(texto en contraportada)
Jorge Arturo Ruiz Rosales, alias Malasuerte, empezó a los 8 años su vida de drogadicto y delincuente. A los 10 años entró por primera vez a un reformatorio, pues ya fumaba mariguana, olía pegamento y arrebataba cadenas y carteras. Durante 21 años no tuvo un amigo verdadero. Su existencia fue una gruesa y pesada cadena de odio y muerte, de dura y violenta supervivencia en los penales y en las calles, hasta que ocurrió el milagro.
Jorge Ruiz es ahora un hombre respetable, con esposa y 4 hijos. Es fundador y director de Reto a la juventud, un centro de rehabilitación para drogadictos y delincuentes. Es, además, Conferencista y Predicador de la Palabra de Dios.
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CONOZCO A ALGUIEN QUE me puede ayudar a salir de este lío, dice el hermano de Fermina a su esposa que lo escucha con suma atención. Con aquél fuimos compañeros de trabajo por un tiempo. Yo de chofer y él de guardaespaldas. Bueno el fregado. Como pocos. Muy rápido. Una sombra. No recuerdo su nombre pero sé que le dicen Malasuerte.
El hermano de Fermina había caído preso en la Granja Penal de Pavón por un simple accidente de tránsito, mientras conducía una camioneta de la Ruta 21.
Buscalo, por favor, agrega. Ese entra y sale de aquí como Juan por su casa y se conoce a medio mundo. Tiene muchas influencias y hasta trata de vos a los jueces, a los magistrados y hasta a los jefes de policía. Me parece que su papá es del Estado Mayor Presidencial.
Y se dieron a la tarea de buscarlo con las señas que tenían y en los lugares donde les dijeron que podían encontrarlo.
Yo ya no voy a otra pensión de esas, dice la hermana de Fermina con los pies doloridos y el estómago revuelto. ¿Vieron la carita del encargado ese?
Andamos cerca, añade vehementemente la cuñada de Fermina. ¿No nos dijeron, pues, que acababa de estar aquí con una mujer?
Sí, pero ni que fuera Superman para despachárselas una tras otra, dice maliciosamente la hermana de Fermina, sin poder evitar una contracción involuntaria en el bajo vientre y un calor que se le subió por todo el cuerpo.
El barrio de El Gallito es grande, se queja Fermina, tratando de ignorar el chiste de su hermana pero sintiéndose igualmente afectada por los ires y venires de ese personaje que, de ser por ella, estaría en el bote en lugar de su hermano que era una persona decente. Mejor vayámonos a Mazatenango. Mi papá nos va a matar si no regresamos hoy mismo.
Sólo preguntemos en otra pensión, ruega la cuñada de Fermina. Mi marido, necesita un buen conecte para salir del clavo ese del accidente. Y si no lo encontramos, pues que quede en las manos de Dios, agregó en voz muy baja.
En la otra pensión les dieron nuevas señas para dar con él. Parecía como si pudiera estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo. A Fermina algo le decía que mejor no siguieran adelante, pero una fuerza extraña parecía empujarla, empujarlas, a pesar del cansancio y el temor que sentían a esas alturas, además de hambre y sed. Por otro lado, la curiosidad de conocer a alguien así era muy grande y las excitaba enormemente.
¿Cómo será?, pregunta Fermina.
Dicen que es alto, delgado, con..., empieza a responder la hermana.
No, la interrumpe Fermina. Me refiero a que cómo será por dentro alguien como él.
No es difícil de imaginarse, dice la cuñada. Los tipos de esa calaña deben tener horchata en vez de sangre en las venas. Yo lo vi algunas veces cuando trabajaba con mi marido. Me daba la sensación de estar cerca de un animal peligroso.
Y Fermina recordó las palabras de su hermano.
Eso sí, ninguna se vaya a quedar a solas con él bajo ninguna circunstancia.
Y se estremeció al pensar que ella misma se podría convertir fácilmente en su víctima.
¿Y a vos qué te pasa?, le preguntó la hermana.
Nada, respondió Fermina con un escalofrío que la hizo estremecer de la cabeza a los pies. Quiero que nos regresemos ahorita mismo a Mazate, donde ya deberíamos estar desde hace rato. ¡Esto es una locura!
No lo encontraron ni en la tarde ni ya entrada la noche. Acordaron quedarse a dormir donde una tía y tomar el autobús de las ocho de la mañana el día siguiente.
Fermina casi no pudo pegar los ojos en toda la bendita noche. No le gustaba la capital. Le parecía que allí había demasiada gente, demasiado frío, demasiada maldad. La mayor parte de su vida la había pasado en pueblos del interior del país donde su papá era jefe de policía. Educada según las normas de la honestidad y las buenas costumbres, le parecía horrible que alguien fuera capaz de robar, de consumir droga, hasta de matar. Próxima a graduarse de Perito Contador, se veía a sí misma trabajando en una bonita oficina, casada probablemente con alguno de sus enamorados, tal vez ese finquero que insistía tanto para que le diera el sí. Pero lo que pasaba es que a ella no le gustaba lo suficiente. Era simpático y con dinero y las patojas del pueblo se morían por él y las mamás decían que era un buen partido. Pero ella, a los 22 años, todavía no había conocido el amor de su vida y se preguntaba cómo sería eso. Cómo se sentiría toparse con alguien capaz de quitarle a uno el aliento y que le borrara de la mente todo lo vivido y sentido hasta el momento de conocerse.
Nos vamos, le sobresaltó la voz de su hermana.
Ya en la 18 calle, cerca de la Estación del Ferrocarril, entraron a una cafetería para matar un poco el tiempo mientras esperaban el autobús que las llevaría de regreso a Mazatenango. Sentían una gran frustración al no haber hecho nada más por su hermano y marido; pero hay cosas que están más allá del límite de lo posible y ni modo, eso lo sabían muy bien. Además, encontrar al tal Malasuerte en esa ciudad llena de gente era como buscar una aguja en el pajar. De pronto, la cuñada se puso de pie como impulsada por un resorte y señaló hacia la calle.
¡Allí va!
¿Quién?, preguntaron al unísono las hermanas.
¿Quién va a ser? ¡Malasuerte!
Fermina lo miraba y no lo podía creer. ¿Cómo era posible que ese hombre alto, delgado, de pelo largo, vestido con pantalón y chaqueta de lona azul y con un sombrero de cuero fuera la misma encarnación del mal y la lujuria?
-¡Malasuerte!, gritaba la cuñada. ¡Malasuerte!
El hombre se detuvo y con él las amigas y los amigos que lo acompañaban. Eran como siete en total. Malasuerte se volvió y fijó su mirada en las tres jóvenes mujeres que caminaban presurosas hacia él.
Ai nos vemos, dijo a sus amigos y caminó a su encuentro con una amplia sonrisa en sus labios. Pareció reconocer a la cuñada de Fermina y se mostró amable y gratamente sorprendido de que lo anduvieran buscando.
¿Y qué he hecho yo para merecer que tres lindas mujeres se fijen en mí?
En la cafetería las invitó a tomar una agua gaseosa y se portó muy atento e interesado en cuanto le contaron. Prometió hacer todo lo que estuviera a su alcance para ayudar a un viejo y querido amigo y compañero de trabajo. Se dirigía a Rebequita, así llamaba familiarmente a la cuñada de Fermina y eso le chocó a ella de entrada. Tampoco le gustó nada que aún adentro de la cafetería no se quitara los anteojos oscuros.
Quítese los lentes, le dijo secamente.
¿Para qué?, preguntó Malasuerte con una sonrisa glacial.
Me gusta mirar los ojos de la persona con la que estoy hablando, puntualizó Fermina sin inmutarse.
Malasuerte con un gesto entre desganado y divertido, se levantó apenas los lentes oscuros a la altura de la frente y se le quedó mirando fijamente. Ella notó sus ojos enrojecidos por la droga y el desvelo.
Se fueron donde el Juez, al juzgado, a pie. No quedaba muy lejos de la Estación. Entraron y salieron de muchas oficinas y notaron que en todas partes le ponían atención y se portaban amables y colaboradores con él.
Este está haciendo todo eso para impresionarnos, comentó la cuñada en voz baja. A mí se me hace que no va a servir de nada.
Mañana iremos a Pavón, les dijo Malasuerte en un tono que no admitía réplica. Pasaré a recogerlas temprano, si quieren.
Se cumplía el segundo día de gestiones y Fermina no quería ni imaginar ya la furia de su papá por el atraso. Claro que si lograban ayudar a su hermano y sacarlo de Pavón, eso serviría para aplacar su ira; pero un jefe de policía sigue siendo un jefe de policía toda su vida. Y si les había dicho que volvieran el mismo día, eso no era una simple petición. Era una orden.
La mañana del tercer día, según lo acordado, se fueron de visita a la Granja Penal de Pavón con Malasuerte. El hermano de Fermina se alegró mucho de verlo y hablaron de los viejos tiempos y de las aventuras que juntos pasaron en aquella época. Malasuerte era saludado respetuosamente por muchos, inclusive los guardias de la prisión y, en algún momento, se puso a cantar canciones de los Angeles Negros y de los Brincos de España en compañía de algunos internos.
Durante todo el tiempo que duró la visita, Fermina se dio cuenta de que Malasuerte se interesaba por su hermana, que bromeaba con ella y la tomaba del brazo en ocasiones.
Terminada la visita, las invitó a almorzar. Se portó chispudo, dicharachero y desbordaba amabilidad y cortesía. Sin embargo, a Fermina ni la volteaba a ver. Después caminaron varias cuadras hasta la estación del tren y, en un momento, casi para despedirse, se quedó unos pasos atrás mirando caminar a Fermina.
Me gustan las delgaditas, le dijo al oído. Dame tu dirección y llegaré a verte.
Dicho y hecho. Al día siguiente, sin falta, Malasuerte estaba en Mazatenango de cuerpo entero. Los papás de Fermina lo invitaron a almorzar en señal de agradecimiento por lo que había hecho por su hijo.
El hermano de Fermina salió de la cárcel gracias a las gestiones de Malasuerte y la familia le quedó muy agradecida. De esa manera se volvió un asiduo visitante de Mazatenango y de la casa de Fermina.
D O S
PARA AQUELLOS QUE NUNCA han estado presos es difícil entender lo que significa encontrarse en un hoyo, oscuro, nauseabundo, rodeado de los propios excrementos y desnudo, sin sol ni baño ni alguien con quien poder cruzar un par de palabras. Puedo hablar de eso porque como delincuente reincidente con múltiples ingresos a reformatorios y prisiones del país y del extranjero, mucho de mi vida se quedó allá. De mi vida pasada. Porque volví a nacer un día y esta carne o envoltorio que tengo no era yo realmente cuando cometí esos abominables crímenes contra los demás, pero principalmente contra mí mismo.
No es fácil poner en orden las ideas cuando el miedo nos hace apretar los dientes y se siente ese sabor como a óxido entre el paladar y la lengua. Cuando finalizan los seis meses que te han dado en una celda incomunicada y salís a la luz del día y podés hablar con otro ser humano, tiene uno que hacerse el muy macho para no caer de rodillas desfallecido, echando las tripas y toda la bilis. Por el contrario, parece que eso te endurece y te hace recibir con mayor avidez el suero, el alimento, los cuidados que me prodigan los tres homosexuales que esperaron pacientemente mi salida de la negrera y me tienen la bartolina arreglada y con flores y todas esas cosas que sólo un desviado sexual o una mujer te pueden dar.
Esta historia es real. Es mi vida desde el nacimiento hasta mi muerte en Pavón. Y desde mi nuevo nacimiento hasta el día de hoy cuando me encuentro al frente de un batallón de hombres y mujeres que luchan porque esa oscura naturaleza del hombre, esa infranaturaleza que nos es dada en el momento mismo que nuestra madre nos pare y nos lanza a la vida, desnudos, con frío, solos ante el inmenso vacío; y que regirá nuestro comportamiento animal, irracional, si no morimos un día y renacemos a otra existencia nueva, luminosa eterna.
Cuando te pegan una cumbia y te ponen la capucha y te dan toques eléctricos con la picana para que entregués farmacias, traficantes y cómplices, se te suelta la lengua y les das hasta el nombre de tu madre para no seguir sufriendo. Cuando te queman los párpados con cigarrillos encendidos no puedes decirles que ellos mismos, el alcaide, los guardias, los celadores, las autoridades meten droga en repollos, pelotas de futbol, llantas tubulares o dentro de las partes íntimas de sus novias. Te zampan al bote por ponerle a las drogas y adentro es el paraíso para conseguirlas. La cárcel es la universidad. Allí se aprende a la perfección todo aquello que la sociedad trata de evitar que sepas, y cuando sales, mala suerte para muchos, compa.
Mala suerte. Si te querés salir de esa vida, te cuesta un triunfo conseguir trabajo con semejantes antecedentes penales. No te dan licencia para manejar carro, no te dan pasaporte o visa. Y si alguno te emplea, lo más probable es que le pagués mal porque ¿a quién le interesa romperse el lomo detrás de un escritorio durante ocho horas diarias y ganar un sueldo miserable, de hambre? Además, no te alcanza para transar droga. Y la droga es ya una necesidad en tu vida.
Por otro lado, te convertís en una celebridad. Tu foto y tu historia aparece destacada en todos los periódicos, salís en los noticieros de todos los canales de televisión. Tus compañeros te admiran y temen. Saben que no te andás por las ramas. Si se trata de asaltar a alguien o de robarse un carro o de meterse a un negocio, o de buscar la muerte (porque en todo eso hay un irrespeto a la vida), nadie te gana. Pero la leyenda tanto te sube como te baja. Te da amigos y enemigos por igual. Te hace visible, notorio, te coloca en la lista de los principales sospechosos y, aunque en ese momento no andés haciendo nada malo, te agarran en la redada y te fastidian mientras se averigua.
No creo que se nazca ladrón, drogadicto, asesino. Es cierto que la semilla del mal está dentro de nosotros, pero eso se aprende, como todo. Se empieza por robar dinero en la propia casa, a sacar cosas para venderlas y así tener para el pegamento de zapatos y el thinner. Después, se convierte en una forma habitual de vida. Tampoco creo eso de que el ejemplo te hace ser malo. Falso. Mis papás vivían en armonía y eran trabajadores y honrados. Fumé mariguana a los 8 años. A los 9 ya pertenecía a pandillas y aprendí a usar la honda y la navaja. A los 9 años también, ya iba a casas de citas, estimulado por ese fuerte y penetrante olor a hojas de chilca que las mujeres de la mala vida quemaban en sus cuartos, no sé si para ahuyentar a los malos espíritus o para disimular el acre olor a sexo.
En el prostíbulo, en la calle, en las correccionales se aprende a llamar a las cosas por su nombre. Fui campeón de capirucho a los 10 años. Huí a Puerto Barrios en un carro viejo y destartalado; pero más tardé en ir que en que me regresaran a puro trancazo limpio. Me entraba a las vecindades a robar. No estudiaba. La correccional de menores se convirtió en mi hogar. Cuando cumplí 11 años estaba locamente enamorado de una mujer de la Casa del Niño. Creo que fue mi primer amor. Mi primera verdadera pasión. Hasta que la vi en compañía de su hombre. Sentí deseos de matarlos a los dos, pero el muerto casi resulté yo cuando, por la excitación y la rabia, no me fijé que pasaba un camión a toda velocidad.
A los 14 años, en México, trabajé en un circo. Limpiando jaulas de las fieras, de escupefuego, de malabarista y haciendo suertes con los naipes. Lo dejé en Veracruz y me ligué con homosexuales, volviéndome adicto al pegamento y al thinner. De vuelta a Guatemala, a los 16 años, mi papá me metió al cuartel. Dos años de servicio militar y después al cuerpo de seguridad del presidente, donde fui dado de baja deshonrosamente por abuso de confianza (la acusación decía robo). En esa época cumplí mi primera condena en Pavón. Quedé marcado como oveja negra. Pasé a la antesala de los muertos en vida.
Lo que hice lo hice por mi voluntad. Me gané al pulso cada uno de mis apodos, cicatrices y tatuajes que me adornan. Pero las cosas parecían salirme siempre mal, estaba torcido. ¿Por qué caístes?, me preguntaban. ¿Por qué robo, por qué engaño? ¿Por qué nací? Por pura mala suerte. Me quebré varias veces la cara por el apodo. Pinté las paredes de mi bartolina Aquí estuvo su padre Malasuerte, hijos de la grandísima p... La sombra del mal parecía acompañarme a todos lados. Mis amigos tenían miedo de andar conmigo. Se me conocía como Mal Espíritu, la Sombra (porque era muy rápido como guardaespaldas y por el hábil manejo de las armas).
De los miedos, el peor era ya no ver la luz del sol, a sentir el frío contacto de una tumba, a escuchar los gusanos royendo mi cuerpo. No quería morir, eso es claro; pero tampoco quería vivir así. Tuve tan mala suerte que ni siquiera podía matarme. Ni ser muerto por otros. En el Triángulo, en esa sección de la Granja Penal a donde sólo van los más peligrosos, me estaba esperando el Millonario (orgulloso de una grotesca mariposa tatuada en el pecho, émulo de Papillon). Allá abajo te vas a morir, me dijo uno de sus compas. Y yo lo veía allá, al final de la bajada de esa pendiente, seguro de no poder escapar esa vez a mi sentencia de muerte. Se me acercó Copa Rota, convicto violador y asesino de niñas, y me dio un verduguillo. El contacto de la fría superficie de esa aguzada arma me hizo temblar. No quiero morir, me dije. ¿Cómo me van a agarrar? ¿Cuántas puñaladas me irán a dar? ¿Cómo será la muerte de uno? Y apretando fuertemente el arma contra el muslo, me juré que por lo menos a él me lo iba a llevar de corbata y si podía a unos cuantos más. Empezaba a caminar esa bajada de tierra con la vista fija en la mortecina luz del Triángulo, cuando alguien se me acercó y me dijo buena suerte, Malasuerte; acaban de matar al Millonario. Lo cosieron a puñaladas allá abajo. Ladilla ya estaba cumpliendo una sentencia de por vida. Un ayote más no hacía la diferencia para él. Pero para mí significó una muerte menos. La mía. Un albur.
Hablemos ahora del pecado, la justicia y sobre la oscura naturaleza del hombre. Hay cantos y alabanzas y palmas. Aquello está lleno de convictos. Se apartan para dejarme pasar. Llevo un garrote en la mano, a Babe Ruth. Y esas decenas de ojos se preguntan a quién voy a sacar a golpes esta vez. En esa parte de la prisión no entran los guardias. La ley se aplica entre los mismos internos. Y en mi condición de celador, con dominio sobre cientos de ellos, saben que he sido duro e implacable, que no me toco el alma para mandar a unos cuantos al hospital. Todo está más luminoso de lo normal. Hace calor. Sudo copiosamente. Me zumban los oídos. Todo se hace más brillante de pronto. Me siento como en el centro de una fuerte explosión. Se hace negro de pronto. Un periódico despliega en sus titulares al día siguiente: ¡Malasuerte murió en Pavón!
T R E S
MIRO MI AGENDA, MARTES 13. Pura coincidencia, me digo. No soy dado a creer en supersticiones. Además, ya no sé si es martes trece o viernes trece el día de mala suerte. Domingo siete es otra cosa. Hasta hay una canción infantil sobre eso. Sin embargo, seguro que es martes trece. Lo dice mi calendario. Y leo en mi agenda: Malasuerte. Esa palabra es capaz de llevarme a la reflexión por sí sola. Me pregunto si no sería mejor marcar una equis sobre esas diez letras, llamar por teléfono después dando cualquier excusa, olvidarme del asunto e ir a ocuparme de otra cosa. Pero la curiosidad, esa fuerza que mató al gato, me arrastra al lugar y toco, me abren y entro.
Está lleno de gente. Parece la sala de espera de un consultorio clínico de barrio. La recepción de un colegio proletario de la zona 6. La bodega de trevejos de un grupo de Rock Heavy Metal. Parece, para no cansar, la antesala de una prisión.
Y me digo que es todo eso y nada de eso. Tampoco es un templo, aunque hay pinturas alusivas al reino celestial y se escuchan cánticos y oraciones. Una rudimentaria ballesta pende de un clavo en la pared a la par de citas bíblicas y máximas morales. Hay sonido de cerrojos y candados. Hay cierta conmoción y un hombre fuerte entra sobre sus hombros a un muchacho que está amarrado de pies y manos con un lazo y repite sin cesar ¡si no me soltás, te orino!
Una mujer humilde saca un anudado pañuelo de su pecho y entrega un par de billetes al encargado de la comida del lugar diciéndole, mire que a él le gusta mucho el pan. Que no le falte en sus comidas, por vida suya.
El secretario contesta el teléfono y consulta su archivo. Dice algo sobre las diferencias y cuidados que necesitan los pacientes alcohólicos y drogadictos. Un joven coloca pantalla y proyector para diapositivas. Un reportero conocido mío pregunta y toma fotos.
El negocio del crimen, pienso. Y recuerdo un artículo que leí hace algún tiempo sobre la celebridad que ciertos criminales alcanzan, con las librerías abarrotadas con volúmenes que cuentan su historia, amasando una pequeña fortuna que, la mayoría de las veces, se ven precisados a repartir entre familiares y amigos minutos antes de su hora final en el pabellón de la muerte.
También pienso que, con raras excepciones, estas historias se convierten en sórdidas narraciones sobre enajenados sociales, donde prevalecen el sexo y la violencia. Si las obras sobre locos criminales dominan el mercado del libro, ¿debía prestarme a ser el artífice de uno más?
No se preocupe, señora. Su hijo estará bien. Le daremos su panito. Queda en buenas manos.
