprobación a cualquier muestra de afecto entre los dos. Fueron tiempos difíciles llenos de tensión y sinsabores. Reñía por cualquier cosa con su madre —quien acababa de hacerse Testigo de Jehová—, especialmente por la forma de vestir y lo que ella consideraba una provocación hacia el sexo fuerte. Y el sexo fuerte en ese caso era su tío Paquito, quien se encerraba en su cuarto y estaba al margen de cualquier discusión al respecto.
   Así transcurría su vida hasta que cumplió catorce años. Aunque un poco regordeta, María se había convertido en una bella mujer de piernas largas y rebosantes pechos. Los jóvenes la asediaban y había uno, particularmente, que la colmaba de atenciones y se bebía los vientos por ella. Le gustaba, pero no lo suficiente para arriesgarse a que hiciera con ella lo que había visto que algunos hacían con sus compañeras. El tío Paquito se rió cuando se lo contó, pero empezó a sentir cierto malestar, cierta incomodidad con él, al extremo de que llegó a esquivarla en una ocasión. Casi no lo veía, Llegaba tarde y se iba temprano.
   Una noche de verano despertó en medio de una discusión de su madre y el tío Paquito. No pudo entender nada de lo que decían y todo se calmó con un par de portazos. Después de eso no pudo dormir. Se dirigió al cuarto de su tío. Llamó suavemente y no obtuvo respuesta. Abrió y caminó hasta la cama. Él fumaba en silencio. ¿Será que todos los hombres fuman en la cama?, se preguntó. Su tío apagó el cigarrillo y abrió los brazos para recibirla. La luz de la luna entraba difusa en la habitación y así, estrechamente abrazados, sin decir una palabra, casi sin moverse, los sorprendió el alba.
   Desde esa noche, se sintió diferente. Su joven pecho se estremecía con pasiones encontradas. Odiaba a su madre. Amaba a su tío. En sueños se veía en una isla desierta, como en los viejos libros de aventuras, habitada sólo por ella y su tío Paquito. Modernos Robinsones enfrentados a la naturaleza y viviendo primitivamente, el uno para el otro, sin más universo que el de las estrellas de sus noches y el candente sol de sus también  maravillosos días.
   Pero la realidad era otra. ¿Por qué es tan difícil crecer?, se decía repetidas veces. ¿Es eso la  vida? Y se negaba a aceptar el hecho de que cada nuevo día que pasara, que se hiciera  más mujer, significaría un día menos para ella y su tío. Perdió el apetito, sufrí de insomnio. Muchas noches le parecía escuchar pasos en el corredor —¡los pasos de su tío!— que se detenían exactamente frente a su puerta de su cuarto y la hacían perder el aliento, para luego alejarse. Cuando se reunían para comer —lo que se hacía cada vez menos frecuente—, él se comportaba como siempre, chispado, alegre, dicharachero. Pero con la llegada de la noche se apagaba completamente, hasta parecer una sombra má de la casa.
   María soñaba con los ojos abiertos. Le parecía tan lejos en la distancia. Sacudió la cabeza para aclarar su mente. El agua de la ducha se oía correr entremezclada con la voz de Manuel José que cantaba un bolero. María se sumergió de nuevo en  sus recuerdos.
   Esa noche. La noche que iba a determinar el rumbo que seguiría en la vida, llegó finalmente. Ella la esperaba. La había imaginado cien mil veces, pero la realidad no se parece en nada a la ficción y al sentir el cuerpo desnudo de su tío Paquito deslizarse pegado al suyo en la cama, se le detuvo el corazón de golpe. Estaba dormida y creyó que seguía soñando. A fuerza de llorar tanto / he olvidado la risa. El tío Paquito la beso en la boca por primera vez. Al principio apenas rozó sus labios, pero después la mordía y le introducía la lengua con pasión. Ella se dejaba hacer, en un absoluto abandono. He olvidado mi nombre / pero me sé de memoria / cada curva de tu cuerpo. Las manos del hombre la recorrían lascivamente, metiéndose en todos los rincones sin brusquedad pero con firmeza. Ella no se atrevía a abrir los ojos por temor a romper el encanto, mientras su voluptuosidad crecía al sentirse despojada de su ropa hasta quedar igualmente desnuda. A fuerza de amarte tanto / ya no sé si es día o noche. Afuera llovía, era pleno invierno. Los relámpagos entraban como flashazos de luz que fijaban la imagen cuando él mordía  su cuello, cuando él mamaba sus pechos, cuando él le introducía el pene en la boca, cuando él lamía su clítoris. Para mí siempre es de día / para mí siempre es de noche / porque los veo en tus ojos. Perdió el sentido.
   María extendió el brazo y tocó nada. Giró para ver la mitad del lecho vacío. La almohada todavía conserva la cóncava huella de la cabeza de su tío Paquito. Ese día ya no lo  vio. Ni el siguiente. A la tercera noche, no resistiendo más, fue ella quien se dirigió al cuarto de su tío, se desvistió completamente y se metió dentro de las tibias sábanas a su lado. El tío Paquito se dejó desnudar mientras ella lo besaba apasionadamente, lamiendo todo su cuerpo y prendiéndose de su pene, succionándolo, mordiéndolo hasta hacerlo gritar de placer y dolor. Ella, aunque no sabía lo que eso era, tenía la urgente necesidad de ser penetrada y se puso a horcajadas sobre él, ofreciéndole su virgen vulva. Desde esa posición, el tío Paquito la penetró por primera vez y María, con la memoria guardada en los genes desde la Eva de la creación, supo qué hacer y cómo cabalgarlo para llegar al cielo o al infierno, si hubiera sido preciso. El tío Paquito, en el colmo de la excitación, eyaculó las toneladas de semen -que así le parecía- había guardado celosamente durante tanto tiempo para derramarlas en las entrañas de su sobrina. Ella sintió frío y calor al mismo tiempo, ganas de reír y de llorar, de dar y recibir, hasta que creyó partirse en dos a la altura del vientre. El orgasmo incitó más sus sentidos. Besaba, mordía, aruñaba a ese hombre que la había hecho tan plena y feliz toda su vida. Quería darse entera y no sabía qué más podría ofrecerle. Lo había recibido en su boca, en su vagina. Sí. Para que fuera total le mostró lascivamente el culo, como perra en brama, incitándolo a penetrarla también por atrás. Y el tío Paquito, con renovadas fuerzas, con la visión de las turgentes nalgas y esa espalda que lo arrastraba al delirio y prendido de los senos que apenas cabían en sus manos, jineteó a la hembra como un fauno, al galope tendido, hasta reventar.
   —¿Qué piensas?, le pregunta Manuel José saliendo del baño, empapado y feliz.
   —Nada. Recuerdo cosas.
   —¿Buenos o malos recuerdos?
   —Los mejores. Ven, ruega, haciéndole sitio en la cama. Hay algo que no te dije. Más bien, que te dije a medias.
   —Suenas muy solemne. ¿Qué es?
   —Esta noche fuiste la reencarnación de mi primero y único amor. Mi tío Paquito, ¿recuerdas? Bueno, en realidad era mi padre.
   Manuel José la mira sorprendido. Ella pone la mano sobre sus labios.
   —Espera, todo lo demás es cierto. Se suicidó poco después de forzarme a abortar. Quería que lo supieras. Es todo.



—FUE UN MILAGRO, comadrita. No le salió ni una gota de sangre. Yo lo vi con estos ojos que se han de comer los gusanos.
   —Ay, doña Rosita. Cuando a mí me lo llegaron a contar, los bomberos ya se lo habían llevado al hospital.
   —Tal como le digo, doña Lupita. Estaba medio anestesiado todavía por la soca que se cargaba y repetía como disco rayado la misma cantaleta.
   —¿Y qué decía, pues, comadrita?
   —Elsapobajolapiedraelsapobajolapiedraelsapobajolapiedraelsapobajola
   —Barájemelo más despacio, por favor, doña Rosita.
   —El sapo bajo la piedra.
   —¡Ah!
   —Estos indios tienen sus cosas raras. Debe tratarse de alguna brujería, supongo yo.
   —Supone usté bien, comadrita. Elsapobajolapiedra. Si hasta se me pone la carne de gallina con sólo decirlo.
   —Tenga cuidado, doña Rosita. Yo vi como le cosían la boca a un sapo. Con aguja capotera e hilo de zapatero. Daba miedo de sólo mirarlo.
