© 2004: Manuel Corleto
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Pie de Lana
Manuel Corleto
La luna está en cuarto menguante, semejando la fina hoja de un cuchillo corvo y reflejada en un charco de agua retenido entre las piedras de la oscura callejuela del barrio de la Parroquia. El viento de invierno produce suaves ondas en la superficie del agua, quebrando la imagen que se acerca silenciosa. Diríase que el hombre carece de peso por la forma de desplazarse, sigiloso como un gato, envuelto en negra capa y con el sombrero de anchas alas calado hasta los ojos.
Se detiene en el portón de una casa señorial y rápidamente escala una de las ventanas de ornamentados barrotes. La ronda de vigilantes está a punto de sorprenderlo, pero el hombre se tiende sobre las húmedas y olorosas tejas hasta dejarlos pasar. Conjurado el peligro, camina sobre el techo y se descuelga por un naranjal hasta el patio de la casa. Durante unos segundos no se mueve, ojos y oídos alerta, la respiración controlada.
Un gruñido le hace chasquear la lengua con los dientes y descubre a un perro que lo observa fijamente, el lomo arqueado y erizado de pelo, los dientes pelados, las patas tensas, listo para saltar sobre él. Otros chasquidos del hombre parecen apaciguar al animal y éste saca algo de debajo de su capa y se lo da al can.
Mientras el perro come, el hombre cruza el patio, rodeando la fuente llena de lirios acuáticos y de peces dormidos; llega al amplio corredor de rojas baldosas y colas de quetzal que cuelgan mecidas por el viento. Un batir de alas lo hace esquivar un murciélago que pasa a su lado para posarse en un árbol a saborear los jugosos duraznos que están suspendidos a pocos centímetros de la entrada de su cueva en el tapanco de la casa contigua.
Haciendo palanca con una herramienta, abre la puerta de una habitación y penetra a lo oscuro. En poco tiempo sus ojos se habitúan a las sombras y su extraordinario sentido de orientación lo lleva justo hasta un mueble y al abrir la gaveta, toma un joyero y hace su escape por el portó principal, de donde sale como Juan de su casa.
A la mañana siguiente la señora descubre el robo y los gritos atraen a la servidumbre y la servidumbre observa en el piso las huellas claras y tantas veces descritas de pies enfundados en tela.
-¡Fue él!, dice una mujer.
-¡No cabe duda!, afirma un hombre.
-¡Mis joyas, mis joyas!, lamenta la señora.
-Vamos a deshacernos de ese perro que no sirve para nada, dice el señor.
Del otro lado de la ciudad, una mujer recuerda el susto de su vida que se llevara la noche anterior. Un hombre se le acercó y le dijo:
-Mirá vos, quiero que seás mía.
-No, le respondió ella, temblando bajo los harapos.
-¿Y por qué no?, le preguntó mirando sus ropas sucias y gastadas, yo te puedo dar todo lo que necesités.
-¡Sí, pero no y no y no!, le dijo ella dispuesta a todo.
-¡Ah, vaya!, le dijo el hombre después de mirarla de pies a cabeza.
Le gustaba mucho la muchacha. Le había gustado desde la primera vez que la viera, pero sabía que por mucha necesidad que ella tuviera no iba a aceptar nada de él en esas condiciones.
-Entonces, le dijo, ofreciéndole un collar y algunas monedas, tomá esto y llevátelo; podrás sobrevivir dignamente por algún tiempo.
Y se alejó. Fue en ese instante, cuando la muchacha vio los extraños zapatos del hombre, que tuvo la certeza de quien se trataba.
Ese mismo amanecer, un niño caminaba, aparentemente sin rumbo, llorando desconsoladamente. El hombre se le acercó silenciosamente, como era su costumbre y le dijo:
-¿Se puede saber por qué estás llorando, patojo condenado?
-Ah, pues, le dijo, fíjese que jugando virada perdí todo el dinero que mi mamá me dio para comprar leche y pan.
-¿Así que perdiste todo en una apuesta?
-Pues sí, señor, respondió con franqueza.
-Bueno, le dijo, te voy a dar el pisto.
El hombre se metió la mano en el bolsillo y le dio unas monedas de oro.
-Y te lo doy, le dijo, porque me contaste la verdad. La gente mentirosa no merece que se le ayude, concluyó, alejándose silenciosamente como había llegado.
Cuando la policía vio las huellas, no hubo la menor duda de que se trataba de una nueva fechoría de Pie de Lana.
-¡Roba y hace atrocidades a la gente adinerada!
-¡Las lágrimas de un niño o las súplicas de un hombre necesitado le enternecen profundamente!
-¡Tiene sus escondrijos en túneles conocidos sólo por él!
-¡Es una especie de Robin Hood chapín y muy galante con las muchachas bonitas!
En su guarida, Pie de Lana se quita el sombrero y la capa, desenfunda de sus pies los zapatos especiales de lana para no hacer bulla y se pone a contar el botín.
-¡Es bondadoso y noble!, piensa la muchacha.
-¡Es buena gente!, recuerda el niño.
-¡Es un malvado!, dicen al unísono el señor y la señora.
-¡Tarde o temprano caerá en nuestras manos!, dice la autoridad.
Mientras tanto, el sol está en el cenit y la amenaza de lluvia parece haber desaparecido al igual que Pie de Lana que a esas horas duerme para reponer fuerzas y su sonriente rostro parece indicar que sueña con el próximo golpe o con esa muchacha bonita que tanto le gusta.
La gente pobre opina: como ladrón, es ladrón; pero como bueno, sí que es bueno el Pie de Lana.