El que habla es un hombre de unos cuarenta años, delgado, de mayor estatura que el promedio, bigote más bien ralo, mirada aguda e inteligente. Camina nerviosamente de un lado a otro, dando indicaciones, respondiendo el teléfono, firmando papeles, observando todo a su alrededor.
Gracias, hermano Jorge, dice la mujer, profundamente emocionada y agradecida.
El infrascrito Director del Departamento de Estadística de la Corte Suprema de Justicia, HACE CONSTAR que: JORGE ARTURO RUIZ ROSALES, con cédula de vecindad No. A-1 Reg. 388,835, aparece en los registros respectivos con los siguientes antecedentes penales: A quien el Juzgado 5o. de 1a. Instancia Penal, con fecha 27 de Noviembre de 1970, le dictó auto de Prisión, por el delito de HURTO, en sentencia de fecha 5 de julio de 1971, le impuso la pena de VEINTICUATRO MESES DE PRISION CORRECCIONAL.-------------------
El Juzgado 9o. de 1a. Instancia Penal, con fecha 11 de Junio de 1971, le dictó auto de Prisión por el delito de ABUSOS DESHONESTOS, en sentencia de fecha 24 de Noviembre de 1971, le impuso la pena de CUARENTIOCHO MESES DE PRISION CORRECCIONAL.-----
El Juzgado 2o. de 1a. Instancia Penal, con fecha 18 de Febrero de 1977, le dictó auto de Prisión por el delito de TRAFICO ILEGAL DE FARMACOS, DROGAS O ESTUPEFACIENTES, en sentencia de fecha 8 de Agosto de 1977, le impuso la Pena de TRES AÑOS SEIS MESES DE PRISION INCONMUTABLES Y MULTA DE QUINIENTOS QUETZALES, que en caso de no solvencia se convertirán en un día de prisión por cada cinco quetzales no pagados.-------------------------------------------
La señora le toma la mano respetuosamente y se va con una pequeña reverencia. El portero quita llave, abre y la deja salir, cerrando inmediatamente con el fuerte candado en su lugar.
La disciplina es muy rígida, me dice el hermano Jorge, entregándome una hoja con el programa diario que se desarrolla en la Casa-Hogar. 5:00 horas Baño 5:30 a a 6:00 horas Higiene y aseo de la casa 6:00 horas Primer culto
Durante las siguentes dos horas, los internos están dedicados a la oración, cadena de alabanzas, testimonios, oración para la predicación, coros de reposo. Predicación dirigida por el Hermano Pastor Carlos Celada. Meditación de la palabra. Coros y cierre de culto. 8:00 horas Desayuno 9:00 horas Limpieza
La siguiente hora se dedica también a campeonatos de ping-pong, juegos de ajedrez, lecturas bíblicas, hasta el momento en que empieza el siguiente culto. 10:00 a 12:00 horas Culto 12:00 a 14:00 horas Almuerzo 14:00 horas Limpieza general 15:00 horas Culto de la tarde
Se practica la esgrima dentro de los cultos, un juego para ver quién encuentra primero los versículos de la biblia. 16:30 horas Visita
La visita de familiares y amigos se prolonga hasta las 19:30 horas. En algún momento del día también se dedica tiempo al mantenimiento y reparación de los vehículos que servirán para prédicas, asistencias, visitas y para recoger personas de la calle. 19:30 horas Cena 20:00 horas Acción espiritual
Es una casa de dos plantas situada en la cuarta calle y novena avenida de la zona central. Un rótulo identifica al Batallón Espiritual Cristiano de Rehabilitación para Drogadictos y Delincuentes. Las estadísticas del lugar señalan que un cincuenta por ciento de los internos logran reincorporarse al seno de sus familias y de la sociedad. Los otros vuelven a la calle, a la prisión o encuentran simplemente la muerte en algún oscuro lugar.
Los reporteros han visto la proyección de diapositivas, han entrevistado al hermano Jorge y a algunos de sus cercanos colaboradores; y se han ido después de disparar sus cámaras fotográficas, de tomar apuntes y prometer que el reportaje saldrá en la edición del domingo.
Esta foto es del hermano Iván, aquí presente, me dice el hermano Jorge, señalando un ojo que asoma detrás de una masa sanguinolenta y deforme en la pantalla. Lo agarró la policía y casi lo matan a golpes. Lo rescatamos cuando lo dieron libre, hace un año, y desde entonces está aquí con nosotros.
Miro al hermano Iván de la fotografía. Miro al hermano Ivan de carne y hueso. Hay algunas cicatrices en su rostro, pero ningún rasgo que muestre el parecido con el sujeto de la foto.
Cuando uno anda en onda, sí que es tonto, me dice el hermano Jorge. Vive en constante coqueteo con la muerte. Por un lado están las autoridades que son sólo ganas de darte en la torre. Por el otro, los malos albures de los compinches que quieren ponerte. Y por el otro lado, las drogas. Recuerdo que una vez...
Y me cuenta que estando en un pueblo del interior del país, se fue con un amigo a recolectar hongos al monte. Los indios del lugar les advirtieron que tuvieran mucho cuidado, que eran muy venenosos, pero Malasuerte aseguró que él conocía la fórmula para anular el efecto del veneno usando limón. Y dicho y hecho. Se los comieron igual. En el hospital no creyeron que sobrevivieran.
La verdad es que él no me hizo caso, me explica el hermano Jorge, y no quiso ponerle mucho limón porque le cambiaba el sabor.
Su compa murió. Mala suerte.
Tiene uno que ingeniárselas para conseguir dinero y así poder comprar la droga para consumo propio y para el trafique, dice el hermano Jorge recordando. No es difícil hacer caer de baboso a alguno, sobre todo cuando ese alguien cree que por la necesidad que uno tiene puede sacar ventaja. Una vez le vendí al subdirector de Pavón un anillo de oro que era de puro perolillo. Y él muy contento, todavía lo debe tener en el dedo creyendo que hizo el negocio del siglo. Otra vez me dormí a un fulano con el cambio del radio.
El cambio del radio es muy simple. Consiste en mostrar un aparato en perfecto estado y ofrecerlo muy barato. El cliente lo oye, le da vueltas por todos lados, lo mira por arriba y por abajo, por dentro y por fuera y decide que de verdad es una ganga que no debe dejar ir. En ese momento un compa, porque esto se hace siempre en parejas, dice que hay que sacarle las baterías al radio porque son prestadas. Y como llevan también otras mercancías para hacer bulto, en un descuido del cliente le hacen el cambio por otro radio idéntico, que en realidad es sólo el cascarón con piedras adentro para que el peso no lo denuncie. Se lo entregan y salen pitando sin más.
El engañar al prójimo se convierte en una forma de vida. Se engaña en la calle y en la cárcel. En la casa y a las patojas. Además, en un medio donde el robo, la corrupción, el asesinato son cosa de todos los días, tal como se esfuerzan en demostrarlo irresponsablemente los titulares de los periódicos y otros medios de comunicación social, a nadie le importa en realidad si joroban al vecino. Hasta que la víctima resulta ser él o alguno de su familia.
Cabe preguntarse si vale la pena. Me refiero a entablar una guerra directa contra el mal, cuando en la mayoría de los casos se vuelve uno víctima del mismo sistema que combate. Las estructuras del establishment son imbatibles desde la llanura. Los grandes trusts nacionales e internacionales manejan implacables los hilos que mueven nuestra política, nuestra economía, nuestra información.
La religión, inclusive, es manipulada hábilmente con la promesa de una vida mejor después de la muerte material. Cabe preguntarse también si eso es suficiente para crear la conciencia de una vida terrenal íntegra. Si el ayuno, la oración, el silicio son necesarios para enderezar el rumbo de la nave que va a la deriva sin timón ni timonero.
Es entonces cuando alguien tiene que tomar el lugar del capitán en tu vida, me dice el hermano Jorge. ¡Alabado sea el Señor!
C U A T R O
FERMINA HABIA ESTADO ENAMORADA una vez. Su novio, un muchacho mazateco de buena familia, murió en un accidente mientras conducía su motocicleta. Esa mañana, la iba a recoger al colegio y su hermana menor pidió acompañarlo. Los papás se opusieron al principio, por aquello del que dirán de los pueblos, pero ante los ruegos de la patoja accedieron porque en realidad no tenía nada de malo que la hermana acompañara al cuñado, sobre todo cuando ya era público el noviazgo y se pensaba en una inminente boda.
Al llegar a un puente, una piedra los sacó del camino. El salió proyectado de la moto y cayó al lecho del río, varios metros abajo, ya sin vida. La hermana sobrevivió con pequeñas lesiones.
-Hasta la fecha no sé si ella iba manejando la moto, me dice la hermana Fermina con tristeza.
Poco a poco las visitas de Malasuerte a Mazatenango se volvieron la comidilla del pueblo. El papá de Fermina se encontraba entre la espada y la pared. Amaba a su hija. Sabía que ella estaba enamorada de ese hombre. Pero para un policía, a la sazón subdirector de la estación de esa ciudad, no era fácil aceptar que uno de los que ha combatido toda su vida, un ladrón, un delincuente, un violador, un drogadicto, pretendiera la mano de su hija.
¿Qué futuro puede ofrecerte?, le decía vehementemente su padre. ¿Qué vida les espera a vos y a tus hijos, cuando los tengás, si entonces cayera preso y tuviera que cumplir una larga condena?
Para él hubiera sido fácil que le dieran una severenda paliza y mandarlo al hospital una buena temporada o meterlo al bote y sacarlo de circulación por un tiempo hasta que se le pasara el enamoramiento a su hija o mandar a que le quebraran el pocillo de una vez por todas.
Fermina no tenía mucho tiempo ni muchas ganas de ponerse a pensar en lo que su papá le decía, con lo de su graduación ya casi encima.
Cuando Fermina llegó a la capital para ordenar su anillo, Malasuerte la estaba esperando en la Terminal de Autobuses.
Me robaron el dinero, le dijo llorosa.
No se preocupe, le dijo él. Yo le conseguiré el dinero. Y más si usted quiere. Vamos a pagar un anticipo en la joyería y ordena su anillo de graduación, el más caro y bonito, que para eso vino. ¿Qué le parece?
Bueno, pensaba Fermina. Y para verlo también. Malasuerte se le estaba metiendo muy hondo. La tenía tomada del brazo y la acercó suavemente hacia él. Se la quedó mirando un instante y la soltó, sin poder besarla.
Fermina estaba gozosa en su interior. Tantas cosas que le habían contado de él, tantas maldades y bajezas que le sabía, y no se atrevía a besarla. Es bueno, pensaba. Es tímido. Es un ser humano como cualquier otro, capaz de sentir miedo, de amar, de entregarse. Se llenó de ternura y supo que a pesar de todo, se sentía capaz de ser su esposa si él se lo pedía alguna vez.
Al día siguiente, Malasuerte estaba en Mazatenango de nuevo.
Conseguí un trabajo aquí, le dijo. Y quiero quedarme.
El papá de Fermina decidió ayudarlo y le dio una salita para que allí viviera. El noviazgo seguía y Malasuerte se ausentaba algunos días y trabajaba en otra cosa y luego se iba otra vez.
Les traje un televisor a color y lo que quieran, les decía Malasuerte mostrando un flamante carro Ford Mustang corinto, sin asientos atrás, repleto de aparatos eléctricos.
No puedo aceptar nada. ¿Acaso soy su mujer?, protestaba Fermina. ¿Qué va a pensar la gente?
Para empezar, se van a poner verdes de la pura envidia. Acéptelo, rogó Malasuerte. Para poder ver sus telenovelas.
Claro que le gustaba la idea de tenerlo, pero pensaba que eso le iba a costar mucho dinero a Malasuerte. Una pérdida en sus negocios de electrodomésticos si empezaba a regalar la mercancía. Finalmente, no le quedó otra que aceptar aunque fuera un pequeño radio de baterías.
Es para mi papá, le dijo. Para el día del cariño.
¿Y por qué cree que le traje algo, pues?, le respondió sonriente. Se subió rápidamente al carro y partió con un impresionante patinón de llantas, a lo gangster, como en las películas. Entonces Fermina se dio cuenta que era seguido por otro carro igualmente lleno de enseres eléctricos.
Lo que Fermina ya no supo es que iban en busca del topete, ese oscuro personaje que se encarga de comprar artículos robados.
C I N C O
ES EL BARRIO DE El Gallito, zona 3. Diez de la noche. Sin luna. Acaba de llover y los charcos reflejan las mortecinas luces de los focos del alumbrado público. Un hombre camina presuroso casi a media calle, y mira con nerviosismo en todas direcciones. A diez metros, dos sombras siguen sus pasos, sigilosamente, sobre la banqueta y pegados a los muros de las casas para no ser vistos.
¡Ese tipo, mala suerte!, dice uno.
Sí, pues, dice el otro. ¡No sabe con quien se va a topar el maje!
Una tercera figura se aproxima por el otro lado y le sale al encuentro.
Disculpe, don. ¿Tiene hora?
El hombre ha sido fácil presa de los ladrones. Todo ha durado segundos y ya están fuera de alcance cuando un par de jóvenes se acercan.
¡Este Malasuerte no nos dejó nada, vos!, dice el más pequeño.
¡Aunque sea nos llevamos los zapatos!, dice el flaco. Y dicho y hecho. Se los quitan y salen huyendo como venados.
El hombre, un poco repuesto del susto, camina hasta su casa, un par de cuadras más adelante, descalzo y sin nada de valor encima. No puede denunciar el robo a la policía porque conoce a Malasuerte. Y sabe que más vale tenerlo tranquilo porque dicen que debe varios ayotes y sale y entra de la cárcel como si fuera su casa.
¿Cómo empieza la carrera de la delincuencia? ¿Cómo termina? Para el hermano Jorge y sus colaboradores en Reto a la Juventud, no ha sido fácil. Por lo general los reformatorios y cárceles no cumplen más que una función punitiva por las ofensas a la sociedad. El niño y el adulto que llegan a un centro de detención por primera vez, son robados, maltratados, violados por los internos. Adentro, la policía no tiene ya nada que hacer. La disciplina está encomendada a los mismos delincuentes. El jefe de la celda o cuadra impone las leyes y tributos que se hacen cumplir con la ayuda de los miembros de la banda que él mismo organiza allí.
De la reja para afuera, la misma policía se ha encargado de cobrarse la parte que le corresponde con palos, insultos, vejaciones. Los partes policiacos son alterados, rellenados de medias verdades y casi mentiras. Los reincidentes encuentran amigos o algunas pendencias, según sea su suerte, y por lo general, droga, sexo o diversión a costa de los más débiles e indefensos.
Ya en libertad, el desempleo y la urgencia de la droga lo hacen delinquir de nuevo. Puede ser el robo de un vehículo para deshuesar y venderlo por partes, o porque tienen encargo de uno de determinada marca y características. Puede ser el asalto o robo de un comercio. Puede ser propinar una golpiza a alguien o cortarle el cuello por unos cuantos billetes de pago. O puede ser porque ya no se atina por el estímulo de la droga o porque se friquean cuando les ha pasado el efecto.
He sido rockero, dice el hermano Jorge, sentado a la mesa y comiendo un par de huevos estrellados de desayuno. ¿Querés comer algo? ¿Un café?
Acepto el café. Sin azúcar. Y trato de seguir el hilo de la conversación sobre la influencia de la música en el drogadicto.
Este mi amigo que te cuento estaba sufriendo por la falta de droga. Se le había pasado el efecto hacía rato y yo no llevaba nada conmigo. Decidió entonces poner un cassette de rock, música bien pesada. Y por experiencia propia, yo sabía que la música lo estimula a uno.
Y se lanzó a contarme de una vez que estaba en la negrera, incomunicado, a punto de volverse loco, dándose de golpes en la cabeza contra las paredes. Que se acordó entonces de una canción que dice: Ayer tuve un sueño, fue sensacional, las gentes vivían en paz. Nadie pensaba en engañar, pues existía la amistad, nunca he soñado nada igual.
Y que la misma canción lo llevó en un viaje afuera de esa clausura y lo hizo sentirse libre y con fuerzas para soportar el castigo y lo que se le viniera encima.
Pero volviendo al compa ese, me dijo, cuando oía el cassette empezó a ver visiones. Se friqueó, le agarró miedo y se puso a temblar, muy excitado. En ese momento oyó que tocaban la puerta de su cuarto. Más bien que la golpeaban, no con un toquido cualquiera sino con la palma de la mano o con un mazo. Se puso de pie. Caminó rápido y con un movimiento automático, tomó un cortapapel de doble filo que estaba sobre la mesa y abrió. Y lo que creyó ver lo hizo estremecer de cabeza a pies: un ser con grandes cachos de carnero y negra barba, torso desnudo, peludo de la cintura para abajo y con cascos de macho cabrío. Cuando pude quitarle el arma de la mano ya le había dado 16 puñaladas a su pobre madre que llegaba con la paleta de cocina a imponer un poco de silencio.
Creo que al conocimiento del bien hay que llegar a través del conocimiento del mal. Blanco y negro. Lo positivo y lo negativo. Las energías que se contraponen para crear el todo que significa esta existencia terrenal nuestra.
La misma naturaleza del hombre, insisto, que lo hace ser incendiario de joven y bombero de viejo, que lo hace emprender obras gigantescas de beneficio para la humanidad pero también a causar horribles quebrantos a pueblos enteros, lo conducen al arrepentimiento en proporción al tamaño de la culpa.
Para un hombre que ha matado, violado, asaltado; que ha engañado la vida entera y que se ha valido de las artes de la hechicería y la magia negra -con esa fuerte carga emocional negativa-, parece ser más fácil llegar al conocimiento de la paz, a realizar que sus sueños cambiaron, que su forma de pensar es diferente, que no siente como antes desde que encontró a su Salvador. O tal vez fácil no sea la palabra adecuada, cuando ese hombre decide luchar contra lo establecido y sentar un precedente.
A principios de los ochenta, Malasuerte salió una vez más de la cárcel después de cumplir su condena. Su esposa trabajaba de maestra en un colegio, pero lo que ganaba no era suficiente para sostener el hogar. Rápidamente fue abordado por los amigos de siempre.
¿Qué onda, Malasuerte? Mirá cómo andás hecho una desgracia, mano. ¿No te das lástima? Aquí hay armas, dinero, drogas. ¡Vamos a robar!
Ya me convertí.
¡No seás maje! ¿Para qué sirve ser cristiano? ¿Cómo vas a poder tener lo que necesitás?
¡Yo me bajo del carro, muchá!
Y el automóvil se aleja y él se dice ¡qué bruto, cómo no me fui con ellos!
Trabajó al principio en el colegio La Patria como predicador bíblico, con la fuerte oposición del claustro de maestros que sabían de su pasado y temían la reacción de los padres de familia de los alumnos al enterarse. A pesar de eso, y por méritos propios, se le nombró supervisor, con el apoyo total de los jóvenes alumnos. Al poco tiempo ya era director del Departamento Cristiano del colegio, pero su desempeño era limitado por las constantes faltas gramaticales y de ortografía que cometía, producto de su deficiente instrucción.
Fue cuando pensó que iba a ayudar a los que, como él, tenían problemas con la drogadicción y la delincuencia.
Le dieron un cuarto en la primera avenida y veintiuna calle de la zona uno. Consiguió pintura de regalado y un pequeño hornillo eléctrico.
Levantaré esta Casa-Hogar, se dijo. Dios me dio las bases para hacerlo. El Señor me dio la fe.
Y eso era todo: fe. ¿Qué podía hacer sin casi nada? ¿Por qué los que tenían de más no movían un dedo para ayudar?
Con la llegada del primer español a América empieza una larga historia de sangre y de barbarie. El llamado conquistador y los colonizadores después, se encargaron de llevar a los más bajos niveles de degradación a un pueblo subyugado. La encomienda se convierte en un instrumento de robo legalizado de las tierras y bienes de los pobladores originales. La religión sirve, como siempre, de catalizador, cumpliendo su papel de brazo ejecutor de los militares. Lo que éstos hacen con la espada para quebrar el cuerpo, aquella lo hace con la cruz para arrancar el alma.
La intervención extranjera no cesa hasta nuestros días, llámese Alianza para el Progreso o Banco Mundial. La corrupción de los gobernantes y gobernados, el enriquecimiento ilícito, el dinero fácil y la sed de poder, ha llevado a nuestro pueblo americano a una encrucijada. Si el presidente roba y roban los ministros y los curas se enriquecen con las limosnas y los industriales adulteran los productos y los comerciantes especulan y el patrón explota al trabajador y la violencia (llámese política, común, uniformada o de civil) tiene su caldo de cultivo en esta realidad nacional, ¿cómo se puede culpar al niño, al joven, al adulto, al anciano que robe, mate y se drogue? ¿Cómo es que la balanza de la ley no se inclina para castigar igualmente al opresor?
Sólo Dios con su gran poder, dice el hermano Jorge.
Amén, responden los millones de seres que sufren, con un brillo de esperanza en sus ojos que miran a lo alto.
S E I S
EL 15 DE JULIO se hicieron novios. En septiembre ya querían casarse. La mamá de Fermina se oponía totalmente a las pretensiones de su hija.
Eres una joven apreciada por la gente. Has tenido una educación. Se te ha enseñado a respetar la ley. Fuiste reina del instituto, eres seleccionada nacional de básquetbol. Vas a graduarte de Perito Contador. Tienes muchos pretendientes honrados. Diferentes.
Malasuerte la llevó a conocer a su madre. Ella no perdió el tiempo y le dijo quién era su hijo.
Un delincuente. Un drogadicto. Un hombre deshonesto que está al márgen de la ley y que desde pequeño ha conocido el reformatorio y la cárcel.
Pero Fermina sabía que amaba a Malasuerte. Sentía crecer en su pecho esa pasión día tras día. Y esa misma pasión le acicateaba el deseo de rebelarse contra todo y contra todos. Era un reto que quería enfrentar.