   —Pues no lo digamos más y se acabó.
   —Mejor.
   Las comadres se encuentran en el camellón que divide la calle de la tortillería. El humo de los escapes de camionetas y minibases ruleteros las hacer toser y maldecir entre dientes.
   —Ve, pues. Si estamos salados, comadrita. Primero lo del secuestro de don Manuel José y todo ese relajo. Y ahora lo de  don Tucur. Se pregunta una si no va a ser la próxima.
   —Vade retro, comadrita. No hay que tocar a Dios con las manos sucias ni escupir al cielo.
   —Es verdad, doña Rosita. Mejor machete estate en tu vaina, por si acaso.
   Un ruletero se detiene a su lado. El ayudante saca la cabeza por la ventanilla.
   —¿Qué hay, comadres? ¿Se enteraron de lo de don Tucur?
   —¡Y como no, pues! Y ustedes, ¿saben algo nuevo?
   —Lo mismo, grita el chofer para hacerse oír entre el rugido del motor con el escape roto. Que está vivo de milagro.
   —¿Ve, comadrita? Se lo dije. De milagro. De puro milagro.
   —Nosotros vamos a aprovechar para darnos un colazo por el hospital, se despide el chofer. Ai nos vemos.
   —Adiós, compadre. Y no deje de avisarnos en la próxima vuelta, se despide doña Rosita.
   El ruletero se aleja entre rugidos y traqueteos. Ambas se quedan en silencio por un instante. Doña Lupita se acerca confidente a su comadre.
   —Dicen que él y doña Bartola, usté sabe.
   —¿De veras?, se le achispan los ojos a doña Rosita. Cuénteme.
   —El pobre marido de la tortillera está que no le calienta el sol. Agarró fuerza y él es de los que prenden fuego rápido.
   —¡Quién lo iba a decir! Tan decente que se miraba.
   —Le digo, doña Rosita. Con eso de los quemones de canilla, los que terminan pagando el pato son los pobres hijos que ya no saben quién es su papá.
   —Cosas del demonio.
   —Hay mujeres que son más pés que las gallinas.
   —Así es, doña Lupita. Menos mal que todavía queda un poquito de decencia en este mundo, si no.
   Las dos comadres se dirigen a la tienda de don Tucur. A pesar de que son apenas las cinco de la tarde, hay grupos de bolos con su octavo de aguardiente en una mano y su mitad de limó en la otra. Cuando las ven llegar les abren paso y las saludan respetuosamente. Este tipo de bebedores habituales no son agresivos. Generalmente se sientan en un rincón o en la banca de afuera a fumar, hablan calladamente y no se meten con  nadie.
   —Cuando oí el relajo, continúa su narración uno de los empleados, llamado Jacinto, don Tucur estaba sentado, con el sombrero en la mano y con el hacha clavada en la cabeza. Doña Bartola lloraba en un rincón y don Tucur le decía algo que no entendí.
   —Elsapobajolapiedra, le dice quedito doña Lupita a su comadre.
   —Elsapobajolapiedra, repite doña Rosita muy a su pesar, persignándose.
   —Yo creí que estaba muerto, sigue Jacinto, o a punto de morirse, pero se paró, caminó hacia mí y me dijo esa sarta de palabras. Yo sentí miedo.
   —¿Y quién no?, es uno de los bolitos.
   —¡Pobre don Tucur, tan  bueno que era!, exclama otro.
   —Es, le corrige un tercero. Porque no se nos ha ido todavía. ¿O sí?
   Hay una explosión de opiniones. Al final llegan a la conclusión de que mientras no digan lo contrario, está vivito y medio coleando.
   —Pero seguí contando, vos Jacinto, exige la única borracha del grupo, una mujer con aspecto entre ama de casa y mesera. Me encantan las historias llenas de sexo y violencia.
   —Pues te equivocaste de lugar, corrige el que habló primero. Esta es una historia triste y llena de tragedia. Otro octavo, vos Jacinto, para poder pasar el mal trago.
   —Vos andás buscando pretexto para seguir chupando, le dice la mujer.
   —¡Y quién no, con noticias como ésta!
   —Yo lo vi también, aprovecha una pausa doña Rosita. Y como le dije a la comadrita aquí presente, sólo un milagro hizo posible que don Tucur llegara caminando con sus propios pies hasta la ambulancia.
   —Los bomberos lo querían acostar, prosigue Jacinto. Pero el mango del hacha estorbaba, así que se lo tuvieron que llevar sentado.
   —¿Y doña Bartola?, pregunta doña Lupita.
   —Presa, dice Jacinto.
   —Gritaba que lo había hecho para defender su honor, explica doña Rosita.
   —¿Ves?, dice la borracha al fulano que le enmendó antes la plana. Sexo y violencia.
   —Para la gente viciosa será sexo, interviene doña Rosita. Pero para las personas decentes eso se llama honor.
   —Disculpe, señora, se molesta la borracha. ¿Está insinuando que yo soy una de esas?
   —No estoy insinuando nada, señora, le responde despectivamente la comadre. Sólo menciono que una madre abnegada, una esposa honrada, una tortillera que trabaja como negro de sol a sol, se defendió del ataque de un borracho abusivo que la quería violar.
   —¿Usté estaba allí?, le pregunta sarcástica.
   —No hay necesidad de estar en ninguna parte para darse cuenta de quién es honrado o no.
   —¡Sí pues, como usté me ha servido de colchón!
   —Señoras, por favor, interviene un borracho con planta de licenciado de nombre René Leiva, y que en realidad es poeta. No es necesario ponerse así.
   —¿Y cómo quiere que me ponga ante los insultos de esta vieja?
   —Mejor vonós, comadrita, ruega doña Lupita.
   —Aquí la única que se va a ir es esa mujer, dice firmemente doña Rosita. Y si vamos a llamar al pan pan y al vino vino, don Tucur se merecía eso y más. Todos sabemos que es oreja, todos sabemos que por su culpa casi matan a don Manuel José. Desde que él llegó a este lugar, todo se ha vuelto una porquería, Empezó como tienda. Eso está bien. Pero luego se puso a vender guaro y esto se ha convertido en calle de borrachos, vagos y ladrones. Esto es un asco. El arriate lo usan de meadero. Alguien tendría que poner un hasta aquí.
   —Comadrita, por el amor de Dios, mejor vonós, implora doña Lupita.
   —Estoy de acuerdo en que doña Bartola, la tortillera, es una buena mujer, dice la borracha babeante y con voz pastosa. Yo la conozco. Conozco a su marido.
   Hay voces e aprobación. Se echa un trago y limpia su boca con el dorso de la mano.
   —También estoy de acuerdo, prosigue, con que don Tucur es un hijueputa.
   Algunas voces de protesta.
   —Déjenme hablar, cabrones. También estoy de acuerdo en que todo es una mierda. Pero en lo que no estoy de acuerdo, es que esta vieja cerota venga aquí a insultarnos.
   Voces de aprobación y de protesta entremezcladas.
   —Si ella se siente ofendida, ¿qué pisados viene a hacer aquí?
   —Señoras, por favor, es de nuevo el poeta con planta de licenciado. Todos estamos nerviosos por lo que ha pasado.
   —Lo que no da ningún derecho para venir a chingar. Si lo que quiere, y aquí hace una pausa porque casi no puede tenerse en pie, si lo que quiere es componer el mundo está jodida porque todo el mundo puede hacer de su culo un candelero si le da la gana.
   La borracha se levanta el vestido, se baja el calzón y da media vuelta enseñándoles el trasero. Los bolos aplauden entusiasmados. Doña Lupita, con gran esfuerzo, ha logrado sacar a doña Rosita de la tienda y la aleja presurosa. Se escuchan risas, gritos y sonidos de envases que se quiebran.