Yo tengo que alejarlo de todo eso. Cuidarlo de las tentaciones, repetía.
La naturaleza violenta de Malasuerte la asustaba, pero también le hacía sentir cierta fascinación. Era un hombre diferente a todos los que había conocido. No había duda.
Un domingo fueron a la cafetería donde solían escuchar música de los Angeles Negros. Malasuerte se acercó a la vieja rockola, echó unas monedas y marcó varias selecciones. Un joven militar, enamorado de Fermina, se le acercó por detrás y le rozó el cabello con los labios. Malasuerte estaba de espaldas y no se dio cuenta, pero al volverse notó algo extraño en la actitud de su novia.
¿Pasa algo, Fermina?, preguntó roncamente.
Ella negó con la cabeza, pero el joven seguía cerca, en actitud confiada y desafiante.
Será mejor que se aleje y nos deje en paz, le dijo suavemente, enfrentándolo.
¿Desde cuándo los capitalinos vienen a darnos órdenes?, preguntó éste con una helada sonrisa.
Las patojas de por aquí, son para los mazatecos, dijo otro que estaba más atrás, en abierta provocación.
Malasuerte caminó lentamente y el primero sacó una cuarenta y cinco. Fermina vio cómo Malasuerte subía un pie a una silla y se agachaba, en actitud de arreglarse el ruedo del pantalón; pero sabía que dentro de la bota llevaba un par de nunchaku de metal.
Un seco golpe en el antebrazo le hizo soltar la escuadra y proferir una maldición. Los dos cilindros de metal, con una cadena uniéndolos, zumbaban con cada movimiento, haciendo retroceder al agresor.
Fermina corrió hacia el arma y la alejó con un movimiento rápido del pie. El otro individuo ya estaba sobre Malasuerte, agarrándolo por el cuello desde atrás. Malasuerte, con un rápido movimiento, lo proyectó hasta el suelo, golpeándolo en la cabeza con los chacos.
Un tercer individuo, que había pasado inadvertido hasta el momento, tomo una silla, lanzándosela con fuerza, Malasuerte apenas la esquivó, pero la silla alcanzó en un brazo a Fermina. Esto enfureció más a Malasuerte, quien lo golpeó fuertemente en pleno rostro, destrozándole la nariz y quebrándole varios dientes superiores.
A la llegada de la policía, el dueño del establecimiento, quien había presenciado la provocación y conocía a los tres agresores, escondió los chacos para evitarles mayores problemas a Malasuerte y Fermina. Pero igualmente se los llevaron a los cuatro a la cárcel. Uno de ellos, el que había lanzado la silla, escapó a último momento con la cara ensangrentada.
Hasta que no venga su papá personalmente a traerla, no la dejamos ir, le dijo a Fermina el jefe de la estación de policía.
El papá de Fermina no quiso. Estaba furioso con la noticia. A la mamá le dió un ataque de nervios. Fermina tuvo que pasarse la noche entera sentada en una banca de la cárcel. A la mañana siguiente, el novio de su hermana fue a sacarla.
No fue sino ocho días después que soltaron a Malasuerte. La declaración del dueño de la cafetería le había sido favorable. En el fondo, el hombre estaba satisfecho de que al fin alguien les haya dado una lección a esos jóvenes que tenían de cabeza al pueblo con sus constantes abusos.
Se armó un gran escándalo. La radio de Mazate desplegaba en sus ediciones noticiosas el suceso. Se formaron bandos en conflicto. Malasuerte era igualmente aclamado e insultado.
En ese momento se creció, me dice la hermana de Fermina. Se volvió un personaje de película. Los jóvenes lo admiraban y querían ser como él. Las muchachas sonreían y se ruborizaban a su paso. Su habilidad en las artes marciales, había formado una aureola alrededor de él. Y como ocurre en esos casos, el brillo de esa fama no permitía ver de momento la verdadera naturaleza de ese hombre.
Empezó a dar clases de karate en un salón del colegio de Fermina. De pronto era aceptado y querido por muchos. Aunque, por supuesto, había algunos que le temían y odiaban.
Durante la noche asaltaba abarroterías y fincas, recuerda la hermana de Fermina. Hasta tuvo la osadía de meterse a mi colegio.
Pasada la media noche, el conserje, un muchacho no mayor de quince años, sintió ruidos. Al levantarse a investigar, vio que una luz salía de la rendija de la puerta de la dirección. Totalmente decidido a averiguar lo que pasaba, entró intempestivamente y los encontró con las manos en la masa. Eran tres los que allí estaban.
Vos sos el novio de la seño Fermina, le dijo a Malasuerte.
Ya nos jodimos porque te reconoció, exclamó uno de los compinches. ¡Ahora tenés que matarlo!
Iba a hacerlo, pero vio un brillo extraño en los ojos del patojo que lo contemplaba sin inmutarse.
No, muchá. Mejor pongamos en orden todo esto y vámonos de aquí.
Ante la insistencia de los otros dos, terminó por amenazarlos con una navaja.
¡Si no nos vamos de este maldito lugar ahora mismo, voy a tener que usar esto en ustedes!
El muchacho hizo la denuncia al día siguiente, como era su deber. Malasuerte se entregó voluntariamente a la policía y directo al bote. Eso le costó no poder estar presente en la graduación profesional de Fermina. Parece que la felicidad y la cárcel son el agua y el aceite de la vida. Pueden estar juntos, pero no mezclarse.
S I E T E
FUE EL PRIMER NIÑO nacido en el Hospital Militar. Sietemesino. Creyeron que iba a morir ese 18 de agosto de 1949.
Cuando se nace se adquiere una identidad. Nombre, apellidos, árbol genealógico. Pero también se recibe en ese momento la inevitable condición de mortal. Y la muerte nos ha de acompañar siempre y va a llegarnos tarde o temprano.
¿Qué es el ser humano? Un animal racional con libre albedrío. Lo que significa ser dueño de una voluntad, de un poder de decisión. Con esa conciencia del bien y del mal nos formamos. Adquirimos la noción del tiempo y del espacio, del día y de la noche; y vamos develando cada uno de los misterios de la existencia.
¿Qué somos frente a la muerte? Un animal asustado que sufre lo inevitable, lo desconocido; que teme al vacío, al más allá. ¿Cuáles son los límites de nuestra capacidad? Podemos matar en nombre de la patria, de la fe, del capital. Podemos morir en nombre de lo mismo. Ponemos precio a las cabezas con temeraria facilidad, olvidando el precepto de ojo por ojo que, al final, habrá de cumplirse si existe la justicia divina.
¿Dónde falla eso de que el que a hierro mata a hierro muere? ¿Qué se necesita para ser perdonado por Dios y los hombres? Recuerdo un caso ocurrido en México, hace muchos años.
Este hombre mató a cuatro mujeres y las enterró en el patio de su casa. Fue aprehendido, procesado y condenado a una larga pena. Ese asesino, ya en la prisión, se dedicó a estudiar y tuvo un comportamiento ejemplar. Al término de su larga condena, finalizó sus estudios y se hizo abogado. Se casó. Tuvo familia y se ganó una buena reputación. Ahora es respetado como un hombre de bien.
Malasuerte, que robó, violó, traficó con drogas (para sólo mencionar tres cargos por los que fue condenado en igual número de ocasiones), muere en Pavón y nace de nuevo, ya como el hermano Jorge Arturo Ruiz Rosales, a la vida espiritual. Al recuperar su libertad se aleja del camino del mal. Funda su Casa-Hogar para delincuentes y drogadictos, predica la palabra del Señor y recupera sus derechos civiles.
No cabe duda que hay dos elementos fundamentales en este proceso. Primero, el pago de la deuda a la sociedad a través del cumplimiento de una condena, y la reincorporación al seno de esa sociedad, siguiendo las directrices de la misma. Y segundo, el reconocimiento del poder espiritual que gobierna y triunfa sobre las bajas pasiones terrenales.
Pero no morí ese 18 de agosto de 1949, dice el hermano Jorge con un suspiro. Fui arrojado al mundo como todos los niños. Desnudo, sin dientes, indefenso. Fue necesaria la incubadora para salvar mi vida. Eso dicen. Yo sé que Dios me había destinado un camino que debía recorrer entre piedras y espinas para lanzarme finalmente de rodillas.
Jorge Arturo fue el segundo de tres hermanos. El único varón. Sus padres, clase media, se amaban y eran honrados y trabajadores. Tuvo siempre buen ejemplo en esa casa paterna y en la finca donde vivió sus primeros años, por Patulul, Suchitepéquez, con su abuela materna. Su papá trabajó en el servicio adelantado de escolta del presidente desde los tiempos del dictador Ubico, allá a finales de los años treinta, hasta Arana, a principios de los setenta, y deseaba que su hijo fuera militar de escuela.
Acostumbrado a la vida del campo, sentía su casa de la zona 3 como una prisión y se escapaba a la menor oportunidad. Estudió en el colegio La Juventud, donde sufría muchos castigos (si no es que andaba de capiuza) y del que fue expulsado finalmente.
Empezó robando dinero a sus padres, y objetos de la casa que vendía por unos centavos para comprar droga o pagarse mujeres. Se metía en las casas vecinas para apropiarse de lo que podía. En esa época fue a parar por primera vez al Reformatorio de Menores.
En el reclusorio conoció a niños mayores y más avispados, quienes se encargaron de enseñarle los secretos del arte de apoderarse de lo ajeno con más rapidez y menor esfuerzo, a fumar mariguana, a atacar en cuadrilla, a aprovechar la codicia de los otros en beneficio propio. En esa época, también, ya empezaban a aflorar sus dones de liderazgo, los cuales quedarían de manifiesto en Pavón, primero (como jefe de celadores) y en su Casa-Hogar (como predicador y guía espiritual), después.
Lo metieron al ejército y sirvió dos años. Estuvo en la contrainsurgencia y en misiones especiales. Después perteneció a un grupo de choque político, los Centuriones, del Partido Revolucionario, que era el encargado de romper manifestaciones y huelgas a puro palo. Se le trasladó al servicio de seguridad del presidente Méndez Montenegro, donde se le dio de baja después por abuso de confianza.
Por ladrón, me dice, mostrándome sus antecedentes penales.
El infrascrito Secretario General de la Policía nacional de la República de Guatemala, Centro América, CERTIFICA: Que del estudio efectuado en los informes rendidos por el Gabinete de Identificación, Depto. de Investigaciones Técnicas y Archivo de esta Direción General, se comprobó que: JORGE ARTURO RUIZ ROSALES, aparece registrado así: El 12 de abril de 1970, por HURTO, Juzgado 2do. de Instancia. El 19 de noviembre de 1970 por HURTOS VARIOS CON ABUSO DE AUTORIDAD, Juzgado 6to. de Paz. El 2 de diciembre de 1970, por ABUSOS DESHONESTOS, Juzgado 9no. de 1ra. Instancia. El 22 de febrero de 1974, por ROBO Y TENENCIA DE MARIGUANA, Juzgado 7mo. de Paz. El 23 de febrero de 1974, por ROBO, TENENCIA Y CONSUMO DE MARIGUANA, Juzgado 7mo. de Paz. El 27 de abril de 1974, por MULTIPLES ROBOS, Juzgado 6to. de Paz. El 7 de mayo de 1974, por HURTO Y DROGADICTO, Juzgado 3ro. de Instancia. El 7 de febrero de 1975, por TRAFICO, TENENCIA Y CONSUMO DE ESTUPEFACIENTES, Juzgado 11vo. de Paz. Al 10 de agosto de 1975, por PRESUNCION DE ASALTO, Juzgado 1ro. de Instancia. El 16 de octubre de 1975, por ALLANAMIENTO Y TENTATIVA DE ROBO, Juzgado de Paz de Mazatenango. El 29 de abril de 1976, por ASALTO Y ROBO, Juzgado de Instancia de Sololá. El 30 de abril de 1976, por ASALTO, ROBO Y AGRESION, Juzgado de Paz de Panajachel. El 6 de agosto de 1976, POR CONSUMO Y TRAFICO DE MARIGUANA, Juzgado de Paz de Mazatenango y Sanidad. El 16 de febrero de 1977, POR TRAFICO Y CONSUMO DE MARIGUANA, Juzgado 1ro. de Paz. Y para los usos que al interesado convengan, se extiende la presente. Certificación de la Ciudad de Guatemala a los 27 días del mes de junio de mil novecientos ochenta y cinco. Honorarios. Q.0.50.
Siguen firmas de las autoridades, los sellos respectivos del Gabinete de Identificación, del Depto. de Investigaciones Técnicas y Archivo General del------------------
Ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón, me dice, conteniendo apenas la risa, el hermano Jorge.
O C H O
LA FECHA PARA LA boda quedó fijada para el mes de diciembre. El padre de Fermina decidió que si no podía evitarlo, por lo menos exigiría que se hiciera como Dios manda, con petición de mano y todo.
El papá de Malasuerte, por el contrario, no quiso saber nada del maldito asunto.
Me opongo rotundamente, dijo la madre de Fermina. ¿Es que no te das cuenta que ese hombre es horrible? Tus hijos van a ser espantosos. Todavía estás a tiempo de arrepentirte, hija.
Si no me dejan casarme por las buenas, me huiré con él, mamá.
La respuesta fue un tremendo bofetón.
¡Basta!, dijo el papá. Si mi hija quiere a un chucho de marido, a un chucho tengo que querer.
¿Y con qué va a mantenerla ese vago?, gritó la madre de Fermina.
Mi profesión es ser ladrón, les dijo Malasuerte. No sé hacer otra cosa. Pero voy a aprender. Voy a honrarme.
Para demostrarlo, consiguió trabajo en mantenimiento de Pepsi-Cola. Duró apenas quince días.
No importa, le dijo a su novia. Nos casaremos el 24.
¿Con qué? ¡Si no tenemos nada!, susurró ella con desesperación.
Voy a hacer un buen asalto. Lo tengo todo planeado. Mucho dinero para nosotros. Lo que querramos, vas a ver. Te compraré el mejor vestido de novia, algo caro y elegante y le vamos a dar guaro y de hartar a todo Mazatenango para que dejen de hablar lanadadas.
El papá de Fermina se agravó por esos días. Problemas con la presión arterial. El corazón ya le había dado algunos avisos antes. La madre seguía culpando a Fermina y su a empecinamiento por casarse con ese mal hombre.
Tu papá ha sido un hombre recto toda la vida. Bien sabes que a un policía íntegro no se le encuentra ni con candela en estos días. Si no quieres que se nos muera, desiste de esa locura. Danos esa alegría, hija. Por favor.
Pero la suerte estaba echada. Municipalidad de Mazatenango. 10 de la mañana. 24 de diciembre de 1975.
Fermina llegó a las puertas unos minutos antes de la hora. Dieron las once, y Malasuerte no se aparecía por ningún lado. Era como si se lo hubiera tragado la tierra.
Tal vez tengan razón, dijo Fermina al borde de las lágrimas. No seré yo la única mujer que han dejado plantada antes de la boda.
Unos minutos antes de las diez, también Malasuerte esperaba impaciente en la oficina del alcalde, en compañía de algunos amigos. Ningún familiar. Los compas empiezan a hacer algunas bromas pesadas cuando corren los minutos.
Aquí ya no hay nada que hacer, dice uno.
Mejor vámonos con la música a otra parte, dice otro.
Una larga hora después, uno de ellos dice que va a ir a echar un vistazo, a ver si la novia no viene por allí y sale a la calle.
Ella afuera y él adentro. Parecía un ensayo de la vida que les esperaba. Ella afuera, en la calle y él adentro, en la cárcel.
La ceremonia del matrimonio civil de Jorge y Fermina se llevó a cabo a las once y cuarto de la mañana.
La verdad, le dijo al oído el novio a Fermina, es que no cargo ni veinticinco len en la bolsa.
Un cuñado de ella, el doctor, los invitó para que se fueran a la feria navideña del municipio de San Francisco Zapotitlán, pero ahí terminó todo. La boda religiosa y la luna de miel quedarían pospuestas indefinidamente.
Esa noche de navidad, se drogó y tomó algunas cervezas. Cuando Fermina buscó a su marido, lo encontró acostado en el suelo, debajo del árbol con adornos y lucecitas, cerca del nacimiento, profundamente dormido. No habían dado las 12 de la noche.
No hubo lecho nupcial. Fermina durmió en la cama con su mamá. Parecía como si ella no se resignara a dar su hija a ese hombre. Su padre, quien presentía la inminente muerte, le dio la bendición y se despidió de ella amorosamente.
Malasuerte despertó a las seis de la mañana y salió sin hacer nada de ruido. Sólo dejó dicho que se iba a hacer unos mandados, lo que realmente significaba que iba a asaltar a alguien en beneficio de la luna de miel.
Siete días después, las bromas de las gentes ya tenían molesta a Fermina. Le decían que su príncipe azul seguramente se había convertido en rana, como en los cuentos, o que se había ido con otra, dejándola alborotada y contenta, y cosas así.
Pero él volvió. Traía un gran carro y dos mil quetzales en efectivo.
Vámonos a Champerico de luna de miel. Pasaremos a devolver el carro a Retalhuleu y directos a la playa. ¿Qué te parece?
Fermina estaba confundida. Le habían contado tantas cosas de ese hombre, cosas horribles; pero la realidad parecía otra. Malasuerte había sido muy respetuoso con ella durante el noviazgo. Un par de veces trató de toquetearla y le hizo insinuaciones, pero nunca pasó a nada más. Sobre todo, porque ella no quiso arriesgarse a ser un juguete en sus manos. Si de veras la amaba, debían esperar hasta que estuvieran casados.
Y así fue la cosa. En Champerico, la arena sirvió de tálamo nupcial y las olas de cobijas de espuma. Parecía que empezaban a ser felices.
N U E V E
MAURO, ALIAS LADILLA, MATÓ al Millonario en el Triángulo de la Granja Penal de Pavón. Malasuerte se salvaba una vez más de ser asesinado. Sabía que su buena estrella lo protegía, pero ¿hasta cuándo iba a ser así? ¿Quién sería el próximo en intentarlo? No deseaba quedarse allí por más tiempo para averiguarlo. Debía salir. Tenía urgencia de escapar, poner tierra de por medio. Tal vez irse al extranjero.
Escapar. Para que esa palabra tenga sentido, debe existir un encierro, un peligro, e implica salir de prisa y ocultamente. Cualquier fuga, según esto, se efectúa de adentro hacia afuera y conlleva una fuerte carga emocional. Empieza con el encierro y conduce a la libertad.
La libertad. El sonido de esa palabra es diferente según quien la nombre. Cuando el juez dicta sentencia, la pronuncia con energía, golpeando la última sílaba de la palabra. Y suena a disparo. En cambio, cuando es el interno quien sueña con ella, el sonido alargado de esa última sílaba es casi un suspiro.
Es una situación difícil, me dice el hermano Jorge. O te fugás, o te vas al hospitalito hasta que las cosas se calmen un poco.
Y me cuenta que él mismo salvó a varios compas mandándolos al hospital.
Se hacía una pequeña herida en el cuerpo y trataba uno de infectarla con tierra o con el moho de los inodoros. A uno de ellos, le agarré el pellejo de la panza, así, y le metí un puyón con el verduguillo. La herida era grande, escandalosa, sangraba profusamente, pero sólo le había traspasado la piel, sin interesarle algún órgano interno. A otro tuve que quebrarle la pierna con un garrote, con Babe Ruth. Le quedó colgando y con el hueso astillado de fuera.
En esas ocasiones, una temporada en el hospitalito de Pavón puede ser la diferencia entre la vida o la muerte. Y el ingenio, la astucia, la malicia se ponen en juego para burlar a médicos y autoridades.
La clave está en irse al hospitalito en ayunas. Se traga uno tres minúsculas pelotitas de papel alumino con el atol y tiene listos unos bananos para que bajen. Como a la hora, cuando te sacan las radiografías, se ven tres perforaciones en el estómago y tenés que quedarte internado.
El problema se presenta días después, cuando quieren comprobar si el tratamiento ha dado resultado y deciden tomar otras placas de rayos X.
Se tiene uno que tragar, de igual forma, otras tres pelotitas de papel aluminio. Sólo que esta vez más pequeñas. Ya te imaginarás el lío que se arma cuando los doctores comparan las radiografías y no se explican por qué las perforaciones, si bien son mucho más chicas, están en diferente lugar. Para uno no hay riesgo, porque las expulsás después con las heces fecales y arreglada la cosa, concluye el hermano Jorge.
La fuga es otra cosa. Eso significa que si el preso es recapturado, se le sumará una nueva condena sobre la que tiene. Pero las condiciones dentro de la cárcel son tan infrahumanas, que bien vale la pena ser muerto en el intento.
Llevaron la marimba de la Guardia de Honor al hoyo viejo de Pavón, recuerda el hermano Jorge. Cuando la música terminó, y antes de que cargaran los instrumentos, yo y otro nos metimos en el lugar destinado a la llanta de repuesto y nos tapamos con una lona. Ni se dieron cuenta. Ya en la carretera, al aminorar el camión la velocidad para pasar unos túmulos, saltamos.
Los recapturaron rápidamente y fueron a dar con sus huesos a la negrera, bien vapuleados y rapados.
Otra vez, me dice, hicimos planes con Copa Rota, el mismo que me dio el verduguillo cuando el Millonario me quería matar. Ibamos a aprovechar que nos llevaban al tribunal para indagarnos, juzgado noveno de primera instancia, en la Torre de Tribunales. Sentía pena por nuestro custodio, porque sabía que lo iban a trabar por nuestra fuga; pero cuando me puso las chachas y me las apretó de más en mis muñecas, dejó de importarme y hasta sentí gusto de que lo jodieran. Mi mamá me llevó leche y se puso a llorar, la pobrecita. Yo le dije quedito que no tuviera pena, que se fuera para la casa, que estaba seguro que me iban a dar libre. Y así la viejita se fue más o menos tranquila. Al salir de la indagatoria, le hice señas a Copa Rota para que se alistara y le pegué en la cara al custodio con todas mis fuerzas, justo antes de que me pusiera las esposas. Copa Rota ni se movió el condenado. Se quedó clavado allí y no supe qué hacer por un momento; pero me decidí finalmente por correr. Traté de subirme a una camioneta, pero no pude. Así que seguí corriendo sin mirar atrás. De repente me vi pasando frente a la Dirección General de Presidios. Los guardias que estaban en la puerta me miraron y gritaron: ¡Allí va Malasuerte, muchá! y corrieron detrás de mí. Yo ya me sentía bien cansado, pero vi una puerta abierta, me metí y subí a los tejados de la casa.
Lo capturaron y se lo llevaron a la misma Dirección de Presidios a puro culatazo limpio.
El director dio orden de que no me consignaran ni raparan. Yo ya estaba haciendo cuatro años de condena.
Y de nuevo a la negrera. Seis meses en bartolina, comiendo únicamente frijol duro.
Cuando salís estás como papel blanco, seco, con las uñas y el pelo crecidos, oliendo a bestia, me dice el hermano Jorge.
¿Cuántos son libres?, es la voz en el patio contiguo. Esto no es igual que el mundo, sigue diciendo la voz. Esto es glorioso.
Me invitan a pasar al culto. En ese pequeño patio cubierto hay aproximadamente cincuenta hombres y jóvenes. Todos tienen los brazos levantados y gesticulan con voces de alabado sea, gloria al Señor, amén. El pastor, en un improvisado podio, tiene la biblia en una mano y el micrófono en la otra.
Me dirijo, dice el pastor, a los que han nacido de nuevo. Aquellos que viven mundanamente y que no creen, jamás comprenderán lo que significa ser libres. La libertad viene de adentro. Es una fuerza dada por Cristo. Nuestros brazos son las antenas, los pararrayos que conducen a esa fuerza, esa energía al fondo de nosotros mismos. Levantemos los brazos. Abramos nuestra mente y corazones para recibirlo.
Cincuenta voces se unen, elevándose, quedándose trabadas un instante en las grandes aspas del ventilador que cuelga sobre sus cabezas, pasando por entre las rejas de los barrotes que cruzan el techo del pequeño patio como una jaula, y siguen hasta el cielo.
Es allá, el pastor señala hacia arriba, donde nuestras preguntas tienen respuesta. Donde nuestros dolores, nuestras tribulaciones, nuestros pesares serán aliviados por Cristo. Yo lo creo así. No hay otra forma de libertad que valga realmente la pena.
Rumbo a mi casa, veo los rostros de cientos de personas que caminan como hormigas en todas direcciones, que hacen mil cosas diversas, que van lentos o rápidos o, simplemente, están esperando que el semáforo dé la luz verde para pasar. Trato de imaginar cuántos de ellos son realmente libres, cuántos felices. Cuántos en paz consigo mismos.
Ya en mi habitación me veo en el espejo. Todavía escucho la voz del pastor. ¿Cuántos son libres? Aparto la vista, ignorando a propósito la respuesta, y me zambullo de cabeza en mi trabajo.
D I E Z
CONFERENCIA SOBRE DROGAS EN Escuintla, dice el titular de la nota en el periódico. El hermano Jorge y sus asistentes miran pensativos la nota, cada uno en su mundo, pero todos con la mente fija en las vueltas que da la vida, en lo absurdo de algunas situaciones, en el contrasentido de la existencia misma.
No hace mucho, ellos eran carne de cárcel. Sufrían vapuleadas y flagelaciones por parte de sus captores; los mismos que ahora les daban la mano, les enviaban un carro con placas oficiales de escolta y los invitaban en su calidad de conferencistas.
Yo sí desarmé a varios, desconté a un montón de policías, afirma el hermano Jorge.
Desarmar, descontar, son palabras terminales en el caló del bajo mundo. No hay términos medios en la lucha. Están los buenos y los malos, los unos y los otros. Dos bandos antagónicos e irreconciliables.
Irreconciliables, sí, al menos que uno se pase al bando del otro. Y para la sociedad, para el establishment, tiene que ser el malo quien se convierta en bueno para contar con la aceptación y el beneplácito de las autoridades y de los poderosos de turno.
¡Qué iba a soñar yo que la embajada de los Estados Unidos me iba a invitar oficialmente para visitar a las comunidades cristianas de ese país!, exclama el hermano Waldo, el Chavo Luna, subdirector de la Casa-Hogar.
Yo era vago y pendenciero, dedicado a romper vidrios, regar tachuelas en el pavimento para pinchar neumáticos. Inicié mis viajes oliendo pegamento de zapatos y thinner a la edad de 9 años, empezaba su exposición el hermano Jorge.
Y la audiencia de escolares está fascinada con las historias. El interés se acrecienta cuando toca el tema del sexo y del rock.
Lo mero pesado empezó con el rock y siguió con los hippies, agrega.
Los uniformados anfitriones mueven afirmativamente las cabezas, complacidos.
Las pandillas más famosas de la época (de la zona 3, zona 5 y zona 6), nos reuníamos en la sexta avenida. Eso se convirtió en el foco rojo donde mujeres de la mala vida, delincuentes, homosexuales, drogadictos, vagos y rockeros teníamos nuestro centro de operaciones. Allí se encontraba fácil comercio a todo lo que nos viniera en gana. Y los almacenes, donde había lana y mercancía, estaban al alcance de la mano.
Malasuerte y su compinche daban un par de vueltas a la manzana. Estacionaban enfrente y dejaban arrancada la moto. Esto ocurría muy de mañana o en la noche y por toda herramienta llevaban una barreta y un trozo de madera en un maletín, de esos largos que son una versión comercial de los sacos del ejército. Ponían el trozo, trababan la barreta y saltaban con fuerza, haciendo palanca, para romper el candado que aseguraba las persianas metálicas. Con la misma barreta quebraban las vitrinas y robaban todo lo que podían, metiéndolo en el mismo maletín. La operación duraba apenas un par de minutos y ya estaban rumbo a El Gallito para ver el botín, venderlo, repartirse las ganancias y comprar droga.
Frente al Cine París, llamado ahora Sexta Avenida, estaba el restaurante Hawai. A un par de cuadras, el Fu-Lu-Sho. Un poco más abajo, Las Vegas. Y ya sobre la séptima avenida, frente al Correo, el Dairy Queen (precursor de esas cadenas de restaurantes tipo McDonald's). Todos fueron cerrados por tráfico de drogas. Algunos reabrieron sus puertas y otros desaparecieron para siempre.
Malasuerte era uno de los jefes de pandilla de la zona 3. Se aglutinaban gentes de las áreas marginales como La Trinidad y La Ruedita. Los domingos eran días de discoteca. Una de las más famosas de ese entonces, La Fiera, operaba en la TGO, Radio Voz de las Américas, frente al Hospicio. Cuando aquello estaba en su apogeo y alguien gritaba que llegaba la tira con el famoso Pájaro Azul, el bus que usaban para llevárselos a la cárcel, todos salían pitando y el piso quedaba alfombrado con cigarrillos de mariguana y otras drogas, para que a nadie se le encontraran encima en caso de ser capturado. Parece ser que en ese lugar y por ese tiempo, le cabe el raro honor a Malasuerte de haber sido el introductor en Guatemala de la moda que había recién importado durante uno de sus viajes de vagancia y delincuencia a México: la inhalación de pegamento.
La juventud anda siempre en busca de cosas nuevas. Quiere dinero fácil, sensaciones únicas, libertad sexual, ilustra el hermano Jorge. Es en ese momento cuando la música y la llamada meditación trascendental encuentran su fácil caldo de cultivo.
Con el rock y los hippies, las décadas de los sesenta y setentas, los jóvenes encontraron un escape a la realidad. La guerra de Viet-Nam, la Cuba Revolucionaria de Castro, las dictaduras militaristas de América Latina, la guerra de guerrillas, la guerra fría, ayudaron a crear el ambiente propicio para la proliferación de consignas pacifistas por un lado, y de rebelión ante lo establecido, por el otro.
No escaseaban las bandas de rock y como los Beatles acababan de imponer la moda de lo oriental, no tardaron en llegar los gurús a Guatemala.
La mística de los hippies, dice el hermano Waldo. Aquello se proyectaba nacionalmente. Nuestro maestro se llamaba Yakanara, un yogui hindú. Y como nosotros andábamos urgidos de fichas, lo enrolamos en un trance de película.
Hicieron la solicitud a la Gobernación Departamental, a la Municipalidad Capitalina, e inclusive consiguieron el apoyo de la Asociación Benéfica Cáritas, para organizar un evento y recaudar fondos para habilitar un Hogar para Drogadictos. Se dio la luz verde y en la madrugada del Jueves Santo, se congregaron en el Parque Central, frente a la Catedral Metropolitana.
¿Te podés imaginar eso?, me dijo. Las túnicas naranja, el pelo largo, los medallones con el símbolo de paz y amor y las urnas para recibir las donaciones.
En la mañana del Jueves Santo crucificaron al maestro Yakanara. El se dejó atravesar el vientre por algunos cuchillos y quedó erizado con púas metálicas, largas agujas de acero inoxidable, en todo el cuerpo.
Nosotros estábamos tan sorprendidos como el público que se agolpaba para ver. El gurú decía no sentir dolor alguno. Que el dolor estaba en la mente de cada quien y debía ser vencido con la meditación y el ayuno. Y que le claváramos las manos y los pies, como al Cristo.
A pesar de que tenían preparados los clavos especiales, no se atrevieron y lo convencieron para que se dejara amarrar a la cruz, que ya era suficiente con todo eso que tenía ensartado en el cuerpo.
Levantamos la cruz y allí estaba el crucificado.
¡Impresionante! Algunos transeúntes se indignaban, diciendo que era una burla, una blasfemia, y nos mentaban la madre. Otros agarraban la onda y decían que era un sacrificio, aplaudían respetuosamente y daban su aporte.
La noche del mismo jueves, le rogaron al maestro que comiera un poco, pero él se negó. Aceptaba únicamente un poco de agua.
Esos yoguis son bien raros. El plan era tenerlo crucificado hasta el Domingo de Resurrección, pero Yakanara quería que, por lo menos, fueran unos quince días.
Mientras tanto, la mariguana y el hashish eran consumidos y negociados en las narices de la misma policía.
El viernes y el sábado le pegó el sol al crucificado todo el santo día. Seguía aceptando únicamente unos traguitos de agua y unos sus jalones de mota.
El sábado por la noche llovió y el domingo ya se veía de bastante mal aspecto el maestro.
Se estaba pelando, descarnando. Un doctor que pasaba por allí lo examinó y notó que algunas de las heridas se le estaban infectando.
Costó convencerlo, pero finalmente el maestro gurú fue bajado de la cruz y llevado al hospital.
Nosotros, recuerda el hermano Waldo, con los más de dos mil quetzales que logramos recaudar, nos fuimos a Panajachel y la pasamos muy bien con droga, sexo, rock y todo lo que se nos pegó la gana.
O N C E
FERMINA QUEDO EMBARAZADA. VIVÍAN en la capital, para entonces, en un cuarto que les dio la mamá de Malasuerte. También en esos días se agravó el papá de Fermina, quien entró en coma y murió a mediados de enero. Nadie lo dijo en voz alta, pero muchos pensaron que, aunque ya tenía un historial clínico de deficiencia cardiaca, el matrimonio de su hija con un delincuente y drogadicto de esa talla aceleró el final.
Después de poco tiempo, se trasladaron a la Antigua Guatemala. Malasuerte se seguía ausentando frecuentemente de su hogar y pasaban varios días, semanas, antes de conocer su paradero.
Lo agarraron en Sololá, le dijo su madre. Fermina sintió que le faltaba sustento bajo los pies. ¿Qué pasó?, preguntó suavemente.
Le quitó ocho mil dólares a un gringo. También collares y anillos de jade. Cuando el turista hizo la denuncia, Malasuerte ya andaba por las montañas. La policía inició la persecución, atrapándolo finalmente.
Fermina iba a verlo a la cárcel dos o tres veces por semana. Viajaba desde la Antigua a Sololá, y se quedaba en la casa de un tío, director de la Escuela Normal de esa ciudad. El mismo tío le refirió después la siguiente historia:
Normalmente nos reuníamos en la municipalidad el comandante de la base militar, el alcalde, el jefe de la policía, un servidor y otras personas influyentes del lugar, con motivo de tomar acciones conjuntas contra la delincuencia, la guerrilla, el contrabando y todas esas cosas. Un día de sesión, estando reunidos en el salón del concejo municipal, el jefe policiaco comentó que había caído en sus manos un peligroso delincuente que le había aplicado al gringo la llave del chino, robándole dinero en efectivo y joyas. Que tal delincuente era un verdadero dolor de cabeza para todos, porque frecuentemente hacía de las suyas en el pueblo y se decía que debía ya varios ayotes. Que la cárcel no era un lugar seguro para él, ya que antes se había escapado de otras y podría hacerlo de ésta en la primera oportunidad. El comandante de la base militar dijo que él acababa de capturar a un jefe subversivo y que podían hacerse un mutuo favor si les amarraban a ambos una pesada piedra al cuello y los tiraban al centro del lago de Atitlán. Aparentemente, la proposición iba en serio. Cuando escuché el nombre del ladrón, Malasuerte, se me paró el pelo del susto, ya que se trataba del marido de mi sobrina. Así que tuve que interceder y de esta manera evitarle una muerte segura.
Cuando salió de la cárcel a los tres meses, se regresaron a vivir a la capital. Malasuerte le había prometido a Fermina buscar un trabajo honesto. Se compró una camarita tipo Polaroid y vendía las fotos que tomaba en la calle. Sin embargo, seguía consumiendo mariguana y robando como siempre.
Nuestra hija nació a los nueve meses y seis días de casada, comenta Fermina sonriente. La gente creía que me había casado por eso. No fue así. Lo cierto es que debí quedar embarazada desde la primera vez que tuvimos relaciones. Cuando nació nuestra hija, mi marido se desapareció por una semana. Yo creí que había caído otra vez y empecé a preguntar en la cárceles, pero no. Regresó de México con un lindo moisés para la niña, lleno de ropita. Seguía asaltando. Lo sabía, porque pagó dos o tres meses de renta por adelantado y compró ocho botes de leche de una vez. Si no, por qué se aparecía con baterías, pastas dentales, diferentes artículos; todo en grandes cantidades, producto del asalto a algún almacén.
Un día, cuando la niña cumplió tres meses, se acabó la leche que tenía de reserva. Al pedirle que fuera a comprar, Malasuerte le dijo que se sentía muy cansado. Se le había acabado también la mariguana y le prometió salir después de dormir un poco.
Cuando desperté, al poco rato, me dice el hermano Jorge, allí estaba el primo de mi esposa. No me acordaba que había quedado en acompañarlo a hacer unas gestiones al centro de la ciudad para conseguir un trabajo. Como él nunca había estado en la capital, lo llevé a la sexta avenida. Allí nos pusimos a ver vitrinas. Yo caminé unos pasos, alejándome de él para ver si conseguía mota, cuando un carro paró frente a mí. Varios hombres bajaron y me subieron a la fuerza. Todo fue tan rápido que no tuve tiempo de decir ni pío. Lo peor de todo, es que yo tenía en ese momento el portafolios del primo de Fermina con todos sus papeles. No les podía decir a los tipos esos sobre el lío del portafolios, porque iban a creer que me lo acaba de robar; o tal vez se lo llevaban también al primo. Así que me callé la boca.
Mi primo, me refiere la hermana Fermina, no se dio cuenta de nada. Cuando buscó a mi marido y no pudo encontrarlo, se puso muy nervioso. No sólo no conocía la ciudad, sino que Jorge se había llevado sus papeles. Como pudo, regresó varias horas después. Yo estaba muy enojada, sin gota de leche para la nena.
El primo se regresó a Mazatenango sin papeles ni empleo y Fermina, como siempre, empezó a tratar de averiguar dónde estaba Malasuerte. Se lo negaron en cárceles y hospitales, hasta que al fin, al quinto día, alguien le dijo: vaya a ver a Pavón. Y allí estaba. Todo golpeado.
Empezaba otra vez el círculo vicioso de siempre, pensaba Fermina. Estaba desesperada. Pidió ayuda a su hermano, pero éste se la negó.
Nunca dijiste que no, le reprochaba Fermina, cuando te regalamos la plancha y todas esas cosas.
Las aceptaba para no echarme de enemigo a tu marido, le respondía su hermano. Pero todo lo que nos dieron lo tirábamos a la basura en cuanto ustedes daban la vuelta. No queremos nada robado aquí. Eso está salado.
Pensaba en la ingratitud de la gente. Si él había salido fácilmente de Pavón por el gran lío de su accidente de tráfico, había sido gracias a la ayuda de Malasuerte.
Mi suegra tampoco quiso ayudarnos, así que me vi forzada a trabajar, mientras mi hija se quedaba al cuidado de una tía. Pero la condición para ayudarme, en el caso de mi mamá y de mi tía, era que dejara a mi marido. Yo les decía que no podía, que lo quería; y que él, tarde o temprano, terminaría por reformarse.
Árbol que crece torcido, sentenciaba su mamá. Y tus hijos, si tienes más, que es lo seguro si sigues con él, van a llevar esa sangre y van a ser ladrones y drogadictos también.
Malasuerte tenía privilegios en Pavón. En su bartolina privada no faltaba el televisor, la grabadora y sus cassettes de rock. Fermina lo visitaba los miércoles y domingos; y aprovechaba los sábados para estudiar la carrera de profesorado de Educación Media.
Los meses iban pasando y se acercaba el momento en que su marido debía ser sentenciado. Entonces se dio cuenta que estaba esperando de nuevo.
-Ahora que han pasado los años, me dice la hermana Fermina, me entero que cada vez que iba a visitarlo tenía que caminar cuatro kilómetros del lugar a donde llega la camioneta hasta las puertas de la Granja Penal. Y eso de ida y vuelta, dos veces por semana. A veces hasta cargando a la nena que ya había cumplido los seis meses.
El registro al que se ven obligadas las mujeres que van a visitar a sus parientes y amigos a Pavón es vergonzoso. Hasta les hacen el tacto vaginal para ver si no llevan droga. Con Fermina y la mamá de Malasuerte no llegaban a tal extremo, porque éste tenía amenazadas de muerte a las registradoras. Y ellas sabían muy bien que Malasuerte no juraba en vano, así que lo más que hacían era revisarles la ropa interior.
Cuando tenía mi regla, dice la hermana Fermina, inclusive revisaban la toallita sanitaria que llevaba puesta. Pero eso no era lo peor de todo. Lo que de veras me enfermaba a punto de vómito, era el olor a sudor de la gente de la camioneta y las vulgaridades que hablaban, sobre todo las mujeres, de las relaciones que tenían con los presos que visitaban.
Todavía no me atrevía a contarle a mi marido que estaba embarazada. No quería apenarlo. Con lo que ganaba como maestra de contabilidad en el colegio de su hermana, podía irla pasando. Además, se acercaba el momento de su condena, y lo más seguro, según decía el abogado, es que iban a darlo libre o con una pequeña pena, como siempre.
A su mamá y hermana sí se los dijo. Ellas se pusieron histéricas. La hermana golpeó a Fermina. La madre le exigió que abortara.
¡Peor si es hombre, peor si es hombre!, repetía frenética; va a ser igual que su padre. Y ofreció dinero para que no tuviera al niño.
Si esto me toca, decía Fermina, lo acepto como un castigo o una bendición. Es la voluntad de Dios.
Sos una tonta, le decía la hermana, golpeándola. ¿Cómo se te ocurrió seguir teniendo relaciones con él en la cárcel?
Y le fracturó un dedo. Madre e hija quedaron de acuerdo para hablar con un médico que sabían hacía este tipo de trabajos. Fermina se fue al noveno piso de la Torre de Tribunales para conocer el veredicto en relación al caso de su marido.
Como él tiene antecedentes y nunca ha sido sentenciado, hay que sentar un precedente, dar un ejemplo, le dijo el juez. Lo hemos condenado a cuatro años de prisión inconmutables.
Fermina miraba boquiabierta al juez. No podía creerlo. ¿Cómo era posible? ¿Acaso no le había contado al juez que tenían una pequeña hija y que estaba esperando uno nuevo? ¿Que su familia estaba desamparada? Pero él permanecía ajeno, rígido como una estatua de piedra. Fermina dio unos pasos hasta el ventanal y miró hacia abajo. Allí los carros parecían del tamaño de una caja de fósforos y las gentes casi ni se miraban de pequeñitas. Descubrió una abertura por donde entraba aire. Pensó que era lo suficientemente grande para pasar por ahí y tirarse enfrente de ese animal que acababa de sentenciar a su esposo. Dio unos pasos hacia atrás, como para tomar distancia, cuando escuchó la voz.
Tírese, le dijo. Yo como juez ordenaré que recojan su cadáver allá abajo. Pero usted se irá directamente al infierno.
Y el funcionario salió, sin más, cerrando la puerta y dejándola sola en esa oficina. Ella sintió desfallecer, que todo se acababa.
Ya en Pavón, le dijo a su marido que había sido condenado a cuatro años. Malasuerte se puso furioso, histérico. Gritaba que iba a matar, que iba a descuartizar. Que le habían arrancado su hogar. Que no era justo. Fermina también le dijo que estaba embarazada y que querían inducirla al aborto.
Si te tocan, voy a matarlos a todos. ¡Me escaparé de aquí y los haré pedazos!
Y ella se los dijo de esa manera. Y ellas supieron que Malasuerte era capaz de hacerlo. Así que la dejaron tranquila y decidieron ayudarla a regañadientes.
Mala suerte para todos, le dijo su madre.