TRECE
ME VEO AFERRADO a la placenta, con el cordón umbilical enrollado a mi cuello, encajado de pies y prematuro. El pasaje que deberé cruzar es estrecho. Si alguien ha visto la manera como una anaconda se traga al cervatillo, empezando por la cabeza y atrayéndolo hacia su interior con cada dilatación se sus mandíbulas, con cada contracción de sus anillos, podrá tener una idea aproximada —corriendo el filme de la acción al revés—. Soy expulsado con fuerza e inmediatamente suspendido por las piernas y golpeado en las nalgas. Se me introducen objetos succionadores por nariz y boca, se me corta el cordón y hacen un  nudo ciego en mi ombligo, se me mutila una sección del prepucio, se coloca un marchamo en mi muñeca y se me pone a chupar la teta de mi progenitora. Parece que he nacido a la vida. Desde donde me encuentro tengo una visión difusa de lo que ocurre a mi alrededor. Múltiples pasillos desembocan a diversas cámaras que a su vez tienen otros pasadizos que conducen a un embrollo de formas, recovecos llenos de sorpresas, trampas, espejismos, que deberán superarse para salir de cada sección del laberinto. Soy actor y espectador al mismo tiempo. Estoy acostado de espaldas y con los ojos bien abiertos, pero no hay signos vitales en mi cuerpo. Se me desnuda. Lavan mis heridas. Se me hace una larga y profunda incisión con el bisturí. Cierro los ojos para no ver a ese que está allí y que soy yo con los ojos de par en par. El médico forense ha terminado conmigo. Entregan mis despojos. Me visten con el traje azul a rayas con olor a naftalina que tanto detesto. Se me mete en una caja y todo se hace negro. Parece que estoy muerto porque no puedo distinguir otra cosa que el laberinto, con sus pasajes y cámaras que conducen a ninguna parte.


(INFORME DE TARTASORDOS)
LA VERDADERA HISTORIA no es capaz de sobrevivir más allá de los hechos. A ver si me explico. Un fenómeno cualquier observado por dos personas al mismo tiempo y en el mismo lugar, adquiere connotaciones distintas. Ejemplo. Yo estaba con un amigo en Los Angeles, California, ocho de la noche, verano. Conversábamos en la puerta de la verja de su casa ya no me acuerdo sobre qué y de pronto vimos un objeto luminoso que se desplazaba a gran velocidad en el cielo. Para mí, se trataba de un meteorito que caía. Para él de un objeto volador no identificado que ascendía. Sin entrar en consideraciones sobre si era una estrella fugaz o un OVNI, ambos observadores vimos cosas diferentes. Nunca pudimos ponernos de acuerdo. Si era disparado al cielo o si caía a la tierra, sólo Dios tiene la respuesta. Ahora bien, de este simple y cotidiano evento se desprenden automáticamente dos versiones. Mi amigo contó a sus amigos que había visto un platillo volador de regreso al firmamento. Yo dije a los que me quisieron escuchar que había observado un meteorito desintegrarse al entrar a la atmósfera terrestre. Indudablemente, la historia suele jugarnos malas pasadas. ¿Por qué? Porque el amigo de mi amigo al contarlo a un tercero, equivocadamente dice que yo vi al OVNI y que el otro a la estrella fugaz. Y así de boca a boca, de oído en oído, con el gaste y el desgaste que sufren las cosas con el tiempo y en la distancia, ya no fue una noche de verano sino un amanecer de otoño, ya no en California sino en Los Andes. Ya no la estrella fugaz o platillo volador sino un globo sonda incendiándose o un juego pirotécnico por las celebraciones del 4th of July. Quiero ser muy enfático en esto, porque cuando escribo la historia el sujeto puede parecerse a mí en tal o cual momento de mi vida cuando en realidad —y ésta es otra palabra de la que debemos desconfiar junto con la verdadera— se trata de un sueño que le escuché contar a mi mujer en la cocina a su madre. Hay influencias e influenzas. Ha dimes y diretes. La Historia —así, con mayúscula— y la historia que les cuento no pretende ser una verdad absoluta o un reflejo de la realidad. La palabra es dicho o parábola. Nunca circunstancia. Y mucho menos hecho. Es desecho, detritus, de la sustancia verbal que anima un suceso. Cuando escribo la historia y la cuento, transformo los signos que empleo para traducir los códigos de la acción que se fue a los del acontecimiento que es. ¡Y cuidado con esto!, no se trata de un problema del tiempo verbal empleado. Es más sutil, más subjetivo. Es la metafísica de la historia dentro de un marco de realidad, de verdad aparente. Por eso duele tanto. Porque los sueños, las angustias, las ansiedades se suman al impacto de los sentidos y se anclan profundamente en la memoria. Una memoria que funde y confunde lo que se y lo que parece ser. Cada vez que percibo algo y lo registro, estoy escribiendo historias inventadas. Trato de explicarme y creo que ya lo he dicho en alguna parte de este trabajo. Es un problema del desfase que existe entre acción-pensamiento-testimonio, distorsionadas por tiempo-distancia. De esa cuenta, vivimos en una apariencia que, al final, resulta ser más real que la realidad misma. Dentro de ese marco, en ese plano, soy el sujeto de mi historia porque la cuento a través de mi experiencia personal. Nadie, como yo, puede verlo igual, recibir esa carga emocional y escupirlo en forma de poema. Pero no soy el sujeto de mi historia porque recibo, percibo en primera instancia. Dentro del lenguaje de la relatividad, la historia verdadera que cuento es la crónica de hechos reales pero —aunque los haya presenciado, protagonizado o recibido a través de terceras personas— lejanos en el tiempo y en la distancia, actor-espectador, receptor-transmisor, victimario-juez en el caldo de mis propias pasiones. Y conste que no estoy mencionando las connotaciones inherentes a raza, religión, geografía, toda esa serie de factores que alteran el producto. Si no. Las notas suicidas se componen de ocho palabras, no se culpe a nadie de mi muerte. Cualquier agregado no corresponde a la intención primaria. La visión de la muerte y nacimiento se parecen. Ida y vuelta son lo contrario de acuerdo a la disposición del observador. Y más que eso, depende de la agudeza de su percepción, de su lucidez, de su visión, ¿y por qué no decirlo?, de su inocencia. Los inocentes son los dueños de la historia. Y quienes son dueños de la historia son señores de la vida porque vida e historia son lo mismo. No quiero parecer pesado con apreciaciones que a lo mejor no interesan, pero necesito de su paciencia. Cuando hacemos una larga cola de espera en el banco o en el Ministerio de Finanzas o frente a las cajas registradoras del supermercado, ¿quién gana, quién pierde tiempo? Cuando usted lee las historias que yo escribo, ¿quién de los dos penetra la intimidad del otro? Con mi libro en sus manos, usted deja de vivir su historia verdadera mientras yo escribo otras inventadas para que usted siga viviendo. Lejos de ser un juego de palabras, son palabras que juegan al filo de su tiempo, de sus ganas, de su humor. Claro que usted puede cerrar el libro y encender el televisor, pero el libro seguirá allí, agazapado en su inconsciente, como un perro echado a sus pies pero que exige el paseo diario, su comida, un sitio para echarse a dormir y su perra. Quisiera, en medio de todo esto, hacer una reflexión. Los francmaricones y los tartarisordorum, a lo largo de la historia, se han mezclado para dar paso a una nueva clase. Estos hombres y mujeres se caracterizan por la conservación de los atributos de sus predecesores más un ingrediente que los hace diferentes: la negación absoluta de la historia. Debemos ir con mucho cuidado si no queremos perdernos en banalidades. La historia real y verdadera de las cosas, la historia oficial, la historia escrita por los vencedores, la historia oculta de los vencidos, la historia que niega la historia, la historia que tuerce la historia, la historia que hace la historia es para estos individuos una falacia del tamaño del Apocalipsis. Dicen ellos que Adán y Eva, que Darwin no valen un centavo. Que extraterrestres y atlantes son fábulas para niños. Basan su tesis en la simple afirmación del ab aeterno, del ad ovo. Sostienen que su origen, aunque genéticamente correspondiente al de sus pares, es el producto de dos potencias elevadas al cuadrado y cuya desigualdad es a²+b²=a²+2ab+b². Dicha afirmación, como yo lo entiendo, nos coloca a merced de una fuerza capaz de partir asimétricamente al globo. a -del lado del francmaricón- al cuadrado, duplica su valor. Lo mismo ocurre con b —relativo a los tartarisordorum—. La suma de a y b se duplica a su vez y se suma a las figuras base y sus exponentes. En otras palabras, no hay igualdad. Me pregunto si no será, en realidad (a+b)²=a²+2ab+b². De esa manera a+b —francmaricones y tartarisordorum— se elevarían al cuadrado, para lograr la igualdad, el equilibrio tan necesario para la supervivencia de la especie. Conversando sobre eso con Efraín Recinos, me decía que hay una diferencia notable entre a²+b² y (a+b)², ya que la suma de los dos cuadrados no es igual al cuadrado de la suma. El meollo del asunto estriba entonces en la igualdad y en la desigualdad. Si los aeternovorum, que así se llaman, pretenden crear el caos o, si por el contrario, llegar del caos a la esencia, no lo sé. Lo que me molesta como una oliva negra trabada en la garganta, es que esta secta sea capaz, por sí sola, de fusionar los factores de descendencia con los de la pertenencia absoluta. Un huevo sin gallina. Con francmaricones y tartarisordorum, era diferente. Los conocíamos, sabíamos a qué atenernos, habíamos convivido durante mucho tiempo con ellos. Pero con estos otros, salidos de pronto de una ecuación matemática, producto notable con igualdad o desigualdad —no lo sabemos a ciencia cierta, pero para el caso es lo mismo—, señores de la energía atómica y de los paseos espaciales, dueños del World Trade Center, de la Organización de las Naciones Unidas, del Fondo Monetario Internacional, de la Amazonia, del desierto del Sahara, del agujero negro en el cielo, del rayo láser y del Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirido, de las miserias y grandezas de esta humanidad que se despertó un día cualquiera con la tabla de Moisés en una mano y la Constitución de la República en la otra. No se puede decir mucho por ahora. La historia verdadera tendrá que ser escrita por los mismos.


PARA COCHITO MEJÍA el día y la noche se han convertido en una jornada intemporal de sufrimiento. ¿Tres, seis semanas? Imposible saberlo con certeza. El tiempo transcurre de diferente manera en el silencio y en la oscuridad. Antes de nacer, cuando se muere, un agujero es suficiente para un hombre. Pero en el lapso que transcurre entre los dos estados, la luz y el calor del sol, el aire, la visión de las estrellas en el infinito, la amplitud del horizonte, son esenciales para la vida. Cochito lo sabe. No es la primera vez que se encuentra en un hoyo. Le ha tocado escarbar con las uñas desde que se acuerda. Sus dedos son fuertes y sus uñas, aunque cortas, son capaces de clavarse como garfios, de escarbar como palas. Pero las tiene destrozadas en estos momentos. Los policías lo han torturado de tal manera que no hay lugar de su cuerpo libre de erosiones, moretes, quemaduras, pinchaduras, aún de mordidas de perro —aquél callejero de cuando se armó el relajo y lo capturaron—.
   Les explicó sobre la procedencia del arma, les dijo que era un actor, un artista, pero ellos estaban más interesados en que hablara sobre Manuel José y la supuesta participación de ambos en hechos que llamaban subversivos, terroristas, inestabilizadores y cosas por el estilo. Hablaron de Cuba y Nicaragua, y Cochito se reía porque nunca había estado en esos lugares. Hablaban de la bomba que explotó en un carro frente al Palacio Nacional, y Cochito se reía porque las únicas bombas que conocía eran las borracheras que se ponía de vez en cuando. Hablaban del EGP, de la URNG, y Cochito se reí porque sabía tanto de esos grupos guerrilleros como cualquiera que viera las noticias en televisión y leyera los diarios.
   Se preguntaba si podría salir con bien de ésta. Oía la voz de Abi y de sus amigos, como si los tuviera enfrente, diciendo este mula debió hacernos caso y no andar por allí chingando con el cohete. Pero Cochito estaba seguro de que ya lo andaban siguiendo, que estaba vigilado, y que lo del revólver era lo de menos. A quien de veras querían joder era a Manuel José, eso estaba claro, pero  mientras se averiguaba, a él se lo estaba llevando la tristeza. Trató de pensar con claridad. De oír los ruidos. Durante todo ese tiempo había aprendido a escuchar. Nunca antes, estaba seguro, se había dado cuenta del valor que tienen los diferentes y variados ruidos del silencio. El silencio, por cerrado y absoluto que parezca ser, está lleno de ruidos. Los ciegos aprenden a escuchar realmente, no a interpretar los sonidos. Ambas imágenes son diferentes. Cada sonido, cada ruido tiene un origen verdadero. Los videntes mal escuchan o creen escuchar y sacan sus propias y, la mayoría de veces, equivocadas conclusiones. Cochito podía ahora, en su calidad de invidente accidental, identificar una gran gama de ruidos, orientarse correctamente —para no caer en la trampa del eco—, reconocer los orígenes de los mismos. Nunca podía ver algo, porque le vendaban los ojos antes de sacarlo a dar el paseo, como ellos le llamaban; pero por los pasos, por el timbre de la voz, por la respiración, por el acento, podía saber mucho de sus captores. Había uno que respiraba pesada y dificultosamente. Ese, se decía, tenía que ser gordo panzón, su compañero. Otro, sin lugar a dudas, era de oriente, por el cantadito y los modismos. Otro más, por la forma en que golpeaba las palabras, debía tener cierta educación, cierta ascendencia sobre los demás, aunque ceceaba como un niño. Aparte, estaban los sonidos del exterior. Rugido de motores, ladridos de perros, cantos religiosos y palmadas, gritos de diferente tipo, disparos ocasionales, silbatazos. Una sinfonía completa de sonidos que legaba amortiguada hasta sus oídos y le hacía sentir que de alguna manera estaba vivo y debía seguir así mientras tuviera fuerzas.
   De pronto los paseos se fueron espaciando. Los captores parecían perder interés en su persona. Ya no lo insultaban y su trato se tornaba familiar, hasta cortés. Ya no lo golpeaban y ocasionalmente le ofrecían un cigarrillo, un chocolate, un chicle. Ahora el personaje que lo interrogaba —con una voz metálica y posiblemente distorsionada—, sostenía diálogos con él sobre temas casuales e intrascendentes. Eso le inquietaba más. Hubiera preferido que lo siguieran vejando y no dejar que esa voz —lasciva y melosa— se posesionara de él. Sintió miedo de jugar ese juego del gato y el ratón porque sabía que el gato, tarde o temprano, termina por tragarse al ratón. Necesitaba ganar tiempo, poner en orden sus ideas, inventar algo para salir de ese agujero.
   —¿Por qué estoy aquí?, se aventuró a preguntar a su interrogador.
   —¿Dónde?, preguntó a su vez éste.
   —En esta situación. Yo no he hecho nada malo.
   —Usted lo sabe. Yo lo sé. Pero ellos insisten, dijo suavemente la voz. Hagamos un trato. Un trato de caballeros. Me dice lo que ellos quieren saber y aquí no ha pasado nada.
   —¿Cuánto hace que me encuentro en este lugar?, preguntó Cochito con cautela.
   —¿Dónde?, respondió la voz con otra pregunta.
   —Me conformaría con cualquier cosa, una mentira. No importa.
   —Ellos no. Quieren la verdad.
   —Durante todo este tiempo he dicho la verdad. ¿Por qué no me dejan ir? Juro que nunca más voy a echarme los tragos. Lo prometo.
   El hombre rió. Cochito escuchó el sonido de líquido que se vierte y sintió el vaho del aguardiente. Luego el frío contacto del vidrio sobre su mano.
   Desde ese día, salí completamente borracho de cada interrogatorio para entrar al siguiente. En cierto modo se sentí mejor, como pez en  el agua, más envalentonado, menos preocupado. Su bella voz de barítono adquiría renovados bríos y en la oscuridad de su bartolina se le escuchaba recrear a los distintos personajes que había interpretado en su carrera teatral.
   —Afuera debe ser octubre, le decía Cochito a la voz durante otro interrogatorio. La luna es más hermosa en esa época del año. Cuando era niño me quedaba durante horas mirando ese plato de queso prendido en el cielo hasta que me ardían los ojos y resultaba con el cuello trabado. Cuando el 68 ¿o 69? No importa. Cuando el hombre puso por primera vez el pie sobre ella, no podía creerlo. Luego dijeron en las noticias que era de polvo y rocas. Sentí una gran decepción.
   —En tus manos está, había un dejo de cansancio en la voz del interrogador. Tal vez tengás razón. Tal vez sea octubre. Tal vez esté llena la luna. Sólo tenés que decirles lo que quieren saber y salir a comprobarlo vos mismo —era la primera vez que lo tuteaba—.