Fermina se encogió de hombros y le dio la razón. Sólo un milagro podría salvarlos.
D O C E
COINCIDO CON MAFALDA, LA tira cómica de Quino que sale en los periódicos. En el primer cuadro, Susanita le dice a Mafalda: A veces, de noche en la cama, me pongo a pensar... y es curioso... En el segundo cuadro, sigue ella hablando: Siento, por ejemplo que, como todo el mundo, yo tengo mis cosas buenas y mis cosas malas. En el tercer cuadro, continúa: Y que no soy ni mejor ni peor que todos los demás, sino como todos... Así, lisa y llanamente como el resto de la humanidad. En el último cuadro, pregunta: ¿No has tenido nunca esa ESPANTOSA sensación?
Conforme me adentro más en este inframundo de la droga y la delincuencia, del homosexualismo y la prostitución, del alcohol y otros vicios; mientras más investigo y pregunto y me cuentan y miro, tengo la sensación que todo anda de cabeza. No es que ignorara por completo su existencia. Ni siquiera porque no haya tenido contacto con algunos actores de este drama. Lo que pasa es que uno simplemente vuelve la cabeza cuando mira algo feo, se tapa la nariz cuando hay malos olores y los oídos cuando escucha gritos desagradables. Retiramos rápidamente la mano ante el contacto de algo viscoso y frío. La televisión y los medios de comunicación han logrado alienarnos lo suficiente, y los contenidos y códigos de la publicidad nos arrastran hacia ideales donde la belleza, la inteligencia, el poder, la fuerza, la salud son reverenciados. Por el contrario, cuando alguien resulta ser el patito feo de la historia, se nos enseña de alguna manera a discriminarlo, a rechazarlo, a burlarnos y sentir desprecio por él.
Que algo anda mal, no cabe duda. Pero no podemos señalar con un dedo, impunemente, a los desposeídos del mundo, a los necesitados de afecto, educación, salud, oportunidades. Si alguien debe cargar con la culpa, yo acuso a la sociedad de consumo, a los terratenientes, a los políticos corruptos, a los falsos predicadores y profetas, a los prepotentes militares. No es casual que ellos, precisamente, se constituyan en jueces y verdugos de los niños de la calle, que tomen a la mujer únicamente como objeto sexual de sus fantasías, que traten de evitar que la masa de la población tenga acceso a la educación y la cultura, por aquello que a mayor conocimiento más oposición; que esclavicen y desprecien al indio, al legítimo propietario de la tierra.
No quiero perderme en la maraña de las palabras. Los especialistas saben usarlas muy bien cuando se trata de interpretar leyes y reglamentos, de evadir impuestos y condenas. Las maquillan muy bonito para complacer a gobernantes y poderosos. Las empapan de hiel y veneno cuando se trata de herir al indefenso. La historia de la humanidad está plagada de ejemplos. Los grandes y fuertes se unen para someter al pequeño y débil. Se tortura y mata en nombre del Dios-Patria-Libertad.
Y luego, lo que de verdad da pena y da rabia, es saber que los meros peces gordos de la droga, del asesinato, de la delincuencia, están impunemente sentados detrás de un escritorio, con teléfono de tres cifras y carnet oficial. Intocables. Dueños y señores de vidas y haciendas. Amantes esposos de prostitutas, padres de enajenados mentales, protectores de esbirros y sicópatas.
Frente a esa perspectiva, quedan pocos lugares en el mundo donde se pueda encontrar una isla desierta y perderse en la naturaleza para tratar de reencontrar los verdaderos valores, si es que los hay, de la existencia misma. Por otro lado, es difícil creer que la vida terrena sea un estadio donde estamos a prueba para lo que viene después. Verbigracia, la vida eterna. Pero de esas consideraciones están llenos los manicomios, los conventos, las cárceles, los colegios profesionales, las oficinas públicas. No vale la pena, en todo caso, desperdiciar papel y tinta para llegar a una minoría de semianalfabetos que, además, se nutren de la basura que es producto del colonialismo cultural que, al final de cuentas, corroe y acaba con nuestra propia identidad.
He sido señalado, además, de prestarme a un vergonzoso juego donde debo hacer resaltar las cualidades de un delincuente. Al principio de este libro hice algunas consideraciones sobre lo que pensaba de aquellos que se han enriquecido a costa del morbo, la violencia, el crimen. No comparto el gusto por la sordidez o la violencia demasiado explícita. La finalidad de esta historia no es nutrir al lumpen de la sociedad con escenas más o menos calientes en todo sentido. Por el contrario, es un testimonio, la visión personal de un hecho insólito: la transformación de un criminal. Su vida, pasión y muerte en Pavón. Y su nuevo nacimiento. Esta vez como ejemplo de que tal vez no todo está perdido en esta vida. Usted juzgará al final.
T R E C E
YO ESTOY DISPUESTO A consolarla, Fermina, le dijo el propietario de la Boutique.
No olvide que soy una mujer casada, señor.
Cuatro años es demasiado tiempo sin un hombre. Usted necesita alguien que la proteja.
Fermina ya conocía la fama de aquel individo. Se decía que tenía enredos amorosos con todas las empleadas.
Usted se quivoca conmigo, señor. También soy una mujer honrada.
Nadie duda de su honorabilidad, Fermina. Sea buena conmigo y se le acabarán todas sus penas.
El hombre estaba demasiado cerca. Podía sentir su aliento, su respiración entrecortada por el deseo. Le dijo que no. El la amenazó con dejarla sin empleo. Ella dijo que no era su útima palabra. El se la quedó mirando seriamente.
No es mi intención causarle problemas, pero a las cosas hay que llamarlas por su nombre. Usted es una ladrona, como su marido. Acabo de hacer un inventario y me faltan cuarenta pantalones.
Cuando una mujer está sola, los lobos con piel de oveja abundan. Y si son desairados, sus afilados colmillos y uñas, como en el cuento del lobo de Caperucita Roja, se encargan de desgarrar a sus víctimas. Fermina estaba entre la espada y la pared. Sólo faltaba que a ella también la metieran a la cárcel bajo la acusación de robo.
Deme tiempo para pensarlo, le dijo.
Que no sea mucho, Fermina, respondió el hombre con una sonrisa de esperanza. La cárcel no es un buen lugar para una mujer tan bonita como usted.
En la Granja Penal, el siguiente día de visita, Malasuerte caminaba de un lado al otro de la estrecha bartolina. Estaba furioso. De pronto se detuvo y salió rápido. Fermina lo siguió asustada hasta el patio.
Lo conozco, decía Malasuerte. ¡Ese cabrón viene acá seguido! Tiene a un familiar preso. ¡Voy a sacarle los ojos si lo encuentro!
Fermina corría detrás de él. Sabía que su marido era capaz de eso y mucho más si se lo proponía.
-Piensa en tus hijos, en mí, rogaba. No soportaría si te agregan una nueva condena sobre esta.
Pero Malasuerte no parecía oír nada. Algunos internos se hacían a un lado temerosos para dejarlo pasar, otros le palmeaban la espalda, pero él sólo tenía ojos para lo que buscaba. Se detuvo en seco. Allí estaba. El hombre los vio primero, moviéndose instintivamente, resguardándose con el cuerpo del que visitaba.
¿Qué hubo, Malasuerte?, exclamó lívido del miedo.
Todavía nada, respondió Malasuerte, apretando fuertemente los dientes y crispando los puños. Fermina conocía muy bien ese gesto y le puso la mano sobre el hombro para tratar de aplacar su furia.
No hay ninguna bronca, se apresuró a decir el hombre. ¿No es cierto, Fermina?
El fulano no hizo ninguna acusación. Sabía lo que eso podría significar. Malasuerte era capaz de escapar de la cárcel y matarlo, o pagarle a alguno de sus secuaces para que lo hiciera. No valía la pena, se dijo. Para eso sobraban las mujeres. Y le puso el ojo a una canchita que tenía de cajera en la Boutique.
Fermina se quedó sin trabajo. Estaba a punto de sacar el profesorado en Educación Media y andaba en pláticas con una amiga para fundar un pequeño colegio.
¿Cuándo regresará tu marido de los Estados Unidos?, le preguntaba ésta.
En tres o cuatro años, respondía Fermina, la boca seca por la mentira. Tal vez antes, si Dios quiere.
Pero Fermina tenía miedo al porvenir. Su mamá estaba viviendo con ella y la ayudaba con la nena. Y entre el estudio, el trabajo, las visitas a Pavón se le iba pasando el tiempo casi sin sentir. Sin embargo, no estaba segura de nada. Analizaba constantemente su vida desde que lo había conocido y trataba de imaginar cómo iba a ser con él cuando saliera libre.
Este va a ser el mejor ladrón de Guatemala, le decía Malasuerte, la mano puesta en el abultado vientre de Fermina.
Este va a ser niño. ¡Palabra!, le decía a su suegra en otra ocasión que lo visitaban. Se lo voy a regalar. Y créame que va a ser su alegría y consuelo.
Y madre e hija temblaban de sólo pensar en el incierto futuro.
Durante más de un año, trabajó Fermina en el colegio con su amiga. Una mañana, ésta la llamó a la oficina.
¿Has leído esto?, le preguntó, mostrándole un diario.
Fermina sintió que el suelo se volvía gelatina bajo sus plantas cuando leyó el titular: ¡MALASUERTE MURIO EN PAVON!
¿Qué voy a decirles a los padres de familia, a los otros maestros?, se excusó la amiga.
Y se quedó de nuevo sin trabajo. Ella no podía creer que sólo con el hecho de hacerse cristiano y de permanecer orando en la capilla de Pavón, como explicaba el artículo en el periódico, Malasuerte fuera a cambiar realmente. Conocía las artimañas de los delincuentes, de los drogadictos; que cuando se sentían amenazados se las arreglaban para que los llevaran al hospital o se sometían a la custodia del pastor de la capilla de Pavón. Además, católica como era, no iba a aceptar así como así otra religión.
No podía creer que Malasuerte hubiera muerto. Que el hermano Jorge, como le llamaban ahora, el verdadero, naciera en ese momento. Sabía que muchos lo habían intentado antes y volvían a las andadas, cristianos o no. Sin embargo, trataba de aferrarse a la esperanza, como de un tablón en el caso de un naufragio. No tenía otra alternativa. Trataría de creer. Era lo menos que podía hacer.
El pastor te ha recomendado como maestra en el colegio evangélico La Patria, le dijo Malasuerte.
Decidió someterse al examen de oposición. Se sentía insegura, en el aire. Sabía que otros catedráticos que seguramente también optarían por la plaza eran profesionales universitarios. En ese momento le pesó haber truncado su carrera, su vida. Bien es cierto que era Perito Contador y que había terminado el profesorado en Educación Media, pero a qué precio.
El nacimiento del niño efectuó un cambio en la madre de Fermina. La abuela lo sentía suyo. Recordaba las palabras de su yerno Malasuerte regalándoselo, dándoselo para su dicha. Redoblaba sus atenciones para con los pequeños y cuidaba celosamente la conducta de Fermina.
Eres una mujer casada, le decía. No está bien que recibas amigos en la casa.
Se refería, sobre todo, a un puertorriqueño aparentemente muy interesado en ella y que llegaba a visitarla. Era un hombre respetuoso y bueno, pero Fermina decidió poner punto final al asunto.
Agradezco sus atenciones y el interés porque mis hijos estén bien, le dijo. Pero mi esposo pronto cumplirá su condena y no es correcto que usted venga a esta casa en su ausencia.
Lamento haber dado esa mala impresión, respondió él con una franca sonrisa. Es su mamá la que me interesa. Quisiera formalizar relaciones con ella.
La mamá se sintió muy halagada, pero nada más. Había decidido que, pasara lo que pasara, ella iba a consagrar su vida al cuidado de su hija y de sus nietos.
Fermina ganó el examen de oposición en el colegio evangélico La Patria y tuvo el empleo de tiempo completo. El hermano Jorge le pidió que aceptara a Cristo y que se casara por el evangelio con él.
No podía creerlo. Notaba un comportamiento extraño en su marido. Aunque seguía consumiendo droga, su conducta era diferente. Hablaba de cosas maravillosas. De lo que Cristo había hecho en él. Quería cambiar totalmente. Ser otro. Y eso le daba miedo a Fermina. Temía encontrarse de pronto, cara a cara, con un verdadero extraño.
C A T O R C E
LOS SETENTAS. EL ROCK estaba en su apogeo. Paz y amor era la consigna. Se ofrecía la otra mejilla a la menor provocación. Se plantaban flores en los cañones de los fusiles y la guerra de Viet-Nam estaba a punto de ser perdida por una de las más poderosas naciones de la tierra que tuvo, incluso, la osadía de demostrar que la Luna no era de queso, poniendo al primer hombre sobre su superficie.
Guatemala adquiría notoriedad universal a partir del Premio Nobel de Literatura en 1967, concedido a Miguel Angel Asturias. Luego, con el asesinato del embajador gringo Gordon Mein, el secuestro y posterior ejecución del embajador alemán Von Spreti, entre otros eventos que daban la vuelta al mundo por los teletipos, a falta del todavía no inventado vía satélite, para llenar titulares donde el común denominador eran la violencia, el fraude, la nota roja.
Con el impulso de la violencia y con el pretexto de la lucha antiguerrillera, se disparaban los mecanismos de represión que, años después, alcanzarían el grado superlativo que conocemos; y se llegaba al extremo de pintarrajear las piernas de las muchachas que se atrevían a usar la mini falda y cortaban el cabello largo a los jóvenes, en una especie de deporte que jugaban las fuerzas de seguridad del país.
La violencia, en fuerte contraposición a las consignas pacifistas, hacía presa de familias completas, dando lugar a una serie de vendettas, al estilo Chicago de los años veinte, donde prevalecía la ley de la selva. Se creaban cárceles y cementerios clandestinos. El exilio o la muerte eran las únicas alternativas, hasta que aparecieron las drogas que se consumían al compás del reloj, título de una canción del legendario Bill Halley y los Cometas, como una manera fácil y segura de evadir la realidad.
Otra tendencia determinante fue la llamada liberación sexual. La píldora anticonceptiva, creada para frenar la superpoblación mundial, daba esa sensación de seguridad ante un embarazo indeseado, llevando a la mujer, reprimida tradicionalmente, a situaciones de absoluta promiscuidad y libertinaje.
Este era el caldo de cultivo donde Malasuerte y los de su calaña desarrollaron el virus del mal. Las guitarras eléctricas con sus estridencias, aplacaban el tableteo de las ametralladoras, formando un escudo protector de ruido frente al pesado silencio que antecede a la desgracia. Y la mariguana, la mística caña india, proporcionaba esa falsa sensación que sustituye los nutrientes del cuerpo y del alma.
Recuerdo, particularmente, un hecho que tuvo repercusiones diplomáticas y que definió la política represiva del gobierno de turno. Un grupo de rock estaba sonando mucho y era apreciado por el público que tenía una especie de culto a sus integrantes. La droga era consumida entre negras y corcheas y los éxitos internacionales eran traducidos a la lengua española vía México. Una muchacha estaba enamorada del solista del grupo y, en un principio, se contentaba con acompañarlos durante las tocadas, se echaba sus pitos de mariguana, parrandeaba y volvía a su casa. Nadie sabía realmente quién era. A nadie le importaba, si a eso vamos. Era canchita, casi niña, bonita y no tenía prejuicios. El cantante se aburrió de ella y decidió cortarla. Pero ella se negaba a aceptar la realidad. Se aferraba a la pasión. E hizo lo que nunca antes, se fue con el grupo al balneario Las Hamacas sin decir nada en su casa. Cuando apareció una semana después, con la ropa rasgada y golpes y raspaduras en el cuerpo, denunció que había sido secuestrada y violada por ellos. La cosa no habría pasado a más, a no ser porque dio la casualidad que era la pequeña hija del embajador alemán. Se volvió un lío diplomático. El mismo presidente Arana, según cuentan, les advirtió que si no dejaban de tocar y disolvían el grupo, les iba a dar agua, lo que en caló no significa saciar la sed sino matarlos. Ante tal perspectiva, el grupo de rock S.O.S. se tuvo que replegar y pasó a la historia sin mayor pena ni gloria.
Ahora, cuando nos encontramos rascándole el ala al siglo XXI, la visión es diferente. Palabras como Glasnost y Perestroika fueron capaces por sí solas de derribar el muro de Berlín y provocar un cambio radical en las estructuras del lado socialista. Nicaragua, Granada, Panamá, Tormenta del Desierto, Islas Malvinas, son claros ejemplos de la lucha de las potencias militares y económicas por conservar la hegemonía del mundo occidental. Los Verdes, Wildlife Found, y todas las organizaciones pro conservación del medio ambiente, se nutren con los fondos de las transnacionales que depredan los recursos naturales. Cartel de Medellín y Noriega han encabezado una larga lista de nombres propios en el continente que propician el cultivo y tráfico de drogas hacia el insaciable consumidor del norte americano.
Las bandas organizadas, capitaneadas por importantes políticos y hombres de negocios, hacen parecer a los jefes de pandillas y maras como parvulitos.
Mientras no se combata el mal por la raíz, mientras no cambien las estructuras del estado y las leyes no alcancen y castiguen a todos por igual, las causas que originan el cáncer social de la violencia van a crecer libres y fecundas, acabando con lo poco bueno que queda en este mundo cruel.
Q U I N C E
FERMINA SE SECA EL cabello frente al espejo, frotando suavemente, con un movimiento automático, sin pensar en nada. Su madre dice algo desde la otra habitación. No alcanza a escucharla bien, pero por el tono de su voz sabe que le dice las mismas cosas que siempre le dice. Se encoge de hombros y piensa en el vestido blanco que su esposo le ha pedido que use para la ocasión. Sonríe.
Eso significa pureza, y yo ya tengo dos hijos, le había dicho ella en son de protesta.
Es para los ojos de Dios, no de los hombres, le había respondido él gravemente.
Los ojos de Dios, pensó, están en todas partes. Y sintió vergüenza de su desnudez, tapándose rápidamente con la toalla. Los ojos de los hombres, pensó con un escalofrío. Los conocía muy bien. Había visto tantas veces esa mirada entre fría y ardiente de los hombres que la deseaban, que querían consolarla, así, con esa palabra, y que la asediaban como asedian los perros de caza a su presa. Pero había sido fiel a su esposo todo ese tiempo. Nunca había dudado de ese sentimiento que debía ser amor, que era amor. ¿Si no, cómo soportar tanta angustia, tanto dolor, tanta desesperación? ¿Cómo traer al mundo niños que, según le repetían sus familiares, podían nacer deformes o idiotas por efecto de las drogas? ¿Cómo comprender, si no, la elección frente a una vida en su pueblo, casada tal vez con un profesional como sus hermanas, o con algún finquero o comerciante con pisto como muchas de sus amigas? ¿Cómo, en fin, explicar esa extraña fuerza que la ligaba a Malasuerte, sabiendo que sólo un milagro sería capaz de arrancarlo del vicio, la delincuencia, la cárcel y tal vez de la misma muerte?
Empezó a vestirse lentamente. Escuchó el llanto de su pequeño hijo y los arrullos de la abuela, entremezclados con los ladridos del perro de los vecinos que se la pasaba el santo día y toda la noche amarrado a una fuerte cadena. Ya en varias ocasiones se había soltado y mordido a algunas personas, inclusive a un niño, y sentía miedo cuando la miraba con esos ojos llenos de cheles y con el hocico babeante.
Trató de alejar la imagen de su mente, que le dolía porque sentía pena por su marido. En cierto modo era como ese perro. Si tenía la cadena al cuello, el vecindario podía estar tranquilo. Pero si se soltaba... Sintió horror por la analogía y movió negativamente la cabeza con fuerza. No. El era un ser humano diferente ahora que había aceptado a Cristo. No había ya nada de perro en ese hombre que se pasaba las noches en vela, en la capilla de la prisión, postrado, orando, negándose siquiera a aceptar alimento porque sentía que flaqueaba ante la necesidad de la droga.
Ya voy, le dijo a su madre y se puso el vestido color de rosa que se había mandado a coser para la boda.
Llovía mucho ese día. Tomó su sombrilla y salió de su casa. Un automóvil pasó sobre un charco y le bañó de lodo su vestido nuevo. Se quedó inmóvil, pensando que eso era cosa del Señor; que tal vez El no quería que esa boda se llevara a cabo.
Regresó a su casa decidida a no ir a ninguna parte. Se quitó el vestido y lo lanzó a un rincón, ante la muda presencia de su madre, que tenía en brazos al pequeño. Se sentó sobre la cama y se puso a llorar. Tal vez su madre, su hermana, todos tenían razón. Era una locura querer seguir con esa vida. ¿Y si se hubiera lanzado del noveno piso de la Torre de Tribunales como había sido su intención aquel día de la noticia de la condena? Pero no. Se iría al infierno para su condenación eterna, le había dicho el juez, dejándola sola frente a esa suprema decisión de vida o muerte. Y si no lo había hecho entonces, ¿por qué flaqueaba ahora que su marido luchaba a brazo partido para vencer al demonio que llevaba dentro? No era justo, pensaba. No era justo.
¿Acaso ahora no le llamaban hermano con respeto y admiración, cuando antes todos se dirigían a él con el mayor desprecio posible? ¿Acaso el pastor, su guía espiritual en Pavón, no le había dicho que se estaba obrando un milagro de amor y que había que dejarlo seguir adelante, hasta el final? Sí, pensaba ella. Hasta el final. Pero en las últimas cartas que le escribía desde la prisión ya no hablaba de amor, ya no le decía que la quería, como antes. ¡Sólo hablaba de Cristo! Sintió celos. Pero no eran los celos que se pudieran sufrir por otra mujer. ¿Cómo explicarlos? Era algo que no era humano. Y eso la atemorizaba más aún.
A instancias de su marido y por su gran insistencia, había decidido aceptar a Cristo. Sus profundas raíces católicas, el respeto a la Santísima Virgen, su devoción al patrono del pueblo, las tradiciones de Semana Santa y Nochebuena, la hacían pensar en el pecado y la excomunión. ¿Pero qué, si el verdadero infierno está en la tierra y aquí se deberían purgar las culpas? Además, si Dios es sólo uno, ¿cuál podría ser la diferencia para El?
Cuando lo visitaba en Pavón, cuando podía verlo porque no estaba en disciplina, como decía el pastor, hincado durante tres días, desesperado por la falta de droga, notaba el visible cambio. El temible Malasuerte ya no robaba, ya no les quitaba nada a los otros presos. Quería predicar y se la pasaba todo el culto observando al pastor, atento a su palabra, a sus movimientos, como si pretendiera beberse hasta el fondo cada frase, cada cita bíblica. Y lo que era más extraño de todo, ¡Malasuerte le pedía dinero a su mujer por primera vez en su vida!
Le dejaba cinco o diez quetzales si podía, me dice la hermana Fermina. Yo ganaba muy poco. Pero, ¿cuándo él pedirme algo antes? Si en Pavón era celador, con bartolina para él solo y sirvientes que le daban lo que les pidiera con sólo chasquear los dedos.
Además, es bien sabido que dentro de la prisión existe el tráfico organizado de todo. Por unos centavos se consigue quien lave la ropa, quien dé una colchoneta, quien haga la limpieza; inclusive que alguien lo mate a uno. No digamos con los fármacos y otras drogas.
Recuerdo que había un topete, me dice el hermano Waldo Luna, de esos que transan cosas robadas. También se encargaba de lavar ropa ajena. Pues un día le robaron la ropa que debía entregar al dueño, un recomendado de esos que viven en un pabellón especial y que tienen hasta guardaespaldas. El topete se aterrorizó de sólo pensar que iban a matarlo. Tenía que hacer algo rápido si quería librarse de tal suerte. El topete se puso a gritar exageradamente en el patio y lo internaron en el hospital. A los dos días, cuando salió le contó al dueño de la ropa que había tenido un accidente y que se lo habían llevado al hospital de emergencia, lo cual no era cierto pero que sonaba convincente, y que aprovechando su ausencia alguien se la había robado; pero ya la ira del otro había cedido y no le ocasionó castigo alguno, concluye su historia el Chavo Luna.
Saco a colación lo anterior, porque el comercio homosexual existe dentro de Pavón, como en la mayoría de centros penales del mundo. Si se trata de un acuerdo entre adultos, donde uno acepta ser usado sexualmente por el otro, haya o no pago, esto se considera una falta a la moral, o una aberración lo más, sin implicaciones penales; pero si uno es forzado a tener relaciones, eso ya es calificado como violación.
A las penas actuales de Fermina se debía agregar otra. Había una nueva condena pendiendo sobre la cabeza de Malasuerte. Poco tiempo antes de aceptar a Cristo, violó a otro interno con la ayuda de un compinche. Sabía, por experiencia propia, que al juez le iba a importar un comino que Malasuerte se hubiera arrepentido, se hubiera hecho cristiano, pasara en penitencia, o que se lo pintaran como a un santo. Lo más seguro es que podían agregarle uno o dos años de más a su sentencia.
En todo eso pensaba Fermina en su habitación. Los ojos clavados en las manchas de lodo del vestido color de rosa en un rincón, sintiendo (más que viendo) a su madre de pie frente a ella con el pequeño dormido en sus brazos. ¿Qué debía hacer? ¿Acaso sus penas nunca tendrían fin?
DIECISEIS
EL HOMBRE Y SU mujer se escondieron de la presencia de Jehová, Dios, entre los árboles del huerto. Más Jehová, Dios, llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás tú? ¿Dónde estás tú? Claro, creo comprender que una voz se escuchó desde el cielo donde Adán había pecado. Y quiero decirte que a Dios no pasó desapercibido; inmediatamente llamó a Adán y le dijo, Adáaaaaaaaaaan, Adáaaaaaaaaaam, ¿dón-de es-tás-tú?
Quiero, quiero decirte que ahora el Señor me preguntó a mí, Jorge Artuuuuuuuuuuro, ¿dónde estás tú? Cuando el hombre desciende a lo más bajo del mundo, cuando su propia alma clama porque se asfixia de tanto dolor e inmundicia y sus ojos divisan, como el que se ahoga, una tablita, un pequeño madero de salvación, su corazón, su cuerpo se agita y sus manos como garfios se asen de él porque sabe que ahí está la vida. La seguridad. Así fue mi vida, hundida en un mar de odio, de persecución, de soledad; hasta que en el centro de esa oscuridad vi la luz maravillosa que sabía, cual si fuese náufrago, me iba a salvar y a llevarme al puerto de la vida eterna. Esa luz de vida y esperanza, esa vida declama amor. Es Cristo, quien se mantiene anclado en la playa de sus promesas y sobre la dulzura de su eterna salvación.
Por todo eso tan maravilloso que ha transformado mi vida, quiero dedicar cada uno de mis pasos a mi Salvador, pues ya no vivo; más Cristo vive en mí. Y voy a testificarle a usted, especialmente padre o madre que sufre el terrible dolor de verse volcar en el lodo asqueroso de la droga, la delincuencia u homosexualidad a su hijo o hijos. Para usted, padre de familia, que no ha encontrado la forma de rescatar a ese pobre hijo suyo. O para usted, madre solitaria, que está a tiempo de saber si su hijo ha iniciado el descenso de las escaleras que lo llevarán hacia el fondo del más negro pozo de la amargura, dolor, cárcel, muerte. Y para usted, amable oyente, a quien quiero hacerle conocer cuáles son las máscaras de Satanás. Estamos en una guerra espiritual contra el pecado. A través de las Escrituras se nos presenta Satanás como el más grande enemigo de Dios y del hombre. Por demasiado tiempo se ha considerado a Satanás como objeto de ridículo en vez de temor, y las Escrituras hablan de una personalidad del mal. Y por lo consiguiente debemos aprender todo lo que podamos aprender acerca de ella.
Hoy en día, se ha hecho muy popular en algunos círculos usar varias clases de trucos para negar la existencia de Satanás. Se deduce que Satanás en un tiempo estuvo en posesión de la verdad. Se nos presenta en la Biblia como un mentiroso, como un pecador y homicida. Todos los cuales son elementos de su personalidad. Y por eso quiero advertirles cuáles son los trucos de Satanás, y qué está utilizando contra la humanidad ahora. Tenemos primero la cartomancia, cartas de protección, adivinación, telepatía, yoguismo, quiromancia, espiritismo, masonería, magia lunar, bola de cristal, fetichismo, bola negra y blanca, hipnosis, diagnóstico por el iris, rosacruces, la hechicería, varia o péndulo, uganda o macumba, politeísmo, drogadicción, homosexualidad, delincuencia en general, crimen organizado, lesbianismo, ira, violencia, mentiras, robo, celos, envidia, maldiciones, lujuria, glotonería, masturbación, orgías, sectas satánicas, fornicación, adulterio y las ciencias humanistas. En cada una de estas máscaras está escondido el rostro de Satanás.
Y quiero hacerles una advertencia en nombre del Señor. El está presto a destruirnos, pues yo le conocí de manera personal por veintiún años y fui siervo fiel, clasificándome como un perro, como el más asqueroso cerdo, cumpliéndose en mí, en la vida anterior, lo que dice San Juan 8:44: Vosotros de vuestro padre el diablo sois y los deseos de vuestro padre el diablo queréis hacer. El ha sido homicida desde el principio y no ha permanecido en la verdad porque no hay verdad en él. Cuando habla, mentira de suyo habla; porque es mentiroso, el padre de mentira.
Y quiero decirte una cosa, amado amigo. Tengo más de cuarenta años. Comencé la delincuencia a la edad de nueve años. ¿Y cómo fue? Sucedió que a la temprana edad de nueve años yo conocí la mariguana. Proverbios 10:1 dice: El hijo sabio alegra al padre. Pero el hijo necio es tristeza de su madre. Era tristeza de mi padre y de mi madre ver las circunstancias y la posición en la que me encontraba. Comenzaba a caminar en la lacra, en la lacra del propio diablo. La música me llamaba en estado de drogadicción. Me gustaban los cines, las películas pornográficas. Me gustaba ya haber encontrado el mundo a la temprana edad de nueve años; nueve años de edad sin quien me hablara de Dios. Era afrenta de mi madre y de mi padre. Proverbios 10:23 y 24 declara: El hacer maldad es como una diversión al insensato, más la sabiduría recrea al hombre de entendimiento. Para mí era diversión, para mí era alegría. Para mí el cine, para mí el mundo, para mí la música era lo que importaba. Para mí nada más que la música y conseguir droga y poder decir yo tengo droga para alimentar el problema que tú tienes; me gustan los toques. A la edad de nueve años comencé a prostituirme, a ir a conocer la protitución. A los nueve años tuve por primera vez mujer. Nadie me dijo, ningún padre o mi madre, cuál era el problema de lo que es el sexo. ¿Cuál es el problema de la drogadicción? ¿Cuál es el problema de las cárceles? ¿Cuál es el problema de la muerte? Sólo Dios que llama al hombre y le dice: Adáaaaaaaaaaan, ¿dón-de es-tás-tú? A mí no se me había hecho oír la voz de Dios y por lo consiguiente me fui a México. En México comencé a asaltar y a robar. Comencé a conocer chamacos que también me estaban llevando a la delincuencia. Conocí también el poder hundirle un verduguillo a un ser humano, sin importarme lo que podría sobrevenirme en la mañana. No sabía todavía cómo mi vida iba a ser llevada por la maldad. La música desorbitante llenaba mis sentidos. Aprendí a inhalar thinner, gasolina. Comencé a caer, allá en México, en la correccional de menores. Estuve tres veces. Me fugué las tres veces porque el diablo estaba conmigo y era mi padre. Y los deseos de mi padre en ese entonces quería hacer. Y ahora, cuando me fugué esas tres veces, seguí con la misma delincuencia, comencé a conocer homosexuales. Oiga, también la Biblia declara en Romanos 1:27: Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas; cambiando el uso natural por el que es contra la naturaleza. Mujeres con mujeres. De igual modo también los hombres, dejando el uso de la mujer, se encendieron en sus lascivias unos con otros, cometiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío. Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada para hacer cosas que no convienen. Estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad, llenos de envidias, homicidios, contiendas, engaños, malignidades, murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables y sin misericordia. La Bibilia declara en San Juan 10:10: El ladrón no viene sino para matar, hurtar y destruir; y yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia. Yo no sabía nada de eso, nada, nada de eso. Lo único que sabía era que mi plan era matar, robar, destruir era mi plan dado por el propio diablo, padre de mentiras. San Juan 8:44: Vosotros de vuestro padre el diablo sois y los deseos de vuestro padre el diablo queréis hacer. Una cosa no sabía. Que mientras transcurría el tiempo, mientras transcurría el tiempo comencé a conocer los penales, comencé a sufrir, comencé a llorar dentro de una bartolina en la noche negra y oscura, a la cual le había puesto la antesala del sepulcro, de los hombres muertos en vida, donde el mejor hombre llora, donde el mejor hombre siente que se muere.
Mientras pasaba ese tiempo, algo más sucedió en mi vida. Mi plan no era sólo atacar, matar y destruir. Mi plan era convertir a otros para también poder llevarlos al mismo plan en contra de Dios. La Biblia declara que el que no está con Cristo y el que está sin Dios, es enemigo de Dios. Y yo era un enemigo de Dios. Comencé a sentir la falta de mis padres. Sólo mi plan era matar y destruir. Y comenzó Dios a llamarme. Comenzó Dios a llamarme, pero yo no obedecía la voz de Dios. Jorgeeeeeeeeee, Jorgeeeeeeeeee, ¿dón-de-es-tás-tú? Y yo no quería escuchar la voz de Dios. Yo sólo quería seguir siendo malo, creyendo en Dios a mi propia manera. La música... es que la música me llama la atención. Es que la música... Es que me gusta estar. Me gusta donde hay problemas. Me gusta robar, me gusta asaltar, me gusta comer, me gusta tener mujeres, me gusta tener fiestas, me gusta tener mariguana, me gusta tener guaro, me gusta tener mujeres en cantidad, me fascina todo. No. Yo no me vuelvo evangélico. Yo no quiero nada con Dios. Yo creo en Dios pero no quiero nada con Dios. Y Dios me llamaba. Y mientras Dios más me llamaba, el problema se volvía más crudo. Porque entonces en los penales tuve que sufrir, en los penales tuve que puyar, tuve que leñacear, tuve que defender mi vida, tuve que dejar ciego a un hombre, tuve que violar a un hombre. No uno, varios hombres. Y no quería nada de Dios. Y sufría, lloraba y le decía en lo más hondo de mi corazón, Dios mío, Dios mío, ¿por qué robo, por qué soy ladrón, por qué soy esto, por qué violo, por qué tengo esa vida si yo nunca te he pedido nacer? Yo no, Señor, tú sabes. Yo no te dije dame algo, voy a venir a la Tierra.
A mi padre le decía, Dios no existe. Dios no existe. Eso es lo que decía. Pero Dios sí existe. Y cuando la policía me agarraba, lloraba. Padre, ayúdame, quiero salir de este lugar. Sácame de la cárcel, sácame de este problema. Ya no quiero nada más de mi vida. Quiero morir. Quiero matar a los que me odian. Ya no quiero nada. Ya no quiero nada. Dios me predicaba y yo no quería llegar a la voz de Dios. Me hice necio a su corazón. No hay Dios. No hay Dios. No hay Dios. Era un necio. Yo era un necio. Implacable. Malvado. Desgraciado. Pero el Señor dice en su palabra, yo vine a buscar y a salvar lo que había perdido. Comencé a caminar y a caminar. Los años pasaban. Los problemas en mi vida. Sentía morirme. No quería morirme. Quería estar con Dios. Quería de Dios. De Dios porque Dios es mi vida. Le clamaba en la bartolina, le gritaba ¡Ayúdameeeeee! ¡Ayyyyyyyyyy, ayúdameeeeeee! Soy tu hijo. Mira el cuchillo que cargo, el verduguillo. Mira el garrote que tengo en este penal. Mira esta bartolina oscura. ¡Ay! Se mira triste. Se mira triste. Sé que es un sepulcro y estoy vivo en él. No quise hacerle caso a mi padre. No quise hacerle caso a mi madre. No quise hacerlo. Hijo mío, los malos quieren consentir con ellos. No vayas con ellos. No vayas con ellos. ¡Ay!, mamá, ¡tú-no-me-quie-res! Tú no quieres que tenga amigos, ¿verdad? Ellos son buenos, me quieren, me aman. No, hijo. Cuando estés en la cárcel, ellos no te van a ayudar. No te van a llevar un calzoncillo o lo que necesites. Una pasta de dientes, o comida. No lo van a hacer. Madre, lo único que te digo es que te amo, madre. Pero mi casa la respeto. Te amo, madre. ¿Cuántas veces te he visto llorar lágrimas de sangre en la prisión, llorando por tu hijo perdido? ¿Cuántas veces pasas la bajeza de un registro y registrarte como a una vulgar mujer? Y yo sintiendo ganas de comer, pero comerme aquí a un ser humano malvado. A las mujeres les decía te voy a matar a puñaladas por registrar así a mi madre. Aquella madre sufrida y abnegada. Aquella madre que veía sufrir a su hijo y el hijo, el hijo, el hijo matrero. El hijo perverso. Pero en el fondo de su corazón estaba el espíritu de Dios.
Pasaron los años y los años. Pasaron los años y los años y yo sólo miraba rejas y rejas y rejas. Una valla eléctrica a mi alrededor. Le decía, ¡sácame de aquí, Señooooooor! Todos dicen que soy carne de presidio. Yo no quiero morirme en un penal. ¡Sácameeeeeee! Y Dios, desde el cielo, inclinaba su oído y me llevaba a los que me disimulaban y me decía, Malasuerteeeeeee. Cris-to-te-a-ma. ¿Será cuento? ¿Vacile? Si yo me vuelvo evangélico de qué voy a vivir, si desde chiquito he aprendido a robar, a matar, a destruir. Eso de que sólo batir las manos y batir las manos, no. Del cielo no me va a caer todo. No. Yo no quiero nada con Dios.
Quiero decirte algo, amado amigo. Que para ti es lo que voy a hablar. Para ti es lo que voy a testificar. Me duele decírtelo. Me da vergüenza hacerlo, pero quiero que tú comprendas de que no me importa nada. No me importa lo que digan. Lo que me importa es decirte que salgas de ese lugar y que comprendas que te estás muriendo, que estás desfalleciendo, que te estás destruyendo; que estás destruyendo a tu esposa, estás destruyendo a tu familia, estás destruyendo a todos los que se acercan a ti. Ahora es un llamado. O te arrepientes o te mueres. O sigues en el mundo de la borrachera, o sigues en el mundo del asco y de la droga, o sigues en la música. Quiero decirte que de pronto morirás y quiero decirte ahora y demostrarte que de los confines, de los cuatro cantones de la tierra, hay una mano poderosa que se está metiendo en las profundidades del lodo cenagoso, rescatando almas perdidas. Porque Jesucristo vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.
Mi mente corrompida estaba poseída de odio. Y sólo el mote Malasuerte. Malasuerte. Mala suerte. Y en esa mente poseída de Malasuerte había odio. Pero mi alma lacerada clamaba hacia lo alto en busca de ese Dios de quien tantas veces me habían hablado, sin saber que El era mi pastor y que estaba buscando esta pobre oveja perdida. Me buscaba en la delincuencia, en la drogadicción, me buscaba dentro del narcotráfico, me buscaba en lo más negro de la noche; en las lúgubres noches en que mi corazón era poseído por mi padre el diablo en aquel tiempo. En que acechaba a mis víctimas. Pero alguien con voz amorosa me llamaba. Y yo oíala. Pero, necio de mí, me rebelaba. No había espíritu de vida en mí. Sólo había muerte, ¡só-lo-ha-bí-a-muer-te! Y mi plan era sembrar el espíritu de la tristeza. Y la mala suerte era cruzarse en mi camino. Era que mi vida era al mismo tiempo no sólo una mala suerte sino una llaga podrida de pus espiritual y diabólico. Mis manos eran derramadoras de sangre. Mis pies sólo corrían movidos por el mal. Mi corazón maquinaba pensamientos inicuos. Porque de la abundancia del corazón habla la boca. Por las noches no dormía, estructurando planes, como por ejemplo cómo entrar a una farmacia, asaltar gasolineras. Ya dado en la droga. Metido ya con la droga en mi mente, desmenuzaba candados y cerrojos. Y para el diablo no hay cerrojos ni candados. Y donde esté tu corazón, allí está tu tesoro. Mi corazón estaba en la maldad. Allí estaba mi corazón. También cómo robar vehículos. Cómo meter a sus tripulantes en los baúles. Violar a las mujeres que asaltaba y al que se oponía también picarlo a balazos sin ninguna misericordia. También arrebataba carteras. Me dedicaba a observar por largas horas y pacientemente una posible víctima en un banco. Cuando obtenía ese dinero, lo utilizaba para disciplinar a los jóvenes que me pedían los dejara trabajar conmigo y que querían ser como yo. Ellos me admiraban por mi astucia, mi sagacidad y mi valentía para trabajar, pues Satanás me había hecho astuto e inteligente. Así también saqué a muchas jóvenes limpias de sus hogares, con falsas promesas de amor y matrimonio. Y deslumbrándolas, quedaban deslumbradas con ropas lujosas, comidas caras, llevándolas a lugares donde concurría la peor basura social, como anteriormente el Dairy Queen, el Frasco, Pandoras's Box. Las hacía fumar cigarrillos de marcas conocidas, pero los había preparado antes llenándolos de mariguana. En las bebidas les metía pastillas, las embolaba y las violaba. Les enseñaba a inhalar pegamento y thinner; y cuando me aburría, me deshacía de ellas abandonándolas a su suerte. Y después las observaba vagando por las calles, convertidas en prostitutas y unas limosneras, sin ponerme a meditar jamás cómo sufrían esas pobres madres que suplicaban al Dios Altísimo por el retorno de sus hijas. ¡Qué cruel y qué despiadado me había hecho a mí Satanás! Hacía amistad con los jóvenes y cuando me había ganado su confianza, les regalaba primero los cigarrillos de mariguana, algunas drogas, hasta que los convertía en drogadictos. Los hacía faltar a sus clases. También los hacía que mintieran en sus casas. Conseguía recetas médicas para obtener la droga a través de médicos inescrupulosos que por unos cuantos centavos o cosas que yo robaba, les llevaba y me ayudaban a destruir a esos seres humanos hechos a imagen y semejanza de Dios. Después, yo negociaba esas recetas en las discotecas y en los billares. Era un protegido y favorito de Satanás, pues la ley nunca podía sujetarme. Entraba y salía impunemente de las cárceles. Me reía de las leyes de mi patria. Embaucaba a jueces y magistrados, hasta el extremo que la propia policía me ponía delitos que no había cometido para poder encerrarme un buen tiempo y lograr sujetar el espíritu de destrucción que había en mí. Pero ni mis padres, ni mis maestros, ni la policía, ni torturas, ni vapuleadas, podían refrenar las huestes infernales que había en mí. Fui sentenciado en una ocasión por tráfico y consumo ilegal y tenencia de fármacos y estupefacientes. Estuve por asaltos, robos, múltiples robos de vehículos, violaciones, narcotráfico. Mis llegadas a Pavón causaban alegría entre mis compadres y delincuentes. Allá estaba Ruso. Llegaba golpeado del Segundo Cuerpo. Allí estaba el Cejas, con el garrote que yo le había dejado. La banda estaba gruesa. La banda del Tecolote me quería poner. Llevaba guajes, plante, todo. Si alguno me quería matar, yo mataba a cualquiera. Y no me faltaba la droga para el aliviane. Así era. Así era.