   —Sería inútil, le respondía con voz pastosa Cochito. Desde entonces no volteo más hacia arriba. Hagamos un trato. Sáquenme del hoyo en el que me tienen hundido, quítenme la venda de los ojos. Mi abuela me decía que la única forma de llegar al corazón de un hombre es a través de sus ojos. ¿Cómo podrán saber lo que pienso o espero o creo si no me miran directamente a los ojos?
   —Un buen punto a tu favor, Cochito, resoplaba la voz. Voy a ver qué puedo hacer.
   Pasaron varios días antes de que lo llevaran a un nuevo interrogatorio. Allí, sin previo aviso, le quitaron la venda. La luz le golpeó tan fuerte que tuvo que cerrar los ojos para contrarrestar el impacto. Sus escoltas rieron y se alejaron, dejándolo solo. Cochito maldijo a todos los santos de la corte celestial y a la puta madre que los parió. Le dolía hasta el alma. Se cubrió los ojos para no seguir sintiendo, pero era inútil. La luz se le metía entre los dedos, en la retina, en el cerebro.
   —¿Demasiada luz?, era la voz.
   —Necesito un poco de tiempo, decía Cochito, aparentando una calma que estaba lejos de sentir.
   —Tenemos de todo, menos tiempo, Cochito. Tu amigo -como siempre, se refería a Manuel José en esa forma- está en su poder. Eso significa que podrán preguntarle a él mismo lo que quieren saber.
   Cochito vio la silueta de su interlocutor, pero le era imposible notar sus facciones.
   —¿Significa que van a soltarme?
   —Depende, le respondía la silueta.
   —¿De qué?, interrogaba Cochito con ansiedad y temor.
   —Aquí tengo un papel y una pluma. Tu firma al pie será suficiente.
   Cochito entreabrió los ojos despacio, con cuidado, como si fuera la primera vez que lo intentaba en su vida. Por entre sus pestañas distinguió la botella de licor y el vaso sobre la rústica mesa de pino. Los cerró de nuevo para no jugar con la suerte, temiendo que después de tanto tiempo de absoluta oscuridad, su visión pudiera sufrir algún daño permanente.
   —¿Qué me decís, Cochito? Afuera es octubre y la luna está enorme y más bella que nunca. No es mucho pedir.
   Cochito entreabrió de nuevo los ojos. Distinguió, del otro lado de la mesa una mano que sostenía pluma y papel. Volvió a cerrarlos, resistiéndose a la tentación de ver el rostro de ese hombre que para él era y siempre había sido algo tan intangible como una voz.
   —Tu firma a cambio de la luna, empezaba a impacientarse la voz.
   Cochito dio un par de pasos hasta la mesa. Tanteó para tomar la botella y el vaso. Se sirvió desbordándolo de líquido. Todo esto con los ojos cerrados. Llevó el vaso a sus labios, disponiéndose a beber.
   —Tu firma a cambio de la luna, insistía la voz.
   Cochito abrió los ojos y los fijó en los del hombre por primera vez. Se le quedó mirando largo rato, sin moverse.
   —Mi abuela tenía razón. Hay demasiado que leer en los ojos de un hombre.
   Bebió un largo trago de licor. Dejó el vaso sobre la mesa suavemente. Intentaba una sonrisa.
   —Si fuera como antes, de queso, de locos y enamorados, no podría rehusar la propuesta, le decía Cochito, mirándolo intensamente a los ojos. Pero se hace un poco tarde para mí. ¿Podría llevarme alguien de vuelta a mi agujero, por favor?



—¿QUÉ TE PASA, se  le queda mirando a Manuel José con aire entre serio y festivo. Si un hijo tuyo sale artista, nadie va a extrañarse. ¿No es cierto, m'hijo?
    El pequeño Benjamín emite un gruñido. Julio le pone la mano en la cabeza con orgullo paternal. El pequeño científico se la muerde.
    —¡A mí no, Benji! Le da un  bofetón. Entre otras cosas, le dice a Manuel José, le enseño a defenderse, Karate, Judo, Aikido, Jujitsu, Savate, Kung-Fu, Tai-chi-chuan, Tae-kwon-do, Iai-do, Kobe-do. Uno nunca sabe. Se han dado múltiples casos de robos de niños en esta zona.
    El pequeño Benjamín se aleja a un rincón sin quitarle el ojo de encima. Manuel José lo ve más crecido que la última vez. Debe tener cinco, seis años, piensa.
    —Va a cumplir seis el próximo mes, dice Julio, y ya es capaz de romperte un dedo, picarte un ojo, destrozarte la espinilla, machacarte los testículos. Si mi papá me hubiera enseñado la mitad de box que el sabía, otra cosa hubiera sido mi vida. Pero uno debe aprender no sólo de los errores propios, sino de los errores de los que le anteceden. Venga, m'hijo, le dice al pequeño Benji sin transición. Enséñele al tío Manuel José lo que hizo la otra noche con la computadora.
    —No será necesario. En otra oportunidad. Tengo que irme, se excusa Manuel José.
    Pero el pequeño Benji ya está frente a la pantalla, tecleando una secuencia lenta pero continua. Manuel José se sienta de nuevo.
    —Según recuerdo, vos sos Santo Tomás como yo. Al principio creí que se trataba de algo que le había salido de pura chiripa, pero después no me quedó la menor duda de que estaba frente a una especie de milagro.
    A Manuel José siempre le ocurría lo mismo. Lo pensaba mucho antes de meterse en la cueva del lobo. La vez anterior había legado al taller para que le soldara el tanque de gasolina del carro.
    —Es cosa fácil, le había dicho. Aunque a mí no me gusta nada entrarle a esta clase de trabajos. ¿Has visto alguna vez como explota una chingadera de éstas?
    Primero había que lavar cuidadosamente el tanque para limpiar los residuos de gasolina. Después, llenarlo lo que más se pudiera de agua para poder eliminar la mayor cantidad de gases inflamables que todavía tuviera. Después, meterle la manguera del compresor para que el aire sacara el resto de los vapores. Y luego, soldar con autógena el agujero en mención. Y así fue. Aparentemente todo había quedado bien, pero al probarlo con gasolina —le explicaba que el agua es más gruesa que la gasolina, y que por eso hay que probarlo con la gasolina que es más delgada—, había un nuevo chorrito a la par del anterior. Se repitió la operación de lavado, etcétera. Y al probarlo de nuevo la misma cosa.
    —Este tanque está muy picado. ¿Por qué no te conseguís otro en la huesera?, le aconsejó.
    Pero Manuel José tenía prisa y le pidió que repitiera la operación. Mientras tanto, Julio ya iba por la tercera historia de la mañana, algo sobre el deseo que siempre había tenido de estar en la cresta del Templo IV de Tikal para el Solsticio de Verano y que se le había cumplido en ocasión de un trabajo de campo que debía hacer en las ruinas. Cuando aplicó la llama del soplete, aquello tronó como si se tratara del fin del mundo. La onda expansiva los lanzó al suelo. Por fortuna, aunque el tanque se infló, cambiando radicalmente de forma y lucía un gran boquete, nadie resultó herido.
    El pequeño Benji tenía algo en la pantalla. Julio le hizo señas de que se acercara, cosa que Manuel José cumplió, tomando toda clase de precauciones por el grado de peligrosidad que mostraba el incipiente experto en artes marciales.
    —Aquí está, le señalaba Julio. ¿Lo ves?
    Manuel José buscaba, muy a pesar suyo, entre las líneas del diseño, letras y símbolos algo que tuviera coherencia. De pronto lo descubrió.
    —Sí, dijo. Lo veo.
    Vino a su memoria algo que podría considerarse como el preámbulo de lo que estaba pasando en ese momento. Pensó que Julio lo podía estar engañando, pero el pequeño Benji parecía seguir los dictados de su propio corazón y no las instrucciones prefijadas por su padre. Había ocurrido en Los Angeles varios años atrás. Julio llegaba al apartamento de Manuel José con un six pack de cervezas y varios rollos debajo del brazo. Casi sin decir nada, se dirigió a la mesa de la sala, quitó lo que estaba encima y extendió el primer papel. Se trataba de un blueprint mostrando los planos de unas instalaciones ordenadas de acuerdo a la topografía del lugar. Luego siguió con los otros rollos, mostrando detalles de las diferentes construcciones. Al final, sudoroso y habiéndose bebido casi la totalidad de las cervezas, tomó asiento, encendió un cigarrillo con la colilla del otro y se quedó esperando los comentarios de su amigo.