Quiero decirles también que fui sentenciado en una ocasión. Y en esas ocasiones que mis llegadas eran a la Granja, inmediatamente me ayudaban. También producía envidia entre quienes sabían que yo iba a arrebatarles su reinado de maldad, pues con mi destreza y poderío satánico llegué a tener ese penal en mis manos, imponiendo mis órdenes a leñazos, abriéndome paso con verduguillo, fiel compañero listo para defenderme. Para matar. Dormía en la bartolina con candado y así, entre las rejas, quisieron asesinarme con verduguillo. Ya empezaba Dios a presentarme el plan de salvación a través de Jesucristo, pero estando de jefe del sector Triángulo, cuando ese sector era el terror del penal, tanto para reos como la misma guardia penitenciaria, oía cómo en pleno amanecer cantaban los coros cristianos. Allá oía cómo esos coros cristianos alababan a Dios. Mientras ellos cantaban esos coros preciosos a Dios, mientras ellos alababan adentro del penal a Cristo, yo sentía que mi cuerpo se movía. Les gritaba. Les gritaba: ¡Cállense locos, cállense hipócritas, cállense mentirosos! ¡Ustedes cuando están en el penal alaban a Dios, pero cuando están en la calle tiran la Biblia y comienzan nuevamente a robar, a asaltar! Y era algo, era algo de todas las mañanas. Les tiraba agua con orines. Era algo que ya no aguantaba. Ya no aguantaba. Pero al mismo tiempo me reía de ellos. Dios también se daba cuenta de mis problemas. Y mientras yo les gritaba y los vituperaba en el huerto del edén de la granja penal, también tenía problemas. Dios trataba mi vida. También tenía problemas con las autoridades. Lanzábamos botellas, palos. La policía entraba a mano armada a los centros penitenciarios como la Granja Penal de Pavón. Yo sólo oía las detonaciones de los fusiles. Eran carreras. Allí llegaba la policía. A esconderse todos. Había requisa. Y debíamos hacer desaparecer los sobres con la droga y las armas.
Y así era como era tratado también, cometiendo delitos graves a los ojos de Dios. Violaba a los muchachos menores de edad a punta de verduguillo. Otros también por medio de casaca o de palabras. Otros, ayudado por los que estaban detenidos por diversas violaciones y asesinatos a menores. Yo colaboraba a que esos hijos de desobediencia fuesen castigados, pues también ellos estaban allí por desobedecer a sus padres, por su mala conducta en las casas, por no oír la palabra de Dios, por no hacerle caso a sus padres, por no hacer caso a su madre, por salirse de su casa, por andar vagando por las noches, por andar en fiestas, por no estudiar, por andarse capeando. ¿A cuántos jóvenes no leñacié yo, cuántos jóvenes que ni en su casa quieren levantar un plato, a cuántos jóvenes que ni en su casa quieren hacer una cama, a cuántos que no quieren ni barrer? Eso no lo como yo. Eso no me gusta. Desobediente. Desobediente, a la cárcel. Allá te espero. Poseía un garrote de madera, de chichipate, a quien había bautizado con el nombre Babe Ruth. Y con ese ga-rrote quebraba otros garrotes, destruyendo. Mandé personas al hospital gravemente lesionadas. Otras hasta tuberculosas, con los pulmones casi reventados. E incluso hasta dejé a un hombre ciego. A un hombre. Con el fatídico garrote. Pertenecía al escuadrón de servicio especial. Llegué a ser celador de los sectores más fuertes, logrando gobernar casi dos mil personas. El escuadrón de la muerte dentro del penal. La policía buscaba y jamás encontraba nada, porque las reposaderas servían de escondite.
También quiero decirles los grandes combates que sostenía el penal con diversos hombres que tenían organizaciones de bandas. Fui trasladado a muchos penales: Escuintla, Salamá, Xela, por mala conducta. Y también esperaba la muerte. La muerte me perseguía en mis noches de soledad, de llanto y dolor. Recordaba las palabras de mi padre: Cuando digás malhaya, malhaya estará lejos. Mi corazón adolorido y cansado de tanto pecar lloraba compungido, clamaba por ayuda al cielo. A mi manera predicaba a los evangelistas que me habían predicado y a quienes rechacé violentamente tantas veces, sin comprender que la Biblia declara, en San Juan 19:18: Porque el hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido. Pero yo seguía siendo un necio. Clamaba a Dios, le buscaba; y nada. Yo llamaba al Señor. Le llamaba y no respondía. Quiero hablar con Dios, quiero hablar con Dios, quierohablarconDios, ¡quierohablarconDioooooooooos! ¿Dónde estás Dios? ¿Dónde estás? Mira mi bartolina. Mira mi sufrimiento. ¿Dónde estás que no te encuentro? La palabra dice: Buscad a Jehová mientras pueda ser hallado. Y llamadle en tanto esté cercano. El quería. El quería estar conmigo. Yo sólo quería hablar con Dios, yo sólo quería conocerle. Prendía veladoras, de todos precios. Nada. Daba limosna para hacer más livianas mis cargas, borrar pecados. Era un religioso, no un cristiano, pues de labios le honraba. Pero la verdad es que Jesús estaba lejos de mi corazón. Mis problemas se agudizaban. Era tan malo, que hasta en las hojas de la Biblia fumaba mariguana para poder sentir a Dios. Es puro cuento. Oía cómo muchos clamaban a sus santos, pero nada, nada, nada. No recibía respuestas a mis peticiones. No podía hacerlo.
Oiga. Quiero decirle. Conocía al hermano Saturnino López, otro hombre que había sido traficante y participó en la muerte de un individuo a quien hicieron picadillo y metieron en un tonel. Ahora es pastor allá en la Granja Penal. Ahora ya salió. El ha recibido a Cristo. Cristo lo cambió. Quiero decirte, al final de cuentas en mi vida vacía ponía en tela de duda a los que clamaban y no respondían. La Biblia declara que la Palabra de Dios es como un martillo que quebranta la piedra. Así comencé en verdad a escuchar que me decía: Malasuerte, recibe a Jesús como tu único y suficiente Salvador. No. No quiero. ¿Y por qué? Hay muchas cosas que dejar: vicios, mujeres, películas, música. No. Los cristianos pentecostales dicen que la paga del pecado es la muerte. Pero de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su hijo unigénito para que todo aquel que en El cree no se pierda, mas tenga vida eterna. Eso de la vida eterna me gusta. Pero estos hermanos cristianos no hallan qué hacer para que yo sea cristiano. Pero no. Porque yo nací en la religión de mamá y papá. Qué bueno. Qué bueno al estar escuchando a ese Jesucristo. A ese Jesucristo que comenzaba a decirme, Malasuerte, ven a mí. Así me decía Jesús y yo no quería. Ignoraba mi vida cuando me preguntaba en qué trabajaba. Me casé. Tuve una mujer. No viciosa. Estaba por recibirse de perita contadora. Su nombre Fermina Gálvez. Era de Mazatenango. Cuando le fui a pedir al padre para casarme con ella, ¿usted en qué trabaja?, me preguntó. Yo no hallaba qué hacer. ¿Y ahora qué le digo? Tengo que decir la verdad, porque algún día lo va a saber. Oiga, don Fermín. Yo soy ladrón. Robo. Pero voy a trabajar. Quiero casarme. Quiero cambiar de vida. Si mi hija a un chucho quiere, a ese chucho tengo que querer yo. Y después. No te cases con ese hombre. Vas a ser carne de presidio. Vas a andar con la marimba de hijos de penal en penal. No te cases con ese desgraciado. ¡No te cases! Yo veía que me la querían quitar. Peleaba. Cuando comencé a sentir, el casamiento no me libró. El casamiento no me cambió. En una de esas me pusieron cuatro años. Allí recibí a Jesús en la Granja Penal de Pavón. Allí me casé. Allí mi vida cambió. Allí me bauticé. Y esa mujer que tanto me ayudó, se convirtió a Jesucristo.
¡Ay, Jesús! ¡Ay, Jesús! Mi carga es... En veces te digo, no aguanto. En veces te digo, como que el hombre viejo quiere entrar a mi vida otra vez. Pero tú me tienes en el hueco de tu mano. Mira lo que tú me has dado y mira tan malo que soy, Señor. Pero con todo y eso tú me amas. Nada ni nadie me hará retroceder ni ver hacia atrás como Lot. Nadie. No volveré a ver para atrás. He hecho un pacto contigo.
Quiero darle gracias a Dios y a todos mis hermanos en la fe de Nuestro Señor Jesús por ayudarme. Que Dios les colme de ricas y grandes bendiciones. Y ruego por mis enemigos que me vituperan. Que Dios les bendiga. Que Dios les ayude. Yo los perdono. Oren por mí. Jesús es el Señor. Ese es el Cristo que yo predico.
D I E C I S I E T E
FERMINA LLEGO TARDE A su casamiento. Llevaba un vestido usado que le había prestado su hermana. Se veía hermosa y feliz. Ni siquiera se acordó del nuevo vestido color de rosa que languidecía manchado de lodo en un rincón de su cuarto. Estaba dispuesta a olvidarlo todo por amor a Dios, a su hombre, a sus hijos.
Gracias al trabajo de tiempo completo en el colegio evangélico La Patria, tuvo recursos para irse a vivir a la Antigua Guatemala. No era fácil para ella. Salía a las cinco de la mañana hacia la capital. Hacía su jornada en el colegio. Entraba a la universidad a las cinco de la tarde y estaba de vuelta en Antigua a las diez de la noche. Durante todo ese tiempo, casi no podía ver a sus hijos por las noches, cuando ya estaban dormidos. Y los fines de semana hacía el camino hasta la Granja Penal de Pavón para ir a visitar a su marido.
Así fueron pasando los meses. Corría ya el cuarto año de la condena de Malasuerte. En esa época se sentía cansada y con fuertes dolores en el vientre. No podía ser un nuevo embarazo, pensaba. En el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social le diagnosticaron cáncer en la matriz. Debía ser operada.
Sólo eso me faltaba, le dijo a su marido cuando por fin se armó de valor para darle la noticia.
No quería preocuparlo, pero sentía miedo. Miedo a no poder seguir trabajando, miedo a dejar sin amparo a sus hijos, miedo a no resistir la operación.
-Hay que tener fe en el Señor, le respondió su marido.
¿Y si ella moría? Malasuerte se daba de golpes contra los muros de impotencia. Libraba una terrible lucha contra los fantasmas que lo atormentaban en la prisión. Parecía imposible poder superar veintiún años en la delincuencia, la drogadicción. ¿Cómo iba a mantener a su familia cuando saliera? No tenía más profesión que el engaño, la labia, el vicio, las malas pasiones. No tenía otro oficio que robar, asaltar, violar, traficar. ¿Y si no salía? Contaba con muchos enemigos dentro del penal. Las bandas organizadas querían matarlo. Se libraba, también, una lucha de poder. Poder que poco a poco perdía en el bajo mundo al hacerse cristiano.
El Señor da la enfermedad, le dijo a su esposa. Pero también da la medicina.
¿Y si no era así? De sólo pensar que Fermina podía morir, le entraba una inmensa rabia que lo hacía debatirse entre dos aguas. ¿Es que Dios iba a castigarlo de esa manera por sus crímenes? El Señor da. El Señor quita.
Fermina estuvo internada en el hospital treinta y un días.
Relata así su experiencia:
La operación estaba programada para esa semana. Mis hermanos en Cristo trataban de alentarme. Oraban por mí.
Trataban de darle valor. Uno de ellos le dijo que ayunara durante tres días, que el Señor la iba a sanar.
Cuando llegó el día de la operación, expulsé algo extraño al orinar. Me hicieron una lamparoscopía y el tumor ya no estaba allí. Había desaparecido. Fue un milagro.
Un milagro. Es difícil creer que ocurran cosas así, pero la fe es capaz de mover montañas y los milagros se multiplican en el decir de algunas personas.
No salía de mi asombro. Estaba curada. Ya no era necesaria la operación. Dios me había salvado, agrega la hermana Fermina con total convencimiento. Pero ese día, continúa, otro milagro igualmente grande estaba por darse. De repente, frente a mi cama de hospital, vi a mi marido parado. Creí estar soñando o bajo los efectos de algún medicamento. Hasta me pregunté si no sería que estaba muerta. Y él me decía, Fermina, soy yo; no te engañan tus ojos. Y me los restregaba. Pero la imagen seguía allí, de cuerpo entero. Solo él, sin custodios ni esposas. Sonriendo y extendiéndome la mano.
Ese día le habían otorgado la ansiada libertad.
D I E C I O C H O
NO TODO ESTA DICHO en esta historia. A partir del momento de su liberación, Malasuerte, ahora convertido en el hermano Jorge, se sintió como un pez fuera del agua. Ese nuevo tipo de vida era totalmente extraño para él, con sus códigos, leyes, reglas y convencionalismos. Ganarse el pan honestamente, no era fácil para alguien que sabía cómo conseguirlo rápida y abundantemente. Llevar una vida de hogar tampoco era algo que él conociera, acostumbrado a vagar desde niño, a dormir donde le agarraba la noche, a satisfacer sin medida sus necesidades de macho.
Sus hijos tenían a la fecha de su liberación 5 y 4 años. Ese hombre en la casa era un desconocido para ellos. Tampoco era fácil para Fermina, acostumbrada a estar sola con los niños y su madre, tener un marido al que debía subordinarse y que la obligaba, radicalmente, a cambiar su sistema de vida.
Malasuerte había muerto en Pavón. Estaba muerto y enterrado. Por las calles de Guatemala rondaba un hombre nuevo, totalmente desconocido. Los antiguos amigos y compadres no escatimaban esfuerzos para hacerlo volver a las andadas. La gente de bien recelaba de ese recién llegado que hablaba de Dios y de la vida con igual vehemencia que lo hacía el anterior del demonio y de la muerte.
Por otro lado, la sociedad castigaba a este hombre por su pasado. Sus derechos civiles estaban limitados. No podía sacar licencia de conducir, no podía tramitar pasaporte, no podía conseguir empleo con esa abultada cartera de antecedentes criminales.
¿Había valido la pena? ¿Cuánto podría resistir en un medio que le negaba lo elemental para vivir? Tenía un empleo en el colegio evangélico La Patria, pero en el fondo de su corazón, en lo íntimo de su ser, sabía que no era eso lo que andaba buscando. El contacto con los niños, con los jóvenes lo estimulaba ahora que podía valerse de su experiencia personal para ayudarlos a mantenerse fuera de los vicios y peligros, ahora que podía hablar de la palabra de Dios al haberlo conocido y recibido en su corazón.
¿Cómo podía dar la cara a cuantos había ofendido, robado, denigrado, envilecido? Por las noches le costaba conciliar el sueño. Y cuando por fin podía dormir, tenía pesadillas llenas de monstruos y fantasmas del pasado. Despertaba con gran sobresalto, transpirando copiosamente, con lágrimas en los ojos. Su esposa sospechaba, creía que había vuelto a las drogas. El balbuceaba palabras extrañas, en estribillo, una y otra vez. Palabras como hogar, casa, delincuentes, drogadictos se entremezclaban con otras que eran citas bíblicas. Fermina temía que su marido estuviera a punto de perder la razón.
Ante la imposibilidad de conseguir documentos legales, se fue de mojado a los Estados Unidos. Allá, con la fragilidad que tiene un recién nacido, todavía se vio envuelto en algunos negocios relacionados con el tráfico de drogas, hasta que después de un incidente en el que balaceó a dos chicanos en el parque McArthur de Los Angeles, decidió alejarse y tratar de conseguir un trabajo honrado. Lo obtuvo, full time, en la cadena de restaurantes McDonald's.
Su esposa se le unió a los seis meses. Había conseguido la visa y llegaba como todos los inmigrantes del mundo, en busca de Eldorado.
El coloso del norte es para los latinos lo que La Meca para el mundo árabe: un lugar de adoración y ensueño. Imágenes tales como Disneyland, Hollywood, Las Vegas, Orlando, el Pentágono, la Casa Blanca, el Gran Cañón (para sólo mencionar algunas al azar), nos llegan magnificadas vía satélite. El sueño americano crea un espejismo en las mentes de los pueblos del tercer mundo, forjando ideales de belleza, moda, educación, cultura, arte y formas de vida; trampa mortal para los que llegan en busca de una promesa que, la mayoría de las veces, no se cumple. El imperio del dólar, por un lado, se sustenta con la producción de los países pobres. Y por el otro, niega a esos proveedores de materia prima, de mano de obra buena y barata, la posibilidad de vivir en ese país con los mismos estándares que los ciudadanos.
Los esposos Ruiz tuvieron por hogar un camper durante medio año. Trabajaban jornadas de más de doce horas diarias. Ahorraban cuanto podían y así fueron creando un pequeño fondo en dólares destinado a empezar una nueva vida en Guatemala a su regreso.
Fermina volvió primero. Al mes lo hizo el hermano Jorge. La visión del país era un tanto optimista entonces, sobre todo porque el dinero que habían logrado reunir les daba un pequeño respiro económico.
Sin embargo, Malasuerte casi no podía dormir. Decía escuchar voces. Fermina despertaba, en medio de la noche, sobresaltada. Su marido le pedía entonces que tomara papel y lápiz, y le dictaba hasta el amanecer. Así, durante toda una semana, noche a noche. Había nacido Reto a la Juventud.
El proyecto fue presentado a muchas iglesias. Todos, al final, dijeron que no. Jimmy Swagart ni siquiera los recibió, durante una jornada evangelista que hiciera en Guatemala.
Primero salgan de la maldición de la pobreza, y después piensen en ayudar al prójimo, les decían.
¿Por qué no saca todo lo que se robó?, preguntaban otros.
No creo que ni con un millón de quetzales se pueda poner una Casa-Hogar para drogadictos y delincuentes, les decían.
Tienen razón, repetía el hermano Jorge. Tienen razón. Es una locura.
¡La locura de Malasuerte!, exclamaban muertos de la risa.
Ya me dieron una casa, le dijo a Fermina.
La casa, me dice la hermana Fermina, no era sino un cuartito de tres por cinco metros.
Sí, y hasta inodoro tenía, me dice el hermano Jorge. Yo mismo lo lavé y lo dejé bien limpio.
Compró media docena de tacitas y le robó a mi suegra dos sartenes y un hornillo eléctrico.
Mi primer paciente fue un estudiante de la Academia de Aviación, me dice el hermano Jorge.
Parece que había nacido Reto a la Juventud.
D I E C I N U E V E
CONOCI A MALASUERTE EN Pavón, recuerda el evangelista Saturnino López. Era el año 69. Yo me encontraba bajo la acusación de doble asesinato. No éramos amigos. Nunca lo fuimos realmente. Pero lo conocía muy bien.
Quien habla es un hombre moreno, de mediana estatura y suaves modales. Tiene la Biblia en la mano. De origen mejicano, después de una carrera delictiva en su país, decide venirse a Guatemala y se convierte en jefe de una peligrosa banda. Cometen un espantoso crimen, descuartizando a un hombre y metiendo sus restos en un tonel. Son capturados, procesados y condenados a morir frente al pelotón de fusilamiento. Saturnino López tiene apenas 20 años de edad.
En 1971, mientras los asesinos esperan la confirmación de la pena de muerte por la Corte Suprema de Justicia, la última instancia, Saturnino López acepta a Cristo.
Estábamos pendientes de la pena de muerte. Una notificación faltaba. Cuando uno era llamado a los Tribunales de Justicia, en aquel tiempo, le ponían el uniforme rayado y grilletes en las manos. Eso era buena noticia. Pero cuando uno era llamado a la Sala de Notificaciones del centro penal, eso era mala noticia. Y todos decían, van a ser fusilados. Yo había visto a los guardias hacer tiro al blanco en un paredón sobre un muñeco de trapo y yo decía, así voy a morir. Pero tenía la esperanza porque el Señor Jesús ahora estaba viviendo en mi corazón. Estaban todos los canales de televisión, todos los periodistas, estaban todos los oficiales notificadores. Cuando dijeron: ¡Silencio, vamos a notificarles a estos muchachos el fallo de su sentencia! ¡Está confirmada la pena de muerte para ellos por doble asesinato! Entonces mi cuerpo empezó a temblar, entonces ya no podía abrir mis labios, porque ahora ya no quería la muerte, ya no la quería como la quise antes de conocer al Señor. Un oficial dijo, ¡Señores, ellos están condenados a muerte! ¡Van a entrar en capilla ardiente hoy a las seis de la tarde y serán fusilados mañana a las seis de la mañana! Un defensor de oficio dijo en ese momento: ¡Hay un artículo que los salva de la pena máxima! Dice el articulo que si se confiesa el crimen, no pueden ser condenados por doble asesinato, sino por simple asesinato. Dice otro artículo, que por simple asesinato no hay pena de muerte. Yo grité: ¡Gloria a Dios! Y un periodista me preguntó: ¿Por qué dice eso? Y un guardia intervino diciendo: ¡No le hable, que está loco!
A partir de ese momento, Saturnino López se vuelve un creyente. Estudia la Biblia y tiempo después pastorea Pavón por ocho años.
Malasuerte entraba y salía de la cárcel. El hermano Nino siempre que lo encontraba le hablaba de su experiencia y lo urgía a que cambiara de vida.
-Pero Malasuerte reaccionaba violentamente la mayoría de veces, contradecía, hablaba de espíritus, maldecía, nos odiaba. Nos tiraba agua, quemaba chile para que el humo nos provocara tos. Era realmente malo. Casi tan malo como había sido yo.
La construcción de la Granja Penal de Pavón, en el municipio de Fraijanes, contempló en sus planos edificar un templo. Las autoridades se dieron cuenta, a partir de la primera iglesia que no era más que un viejo galerón, que era beneficioso para el sistema. Así lo manifestaron los directores y hasta el propio presidente de la república a Saturnino López.
Allí, en la cárcel, empecé a servir a Dios con todo mi corazón. Un día, un coronel que controlaba el centro penal, había salido del Hospital Militar; porque allí, en el Hospital Militar, le habían dicho que no había remedio para él. Que no había medicina para su enfermedad. Debía tomar posesión, luego pedir su baja, y después irse a su casa a esperar la muerte. Pero oyó hablar que allí en el centro penal había un grupo llamado evangélicos. Y decían los mismos internos que cuando rezaban, allí los muertos resucitaban, los ciegos miraban, los leprosos salían limpios y los endemoniados eran libertados por el poder de Dios. Me llamó el coronel y me preguntó: ¿Tú eres el muchacho que hace milagros? El que hace milagros es Cristo. Yo sólo oro. Y él dijo: Yo quiero que hagas oración por mí. Le repuse, coronel, doble sus rodillas. No quiso. Le dije que cerrara los ojos. No quiso. Le vi los ojos que le brillaban como ojos de conejo. Y yo, en el nombre de Cristo Jesús, puse mis manos sobre su cabeza, reprendí la enfermedad y le dije: Se va mañana al Hospital Militar a que lo examinen. Cuando regresó la tarde siguiente me dijo: Hermano, dicen los médicos que ya no estoy enfermo. Yo exclamé: ¡Gloria a Dios! Ese mismo coronel tuvo un accidente en su carro en otra ocasión y se fracturó el brazo. En el hospital le dijeron que como tenía más de cincuenta años no se le podía curar la fractura. Vino a mí y yo, por la sangre de Cristo, le dije que a los treinta días fuera a que le quitaran el yeso. Y a los treinta días la fractura había sanado. Pues ese coronel estaba tan agradecido conmigo que me decía: Si yo pudiera te dejaba libre en este mismo instante. Lo que hizo fue ir al Congreso de la República y exponer mi caso. Allí el Congreso de la República me concedió una rebaja de cinco años. Mi condena quedaba en quince años en vez de veinte. Poco tiempo después recibí un telegrama del propio señor Presidente que decía que quería verme. Me llevaron con dos guardias y el señor Presidente me dijo: ¿Tú eres el hombre que estando en la cárcel oras y resucitas a los muertos? Yo le hablé entonces del poder de Dios. Y el señor Presidente exclamó: ¡Realmente, ustedes los evangélicos no me dan problemas en mi gobierno. Si todos fueran evangélicos en Guatemala, no hubiera violencia, no hubiera nada que pudiera estorbar aquí, como me estorba toda la gente! Entonces me prometió: Te voy a rebajar cuatro años por buena conducta. Yo le dije: Pero si el Congreso de la República ya me rebajó cinco. Y él me contestó: Pues ahora ya son nueve con los que te perdona el señor Presidente de la República. Mi condena había sido rebajada a once años.
En 1978, un amigo invitó a Malasuerte para que fuera a una reunión en el templo Huerto del Edén, de la Granja Penal de Pavón. El hermano Nino se sorprendió al verlo allí.
Había llegado el momento. Decidí tratar con él, darle consejo. Lloraba de arrepentimiento. Se había convertido de corazón, pero todavía estaba en lucha a muerte contra las fuerzas del mal. Comenzó entonces la persecución. Ya no quería droga, pero sus compadres lo asediaban, lo golpeaban, lo insultaban. Yo lo iba a traer a su celda. Lo defendía. El templo era el único lugar donde podía estar seguro. Sentía la necesidad de la droga. A veces me daba cuenta de que había salido a fumar mariguana. Lo notaba por el olor a petate quemado en su ropa. Era cuando yo lo forzaba a mantenerse en oración, en comunicación con Dios. Porque la permanencia con Dios es importante y el temor a Dios es lo único que ayuda.
El hermano Saturnino López salió en 1980 de la Granja Penal, después de purgar once años y tres meses de condena. Tanto él como el hermano Jorge suelen entrar y salir con frecuencia de Pavón desde entonces. Pero ya no van como internos a sufrir una pena. Ahora llegan como evangelistas, para llevar la palabra de Dios a los condenados sin esperanza.
V E I N T E
QUEDA MUCHO ANTES QUE se ponga el punto final a esta historia. Además, no seré yo quien lo haga. El libro está abierto y sus páginas en blanco para que quienes tengan algo que decir, tomen la pluma y escriban. He sido un instrumento, un mediador entre causa y efecto. El presentador de los hechos, el contador de los cuentos. De ninguna manera me he querido constituir en acusador o defensor. Aquél que esté limpio de culpa, que arroje la primera piedra.
Defiendo la tesis de la naturaleza oscura del hombre, porque conozco mi corazón. Y al final, lamentablemente, todo resulta del color del cristal con que se mira. Vivimos un mundo de apariencias donde la primera impresión puede ser equivocada; pero aún seguirá siendo la primera impresión, difícil de borrar. Se nos presentan infinidad de posibilidades alrededor de un objeto. Y si hasta entre los mismos discípulos hubo uno que traicionó, otro que dudó y otro que negó, ¿qué puede esperarse del hombre común que vive las tribulaciones del mundo moderno y las pasiones que se multiplican progresivamente al ritmo de los descubrimientos tecnológicos?
Se nos presentan las fuerzas del bien y el mal en permanente pugna, en oposición. Un rey de luz y otro de las tinieblas. La lucha es terrible. Hay destrucción, dolor, tribulaciones. Los muertos y heridos se cuentan por millones. A ratos pareciera como si el mal triunfara sobre el bien, cuando vemos tanta injusticia a nuestro alrededor; pero no es así, por fortuna. La verdad se impone y el bien termina por reinvindicar a la raza humana sobre el cenagoso fango del inframundo en que nos vemos forzados a reptar.
Pienso que se necesita mucho valor para reconocer nuestras debilidades, nuestros errores, nuestras culpas. Mucho valor para desnudarse ante todos y decirles: este perro, este cerdo, esta escoria he sido yo. Es fácil asumir el papel de acusador cuando no queremos darnos cuenta que tenemos una viga ante nuestros ojos. Criticamos abiertamente al vecino, sin reparar siquiera en los yerros propios. Ponemos una cortina de humo frente a nuestras acciones y hundimos implacablemente el dedo acusador en el pecho de nuestras víctimas.
Usted y yo hemos recorrido juntos un camino lleno de piedras y espinas. No ha sido fácil para ninguno de los dos, pero creo que valió la pena. Malasuerte y Fermina nos han dejado una gran enseñanza. Que en el nombre del amor todo es posible. No hay barreras para un hombre y una mujer que están dispuestos a enfrentar una vida juntos. Pero también nos han enseñado que es necesario buscar y encontrar, caer y levantarse, morir y renacer un día para vivir eternamente.
Me uno a los miles de hombres y mujeres que maldicen a Malasuerte por sus horrendos crímenes, solidarizándome con los familiares y amigos de las víctimas; pero también con todos los que durante los últimos años, a partir de su muerte en pavón, han colaborado con él hombro con hombro para hacer que ese proyecto de rehabilitación para drogadictos y delincuentes fuera realidad.
Algo está en marcha. Las aguas crecen y el rumor del río trae piedras que ruedan. Se escuchan las trompetas celestiales. Malasuerte dejó de ser noticia sensacionalista en las páginas rojas y amarillas de los diarios. Dejó de ser un producto comercial que agote la edición y procure morbo a los lectores. Ha pasado a engrosar las filas de los pocos que todavía creen que no todo está perdido en este mundo, que la fiera en el hombre puede ser domada si se le obliga a conocer y aceptar su propia naturaleza.
Malasuerte tocó las llamas del infierno con sus ensangrentadas manos e hizo un pacto con las huestes abismales. Así vivió durante veintiún años. Así murió en el término de ese tiempo. El hermano Jorge Arturo Ruiz Rosales nació, paradójicamente, en la Granja Penal de pavón. Lavó sus manos con agua bendita y rozó el cielo en el intento. Hizo un nuevo pacto con las legiones del Altísimo. Esa es su fe. Esta es su historia.
E P I L O G O
Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, tiempo de curar; tiempo de destruir, tiempo de edificar; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de entristecerse, tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz.
A las seis de la tarde del 13 de octubre de 1992, ella recibió una llamada telefónica de su esposo desde Malacatán, San Marcos.
Estoy desesperado, le dijo Malasuerte a Fermina, quiero oír los cantos, ver a mis hijos; tengo ganas de que nos tomemos unas vacaciones sólos tú y yo, que nos perdamos por allí unos días. Te he abandonado mucho todo este tiempo. Siento que nuestro amor se está enfriando demasiado.
Durante los últimos meses habían pasado cosas extrañas. Varios pastores, incluyendo uno con el que el hermano Jorge había tenido serias desaveniencias, se le acercaban.
Quiero pedirle perdón, le dijo éste último, por la forma en que las cosas se han dado entre nosotros.
El pastor conocía el carácter impulsivo del hermano Jorge y no se atrevía del todo a decirle lo que lo había llevado hasta la Casa-Hogar.
Tuve una revelación, se animó finalmente a confiarle. Escuché la palabra del Señor.
Y le contó que lo había visto en una especie de sueño. Que él, Malasuerte, iba de espaldas pero que lo reconoció perfectamente. Que iba en un campo de verde grama y hermosas flores. Que caminaba hacia una mujer que a lo lejos lo llamaba y le abría los brazos. Una mujer vestida de blanco. Y que cuando llegó hasta ella se abrazaron y caminaron juntos, alejándose. Que él, picado por la curiosidad, los siguió. Puso un brazo sobre el hombro de Malasuerte y él se volvió a verlo sonriente.
Puse, entonces, un brazo sobre el hombro de ella y ella se dio vuelta y pude verle la cara. Era una calavera, la pura representación de la muerte.
A las once de la noche de ese mismo 13 de octubre llamó otra vez a Fermina.
Estoy terminando de predicar, le dijo. Yo ya me quiero ir para la casa, deseo descansar, pero me van a dar una cena. Decile a Jorgito que le llevo los zapatos tennis que le prometí y para ustedes un montón de regalos.
El matrimonio tenía cuatro hijos. Zury, la mayor, de 16 años. Jorgito de 15. Linda de 8 y la pequeña María Elena de 4 años apenas.
Habían pasado otras cosas inexplicables, me dice la hermana Fermina. Por ejemplo, un día fuimos a pasear. A Jorge le gustaba llevar a Jorgito a su lado y yo me iba en el asiento de atrás del carro con mis tres hijas. Jorge era muy loco para manejar. Aceleraba y frenaba y yo me sentía algo mareada. Desde donde yo estaba podía ver reflejado en el espejo retrovisor, su cara. De pronto, me asusté.
Fermina me contó que vio el rostro de su marido ensangrentado. Que se inclinó hacia adelante y le dijo que volviera la cabeza para mirarla, cosa que él hizo. Todo estaba normal.
Cada vez que miraba su rostro en el espejo, éste estaba lleno de sangre. Así tres o cuatro veces. No pude aguantar la impresión. Le pedí que parara el carro y me bajé a vomitar.
En la víspera de su viaje a Malacatán, Malasuerte hizo dos cosas inusuales. La primera, se acercó a su suegra y la besó tiernamente en la frente.
En los más de quince años de casados jamás me había dado un beso, se sorprendió ella. Me dijo que me agradecía todo lo que yo había hecho por sus hijos y que me los recomendaba por si algo le pasaba.
A mí, me dice Fermina, Jorge me llevó al cuarto y cerró con llave. Fue hasta el ropero y abrió una gaveta donde él tenía sus cosas secretas.
Malasuerte se las confió y le dijo que no se asustara, pero que presentía que se iba a morir.
No bromees de esa forma, protestó ella.
Todos tenemos que morir algún día, le dijo él con total convencimiento.
Una nube de desconfianza cruzó por la mente de Fermina. Pensó que su marido, seguramente, planeaba suicidarse.
¡Cómo vas a creer!, le dijo él con una carcajada.
Ella pensó que sí, que cómo iba a creer semejante cosa si todo, por primera vez en la vida, parecía salirles bien.
A las cuatro de la madrugada del miércoles 14 de octubre de 1992, Malasuerte, cansado de manejar y con sueño, se detuvo cerca de la terminal, en Mazatenango. Compró café y se comió un huevo duro. Uno de los traileros, lo reconoció.
Mirá, aquél que está allá es Malasuerte, le dijo a otro chofer. Lo conozco porque estuve en la conferencia que dio a un grupo de Alcohólicos Anónimos ayer en Malacatán.
Y sin más, el hombre fue hasta su trailer, sacó un libro y se lo mostró a Malasuerte.
Me gustaría que me lo autografiara, hermano, le dijo, mostrando la primera edición de Malasuerte murió en Pavón.
Jorge Ruiz ya estaba acostumbrado a esa suerte de celebridad. Mucha gente lo conocía a lo largo y ancho del país, tanto por su bien ganada fama de delincuente y drogadicto, como por sus frecuentes viajes para dar conferencias y testimonios sobre su conversión al evangelismo.
Espérese a que amanezca antes de irse para Guatemala, le dijo el camionero agradecido. Hay muchos cañeros en la zona y es muy peligroso manejar de noche.
A las seis de la mañana, Fermina despertó al escuchar una especie de estallido.
Me asustó el ruido y pensé que alguien había quemado un cohete en mi ventana o disparado un tiro. Abrí con cuidado para ver, y nada. Ni siquiera se sentía olor a pólvora o algo parecido.
Se volvió a acostar y se durmió inmediatamente. Como a las ocho, abrió los ojos. Fermina acostumbraba hacerlo a las cinco y media todos los días, pero esa mañana no sentía el deseo de levantarse, estaba cansada, tenía molido el cuerpo. A las ocho y media sonó el teléfono. Ella se levantó creyendo que Jorge la llamaba de nuevo.
¿Es usted la esposa de Jorge Ruiz?, preguntó la voz.
Sí, respondió ella. Soy Fermina.
Su marido tuvo un accidente, le dijo la voz.
¿Otro?, pensó ella. Por lo que se acordaba, había tenido como veinte. Los carros o motos habían quedado retorcidos pero a él nunca le pasaba nada.
¿Y cómo está?, preguntó ella.
Y lo que le dijeron del otro lado de la línea la dejó helada. Soltó el auricular. Salió al pasillo y se escuchó gritar: ¡Jorge se murió!, ¡Jorge se murió!.
Su madre, que bajaba las gradas del segundo piso en ese momento, la miraba con espanto.
-¡Jorge se murió!, seguía repitiendo Fermina con desesperación
Y su madre sufrió tal conmoción que no pudo terminar de bajar los últimos escalones y se desplomó desvanecida.
Recta como una regla, se vino hacia adelante y me cayó en pleno rostro, reventándome la boca, me cuenta Fermina.
Otra de las cosas que había llamado mucho la atención a Fermina, era que Jorge se mostrara previsor como nunca lo había sido.
Compré un lugar en el Cementerio Los Parques, le dijo un día.
Sabía que a su suegra le habían detectado un cáncer maligno y no le daban muchas expectativas de vida.
Vas a ver que tu mamá no se va a morir, le dijo Malasuerte. Yo voy a estrenar el lugar.
Y esa vez se había acostado sobre la grama y mirado hacia el cielo.
Con esa vista de árboles me va a dar mucho gusto estar enterrado aquí, concluyó.
A sesenta kilómetros de Mazatenango, sobre el puente Río Bravo, explotó la llanta a un camión. El chofer perdió momentáneamente el control, pero pudo detener el vehículo.
Jorge venía a gran velocidad, me dice Fermina. Cuando vio el camión atravesado al final del puente, ya no pudo detenerse.
El impacto fue inevitable, pero en vez de darle al camión por el medio, hizo un viraje brusco, empotrándose en la cola del vehículo.
Se estrelló de lleno, me explica los ojos húmedos por la emoción Fermina. El pico de la carrocería de la parte de atrás le pegó en la frente, lanzándolo violentamente hacia la derecha.
En ese movimiento brusco se había desnucado. La muerte de Malasuerte fue instantánea.
El chofer del camión se bajó rápidamente al sentir el impacto, llegó hasta Jorge, abrió la portezuela como pudo y lo sacó, tendiéndolo sobre un llano.
La incipiente claridad que preludia el amanecer, le permitió ver la cara ensangrentada del hombre que acababa de estrellarse contra su camión.
¡La cara ensangrentada!, ¡La misma cara ensangrentada que yo había visto por el espejo retrovisor poco tiempo antes!, me dice Fermina profundamente dolida.
El chofer le limpió la cara y se quedó de una pieza al reconocerlo.
¡Es el hermano Malasuerte!, exclamó asustado.
En ese momento vio una especie de relámpago y se elevaron llamas del carro de Malasuerte.
Se quemó también el camión, me dice Fermina. Del carro quedó únicamente el cascarón calcinado. Se achicharró todo, incluyendo los regalos que nos traía y los zapatos tennis para Jorgito.
Cuando apareció una ambulancia del Seguro Social, ya los aldeanos de los alrededores del fatídico puente lo habían amortajado. Se lo llevaron a Mazatenango.
Yo en cuanto supe de la muerte de Jorge, agarré camino para Mazate. El pastor de la Casa-Hogar no me quiso dejar manejar y me fui pensando todo el camino en lo que iba a ser de mí y de mis hijos en adelante.
Se sintió tan sola, tan desprotegida; un ser demasiado frágil para poder educar a sus hijos, sacar adelante Reto a la Juventud, soportar el dolor de la ausencia de su marido.
Sálgase de allí, le aconsejaban las gentes.
Jorgito está en una edad difícil. No vaya a ser que se vuelva admirador de alguno de los delincuentes y quiera imitarlo.
Tenga cuidado. Usted es mujer y tiene tres niñas.
No es buen ejemplo para los patojos vivir cerca de esa gente.
Las pueden violar.
¡Váyase de allí!, le dijo su pastor.
Estoy sembrando para que nuestros hijos cosechen, le había dicho repetidas veces Malasuerte a Fermina.
¡Cosecharás infortunio!, recordaba la voz de su difunto padre.
¡Serás carne de presidio con una marimba de hijos!, escuchaba la voz de su madre en el tiempo.
La noticia de la muerte de Malasuerte corrió como reguero de pólvora. Gente de la ciudad y de los alrededores se congregaba frente a la morgue de Mazatenango impidiendo que el amortajado cadáver del hermano Jorge fuera introducido.
Hay que hacerle la autopsia de ley, trataba de hacerlos entender el médico forense.
Pero todo lo que se logró es que sacaran una caja de metal y depositaran allí el cuerpo mientras llegaba Fermina y ella decidía.
Por lo menos, decía el jefe de policía, hay que entrar el cuerpo a la morgue para cumplir con ese requisito.
Y cuatro hermanos tomaron la caja, la ingresaron a la morgue, esperaron a que se llenara el papeleo y lo sacaron de vuelta sin permitir que lo tocaran.
El ya está frente a la presencia de Dios, argumentaban.
El carro de una funeraria local lo trajo a Guatemala. El 15 de octubre, a las tres de la tarde, fue el entierro de Malasuerte.
Había como cuatro kilómetros de carros. Algunos de la policía, otros del estado Mayor Presidencial. Todos mandaron coronas. Dos autobuses iban totalmente llenos con los internos de la Casa-Hogar. Chalo Hernández dijo las palabras fúnebres. Lo tengo grabado en videotape, dice Fermina entrecerrando los ojos.
Fue el entierro definitivo porque antes dicen que había muerto en Pavón. Aunque hay gentes que dudan sobre lo primero y lo segundo.
Yo no vi el cadáver, me dice uno de sus colaboradores. Son cosas que pasan, si me entiende. A veces puede convenir que se crea que alguien está muerto, usted me entiende.
Se acabó la primera edición, dejalo así, me dice una de mis conocidas. Has escrito buenos libros. Este debería darte vergüenza. Antes de cometer el error de una segunda edición, preguntale a la gente que ha estado allí adentro, en esa Casa-Hogar.
Para mí, ¡quién sabe! Yo estaba parado en una esquina, diecinueve calle y novena avenida de la zona uno. Frente al semáforo se detuvo una camionetilla tipo Blazer, sin vidrios polarizados. Y allí estaba al timón Malasuerte encendiendo un cigarrillo. Yo lo vi, si entiende lo que quiero decir.
Ya ves el comentario que Marc Zimmerman hizo de tu libro. Muy mala calidad literaria. Y por si fuera poco, lleno de falsedades. ¿Sos ingenuo o qué? Si Malasuerte nunca dejó de drogarse y de ser un delincuente. ¿Qué estás pensando, Manuelito?
La gente desaparece de pronto. Conviene que se crea en la desaparición física, si me entiende. Yo he visto cientos de cadáveres. Todos asesinados, muertos violentamente. Hay gente que es profesional en hacer desaparecer a gente, ese es su trabajo, estudian para eso, si entiende lo que le estoy tratando de decirle.
Yo a veces creo que no está muerto, me dice Fermina.
Vivo o muerto, Malasuerte fue una leyenda. Para unos, cumplía un designio de Dios. Para otros, era discípulo de Satanás. Pero una cosa es cierta: su obra dejó huella y sólo se hace camino al andar.
Trabajé dos años con el apoyo de Oswaldo Luna, me dice Fermina. Jorgito ya se casó y, de alguna manera, siguió los pasos de su papá: dirige otra Casa-Hogar para mujeres. Zury acaba de contraer matrimonio, encontró un buen hombre. Y yo, con mis dos pequeñas hijas, estoy saliendo adelante. Ahora dirijo Reto a la Juventud. Después de todo, valió la pena. ¿No cree?