    —¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos?, le preguntó Manuel José. ¿Quince, veinte años? Se dice fácil.
    —¿A qué viene eso? ¿Te gusta o no?
    —Es una locura. Este país te ha alienado hasta los tuétanos. No podé agarrar Disneylandia y trasplantarla al Parque Central de Guatemala.
    —¿Qué te pasa?, exclamó Julio. Vos sabés que no se trata de eso. Toda la vida hemos soñado con algo mejor para nosotros y  nuestros hijos.
    —¿Qué tiene que ver con Disneylandia?
    —Mayalandia, corrigió Julio.
    —Mayalandia, concedió Manuel José. Esta es la meca del capitalismo. Aquí podés jugar impunemente a pan y circo. Pero en nuestro país lo que menos hace falta es un gigantesco parque de diversiones cuando las necesidades en salud, educación, trabajo son tan grandes. Asumiendo que pudieras realizarlo, que consiguieras el capital necesario para echarlo a andar, ¿creés que nuestra gente tendría el suficiente dinero para ir a gastarlo allí?
    —¿Qué proponés, entonces?, le preguntó Julio con fastidio.
    —¿Yo? Nada. Es tu locura.
    —Mirá, Manuel José, no te estoy pidiendo dinero, ni siquiera tu bendición. Simplemente se me ocurrió algo que podría abrir muchas fuentes de trabajo y atraer el turismo del sur de México y de Centro América para empezar. Tenemos los elementos necesarios para hacer de esto una fuente ilimitada de ingresos. Está lo maya.
    —Si he entendido bien, se trata de construir un complejo en el Hipódromo del Norte, integrándolo al Mapa en Relieve. Me has dicho que recrearías Tikal con sus templos, plazas, juego de pelota, baños termales, observatorios astronómicos, palo volador, mercado artesanal y esas cosas. ¿Por qué mejor no ponés una agencia de viajes y los llevás a El Petén, a las ruinas verdaderas?
    —Porque aquello está muerto. Fue. Es el vestigio de una civilización que ya no existe, con valores que a nadie le interesan sobre el papel. Pero el la forma de un parque de diversiones…
    Viendo la pantalla del ordenador, observando los ágiles dedos del pequeño Benjuí, Manuel José sintió pena por su amigo. Habían pasadco veinte años y de pronto lo miraba parado en el mismo lugar, como si el tiempo se hubiera detenido para él. Allí estaban los planos de Mayalandia, sin duda alguna.
    —Sigo pensando lo mismo que entonces, le dijo Manuel José, poniendo afectuosamente su mano sobre el hombro del amigo.
    —No es ese el punto. Te juro que los originales se quedaron tirados en algún lugar de Los Angeles con todos mis apuntes. Nunca volví a pensar en eso hasta ahora que Benji, sin decirle algo, se metió a la computadora. Por un momento pensé que yo pude haber creado los archivos y olvidarlo. Vos sabés. Uno bien a verga no se acuerda después de lo que hizo. Pero no. Este patojo pisado, paso a paso, él solo, ha ido desarrollando planos casi idénticos a los míos. Más aún, mejorados en algunos aspectos.
    Se dirigió a unos estantes que hacían de librera y le mostró un rollo de papeles.
    —Ya no se trata de si es bueno o no, si conviene o no. Esto, como dirían algunos, está en manos de los dioses. Yo dejé algo en algún lugar, Una energía que este patojo condenado ha retomado.  Ya no soy yo ahora. Es él.
    A Manuel José se le hacía difícil de creer. ¿Cómo era posible que un niño que no sabía leer, que no conocí de diseño, que no había estudiado a los mayas pudiera desarrollar un proyecto de esa magnitud? Y aún más. ¿En qué momento había percibido los detalles exactos de la aventura que su padre se propuso realizar sin éxito años atrás?
    —Estamos viejos para entenderlo, Manuel José. Te lo dije antes y te lo repito. El materialismo ocupa demasiado lugar.



DON M. FLORES sabe perfectamente de lo que se trata. Dígale que se ponga al teléfono, por favor, exige la voz del otro lado de la línea.
    La secretaria, ante las señas de negativa y los gestos que significan dígale que salí y que no volveré en todo el día, cumple con su labor y cuelga.
    —Gracias, chula. Me ha salvado de una buena, le dice, despidiéndola con una mueca que debe tomarse por sonrisa.
    Seca el sudor que baña su frente y se traga un par de tabletas, sin agua. Estos indios de mierda, piensa, se creen que el patronato tiene la obligación de producir cuanta basura se les ocurra. Mira sus notas. Lee con la vista por un instante. ¡Achichivitz y Pop!, exclama en voz alta. La secretaria abre la puerta con aire preocupado y el la despide con otra mueca haciéndole gestos de aquí no pasa nada, vaya a ocuparse de sus cositas y no me joda, chulita. Ella se retira un poco confundida. Hace días que nota muy extraño a su jefe. Ya no es el de antes. Hasta parece haber perdido peso, aunque el prominente vientre todavía sigue en su lugar como para evidenciar lo contrario. ¡Achichivitz y Pop!. Exclama esta vez entre dientes, bajito, como un silbido seguido del descorche de una botella de champagne, para evitar una nueva incursión de su asistente. Cuando Manuel José le habló de A sangre y a fuego de Calderón Achichivitz, le respondió que le llevara el proyecto por escrito y que él lo sometería a la Junta de Directores. ¡Qué de a huevo!, se dijo, uno haciéndose pedazos aquí y rascando apenas unos billetes y ellos pretendiendo que se les dé el pisto para poder irse de gira a Europa. El patronato dijo no, ni modo. Después, la misma cosa con En los montes de Ixcán de un tal Abelino Pop. Ya había sido bastante para él con el tema de la conquista y la presión que había ejercido la Embajada de España para que no se les ayudara —por la anterior quema de su sede diplomática, la reanudación de relaciones internacionales y la cercanía de la llamada celebración de los quinientos años del descubrimiento—. Pero esta vez la cosa estaba más gruesa, se dijo, leyendo por décima vez la sinopsis de la obra “centrándose en un tema de candente actualidad guatemalteca: la matanza de campesinos indígenas por el ejército, expresa el drama de una raza y su desolada circunstancia social. Es también la historia de un revolucionario romántico y una mujer india, cuyo padre y marido han sido asesinados en su pueblo. El amor de estos dos personajes y sus ideales libertarios, son contrariados por el asedio de un insólito y extravagante policía místico que irrumpe ominoso y burlón en el mundo de los ritos y de los sueños, y es `petrificado' por la acción hechicera de los búhos y los brujos de las luciérnagas. Con un libreto de pocos parlamentos, y a través de un desenvolvimiento no siempre lineal, Abelino Pop usa preponderantemente símbolos, voces textuales, fonemas indígenas e imágenes, que con el canto y la danza conforman mensajes y expresiones de sucesos y circunstancias entre lo evidente y lo abstracto, en un total contraste. Las voces emiten a veces un tipo de canto indeterminado y sonoridad conversacional, en que `cuentan' sobre situaciones especiales. Mito y realidad, magia, sátira, el amor, fanatismo y prejuicios, y el `juego' de ingenua política, se conjugan para armar una especie de poema músico teatral, al que se integran la utilería sonora, cantos indígenas estilizados, marimba y sones de la tierra, coros, escenografía, luz y música electroacústica, en una profunda concepción”. La cosa estaba gruesa, se repetía cada vez más convencido. Además ya habían recibido una recomendación de la G-2 y de los obispos para que se hicieran los babosos. La respuesta del patronato no se hizo esperar y, por supuesto, fue negativa como la anterior.
    Ahora empezaba a sonar de nuevo el teléfono, protestaba M. Flores, para hablar de la creación de un Concejo Municipal de Teatro. ¡Sólo eso le faltaba! Volver a entrar en el juego para decir que sí estaban interesados en que se diera un fuerte movimiento cultural de calidad en el municipio y que ayudarían con lo que tuvieran a mano, cuando todos sabían que esa partida de viejas ricas del patronato —las que lo eran y tenían poder real—, no iban a estar jamás de acuerdo con cultura para las masas. M. Flores se sentía atado de manos y pies. Por un lado él venía de llanura y qué lindo sería que gente como él pudiera tener el control de lo que se hacía. Pero por el otro lado, el oscuro —pero no por eso menos importante—, debía luchar por su propia supervivencia en un medio que o despreciaba. La secretaria llamó y entró sin más preámbulo.
    —El doctor Monteforte Toledo quiere hablar con usted, le dijo.
    —¿En persona?
    —En vivo y a todo color, le respondió ella con un gracioso movimiento de cabeza.
    —Hágalo pasar, balbuceó.
    Nunca antes había estado a solas con él. En ocasión de charlas literarias, presentaciones de libros, eventos de diferente tipo, había tenido la oportunidad de saludarlo. Pero encontrarse frente a él y sabiendo lo que le traía, era como hallarse en un campo minado donde podría volar en pedazos con sólo hacer un movimiento en falso.
    —Me han dicho que usted tiene a su cargo las actividades de teatro, le tendió la mano, con los ojos clavados en el cuadro de la serie Espantapájaros que tenía a su derecha. Linda obra. Sólo un estúpido podría no entender, sentir, meterse dentro de la pintura de Rojas, ¿no le parece? Bien, continuó casi sin transición, me vi forzado a ir a la montaña.
    —¿Perdón?, interroga M. Flores con cara de sorpresa absoluta.
    —No a esa, sonríe condescendientemente Mario Monteforte. Lo he llamado varias veces y usted no me ha devuelto la cortesía.
    —Estaba por hacerlo, doctor. Pero andamos de cabeza con eso de la entrega del Opus y de la preparación del festival de la Antigua.
    —Entiendo. La base del éxito estriba en la cooperación. Usted solo no puede hacer el trabajo de varios técnicos en la materia.
    —Disculpe, pero
    —Yo tengo mucha amistad con la presidenta del patronato. ¿Cómo se llama?, pero quería hablar primero con usted para saber lo que piensa.
    —Muchas gracias por la confianza.
    —No me lo agradezca. ¿Y bien?
    M. Flores estaba entre el acero y la pared. Y Mario Monteforte, entre otras cosas, tenía fama de excelente espadachín.
    —Quiero decirle que hay dos cosas en la vida sobre las que soy por completo intransigente. La primera, “El Esperado”, mi caballo. La segunda, y no por eso menos importante, mis derechos de autor.
    Ese hombre lo intimidaba completamente, haciéndolo temblar de cabeza a pies.
    —Es una magnífica iniciativa la suya.
    —¿Iniciativa?, tronó Mario Monteforte. Este es un trabajo que algunas personas serias han empezado en Guatemala desde hace muchos años. Hay quijotes a la vuelta de la esquina, en el piso de abajo, en la otra calle. Lo que pasa es que no se les ha querido ayudar a derribar los molinos de la estupidez, de la ignorancia, de la vacuidad -=y para que no se quede trabado con esa palabra, permítame que le diga que quiere decir vaciez-. También se trata de un problema de desubicación. Zapatero a tus zapatos, reza el decir. ¿Cómo es posible que los puestos clave de la administración pública y también en la iniciativa privada, en materia de arte y cultura, estén en manos de licenciados en administración de empresas, peritos contadores, primos, compadres y sobrinos, mientras que los artistas, los cultos de este país, trabajen como dependientes de almacén, vendedores de seguros, choferes de camionetas? Las cosas andan de cabeza, Sr. M. Flores. No estoy cuestionando su capacidad. No lo conozco. Tendré que conocerlo para poder cuestionar su capacidad. El creador, el artista, tiene una visión única —y colectiva a la vez— de la estética, de la armonía, del equilibrio de las cosas. Esto que pretendemos hacer ahora no es sino poner los elementos en su lugar. ¿Qué hay un movimiento cultural? Perfecto. Que los que saben de números se dediquen a administrar y que lo hagan bien. Pero en cuanto a lo que debe hacerse en materia de cultura, que lo decidan los expertos, los que se han doblado el lomo toda la vida en eso, los que desbordan capacidad. ¿Pero qué ocurre? El artista practica la introspección, es misántropo, un apasionado de la soledad compartida con el objeto de su trabajo. Desde la antigüedad, los científicos, los inventores, los pensadores, los creadores han pactado con la naturaleza, con el día y la noche, con la vida y la muerte, con demonios y santos. ¿Por qué entonces se pretende que pactemos con los banqueros, con los ministros, con los ricos y poderosos? No, Florecitas. Algo anda mal y es bueno que ande bien. No piense, eso déjelo a os que tienen suficiente cacumen. No planifique, eso déjelo a los que poseen el don de poner las cosas en su lugar. Conviértase sen un buen  ejecutor sin dejar de hacer lo que ha hecho hasta ahora. Alguien tiene que convencer a esa partida de venerables señoras de que el dinero cambia de manos, se gasta, se devalúa, va y viene con la misma facilidad. Pero que el arte es íntegro, invaluable, un tesoro para compartir con los desposeídos sin enajenar lo propio. Es cuestión de espacios. Usted allá. Yo aquí.
    Los ojos de Mario Monteforte se detienen de nuevo en el Espantapájaros de Elmar René Rojas. M. Flores suda copiosamente, pero no se anima a tomar su pañuelo con tal de no moverse.
    —Lo dicho. Un espantapájaros es más que un remedo de hombre. Es el cuidador de la simiente, el garante de la germinación. Su aspecto es desagradable, pero sin él no hay muchas posibilidades de cosecha. Bello cuadro





LIBRO III



CATORCE
LA TEMBLOROSA MANO de Natalio estruja el billete y lo guarda rápidamente en la bolsa de su pantalón. Ella, mientras tanto, se aleja presurosa, con ese pasito corto (calcado de otro de Julio Penados del Barrio “¿Qué pensarán los naturales de esta tierra cuando caminan con ese pasito corto —de siglos— golpetea que golpetea el caite por los caminos polvorientos y olvidados? Vereditas que suben y bajan y se enroscan en los maizales, caminos de herradura —amontonados pedruzcos— entre el vaho del limo y el olor de pino nuevo. O sobre el asfalto que parece comal caliente y que tuesta los dedos anudados como tortilla quemada./ ¿Qué pensarán los naturales de esta tierra con el crío a la espalda, como un retoño que les crece de sus mismos huesos, columpiando la pequeña vida en el restriego de las ropas, río debajo de agua clara y de piedras blancas?/ ¿Qué pensarán cuando le piden al Cielo que reviente la simiente, que madure la espiga, que el frijol se haga alegre enredadera y que el maizal despunte con barbas nuevas?/¿Qué pensarán de las noches tibias cuando la luna riela y cantan los pájaros nocturnos?/ ¿Qué pensarán del amor, de la vida y de la muerte, del sol que se despide cada día, de la oscuridad que hace olvidar las penas y de la luz que las recuerda?/ ¿Qué pensarán de nosotros los ladinos —los del transistor, el carro y la camisa bien planchada— mentirosos como los rufianes que predican nuevos tiempos, nuevas alegres, vellocinos de oro bajo el sobaco de cada ciudadano mientras nos sacamos los ojos., nos quebramos los dientes y nos arrancamos el pellejo?/ ¿Qué pensarán de los naturales de esta tierra..?”), con ese pasito corto, alejándose en dirección a su mandado. Natalio —yo, sin querer, he visto cuando ella deslizaba algo en su mano—, febril de excitación, pide un octavo de aguardiente. Mete la mano en el bolsillo de su pantalón y saca varios billetes viejos y arrugados. Paga. Se mete el trago entre pecho y espalda y se va cantando por dentro —aunque por fuera no se le note—. Me dirijo a Bartolo y le pido que me muestre el billete. Bartolo me mira con cara de ¿a éste qué le pasa? Yo le digo cualquier cosa, que estoy haciendo un trabajo sobre el dinero y como él me conoce y sabe que soy un poco raro y que me dedico a cosas que él no comprende sirvan para algo pero que de alguna manera respeta por el terror atávico a lo desconocido, me extiende uno. Lo tomo y compruebo que no es ese. Le pido otro. Busca en la pequeña caja de cartón donde se amontonan —estrujados, desvaídos, maltratados— y me da otro. Este tampoco. El tercer billete de a quetzal resulta ser el que busco, tiene escrito algo. Lo tomo y le doy uno de los míos de igual denominación a cambio. Leo el mensaje Natalio te quiero muchos mi amoro te amo corazón mío te sueña

    Te sueña. Te sueña. Te sueñ Te sue Te su Te s Te T





EPÍLOGO
—¿QUÉ LEES?
    —¡María!, exclama Manuel José levantando la vista sorprendido. No te sentí llegar. Se pone de pie sin soltar el manuscrito de la novela.
    —Llevo aquí unos minutos y no me atrevía a. Te notabas tan interesado.
    —Lo lamento. Siéntate, por favor.
    Ambos lo hacen. Manuel José sostiene el grueso legajo de papeles, como para sentir su peso. Después de un instante, lo coloca cuidadosamente sobre la mesa, dejando una mano sobre él.
    —¿Te gusta leer?
    —Depende, responde ella. No sé mucho de autores y libros, si a eso te refieres.
    —¿Crees en el destino?
    —Creo que hay fuerzas invisibles que te mueven. ¿Por qué me lo preguntas?
    —¿Te ha pasado que estando en un lugar por primera vez te digas esto ya lo viví?
    —Sí. ¿Me invitas a un café?
    —Disculpa, María. Que tonto soy. Hace una señal a la mesera y le pide dos tazas. No sé qué tengo en la cabeza.
    Hay un corto silencio. Ella juguetea con el cierre de su bolso. Manuel José mira esos dedos que se mueven nerviosos hasta señalar el manuscrito.
    —¿De qué trata la historia?
    —Es sobre un hombre y una mujer que tienen su primera cita.
    —Demasiado papel para gastarlo en tema semejante, ¿no te parece?
    —¿Tienes algo en contra de eso?
    —Si así fuera, no estaría aquí. Quiero decir que hay cosas en el mundo más importantes sobre las que se pude escribir.
    —¿Cómo cuáles?
    —No sé. La miseria humana, La injusticia.
    —Balzac, Dostoievsky; los grandes clásicos.
    —Faulkner, Duras; los grandes modernos.
    —Dijiste que no sabías mucho sobre eso.
    —Leo Selecciones del Reader's Digest todos los meses.
    Ambos ríen. Manuel José no ha apartado la mano de la tapa del manuscrito, como para sentir un apoyo.
    —Dime la verdad. ¿De qué trata?
    —De la miseria humana. De la injusticia. Y también sobre un hombre y una mujer. Poco tiempo antes de morir mi amigo, el autor, dejó olvidados estos papeles en el asiento trasero de mi carro y no fue sino hasta hoy, cuando me disponía a venir a nuestra cita, que me percaté que allí estaban y sentí curiosidad por enterarme de qué se trataba. La leí de un tirón mientras te esperaba.
    —¿El asiento trasero? No estarías pensando
    —Imposible. Es demasiado compacto, lo juro.
    —No te creo. ¿Y la novela es buena?
    —Depende, no sé mucho de autores y de libros, si a eso te refieres.
    —Hablo en serio, protesta ella.
    —Está inconclusa.
    —También la sinfonía de Schubert.
    —¿Te ha ocurrido alguna vez verte reflejada de cuerpo entero en una obra?
    —Sí De alguna manera, tarde o temprano, todos somos miserables e injustos.
    —Más que eso, me refiero a que digas yo soy esa mujer.
    —Lo pensé cuando leí Romeo y Julieta, pero tenía trece años entonces.
    —¿Y después?
    —Muchas veces.
    La mesera lleva las tazas de café. Cuando se inclina, Manuel José observa el nacimiento de unos senos espléndidos. Sonríe al recordar la novela de Carlos.
    —Gracias, le dice él.
    La mesera se aleja con una sonrisa y Manuel José se queda mirando sus bien conformadas nalgas mientras se aleja. Ríe al recordar de nuevo.
    —Esto ya me tocó vivirlo, palabra, le dice divertido.
    —Sí. Tiene buen cuerpo, comenta María.
    Manuel José la mira de frente, observando sus rasgos finos y a la vez enérgicos, la boca sensual y carnosa, sus ojos entre verdes y cafés, unos senos perfectos y sin sostén debajo de la blusa. María es bella. Siente un infinito placer al contemplarla.
    —Sí, le dice. Eres realmente hermosa.
    —Gracias, balbucea ella un tanto turbada.
    —¿Te molesta si te pregunto algo?
    —No soy de las que se van a la cama con un hombre en la primera cita, le dice sin asomo de fastidio.
    —¿Tienes un tío llamado Paquito?
    Ella lo mira sorprendida. El quita la mano de la tapa del manuscrito, como si se la hubiera quemado.
    —Se va a enfriar tu café.
    —Me gusta así, gracias.
    —¿Por qué me lo preguntas?
    —Debo parecerte chiflado o algo por el estilo.
    —Algo por el estilo.
    —No importa. Cualquiera puede tener un tío llamado Paquito. No es ese el punto. ¿Te gustan los boleros?
    —No mucho. Me gusta la música clásica. También la nueva trova.
    —A mí tampoco. Es decir, a mí también me gusta esa música. Pero hay ocasiones en que una canción, una melodía se te meten y luego la recuerdas todas la vida asociada a ese evento.
    —Sí Me ha pasado.
    —¿Usas lentes? Debo parecer un idiota preguntándote esas cosas, pero para mí es importante.
    —Bueno, sí, los uso para leer.
    —¿Crees en el destino?
    —Ya te respondí a esa.
    —Perdona, quise decir si crees posible que alguien o algo pueda influir en tu futuro.
    —Las adivinas lo hacen. Miran la palma de tu mano y te aseguran que vas a encontrar al hombre de tu vida a la vuelta de la esquina.
    —Podría amarte, estoy seguro.
    —Vas demasiado rápido. No me conoces.
    —Más de lo que te imaginas. Sé, por ejemplo, que no te gusta irte a la cama con un hombre en la primera cita.
    Ella ríe, mostrando unos dientes blancos y perfectos. Una lengua carnosa y húmeda. Manuel José siente un cosquilleo en el bajo vientre.
    —¿Tienes alguna relación seria?, le pregunta él.
    —Sí. Se llama Dino, es rubio, de ojos azules y me da calor en la cama durante las noches.
    —Perdona, no quise parecer impertinente.
    —No seas tonto. Es mi gato.
    —¿Dino?
    —Mjú.
    —¿De dónde sacaste semejante nombre?
    —La verdad es que se llama Paco.
    —¿Tu tío?
    —No. Mi gato.
    Manuel José ríe. La mesera se acerca y pregunta si se les ofrece alguna otra cosita. Manuel José, parafraseando a Carlos en su novela, le diría que sí, una buena mamada. Pero ambos responden que no, muchas gracias, que ya van a irse. Ella los mira con cara de está bueno porque ya vamos a cerrar y se aleja, muy consciente de su sensualidad. Ahora es María la que se le ha quedado mirando.
     —Lindo cuerpo, tienes razón.
    —Pero no como el tuyo.
    —¿Cómo o sabes?
    —¿Y tú?
    —Parece que tendremos que irnos, concluye ella.
    —Sí, antes que nos echen a escobazos.
    Manuel José hace una señal a la mesera y ella llega con la cuenta. Paga.
    —Me alegra que vinieras, María. Lo digo en serio. No sabía cómo pedírtelo. Soy un fiasco iniciando relaciones.
    —Sentí curiosidad. Nunca nadie me había regalado un billete como invitación.
    —Por un momento pensé en hacer una pinta en la pared de tu oficina.
    —¿Sueles dar dinero a mujeres desconocidas?
    —Sólo si son o suficientemente bellas y llenas de promesas. Y tú, ¿sueles aceptar dinero de hombres desconocidos?
    —Por supuesto que no. Es la primera vez.
    —Siempre hay una primera vez. ¿A dónde quieres ir?
    —¿Te disgustan los gatos?
    —Me encantan. Especialmente si se llaman como el tío Paquito.
    —Es un poco huraño. Y celoso. No sé si vaya a aceptarte.
    —¿Por qué no se lo preguntamos?
    —Sí. Vamos.
    Manuel José le cede el paso, pegándose a su trasero como un perro. Sobre la mesa, olvidado por segunda vez en poco tiempo, queda el manuscrito inconcluso de una novela. Afuera es octubre.